7 enero 1989

Finaliza la era 'Showa', le reemplazará su hijo Akihito que iniciará la era 'Heisei'

Muere el Emperador de Japón, Hirohito, que pasó de aliado nazi en la Segunda Guerra Mundial a colaborador leal de Estados Unidos

Hechos

El 7 de enero de 1989 se conoció la noticia de la muerte del Jefe de Estado de Japón, el emperador Hirohito

07 Enero 1989

El nuevo Japón

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

Leer

EL DIFUNTO soberano japonés, Hirohito, que murió ayer tras más de 100 días de dilatada agonía, fue el tercer miembro de su dinastía que ascendió al trono desde lo que se considera en su país el inicio de la edad contemporánea, la llamada era Meiji. Ese nuevo Japón nace en 1868 con el comienzo del reinado del abuelo del emperador fallecido, Matsuhito, y la adopción de la primera constitución de la historia. japonesa. En su extensísimo reinado, que comenzó en 1926 bajo el lema Showa (la paz y la armonía), Hirohito ha encarnado una profunda transformación de la monarquía, desde la encarnación personal de la divinidad por el soberano hasta la asunción de la terrenalidad y la constitucionalidad de su mandato.Durante los 62 años del reinado de Hirohito, a quien ahora sucede su hijo Akihito, Japón ha recorrido un largo camino de expansión imperial; ha combatido en dos guerras mundiales; ha conocido brevemente una trágica hegemonía en el Asia que quiso congregar en la llamada esfera de coprosperidad de los años cuarenta; ha sufrido una devastadora derrota que sellaba en 1945 el estallido de las dos únicas bombas nucleares que jamás se hayan lanzado contra objetivos de guerra, en Hiroshima y Nagasaki, y se ha convertido, en el largo sprint iniciado en los sesenta, en la segunda potencia económica mundial, si no ya a punto de transformarse en la primera.

La necesidad de reescribir la historia cuando de personajes contemporáneos se trata, se ha ejercido vastamente con la figura y el reinado del emperador japonés. Aunque sus prerrogativas no fueron nunca las de un soberano absoluto, en el Japón oligárquico presidido por la constitución de 1868, el tenno, el príncipe celestial, gozaba de extensas facultades de intervención que le convertían, al menos dé hecho, en uno de los poderes del Estado.

La fase más contemporánea de la agresión japonesa a sus vecinos se inició en 1910 con la ocupación de Corea y siguió con la humillante presión sobre China tras la Primera Guerra Mundial, para culminar con el desgajamiento de Manchuria y la guerra abierta contra Pekín desde 1937, en los primeros años del longevo reinado del emperador ahora fallecido.

Cuando se recuerda hoy la historia, y también cuando se escriben los libros de texto sobre ese inmediato pasado, se oscila en Japón entre la esfumación de la personalidad imperial o la cuidadosa apología que presenta al emperador como una víctima pacífica y pacifista de las circunstancias. No han faltado, sin embargo, en Occidente los autores con puntos de vista mucho más radicales sobre la intervención imperial en la agresiva política del país del Sol Naciente. Al contrario que los más altos representantes de otros miembros del Eje, que no pudieron esperar clemencia de los vencedores, la potencia ocupante de Japón, Estados Unidos, y su virrey, el general MacArthur, estimaron oportuna la conservación de la figura imperial como elemento de estabilidad en un universo devastado. Desde entonces, como medida de prudencia quizá, la persona de Hirohito, al tiempo que perdía su naturaleza divina, se convertía en una especie de museo cerrado al público. La deificación imperial se había consolidado en tiempo del emperador Meiji, precisamente para compensar la promulgación de una carta constitucional; el regreso a la Tierra de Hirohito subrayó, al contrario, su alejamiento físico, parapetado en su dedicación de jardinero y notable científico de afición.

El Japón de fines del siglo XX, con una democracia perfectamente asentada, poco tiene que ver con la pesadilla imperial de hace medio siglo. Tokio está recreando en estos últimos años aquel mismo marco de preponderancia económica que le llevó a la segunda guerra, pero sobre una plataforma muy distinta de cooperación y entendimiento con Occidente; por añadidura, China, el inevitable contrapeso del poder nipón, no se parece en nada a aquel gigante exangüe de los años treinta, y una variedad de pequeños Japón, Singapur, Taiwan, Corea del Sur, componen un cuadro histórico en la zona muy diferente del tiempo de entreguerras. El duradero Hirohito, probablemente más objeto que sujeto de la historia, desaparece cuando ya nada es lo que era. El mundo parece haber salido ganando con el cambio.

