10 diciembre 2006

Acusado y procesado por distintos crímenes durante su mandato tanto en Chile como en España, nunca fue juzgado

Muere el ex dictador de Chile, Augusto Pinochet, sin llegar a sentarse en el banquillo de los acusados en ningún juicio

Hechos

El 10.12.2006 falleció Augusto Pinochet.

Lecturas

HONORES DE JEFE DE LAS FUERZAS ARMADAS

El Gobierno de Chile, ante la sorpresa de muchos países, en especial por estar presidido por la socialista Michele Bachelet (cuyo padre fue víctima de la dictadura), aceptó un funeral con honores oficiales a Augusto Pinochet. Aunque no en calidad de ex presidente ni de ex jefe de Estado de Chile, pero sí como  ex jefe de las Fuerzas Armadas de Chile.

El velatorio público a Augusto Pinochet estuvo encabezado por la familia Pinochet, con su viuda y sus hijas a la cabeza y por el actual jefe de las Fuerzas Armadas de Chile, Oscar Izurieta.

La ministra de Defensa, Vivianne Blanlot, del Gobierno socialista de Bachelet, fue quien asistió al funeral en representación del Gobierno. Blanlot también era miembro del partido socialista chileno PPD de Ricardo Lagos.

EL NIETO DE PINOCHET EXPULSADO DEL EJÉRCITO POR SUS PALABRAS EN EL FUNERAL

El capitán Augusto Pinochet Molina (hijo de Augusto Pinochet Hiriat y nieto de Augusto Pinochet Ugarte) intervino en el funeral sin haber pedido permiso y, en presencia de la ministra Blanlot y del jefe de las fuerzas armadas, Izurieta, reivindicó el golpe de Estado que llevó al poder a su abuelo, la lucha contra el marxismo y descalificó a los jueces que lo persiguieron ‘por afán de protagonismo’. Ese mismo día el General Izurieta ordenó que fuera expulsado del ejército por indisciplina.

11 Diciembre 2006

Pinochet

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

Leer

Pocos nombres condensan el horror y la desvergüenza con la eficacia con que lo hace el de Augusto Pinochet, el general golpista y luego dictador despótico y corrupto muerto ayer en el Hospital Militar de Santiago de Chile a los 91 años, tras permanecer durante una semana afectado de un infarto y un edema pulmonar. Recientemente, con motivo de su último cumpleaños, tuvo un postrer rasgo de humor negro al difundir un escrito que leyó su esposa en el que, sintiéndose «cerca del final», manifestaba que no guardaba «rencor a nadie». No pedía perdón a los hijos que había convertido en huérfanos, ni a los compatriotas a los que había robado, sino que les decía que no les guardaba resentimiento. Su hijo menor atribuyó esta última enfermedad que le ha llevado a la tumba a la «presión judicial» y «persecución» de que estaba siendo objeto. Pinochet, que gobernó entre 1973 y 1990, tendrá un funeral sin honores de ex jefe de Estado y sólo como ex comandante de las Fuerzas Armadas chilenas, sin la asistencia de la presidenta Bachelet, que sufrió detención y tortura bajo su férula y cuyo padre, militar, fue asesinado por los golpistas.

Tenía múltiples causas abiertas, en efecto, aunque había conseguido con tretas no muy bizarras (fingiendo enfermedades, o exagerando sus efectos) evitar sentarse en el banquillo. Los crímenes de los que se le acusaba -asesinatos de disidentes en la llamada caravana de la muerte, torturas y desapariciones, secuestros de la Operación Cóndor, entre otros- suponen gravísimos atentados contra los derechos humanos; mucho más graves que los de corrupción que han aflorado recientemente. Sin embargo, son estos últimos -de hurto, malversación y tributarios, relacionados con depósitos de millones de dólares en cuentas secretas de bancos extranjeros- los que iluminan definitivamente la calaña del personaje que el pasado 26 de noviembre confesaba amar a su patria «por encima de todo».

