18 febrero 2002

Montó el periódico con el apoyo económico de Jesús Polanco Gutiérrez que fue quién asumió la gestión de la empresa

Muere el editor José Ortega Spottorno cofundador y primer presidente de EL PAÍS y PRISA

Hechos

El 18 de febrero de 2002 falleció D. José Ortega Spottorno.

19 Febrero 2002

Adiós a un amigo

Jesús Polanco Gutiérrez

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José Ortega Spottorno influyó notablemente en la vida cultural e intelectual española de las últimas décadas. Su personalidad y su trayectoria vital son elocuente representación de la actitud del hombre de cultura, del intelectual comprometido con su tiempo histórico. Su espíritu emprendedor, su tenacidad, su rigor y la elegancia de su pensamiento hicieron de José Ortega una persona irrepetible.

Hace por estas fechas tres décadas que me convocó a la aventura de EL PAÍS. Fueron años, aquéllos, de trabajo y dedicación sin desmayo, de colaboración hombro con hombro, de entusiasmos compartidos. Fue entonces, también, cuando más y mejor pude conocer a José Ortega y apreciar el valor de su talento como empresario, la fuerza de su infatigable capacidad de trabajo y la humildad con que siempre puso a disposición de todos sus mejores cualidades. Sin José Ortega no hubiera sido posible el diario EL PAÍS, ni existiría, por tanto, el Grupo PRISA. Pero lo más notable era la sencillez de su actitud, que contrastaba con la importancia y profundidad de sus decisiones.

De José Ortega se aprendía siempre, fue un maestro ejemplar, partidario de convencer al otro antes que de vencerle, y de hacerlo a través de una didáctica sutil, repleta de sentido del humor. Su gran capacidad de convocatoria le permitió materializar sus proyectos sobre EL PAÍS, en torno a los que reunió una parte importante de la sociedad española, y contribuir así a la modernización de España.

Hoy sentimos la pérdida de José Ortega como algo irreparable. Su huella queda entre nosotros en sus palabras, en sus artículos, en las páginas del periódico, en sus libros, en su labor de editor y en su obra como el gran empresario de comunicación y el inmejorable amigo que fue, modelo a imitar y ejemplo a seguir. Descanse en paz José Ortega Spottorno.

Jesús Polanco Gutiérrez

19 Febrero 2002

Ortega, el fundador

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Con la muerte de José Ortega Spottorno, a los 85 años, se va el hombre que en los primeros años setenta aglutinó a un grupo de ciudadanos diversos en torno a la idea de fundar un nuevo periódico para un nuevo tiempo que empezaba a vislumbrarse en España. Aquella aventura de las postrimerías del franquismo se convertiría el 4 de mayo de 1976 en el diario EL PAÍS. Primero como presidente y luego en calidad de presidente de honor, don José ha acompañado siempre este proyecto profesional que desde su humildad inicial ha crecido hasta convertirse en una institución central de la democracia española, tal y como soñó su fundador. Puede sentirse orgulloso de ello: en una buena parte es obra suya. Aplastado por la ingente obra editorial de su padre, José Ortega y Gasset, seguramente el filósofo español más influyente, hora es de reivindicar la iniciativa cultural de Ortega Spottorno.

En los primeros años setenta, siguiendo la estela familiar, activó el proyecto de sacar a los quioscos un periódico riguroso, demócrata, tolerante. Unió con su iniciativa a centenares de inversores que apostaron su dinero a una aventura incierta de la que nacería EL PAÍS. ¡Cuántos de esos accionistas han recordado luego que entraron en ese proyecto ciegamente sólo porque se lo pidió José Ortega! Una vez que EL PAÍS salió a la calle, después de superar múltiples vicisitudes, su fundador dejó su impronta en los principios ideológicos del diario. En 1977 Ortega proclamó que ‘EL PAÍS debe ser un periódico liberal, independiente, socialmente solidario, nacional, europeo y atento a la mutación que hoy se opera en la sociedad de Occidente. Liberal, a mi entender, quiere decir dos cosas fundamentales: el estar dispuesto a comprender y escuchar al prójimo aunque piense de otro modo y no admitir que el fin justifica los medios. Liberal implica también en nuestro tiempo el reconocimiento de que la soberanía reside en el pueblo, es decir, en el conjunto de todos y cada uno de los ciudadanos, titulares de iguales derechos’. Las palabras de Ortega se unieron al Libro de estilo del periódico, de obligado cumplimiento para todos los que trabajan en él. No ha habido acontecimiento en la historia del periódico, positivo o triste, en el que sus trabajadores no se hayan visto acompañados de un solidario Ortega que consideraba a EL PAÍS su ‘cuarto hijo’.