07 Enero 1989

Los reyes dioses

José María de Areilza

Leer

Ha fallecido, después de 62 años de reinado, el emperador Hirohito de Japón, uno de los personajes claves de la historia del presente siglo. Soberano muy consciente de sus deberes y de su responsabilidad, viajó sin cesar por las capitales europeas en los años veinte, dando a conocer el poderío de su pueblo y recogiendo a su vez información internacional de primera mano. El lema de su mandato dinástico se denominaba showa, es decir, armonía y paz. Pero los hechos demostraron que, por el contrario, la expansión y conquista militar del continente asiático vecino, grata a los sectores nacionalistas del imperialismo, iba a marcar de forma inequívoca su etapa de supremo conductor de la nación. La entrada de Japón en la II Guerra Mundial, aliado al eje Roma-Berlín, precipitó la universalización de la contienda con la participación de Estados Unidos en el conflicto. La derrota final, tras los holocaustos de Hiroshima y Nagasaki, motivó la rendición del imperio y el fin de la guerra. Douglas MacArthur, con su aire de procónsul romano, pensó en liquidar el sistema político y optar por imponer una república a los vencidos. Pero su instinto le hizo comprender pronto que eliminar una institución imperial tan arraigada traería un caos al país, dejando un vacío peligroso frente a la China comunista de Mao. Optó, de acuerdo con los expertos de Washington, por respetar la forma, pero modificando sustancialmente el contenido.El emperador, el Mikado, era considerado oficialmente descendiente directo de la diosa del Sol, madre del Universo. Hirohito recibía y usaba el título de Akitsu Kami, es decir, divinidad encarnada, un dios convertido en hombre. La mano poderosa de los juristas norteamericanos le despojó de esa calidad y le convirtió en un monarca democrático, simbólico y sin poder alguno, en el marco de una Constitución pluralista y parlamentaria.

Los reyes dioses aparecieron en el albor de las primeras jornadas de la humanidad histórica. Su repertorio es larguísimo y Reno de anécdotas sabrosas y de mitologías fantásticas. Los pueblos primitivos mezclaron la magia con el culto a lo divino, y al poder político con la protección sobrenatural. En la Grecia homérica, los reyes conllevaban el epíteto de dioses sagrados. En la India del código de Manu se describe a un rey como «una gran divinidad de apariencia humana». El mundo romano se llenó de emperadores augustos y divinos. Después del cesaropapismo constantiniano, el cristianismo buscó fórmulas acomodaticias para apoyarse en los poderes temporales y concederles algo a cambio. Carlomagno y su efímero imperio llevó a la culminación esa simbiosis sacrorromana que hoy nos parece inverosímil.

El derecho divino de los reyes europeos fue otra secuela del largo proceso de los reyes dioses que llega hasta la Ilustración. Apareció en los doctrinarios políticos del siglo XVII, que definían al soberano como directamente investido por Dios. Los reyes eran ungidos, simbolizando esa creencia. Ello suponía también facultades sobrenaturales que se manifestaban en la capacidad milagrera. En la monarquía inglesa, la ceremonia de curar la escrofulosis con la simple imposición del monarca sobre la cabeza o el cuello de los enfermos se representaba de modo público.

En 1633, Carlos Ihizo el milagro de curar de golpe a 100 enfermos en la capilla real. Su hijo, Carlos II, en 1660, volviendo del exilio en triunfo, organizó otro prodigio colectivo en Londres en la sala de fiestas de palacio, con liturgia y ceremonial adecuados. Según los cronistas británicos, llegó a curar durante su mandato a 100.000 enfermos con el sorprendente sistema manual. La facultad de hacer milagros se interrumpió con Guillermo III, que era escéptico, reanudándose con gran ímpetu bajo el piadoso Jacobo II y con la reina Ana, que se quedó con Gibraltar. En Francia, desde los tiempos del legendario Clovis y de san Luis, tenían los reyes, asimismo, el don curativo, hasta Luis XIII por lo menos. Los reyes ingleses habían heredado, por lo visto, esa facultad insólita de Eduardo el Confesor.

La doctrina del derecho divino siguió presente en grandes sectores del pensamiento político occidental durante el siglo XIX. En España, la corriente tradicionalista lo incorporó a su ideario, influido por el monarquismo legitimista francés, y la «alianza del trono y el altar» fue recogida por los defensores del integrismo católico. Un curioso y picante episodio de esa dialéctica del «rey ungido» fue el de Bonaparte, recién encaramado al solio imperial cuando quiso ser consagrado en una solemne ceremonia en Notre Dame, trayendo a ella al mismísimo Pío VII desde Roma para que oficiase en el sacre, como si de un rey Capeto o merovingio se tratara. Y coronándose finalmente el general a sí mismo y a la hermosa criolla Josefina, para que el altar se enterase de quién había restaurado el trono. Cuando visito París me acerco, en ocasiones, al templo de la Magdalena, contemplando allí, en el fresco que preside el altar mayor, la efigie del emperador Napoleón rodeado de la corte eclesial. «Es la recompensa del Concordato», según me decía con sorna un novelista católico de cepa irónica. Roma identificó -también- a uno de los innumerables mártires del cristianismo primitivo como san Napoleón, fijando su fecha en el mes de agosto, para que el nombre del emperador tuviera lugar apropiado en el calendario santoral.