Su muerte le libra de ser condenado por los tribunales, pero es de justicia recordar que ya se había quebrado el círculo de inmunidad (que impedía procesarle) construido a su medida como senador vitalicio; y que en ello jugó un importante papel la Audiencia Nacional de España al tramitar en 1989 una petición del juez Garzón de detención y extradición por terrorismo, genocidio y torturas. La petición no prosperó y, tras más de 500 días de retención en Londres, el ex dictador pudo regresar a Chile. Pero levantada la inmunidad ante delitos de jurisdicción universal y que por su propia naturaleza no tienen fecha de caducidad, otras demandas y querellas, algunas instadas desde otros países, han ido abriéndose camino frente a sus artimañas. Se han sucedido así sumarios sobre violaciones de derechos humanos y también sobre delitos económicos.

Todavía en octubre pasado, la Corte Suprema de Chile accedía a que Garzón interrogara a Pinochet y su esposa sobre movimientos financieros de la pareja que podrían ir dirigidos a eludir el embargo de bienes para indemnizaciones a las víctimas. Con su desaparición, Chile, consolidada hoy su democracia, pone fin a la pesadilla del pasado y cierra definitivamente el capítulo más cruel y siniestro de su historia reciente.

11 Diciembre 2006

La historia condenará a Pinochet

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

Leer

Hay personajes que son juzgados con escasa comprensión en su tiempo, pero que luego son reivindicados por las siguientes generaciones. No será éste el caso de Augusto Pinochet, que, tras dar un golpe de Estado contra el legítimo presidente Salvador Allende en 1973, sumió a Chile en una cruenta dictadura que duró casi 17 años.

Cerca de 3.000 ciudadanos fueron asesinados durante su implacable régimen y decenas de miles de chilenos tuvieron que abandonar el país por temor a la siniestra DINA, la policía política que mandaba el coronel Contreras.

Pinochet era un militar de carrera al que Allende había confiado la jefatura del Ejército por su carácter aparentemente respetuoso con la legalidad. Pero aprovechó el cargo para, primero, deponer a un Gobierno elegido democráticamente y, luego, erigirse en dictador, apartando a sus compañeros de armas.

Fuesen cuales fuesen los errores de Allende, no había entonces justificación a un golpe que sumió a Chile en la más negra etapa de su Historia.

Pinochet se blindó con la Constitución de 1980, aunque tuvo que dejar el poder al perder el referéndum de 1988 en el que solicitaba a los chilenos que dieran luz verde a otros ocho años más en la presidencia. El dictador siguió siendo jefe del Ejército y, luego, senador, lo que le colocó fuera del alcance de los jueces hasta su detención en 1998 en Londres.

Desde entonces, el viejo militar tuvo que afrontar un calvario judicial en su país. Hace año y medio, se destapó que el dictador -ya muy enfermo- tenía millones de dólares en una cuenta en el banco Riggs, lo que acabó con su credibilidad ante los seguidores que le restaban.

Pinochet fue un gobernante cruel y sin escrúpulos morales. Personaje mediocre y con ínfulas de grandeza, pasará a la historia como un malvado que causó un profundo daño a su país.

12 Diciembre 2006

Pinochet, sin razón y sin honor

J. J. Armas Marcelo

Leer

CUANDO cedió la presidencia de la República de Chile a su sucesor Frei Ruiz-Tagle en el gobierno de la Concertación Democrática, Patricio Aylwin pudo contar un episodio que describe el estado de «democracia tutelada» en el que se encontraba su país tras las primeras elecciones presidenciales, el 11 de diciembre de 1989.

En su «nueva Constitución», Pinochet se había reservado la jefatura de los Ejércitos y miraba de reojo, desde su despacho del Cuartel General, cualquier deriva del recién llegado inquilino del Palacio de la Moneda. Esa era su manera de vigilar el nuevo proceso democrático. El presidente Aylwin se atrevió a cruzar el espacio abierto, la calle, que separa, uno del otro, los dos edificios públicos. En uno, La Moneda, reingresaba el poder civil; en el otro, reinaba el rencor del poder militar encarnado en Augusto Pinochet. «¿Cómo está de las rodillas, presidente?», le preguntó Pinochet una vez que se saludaron en su despacho. Aylwin contuvo su sorpresa y contestó que se sentía muy bien de salud. «¿Y las rodillas?», insistió el dictador. Y sin dejar que el interrogado contestara, le recomendó que cuidara mucho sus rodillas. «Cuando los subordinados ven que al mando le flojean las rodillas», le recomendó jovialmente Pinochet, «se le suben a uno a las barbas y… ese es el principio del fin».