Aunque siempre consideró a este diario como el proyecto más importante de su vida, no fue ésta su única iniciativa editorial. Antes se había hecho cargo de Revista de Occidente, la publicación fundada por su padre, así como de la editorial del mismo nombre, sacando a la luz la obra de autores españoles perseguidos o ninguneados por la dictadura y dando continuidad a un proyecto minoritario e intelectualmente riguroso, de los que tan necesitada estaba la España de la posguerra civil. A mediados de los años sesenta fundó una de las editoriales de referencia de nuestro país: Alianza. Con ella puso en contacto a las jóvenes generaciones universitarias con los autores de nuestro tiempo. Freud, Toynbee, Proust, Smith, Marx, Brenan, Clarín y tantos otros ocuparon un lugar en las bibliotecas españolas a un precio asequible -pues introdujo en España el libro de bolsillo de calidad- y penetraron con fuerza en nuestra cultura. Sólo por estas dos iniciativas hubiera merecido un lugar propio en la historia cultural española del siglo XX.

El Ortega emprendedor cultural no oscurece al intelectual que ha sembrado de artículos este diario hasta el final, que incorporó a muchos de sus coetáneos al mismo, que ha novelado la realidad y aportado a la historiografía las memorias de los Spottorno y de los Ortega, obra aún inédita. Testigo de un siglo sangriento, Ortega Spottorno padeció de joven los avatares de la guerra civil y de la II Guerra Mundial. Quizá por ello, cuando el rey Juan Carlos le llamó para que ocupase un lugar en el Senado, aceptó sin demora el compromiso. Desde el escaño del Senado y desde los artículos y libros, su mensaje fue siempre de concordia, de cimentación de las libertades a través de la cultura, de consolidación de la sociedad civil.

No son palabras. Lo ha dejado en la cultura de este periódico. Sus trabajadores se lo reconocieron hace unos meses con un largo aplauso cerrado en su última aparición pública, cuando se celebraron los primeros 25 años de la historia de EL PAÍS. Era el reconocimiento colectivo a su labor, al que Ortega respondió con emoción. Tanto nos ha acompañado a los que hacemos el periódico, que le echaremos mucho de menos a partir de hoy, aunque nos queda su obra: la individual y la emprendedora. En lo que nos concierne, nos comprometemos a que sea fértil y tenga continuidad. No lo olvidaremos.

19 Febrero 2002

Las dianas del arquero

Javier Pradera

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En el caso de José Ortega Spottorno, el 'deber ser' de su existencia coincidió con el 'ser' de su biografía

Contaba Eduardo Ortega y Gasset desde su exilio en Venezuela tras la guerra civil que su hermano José había elegido ya durante su temprana adolescencia el lema que guiaría su futuro: ‘Seamos con nuestras vidas como arqueros que tienen un blanco’. Aceptada esa meta, la existencia personal de cada cual cobrará retrospectivamente un especial significado si la memoria colectiva conserva la huella de los proyectos realizados, especialmente cuando su inspiración era generosa y solidaria. La biografía de José Ortega Spottorno como editor de libros, revistas y periódicos muestra no sólo que eligió desde muy joven las dianas de su vida, sino que además logró dar en el blanco.