Los reyes dioses han desaparecido, por fortuna, del escenario institucional del Estado contemporáneo. Los reyes son, hoy día, seres humanos sin pretensión alguna divina, genealógica o milagrera. Su misión es servir de vínculo unitivo a la comunidad que rigen. Y encarnar el arbitraje supremo necesario en los equilibrios de la maquinaria constitucional. En el mundo de la imagen, que condiciona la política de nuestro tiempo, los reyes -hombres o mujeres asumen el mito de la excelencia y de la perfección, con un propósito de ejemplaridad, accesible a todos.

Hirohito, monarca divino, jefe de la religión shinto, supo plegarse con suprema discreción a las exigencias del vencedor, renunciando a su carisma sobrenatural. Desde esa nueva condición de soberano democrático se convirtió en una figura confuciana de padre de la nación. Y en eje de !u estructura social y cabeza simbólica de la familia japonesa. El Japón próspero y renacido de nuestros días, convertido en potencia económica mundial, después de muchos años de crisis y dificultades, no tendrá en lo sucesivo un rey dios en su trono. Muchos jóvenes, escépticos en su mayoría, se congregaron, durante la larga agonía de Hirohito, ante el palacio de Fukiage para desear, en silencio, al moribundo soberano un tránsito feliz al trasmundo. Un periodista americano interrogó a uno de ellos sobre la monarquía: «Nunca creí que el emperador fuera un dios, como lo aseguraban mi padre y mi abuelo. Pero reconozco que a él se debe que nuestra nación se mantenga unida y con horizonte de porvenir».

Hirohito, hombre de ciencia eminente, no creería acaso, en su fuero íntimo, en su ascendencia divina. Con su sentido pragmático y realista asumió la responsabilidad de aceptar la rendición incondicional para evitar mayores males a su país, superando las actitudes intransigentes de los sectores ultras de las fuerzas armadas. Fue el último gran servicio que prestó a su pueblo antes de convertirse en un rey democrático.

11 Enero 1989

De lo divino a lo humano

Santos Julia

Leer

Quizá ninguna cañonera haya provocado tanto ruido en la historia universal como las que al mando del comodoro Perry anclaron frente al puerto de Uraga el 8 de julio de 1.853. Al imponer una política de puertas abiertas y obligar a Japón a establecer relaciones comerciales con el exterior, los norteamericanos aceleraron el fin del período Tokugawa y pusieron en marcha el proceso de restauración o revolución desde arriba conocido por el nombre del emperador Meiji. Desde 1868, Japón, por medio de una profunda revolución interna, se preparó para salir al exterior como una potencia de primer orden.El nuevo poderío japonés se basó en una sólida burocracia de Estado, en las fuerzas militares y en las grandes corporaciones capitalistas. Japón experimentó así un proceso de modernización económica y de centralización de poder sin pasar por las revoluciones políticas liberales que destrozaron en Europa los vínculos feudales: pasó del feudalismo a un capitalismo de industria pesada y de grandes finanzas sin experimentar una revolución liberal.

Un elemento central de ese nuevo Japón fue la figura del emperador. En 1889, la Constitución Meiji institucionalizó la soberanía en la persona de un emperador divino, una especie de monarca absoluto y sagrado cuyo poder emanaba de lo alto y que se situaba por encima del Gobierno. El emperador personificaba al Estado y representaba simbólica y emotivamente la unidad nacional. No le alcanzaba responsabilidad alguna por los actos de gobierno, ya que, además de su carácter divino, hablaba en nombre de un consenso obtenido previamente por su consejo imperial.

Tales fueron los poderes que heredó el príncipe Hirohito cuando accedió al trono tras la muerte del emperador Taisho, en diciembre de 1926. Los fundamentos del Japón moderno como potencia imperial asiática estaban ya consolidados desde las guerras con China y con Rusia de finales del siglo XIX y principios del X X. Quedaba por cubrir la fase de expansión, que fue precisamente lo que caracterizó los turbulentos años que siguieron a su llegada al trono. Hirohito asistió desde el comienzo de su reinado al deterioro de los Gobiernos civiles y al ascenso del militarismo y del imperialismo. Invocando su nombre y la necesidad de llevar hasta su fin la nueva restauración Showa, los grupos extremistas del Ejército liquidaron físicamente a los dirigentes de los partidos políticos y sometieron a los de las grandes corporaciones capitalistas. Pero más grave aún para el futuro de la nación fue la imparable transformación del militarismo en expansionismo imperial. Una versión asiática de la doctrina Monroe alumbró entre los militares japoneses: Asia debía ser para los asiáticos, naturalmente bajo la ocupación y tutela de la mayor potencia asiática, Japón, y a la sombra de su sagrado monarca, Hirohito.