Omar Torrijos, le recordé a Sealtiel Alatriste cuando me contó esta anécdota de Aylwin y Pinochet, lo decía de otra manera y en otras circunstancias: «El que se aflige, se afloja». Pinochet, por su parte, alardeaba del lema que como hombre y militar había grabado en su sable cuando salió de la Academia: «No lo saques sin razón y no lo envaines sin honor». Pero desde el 11 de septiembre de 1973, el día que dio el golpe de Estado, hasta el pasado domingo, 10 de diciembre de 2006, fecha de su muerte en Santiago de Chile, Augusto Pinochet había perdido la razón y, finalmente, murió sin honor. Tres mil muertos y desaparecidos, además de treinta mil torturados y encarcelados, le quitaron la sinrazón del golpe de Estado. Y una cuenta secreta de bastantes millones de dólares en la banca norteamericana Riggs, procedente de robos a la fiscalidad chilena y enjuagues y tráfico de armas, lo dejaba sin honor ante sus conciudadanos, incluso ante aquellos que todavía seguían creyendo que Pinochet había tenido razón en el golpe contra el gobierno constitucional de Salvador Allende. Millones de chilenos, y ciudadanos de otras partes del mundo, creemos sin embargo que tanto la razón como el honor los había perdido desde el momento en que se sumó, bien que al final del principio, al golpe de Estado que terminó encabezando junto al almirante Toribio Merino, el entonces jefe de la Fuerza Aérea, el general Leigh, y el general César Mendoza, jefe de la Policía.

Pero ¿cuándo comenzaron a «fallarle las rodillas» al dictador chileno? El 21 de septiembre de 1976, mataron a Orlando Letelier en Washington. El coche del ex canciller chileno, uno de las tres personas a las que se atribuyó durante los primeros años de la dictadura la capacidad efectiva para crear un gobierno chileno en el exilio (los otros dos eran Carlos Prats y Bernardo Leighton), saltó por los aires. En el atentado murió también su secretaria Ronnie Moffit y su marido quedó herido. El entonces coronel Contreras negó que la DINA, de la que era director, ni nadie del gobierno chileno hubiera tenido nada que ver. «Fue la CIA», le dijo a Pinochet. Para entonces el general Prats había sido asesinado en Buenos Aires y en los dos atentados mortales aparecía la mano directa de Michael Vernon Townley Welsh, agente de la CIA al servicio de la DINA, casado además con la escritora chilena Mariana Callejas, en cuyo chalé de Lo Curro, en julio de 1976, un teniente de veintitrés años, que responde a las iniciales de G. S., mató entre torturas al español Carmelo Soria. Si todavía no las rodillas, el asesinato de Letelier le costó a Pinochet el apoyo del Gobierno estadounidense.

El domingo 7 de septiembre de 1986, a las 18.50, los integrantes del comando del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que llevaría a cabo la Operación Siglo XX, convirtieron la ruta G-25 en un infierno. Pinochet sufrió un atentado del que escapó con vida gracias a la pericia del chófer de su automóvil. Cinco escoltas murieron y otros doce quedaron gravemente heridos. Pero el dictador escapó con vida y la represión se renovó en todo el país, especialmente en Santiago y desde esa misma noche. Tal vez ahí, en ese encuentro frustrado con su muerte, le fallaron las rodillas a Pinochet.

Tendría que ser el 5 de octubre de 1988, el día del referéndum en el que los chilenos dieron una lección de libertad al mundo entero, cuando de verdad comenzaron a fallarle a Pinochet las robustas rodillas de las que seguiría empero jactándose un año después ante el presidente electo Patricio Aylwin. Casi un 60 por ciento de los chilenos le dijeron con razón y honor ese día que no a su persona y régimen dictatorial, y daban paso a la democracia y al calvario por el que justamente comenzaba a transitar la vida pública y privada del dictador Pinochet.