Los candidatos por excelencia -en el ámbito de la cultura- a ese género vicario de inmortalidad que es la fama son filósofos, ensayistas, investigadores, músicos, poetas, artistas, cineastas o narradores cuya obra creativa hace mejores, más sabios o menos infelices a sus contemporáneos y a sus descendientes. Pero la división social del trabajo también concede un lugar en ese olimpo -aunque sea secundario- a quienes consagran vocacionalmente su vida a difundir, conservar y promover las obras ajenas. Abstracción hecha de que sólo los especialistas conozcan hoy los nombres de Tito Pomponio Attico (el editor romano de Cicerón), Aldo Manucio (el maestro veneciano que convirtió el invento de Gutenberg en un instrumento de las bellas artes) y Juan de la Cuesta (impresor de El Quijote), los tres fueron en su época mediadores imprescindibles entre los autores y los lectores.

José Ortega Spottorno se licenció como ingeniero agrónomo, pero pronto compatibilizó el ejercicio de esa profesión con una dedicación vocacional a la industria cultural. También cultivó la escritura, desde la novela y los cuentos a las colaboraciones periodísticas, pasando por la historia: Historia probable de los Spottorno Los Ortega (Taurus, 2002). Pero su móvil principal fue continuar primero las instituciones creadas por su padre (la publicación mensual Revista de Occidente, fundada por José Ortega y Gasset en 1923, y la editorial del mismo nombre) y promover proyectos propios inspirados en el ejemplo paterno.

Conocí a José Ortega Spottorno a finales de los cincuenta o a principios de los sesenta: tras la muerte de su padre en 1955, se hizo plenamente cargo de la editorial Revista de Occidente (a la que había puesto de nuevo en funcionamiento tras el paréntesis de la guerra civil) y emprendió una tesonera batalla con la censura para que la publicación mensual fuese autorizada tras casi tres décadas de silencio. Alcanzado en 1963 ese objetivo, José Ortega Spottorno acometió la tarea de crear una colección de libros de bolsillo capaz de superar en calidad y presentación a la colección Austral (la idea de relanzar en Argentina la Colección Universal de la preguerra correspondió a José Ortega y Gasset, que había asesorado a Nicolás Urgoiti en la creación de Calpe en 1919): el resultado fue la fundación en 1966 de Alianza Editorial, con Jaime Salinas (que había tratado de asociarse con Gallimard para idéntico objetivo), José Vergara Doncel y otros inversionistas como socios. El espíritu liberal de Ortega Spottorno otorgó un amplísimo ámbito de autonomía a sus colaboradores (como podemos testimoniar quienes trabajamos a su lado) y abrió el catálogo de la editorial a todos los autores, obras y corrientes de creación y pensamiento sin otro criterio que la calidad. Y no fue un mérito menor la confianza que depositó en Daniel Gil como director artístico de Alianza, encargado de realizar con plena libertad su revolucionario trabajo de portadista y maquetista.

Hoy puede parecer grotesco que La Regenta volviese a los escaparates en una edición barata (100 pesetas era su precio) gracias a Alianza o que la edición en bolsillo de las obras de Marcel Proust o de Sigmund Freud fuese visto entonces como una audacia. No resultó fácil ir construyendo el catálogo. La censura franquista se distinguió siempre por su cerrilidad. La Ley de Prensa de Fraga, que había derogado en 1966 la normativa de guerra vigente desde 1938, permitía sustituir la censura previa de los manuscritos o de las galeradas de los libros por el depósito en ventanilla de la obra impresa y encuadernada, con el riesgo de sufrir un costoso secuestro administrativo. José Ortega Spottorno jugó a fondo la carta del hecho consumado, esto es, del depósito del libro terminado, pese a los sustos y quebraderos de cabeza proporcionados por ese sistema. La reedición de Mi viaje a la Rusia sovietista, de Fernando de los Ríos, dio lugar a un insólito episodio: el Ministerio de Información amenazó con el secuestro de la tirada si no se cambiaba la página 7 del libro (en la que Fernando de los Ríos dedicaba la obra al Partido Socialista Obrero Español) por otra casi idéntica que dejara constancia de que no era el editor de hoy, sino el autor, ya fallecido, el responsable de la dedicatoria. Peor suerte corrió un libro de ensayos de Kolakowski titulado El hombre sin alternativas: tuvo que aguardar a la muerte de Franco para salir del zulo de su secuestro.