Como era obligado, el ascenso del militarismo, del nacionalismo y del imperialismo condujo, bajo el emperador Hirohito, al permanente estado de guerra vivido por Japón desde el llamado incidente de Manchuria de 1931. A partir de ese momento, y hasta 1942, los avances fueron realmente impresionantes, primero hacia el continente asiático, con la ocupación de Manchuria y la guerra de China, y llevando luego los ejércitos japoneses hasta las mismas fronteras de Australia y a enfrentarse con la armada norteamericana en el centro del Pacífico. Hirohito presidió, tras esas fulgurantes conquistas, un imperio insular pero continental y a la vez marítimo, afectado, por tanto, de una profunda fragilidad interna que le hacía inmediatamente vulnerable ante su; enemigos: el momento de máxima expansión fue también el comienzo de la más severa derrota. En 1945, el imperio japonés quedó reducido a las cuatro islas desde las que había iniciado su expansión en la era Meiji.

Hirohito fue símbolo del mayor imperio asiático de los tiempos modernos y, casi inmediatamente, máximo representante de su más trágica y total derrota. En realidad, su carácter divino le hacía políticamente irresponsable de las decisiones tomadas por sus Gobiernos y consejeros: el arduo proceso de toma de decisión en los más altos niveles del poder japonés era responsabilidad colectiva de los máximos dirigentes, que llevabal al emperador la decisión ya adoptada. Pero era muy difícil que, ante la hecatombe final prevocada por sus Gobiernos, el emperador, que en todo caso debía ratificar la política de sus consejeros, pudiera salvar no ya el trono, sino la vida.

Su insólito destino se debió a que, en esta ocasión, la potencia vencedora, o más exactamente el general MacArthur, vio en él la persona idónea para legitimar sus planes de conducir a Japón hacia una democracia de corte occidental. De hecho. no faltaron voces en Estados Unidos, y sobre todo en el Reino Unido y en la Unión Soviética, que pidieron el juicio y la ejecución del emperador como criminal de guerra junto a su Gobierno y jefes militares. Seguramente fue el encuentro del propio emperador con el general MacArthur el 27 de septiembre de 1945, lo que decidió su destino. Descendiendo de las alturas que situtaban a su persona en la cercanía de los dioses, el emperador, patéticamente trajeado, visitó en la propia Embajada norteamericana a un victorioso general que le recibía en mangas de camisa, preparado para oír la petición de gracia. Hirohito, sin embargo, asumió ante MacArthur la responsabilidad política y militar de la guerra, y lo que solicitó no fue el perdón para su persona, sino la ayuda de Estados Unidos para remediar el sufrimiento del pueblo japonés.

MacArthur no parece haber dudado, desde ese encuentro, de la idoneidad del emperador para llenar la función de monarca constitucional de’una nueva democracia como la que las fuerzas de ocupación querían para la nación ocupada.

A partir de la Constitución de 1946, discutida con representantes japoneses pero redactada finalmente por los norteamericanos, el emperador perdió formalmente su carácter divino, al que simbólicamente había renunciado con su visita a MacArthur, y se convirtió en jefe de Estado desprovisto de poderes políticos.

Con el emperador divino desapareció también la vieja aristocracia y el tradicional poder militar: la reforma agraria convirtió en propietarios a miles de campesinos arrendatarios, y la Constitución, que establecía un sistema parlamentario de tipo occidental cortado según el patrón británico, incluía la renuncia a declarar la guerra y la prohibición de mantener fuerzas armadas.

Derrotado sin paliativos al final de 15 años de guerras ininterrumpidas, reducido a sus cuatro islas, sin Ejército, sin aristocracia, quizá fue la permanencia de Hirohito en un trono ya para siempre terrenal el referente simbólico que permitió al pueblo japonés mantener su identidad como nación en el marco de tan sustanciales cambios sociales y políticos. Las suaves maneras con las que el emperador se despojó de sus prerrogativas sagradas y vistió el ropaje de los monarcas constitucionales fue así el símbolo de la transición de un Estado teocrático, militarista y autoritario a una nueva y poderosa democracia asiática entreverada de cultura norteamericana. Si las cañoneras del comodoro Perry iniciaron el proceso que culminaría en la divinización del emperador Meiji, la victoria y las indudables dotes políticas del general MacArthur convirtieron en humano al divino emperador Hirohito y transformaron de forma permanente las bases sociales del trono imperial. Desde entonces, entre norteamericanos y japoneses, o sea, del lado del Pacífico, anda el juego.