Diez años más tarde, el 16 de octubre de 1998, sus rodillas se quebraron del todo en Londres, cuando el juez Garzón consiguió que Scotland Yard lo detuviera bajo la acusación de genocidio y lo retuvieran en la capital inglesa durante un año y medio, fecha en la que fue trasladado a Santiago de Chile, paradójicamente «por razones humanitarias». Pero ya en Chile, al juez Guzmán Tapia no le temblaron las rodillas ni le faltó razón de conciencia ni honor de ciudadano para procesarlo por más de doscientas querellas que habían sido presentadas contra el viejo dictador. Y en el año 2004, le estalló en sus rodillas, y en lo que él y sus gentes creían que le quedaba de razón y honor, una bomba informativa procedente de los Estados Unidos: Pinochet fue acusado de robar a la Hacienda chilena unos millones de dólares, en un país donde los ex presidentes tienen por costumbre volver a la misma casa que vivían antes de asumir el máximo cargo de la República de Chile.

En mi último viaje a Chile, en octubre de este mismo año, durante la celebración de la Feria del Libro en Santiago, hice un aparte con el juez Guzmán Tapia y el novelista Jorge Edwards para tomarnos un café en la Estación Cultural Mapocho. Hablamos de las memorias del juez, testimonio personal que publicó en España Jorge Herralde, en Anagrama. Hablamos de Chile. De los cambios democráticos de Chile. Hablamos con elogios de Ricardo Lagos, que había presentado horas antes las obras completas del nonagenario poeta Nicanor Parra. Y hablamos de Pinochet. Les conté la anécdota que me había relatado años atrás Sealtiel Alatriste. «Va a morir sin razón y sin honor», les dije al final del café en la Estación Mapocho. «Y de rodillas», añadió Edwards con humor ciertamente inglés.

J. J. ARMAS MARCELO

17 Diciembre 2006

La cara oculta de Pinochet: ultraliberal

Joaquín Estefanía

Leer
Pinochet combinó una férrea dictadura política con el ultraliberalismo económico, demostrando una vez más que la democracia y la economía de mercado no siempre van de la mano

LA CASUALIDAD ha querido que murieran con escasas semanas de diferencia el gran economista Milton Friedman y el dictador Pinochet. Nada tienen que ver el uno con el otro. El primero, un gran científico social, padre del monetarismo, y el último, un miserable sin aportación alguna al mundo del pensamiento. Sin embargo, hay un momento en que sus biografías se unen, a partir del golpe de Estado en Chile. Ello será el gran punto ciego en la historia del primero.

El régimen pinochetista se caracterizó por una férrea dictadura en lo político y una línea ultraliberal en lo económico. Lo que los representantes de esta última -los llamados Chicago boys- no pudieron experimentar con todo vigor en los países democráticos (por la resistencia de los ciudadanos, a través de los partidos políticos y de los sindicatos) lo ensayaron con éxito con Pinochet. El golpe de Estado en Chile fue en 1973. Tras un primer año y medio en el que la economía también fue gobernada por los militares, a continuación entraron a administrarla los Chicago boys: los Büchi, Sergio de Castro, Sergio de la Cuadra, Piñera, Bardón, Lüders… La historia es la siguiente: a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta, la Universidad Católica de Chile firmó un convenio con la Escuela de Chicago, cuyo padre intelectual ha sido Milton Friedman; un grupo de chilenos fue a estudiar allí. Fue la primera generación de Chi-cago boys chilenos; luego volvieron y enseñaron el monetarismo en la Católica, que devino en un reducto suyo. Con la Unidad Popular, algunos de los Chicago abandonaron el país y otros continuaron enseñando.

Estos últimos, convencidos de que Salvador Allende duraría poco, elaboraron un modelo económico para Chile, que Pinochet les compró después de bombardear el palacio de La Moneda. Unas versiones indican que los Chicago boys se ofrecieron a los militares; otras, que los golpistas los llamaron. Eso pertenece a la letra pequeña de la historia. Lo importante es que fueron el principal factor de legitimación del régimen y que demostraron, una vez más, que democracia y economía de mercado no son sinónimos.

Milton Friedman acudió dos veces a Chile y se entrevistó con el general. Las hemerotecas son testigo de la foto de los dos en la primera página de los periódicos. Su libro Libertad de elegir (firmado a medias con su esposa, Rose) fue un best-seller en ese país. Tras la primera visita declaró al semanario Newsweek: «A pesar de mi profundo desacuerdo con el sistema político autoritario de Chile, no veo que sea malo prestar asesoramiento técnico económico al Gobierno chileno». Unos años más tarde volvió a Santiago para reunir allí a la sociedad Mont Pelerin, en la que están buena parte de los economistas que representan el neoliberalismo en el mundo. La Mont Pelerin fue creada en 1947 por otro premio Nobel de Economía, Von Hayek. Mientras vivió Franco, Hayek se negó a que la sociedad viniese a España, para evitar legitimar a una dictadura fascista. Sólo cuando murió el anterior jefe de Estado, el viejo Hayek llegó a Madrid. Esa conducta no fue la misma en el caso de Chile y Pinochet.