La colección El Libro de Bolsillo fue un gran éxito que permitió a la editorial ampliar sus colecciones (Alianza Universidad, Alianza Literatura, Alianza Forma, etc.) y llegar a nuevos lectores. Quienes participamos con José Ortega Spottorno en el proyecto de Alianza, que cambió de rumbo en 1989 a consecuencia de la venta de la empresa, tendemos a creer en los momentos de mayor optimismo y menor modestia que la generación de la transición se hizo adulta con su catálogo; en cualquier caso, nuestro trabajo no tenía como móvil principal la maximación de la cuenta de resultados y la búsqueda oportunista de best-sellers.

Después de Alianza, a José Ortega Spottorno le quedaba todavía un proyecto para rendir homenaje a la memoria de su padre como promotor cultural. José Ortega y Gasset -hijo de José Ortega Munilla, director de El Imparcial, y nieto de su fundador, Eduardo Gasset- no fue el gestor empresarial de El Sol: esa tarea le correspondió a Nicolás Urgoiti, una notable personalidad estudiada por Mercedes Cabrera en un magnífico libro (La industria, la prensa y la política, 1994). Pero la historia familiar del catedrático de Metafisica de la Universidad Central le incitaba a participar en ese tipo de aventuras: ‘Aunque soy muy poco periodista, nací en una rotativa’. Por lo demás, la actitud de Ortega hacia la prensa diaria fue ambigua y en ocasiones adoptó formas agresivas; en Misión de la Universidad, tras afirmar inconvincentemente por coquetería que ‘tal vez no sea yo más que un periodista’, Ortega rebajó los humos de sus compañeros de ocasión: el periodismo ocupa ‘el rango inferior’ de la ‘jerarquía de las realidades espirituales’ y rezuma una ‘espiritualidad ínfima’. Sin embargo, Ortega desempeñó un papel crucial en el éxito y la influencia del diario; algunos editoriales del periódico durante sus años iniciales llevan la huella de su pluma. ‘De nueve a diez de la noche, todos los días, en la sede de El Sol de la calle Larra, se reunía Nicolás Urgoiti con Félix Lorenzo, el director, con Ortega y Gasset y otros colaboradores’: la mala uva de los medios políticos y periodísticos madrileños bautizó ese cónclave con el despreciativo nombre de Olimpo. En las páginas del periódico publicó Ortega en entregas libros tan importantes como El tema de nuestro tiempo y La rebelión de las masas; el artículo seguramente más influyente salido de su pluma, publicado el 15 de noviembre de 1930 (‘El error Berenguer’), contribuyó no sólo a la proclamación de la II República, sino también al golpe de mano empresarial que forzó, tres semanas antes de la caída de Alfonso XIII, la expulsión de El Sol de Urgoiti, Lorenzo, Ortega y otros redactores y colaboradores.

La última diana de José Ortega Spottorno -que había abandonado Alianza en 1977 para dedicarse por entero al nuevo proyecto- era promover un periódico que continuase la tradición de El Sol adaptada a los nuevos tiempos: el diario EL PAÍS salió a la calle el 4 de mayo de 1976 con su nombre en la mancheta como presidente del Consejo de Administración. El Sol había tenido a gala silenciar las corridas de toros, que no eran, a su juicio, la fiesta, sino el vicio nacional; EL PAÍS rompió ese precedente (para fortuna de los admiradores de Joaquín Vidal), pero hizo el guiño compensatorio de prescindir de las crónicas de boxeo (para desconsuelo de Eduardo Arroyo). Designado en 1984 presidente de honor, José Ortega Spottorno continuó colaborando en el periódico hasta los últimos días de su vida. Pero, como hubiese escrito Rudyard Kipling, EL PAÍS es otra historia.