La líder del neoliberalismo económico y madre de la revolución conversadora, lady Thatcher, sorprendió a los conservadores británicos en el año 1998, con motivo de su congreso anual, cuando defendió a Pinochet -preso en Londres por orden del juez Garzón- atribuyendo sus pesadillas judiciales de entonces a «una venganza de la izquierda internacional por la derrota del comunismo, por el hecho de que Pinochet salvara a Chile y salvara a Latinoamérica». Luego acudió a tomar té con él. Eso sí que fue fatal arrogancia. La hemeroteca del principal periódico chileno, El Mercurio, contiene la fantástica historia con la que Pinochet cuenta su conversión a la religión liberal… en economía: «Éste es un viaje sin retorno del modelo económico… agradezco al destino la oportunidad que me dio de entender con mayor claridad la economía libre o liberal».

18 Diciembre 2006

¡Viva Pinochet!

Carlos Semprún Maura

Leer
No diré que a mí Augusto Pinochet me resultara simpático, pero con motivo de su muerte he oído y leído tantas sandeces, mentiras, exageraciones y cobardías que me han entado ganas de gritar: «¡Basta ya!».
Pinochet hizo en vida, al menos, dos cosas que ningún otro dictador latinoamericano, o asiático, ha hecho, que yo sepa. Teniendo el poder absoluto, aceptó que se organizara una consulta para cambiar de régimen y volver a celebrar elecciones. Él y los suyos hicieron campaña para que nada cambiara. Perdieron. Y Pinochet acató los resultados. Se celebraron elecciones, las ganó Patricio Aylwin y el dictador aceptó abandonar su poder absoluto. Se limitó a permanecer como jefe del ejército por un breve periodo, y luego pasó a ser senador vitalicio, o sea, un cargo meramente honorífico. No conozco un solo dictador que haya hecho nada semejante; tan democrático, a fin de cuentas.
Pero hay más, y mejor para el nivel de vida de los chilenos. Porque solucionó, o permitió que se solucionara, la gravísima crisis económica que sufría el país. Los actuales alaridos sectarios pretenden hacernos olvidar que el Gobierno de Salvador Allende había conducido Chile a la ruina, y la argucia según la cual «los burgueses estaban descontentos, pero el pueblo no» es pura mentira. Los mineros del norte, los camioneros y otros trabajadores se declararon en huelga casi permanente, los barrios populares se manifestaban a diario, con las famosas caceroladas, etc. Fue, creo, la primera vez que un régimen supuestamente democrático, el de Allende, arruinaba totalmente un país, y que un dictador solucionaba notablemente la crisis. Desde luego, basándose en las teorías liberales de Milton Friedman y con la ayuda técnica de los en su día famosos Chicago Boys.
Eso no quita para decir que hubo una represión monstruosa, dirán nuestros progres. También hay que relativizar, no según el concepto de una sociedad liberal, que condena todo tipo de represión, sino en comparación con otras dictaduras. Sin hablar de los totalitarismos comunista y nazi y sus millones y más millones de muertos, recordaré que los barbudos cubanos de Fidel y Raúl Castro, Guevara y demás lo primero que hicieron al llegar triunfalmente a La Habana fue fusilar a 500 personas, y públicamente, en la calle, para demostrar que su «libertad» había triunfado. Tres mil víctimas en el debe del pinochetismo: es la cifra que se sigue barajando estos días; cifra muy probablemente exagerada, teniendo en cuenta las habituales exageraciones que la progresía viene lanzando contra Pinochet. Para justificar su acusación de «régimen de terror», están obligados a exagerar.
Aunque me dé náuseas esta siniestra contabilidad de víctimas, trátese de Chile o de cualquier otro país, debo decir una vez más que, si se compara con otras dictaduras, no es nada; si la comparación es con el ideario liberal, es intolerable. Pero resulta que Pinochet es un dictador de derechas y anticomunista, y no se le perdona nada, ni lo realmente ocurrido ni lo inventado. Si fuera de izquierdas, progresista o comunista, como otro muerto, Fidel Castro, otro gallo nos cantara.
Apuesto –inútilmente, porque nadie apostará contra mí– a que el día de los funerales del tirano Castro, que no sólo ha matado, encarcelado, censurado y robado mucho más que Pinochet, sino que puso el mundo al borde de la guerra con el asunto de los cohetes nucleares, los comentarios necrológicos serán ditirámbicos; puede que con algún matiz cursi, o de hipócrita reserva, pero nada comparable a lo que hemos leído con motivo de la defunción del general Pinochet.
No creo que sea muy estrafalario considerar que los primeros interesados por Pinochet y su dictadura son los chilenos. Pues bien, los chilenos –o, más bien, sus gobiernos y sus autoridades políticas y judiciales– jamás le han juzgado y encarcelado. Y ha sido enterrado con honores militares, no nacionales, ¡faltaría más!, pero no como un perro o un criminal. Es cierto que sufrió un acoso judicial grotesco, teniendo en cuenta su edad y su alejamiento del poder, pero siempre terminó en agua de borrajas, lo cual demuestra que no existía una verdadera voluntad política para juzgarle por lo alto y condenarle. La única vez que estuvo brevemente en la cárcel fue en Londres, y no por petición del pueblo-unido-jamás-vencido chileno, sino de un juez español, Baltasar Garzón, que en innumerables ocasiones ha demostrado que su carrera personal le importa más que la Justicia.
Sería demasiado largo hacer aquí el recuento de todos los dictadores y caudillos que ha sufrido América Latina, pero de inmediato puede constatarse que el peor, el más tirano, el que ha durado más años, es Castro, no Pinochet, que aceptó abandonar el poder pacíficamente, repito.
Perón, en su primera etapa de poder –la «etapa Evita», digamos–, fue a todas luces un dictador, pero no fue sanguinario; en la segunda, la «etapa Isabelita», Argentina sucumbió al caos, no sólo por culpa de Perón: peronistas montoneros se enfrentaban a tiros con peronistas antimontoneros, y terciaban las milicias sindicales, asimismo peronistas, que asesinaban a diestro y siniestro, hasta que el ejército puso orden, ¡y vaya orden!, peor que en Chile. Aunque no me quepa la menor duda, teniendo en cuenta lo que es Venezuela y lo que es Hugo Chávez, de que las elecciones en este país no son limpias, el caso es que Chávez aún no las ha suprimido; Castro, hace tiempo.
Que quede bien claro que, como liberal, no tengo el menor complejo, al revés, para condenar todas las dictaduras, de izquierdas como de derechas, militares como religiosas, pero eso no me impide ver cuáles son las peores, las más asfixiantes, las más sangrientas, que no son siempre, ni mucho menos, las de derechas.
Concluiré con un par de cositas sobre la actualidad y dos dictadores aún en vida. El tirano Sadam Husein está en la cárcel, se lo merece, condenado a muerte por la matanza de unos 140 chiitas, cuando sus víctimas se cifran en decenas de miles, y su proceso se convierte en un interminable aquelarre, y las cosas trascurren de tal forma en Irak que no sería totalmente imposible que volviera un día al poder… ¿Por qué no se le ha fusilado ya?
El segundo dictador al que me refiero es el presidente iraní, Ahmadineyad, el más peligroso de todos en la actualidad, que, siguiendo las enseñanzas de sus dos maestros, Hitler y Jomeini, se mofa descaradamente del mundo entero, de la ONU, de la UE, y se dota sin remilgos de armas nucleares, mientras se discute si nuclear civil o no. Además, se permite el lujo de organizar concursos de caricaturas antisemitas y conferencias internacionales para «demostrar» que el Holocausto sólo es una gigantesca estafa judía, puesto que jamás existió. Y no sólo promete borrar Israel del mapa, sino que a través de Hamás y Hezbolá le ataca, con la colaboración de Siria. Y las chancillerías occidentales, los políticos, los medios, y hasta el cretino de James Baker, si bien le consideran «mal educado», afirman en su mayoría que es un factor de estabilidad o, en todo caso, una potencia con la que es necesario «negociar».