‘Toda una vida es, más o menos, una ruina entre cuyos escombros tenemos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido’, escribió José Ortega y Gasset en 1932 en su melancólico homenaje a Goethe con ocasión del primer centenario de su muerte. En el caso de José Ortega Spottorno, sin embargo, esa reconstrucción arqueológica resulta innecesaria: el deber ser de su existencia coincidió con el ser de su biografía.

20 Febrero 2002

El arte de morir

Juan Luis Cebrián Echarri

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‘Después de dos siglos de huir la muerte, hace falta fomentar en nosotros el arte de morir’. Con esta sencillez, tan propia de su proteica, recia y admirable prosa, José Ortega y Gasset expresaba, en un artículo de El Espectador*, su arraigada creencia de que no puede definirse la vida sin la muerte. Según él, vivir es, en ese sentido, un desvivirse, y no debe -por lo mismo- triunfar la moral de la vida larga, a costa de ser una vita minima, como los biólogos la definen, sobre la moral de la vida alta.

Repasaba yo estas citas en la noche del lunes pasado, y meditaba hasta qué punto nuestro amigo José Ortega Spottorno aprendió las lecciones de su padre, pues ensayó con éxito ese arte de morir, pero desafió también sus conclusiones, demostrándonos a todos que la vida puede ser larga y alta a la vez, y grande en toda dimensión, sin que el prolongamiento físico de la existencia tenga necesariamente que dañar, antes bien todo lo contrario, la intensidad de nuestras emociones y la hondura de nuestro pensamiento.

José vivió el heroísmo callado de quienes exponen cada día su vida en la consecución de metas casi inalcanzables, que poco o nada tienen que ver con el enriquecimiento material del individuo y están referenciadas, en cambio, al universo de los valores morales, las propias y profundas convicciones, y el deseo insobornable de servir a los demás.

Por razones obvias, traté mucho a José en el último cuarto del siglo pasado, gocé y padecí con él los avatares de la fundación de EL PAÍS, y he convivido en fechas recientes con la lectura torrencial y apasionante de su libro, Los Ortega, una biografía de su saga familiar cuya redacción le ayudó a mantenerse en pie y activo, lúcido en su dolor, cuando ya todos los médicos le habían desahuciado. No soy, desde luego, quien mejor le conocía de sus amigos y colaboradores, pero creo haberle entendido bien y, sobre todo, haber sido capaz de compartir con él sus preocupaciones sobre muchas cosas, que iban desde la fusión del mundo de la empresa con el de la literatura hasta su apuesta por la libertad, motor último de todas sus decisiones, incluso de las que pudieran parecernos, en su día, más equivocadas.

La lectura del manuscrito antedicho nos descubre muy a las claras que la gran pasión de José fue su familia, en la que la figura del padre lo llenaba todo. ‘En todos los momentos importantes de mi vida, he sentido a mi padre dentro de ella’, confiesa en el último párrafo de su postrer escrito, testamento y testimonio, a un tiempo, de la experiencia ajena asumida como propia. No tuvo que ser fácil ejercer de hijo menor de Ortega y Gasset, y mucho menos administrar el gigantesco legado espiritual que dejó a la ciencia y a la literatura. Pero la rutilante figura del padre, por la que sintió una veneración y un respeto formidables, no empañaron su cariño hacia muchos otros de sus antepasados, algunos tan famosos como el bisabuelo Eduardo Gasset o el abuelo Ortega Munilla, vinculados como estaban a la historia de lo más granado del periodismo liberal español a través de El Imparcial. Esa atención doméstica hacia los suyos, heredada y aprendida del ambiente familiar en el que se educó de niño, tuvo por lo demás su máxima expresión en el amor que profesó a su mujer, Simone, a sus tres hijos y a la saga interminable de Ortegas que les sucederán. Porque si algo caracterizó a José por encima de todas las cosas, de sus fortalezas y debilidades, de sus ensoñaciones y sus frustraciones, fue su bondad, virtud que ejerció con humilde disposición y que en ningún momento desmereció de su espíritu crítico, adobado, por cierto, de un sentido del humor y de la ironía muy poco frecuente entre los españoles. Eso explica que al año de salir nuestro periódico, y en medio de los elogios consabidos y las felicitaciones rituales, se me quejara de lo que le parecía el tono agrio de muchas de sus páginas y de lo que denominaba una falta de alegría, que le resultaba realmente extraña, sin duda porque él fue cualquier cosa menos taciturno, y porque hacía gala de una risueña ingenuidad de la que sólo pueden presumir los hombres buenos, en el machadiano buen sentido de la palabra. Esa su bonhomía natural confundió a muchos, pues no supieron prever que era compatible con la firmeza de espíritu y la reciedumbre de actitud que exhibió cuando se vio en la necesidad de defender la independencia del diario que fundó, al que consideró hasta su muerte como uno de los puntales de la construcción y estabilidad de la democracia en España.