Ante esos dos monstruos, Pinochet, en comparación, me resulta casi humano, y el futuro me parece más negro que en 1939. No he hablado de la dictadura de Franco. Para otra vez será. No corre prisa. Ha muerto.

11 Enero 2007

La cara oculta de El País: Ultra

Juan Carlos Rodríguez (Instituto Juan de Mariana)

Leer

Ha escrito Joaquín Estefanía la que a estas horas debe de ser su penúltima villanía. Un artículo en el diario El País titulado «La cara oculta de Pinochet: Ultraliberal». Pinochet dio un golpe de Estado para convertirse en dictador y en criminal. Todos lo sabemos, porque es el dictador de Iberoamérica más denostado por los medios de comunicación, por delante otros que le superan en su cuenta criminal, como Castro o Videla. Algo tendrá Pinochet, que fascina a nuestra izquierda.

Estefanía dice que Pinochet era ultraliberal para poder manchar moralmente al liberalismo las desapariciones en transitivo de centenares de chilenos, y los asesinatos; crímenes que se cuentan por tres millares. No nos hace falta hablar de socialismo y crímenes para dejar al periodista en su sitio. Dice que la libertad económica sólo se puede ensayar en una dictadura, porque en las democracias el pueblo tiene la capacidad de resistirse. En concreto ha escrito hoy que los Chicago boys «no pudieron experimentar con todo vigor en los países democráticos (por la resistencia de los ciudadanos, a través de los partidos políticos y de los sindicatos) lo ensayaron con éxito con Pinochet».

¿Es que la plena libertad de mercado no se ensayó en Alemania una vez se recuperó la democracia desde el socialismo? ¿Es que Nueva Zelanda estaba bajo una dictadura cuando realizó una de las reformas liberales más profundas, en los 80? ¿Es que tuvo que ir a Irlanda alguno de los dictadores adorados en su periódico, señor Estefanía, para liberalizar la economía irlandesa? Se acordará de que Pinochet convocó un referéndum, lo perdió (por poco) y abandonó el poder. Desde entonces Chile ha recuperado la democracia. ¿Han echado atrás los chilenos las reformas económicas de los 80? No, no lo han hecho.

Todo, para Estefanía es fruto de… ¿lo adivinan? Una conspiración chicaguense. Resulta que un grupo de economistas, en plena época de Allende, «convencidos de que (…) duraría poco, elaboraron un modelo económico para Chile, que Pinochet les compró después de bombardear el palacio de La Moneda». Sí. Después de que intentara llevar el ordeno y mando no sólo a la política sino a la economía, y de que fracasara miserablemente, como no podía ser de otra manera. Recaló en los Chicago Boys porque Chile estaba en una situación desesperada, le ofrecieron un plan y al régimen ya no le quedaba otro alternativo.

El deus ex machina de esta conspiranoia es Milton Friedman, que asesoró a Pinochet, pero «no ofreció sus teorías para apuntalar dictadura alguna como hizo John Maynard Keynes en el prólogo a la segunda edición alemana de la Teoría general», recuerda Manuel Jesús González. Fue a petición de Pinochet y lo único que le ofreció Friedman fueron consejos para hacer a los chilenos más libres, aunque fuera en la economía. Más elementos de la conspiración, según Estefanía: «Su libro Libertad de elegir (firmado a medias con su esposa, Rose) fue un best-seller en ese país». ¡Ajá! Editores, libreros y compradores de libros en una clara estrategia pinochetista.

Joaquín Estefanía pinta un cuadro fauvista con la paleta llena de tópicos cutreprogres. «El pueblo siempre pararía los retrógrados planes de la derechona económica», viene a ser el título del lienzo, que se queda en caricatura. Lo único que ocurrió en Chile, como en España en 1959, es que el dictador había intentado ejercer también en la economía y, al toparse con el fracaso y vislumbrar el descontento social, confía en los técnicos porque le ofrecen lo que parece un plan viable. Lo que ocurrió es que el plan funcionó y Chile salió de una crisis social enorme. Pero el liberal no era Pinochet, sino Friedman y los economistas que supieron conseguir lo inimaginable: ganar un espacio de libertad bajo una dictadura.