Después de la familia, la devoción por el periodismo y por la literatura destacaron como ninguna otra en su aventura vital. Tenía un cabal concepto de nuestra profesión, aunque se lamentaba secretamente de haber llegado tarde a ella, y de haberlo hecho desde sus capacidades de emprendedor antes que desde la excelencia en la escritura que tanto se esforzó, y con tanto empeño, en obtener en el declive de su tiempo. Lector incansable y atento, halló al fin la felicidad inenarrable que todo autor experimenta en el acto creativo, al que enriqueció con su reconocida experiencia como editor. Se convirtió así en un intelectual singular y atípico, tan interesado en el contenido de los libros que, con su firma, enviaba a la imprenta como en las características formales de su publicación, que siempre analizó en detalle. Tuvo, pues, personal y profesionalmente, una vida llena, envidiable, de la que supo disfrutar con la moderación y el buen gusto que le caracterizaban, y logró mantenerse sereno hasta los ultimísimos días de su existencia, haciendo buena la profética recomendación de su progenitor.

Uno de los cuadros más celebrados, y más visitados, del Museo del Prado es El triunfo de la muerte, de Pieter Brueghel, el Viejo. En esa joya del arte del XVI, la muerte se presiente como una dama terrible y victoriosa, fruto inequívoco e inevitable del pecado, señora del dolor y de la desesperanza. Lejos de ser la ausencia de vida, la cesación orgánica de la misma, la consecuencia natural de la existencia, la muerte es para el pintor, como para la mayoría de sus coetáneos, un castigo antes que un tránsito, una oprobiosa condena de la que sólo la gracia de la resurrección puede redimirnos. Pero la muerte es también, a los ojos de todo ser racional, creyente o no en la otra vida, el eje de cualquier meditación sobre el ser humano. De modo que en torno a ella se ha edificado lo esencial de la historia del pensamiento y la filosofía, pero también la peripecia personal de cada uno de nosotros. De nuestra respuesta interior, casi siempre secreta, a la interrogación sobre nuestra propia muerte, de nuestra indagación sobre el lado oscuro del ser, depende, en gran medida, el destino de nuestra existencia. En palabras de un muy querido amigo de José, Ferrater Mora, somos reales porque somos mortales, y porque somos esto último, habría que añadir, somos capaces igualmente de dar un sentido a nuestra vida. Algo de lo que, estoy seguro, José se mostraba muy consciente, y que tuvo que servirle de acicate y sostén a la hora de consumir sus días en la prédica de la libertad, en su conquista y apología, pese a las enormes dificultades, renuncias y sinsabores que esa postura le ocasionó.

‘Seamos poetas de la existencia que saben hallar a su vida la rima exacta en una muerte inspirada’, reclamaba Ortega y Gasset en sus Notas del vago estío. Albacea puntilloso de su herencia espiritual, José Ortega Spottorno ha consumado el ejemplo de su buen vivir con la elegancia en el morir que sólo muestran los elegidos. Frente al triunfo de la parca, frente a la muerte como destrucción y olvido, su entera existencia nos alerta de esa otra visión mágica de un más allá que está precisamente aquí, en todos nosotros, en el recuerdo inmarcesible y firme, en la palabra dada, el cariño al resguardo, la propia soledad de nuestro aliento, y la esperanza… en la memoria, al fin, del ser querido, en cuya muerte están todas las muertes y en cuya despedida, citando a Octavio Paz, podemos repetirnos, repetirle a él, a modo de homenaje:

(José)

‘Has muerto (…) /

en el ardiente amanecer del mundo. /

Has muerto cuando apenas /

tu mundo, nuestro mundo, amanecía. /

Has muerto entre los tuyos, por los tuyos.’

Gracias por tanta, tan incansable generosidad como supiste derramar entre nosotros.

 


 

La muerte como creación.

Juan Luis Cebrián, consejero delegado de Prisa, fue director de EL PAÍS desde su fundación en mayo de l976 hasta octubre de l988. Es miembro de la Real Academia Española. Esta es la reproducción textual de las palabras que el autor pronunció ayer en el acto de cremación de los restos de José Ortega Spottorno.

19 Febrero 2002

Un legado intelectual bien defendido

Víctor de la Serna Arenillas

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José Ortega Spottorno, quien acaba de sucumbir a un cáncer a la edad de 85 años, creció a la sombra inmensa de la fama de su padre, el filósofo José Ortega y Gasset, pero se fue labrando paulatinamente una biografía densa e importante: recreando La Revista de Occidente, fundando Alianza Editorial, promoviendo el diario El País como sucesor legítimo del emblemático El Sol y, finalmente, desarrollando una actividad tardía publicó su primer libro a los 70 años pero sustanciosa como ensayista y memorialista. El conjunto de la carrera de Ortega Spottorno supuso la continuación y la recuperación de la obra de su padre, hasta tal punto que hoy se puede decir que entre los dos hombres mantuvieron a lo largo de todo el siglo XX español una impronta muy definida, a la vez liberal y humanista.

Como le sucedió a su padre, la trayectoria de Ortega Spottorno estuvo siempre íntimamente ligada a la prensa y al periodismo, aunque no ejerciese directamente su oficio. Ya su abuelo paterno, José Ortega Munilla, director de El Imparcial, había estado entre los más destacados periodistas en el Madrid del siglo XIX. No fue ésa la primera vocación del joven Ortega Spottorno. Tras terminar su bachillerato en el Instituto Escuela el gran centro escolar de la Institución Libre de Enseñanza , estaba ya estudiando la carrera de ingeniero agrónomo cuando, con 20 años recién cumplidos, pocos días después de estallar la Guerra Civil, tuvo que marchar al exilio en Ginebra y París. Terminó sus estudios al regresar a España después de la contienda.

Pese a esa formación, su dedicación posterior al mundo editorial marcaría el resto de su vida. En 1963 relanza La Revista de Occidente, fundada justo 40 años antes por su padre; en 1966 crea la casa editora que popularizó el libro de bolsillo de calidad en España, Alianza Editorial; y en 1972 fue fundador y primer presidente de Promotora de Informaciones SA (Prisa). Cuatro años más tarde, tras la muerte de Franco, Prisa recibió al fin la autorización de editar El País, que se convertiría en estandarte de la prensa de la Transición democrática.

Ortega intervino de manera breve pero significativa en política al ser designado senador por el Rey: promovió la Agrupación Independiente de Senadores, el más progresista de los dos grupos en los que se repartieron los 60 senadores reales. Con sus compañeros de grupo se esforzó por reforzar la promoción y la protección de la cultura en el texto de la Constitución Española.

Traspasada en 1984 a Jesús de Polanco la Presidencia de Prisa, Ortega Spottorno continuó ostentando hasta su muerte la Presidencia de honor de El País. A lo largo del cuarto de siglo de vida del diario, publicó en él cerca de 150 artículos, uno de los cuales, Amigo y tocayo (sobre la amistad entre su padre y el torero Domingo Ortega), obtuvo en 1988 el premio González Ruano. Dos años antes había aparecido su primera novela, El área remota.

La añoranza y la nostalgia, nacidas de su propia trayectoria, aparecían a menudo en sus artículos, frecuentemente de memorias.«Muchos escritores tienen la nostalgia de aquel libro que no llegaron a escribir pero cuyo tema les tentaba desde muy temprano.Y, en ciertos casos, si conocemos bien la historia familiar, lamentamos haber sido uno mismo y no aquel antepasado que hemos aprendido a admirar leyendo sus cartas y viendo sus tribulaciones», escribía en El País hace tres años.

José Ortega soportaba con buen humor alguna broma sobre el hecho de que hubiese «empezado siendo el hijo de Ortega y Gasset y terminado siendo el marido de Simone Ortega». Su esposa desde 1949, la francesa Simone Klein que le daría tres hijos , se descubrió también una fructífera y algo tardía carrera literaria como especialista en gastronomía y autora del genuino best seller entre los libros de recetas: las 1080 recetas de cocina.

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21 Febrero 2002

Don José Ortega

José Luis Martín Prieto

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Lo peor de morirte es tener que escuchar desde el cajón a panegiristas y turiferarios que habiéndote combatido en vida, y con malas artes, exprimen de nuevo tu cadáver para beneficio propio, apenas disimulados tras sus lagrimales de caimán. Con El País en sus primeras y quijotescas salidas, José Ortega, su editor legal y legítimo, forzó una reunión en su despacho con los jefes de redacción, excluido su director, Cebrián, que me instruyó privadamente: «Machácalo». Ni yo ni los demás hicimos tal cosa aunque ya se vislumbraba que en las guerras intestinas del periódico su fundador llevaba las de perder. En lo que no pueden mentir los hagiógrafos de tanatorio es que Prisa no existiría sin los prolongados y nunca pagados empeños de este hijo de José Ortega y Gasset, que debió fallecer como presidente ejecutivo de la compañía, dado que la edad no obnubiló su criterio y escribió hasta su final.

Don José y Darío Valcárcel cometieron dos errores: hacer consejero delegado a Jesús Polanco que al contrario de Ortega era un editor con dinero pero sin ningún interés intelectual, y contratar como director a Cebrián que se echó en manos de Fraga para desalojar a Carlos Mendo. Ya con el diario en la calle, Fraga tronaba en su comedor de respeto: «Usted me ha traicionado» (por Cebrián), y «usted es un agente del conde de Motrico» (por Valcárcel).Por siete años El País fue en verdad un diario independiente, empujado además por el oleaje democrático de una sociedad primeriza en libertades y una redacción impagable sin más freno que el de la verdad que merece la pena ser publicada. Casi todo viró cuando unas navidades Polanco anunció que cambiaba de casa, de mujer y de empleo. Lo primero era ancilar, pero ocupar la presidencia de Prisa dándole a Ortega la patada hacia arriba de la presidencia de honor, significó la mudanza del diario.

Ortega diseñó una empresa en la que nadie pudiera tener la mayoría absoluta y acabó en un tinglado mediático más propiedad de Polanco que el Santander de Botín. Valcárcel, que tenía la razón advirtiéndonos sobre el golpe empresarial polanquil, fue despedido, y Ortega puesto en hornacina. Que sus reflexiones sobre un periódico liberal se hayan incorporado al libro de estilo de la publicación monta tanto como si Polanco las grapa a su cuenta de resultados. La inquietud cultural y social de Ortega nada suponía ante hombres de fortuna que repasan avarientamente las cuentas de los restaurantes.Ortega Spottorno era un testigo incómodo de un pasado que ya no es lo que fue, y quienes secuestraron y abortaron su proyecto le despiden ahora con el contento que no oculta la jeremiada de los que siempre se están justificando sobre los cadáveres de los demás.