31 diciembre 2022

Muere el Papa emérito Benedicto XVI poniendo fin a una década con ‘dos papas’ conviviendo con Francisco

Hechos

El 31 de diciembre de 2022 fallece el Papa Benedicto XVI.

30 Diciembre 2022

Soplo de vida

Alfonso Ussía

Leer
Se nos va el místico, el humanista, el intelectual, el sabio humilde, el servidor de Dios que se creyó incapaz de servirlo
Un levísimo soplo de vida nos mantiene sobre la tierra a nuestro Papa Benedicto XVI. En su formidable texto publicado en ABC, «El señor Ratzinger y el Señor», Juan Carlos Girauta retrata magistralmente al gran padre que se nos va, que se apaga lentamente. «Intelectual de los que ya no quedan, religioso de los que integran todas las dimensiones de lo humano, flor última de la Europa que nos define». Y recuerda sus palabras pronunciadas ante el Parlamento alemán. «La cultura de Europa nació del encuentro entre Jerusalén, Atenas y Roma; del encuentro entre la fe en el Dios de Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma. Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa».
Posteriormente, los españoles llevamos a Europa, ese encuentro de Jerusalén, Atenas y Roma hasta América, y más allá, navegando por el Pacífico, el Lago Español, hasta las islas Filipinas. Y dejamos en América la íntima identidad de Europa, y la cristiandad predominante, en la epopeya continuada más gloriosa de la historia de la humanidad.
Se apaga el Santo Padre que, desde su profunda inteligencia y humildad, se sintió vulnerado por su modestia para poner en orden el desorden de la Iglesia. El Papa místico, intelectual, músico, amante de la solemnidad necesaria para mantener la distancia entre Dios y los hombres.
El Papa de sus encíclicas irrebatibles, contestadas por una parte de la Iglesia que llaman «progresista». Sucedió al Papa Santo de la Iglesia perseguida por el nazismo y el comunismo, al enamorado de María, el que nos concedió a los españoles su devoción y tutela. «España, la tierra de María».
Y un día, inesperadamente, se encuentra sin fuerzas, abandonado y por vez primera en seis siglos, el Papa se pregunta ante Dios si lo mejor para Él es seguir teniéndolo como su Vicario en la tierra, y entre Dios y él alcanzan el acuerdo de recomendarse el retiro y la oración. Y el Papa místico, intelectual, profundo, se retira y se reúne con Dios y con su desesperanza en la Casa de Santa Marta de la Santa Sede, y se convoca el Cónclave de su sucesión. El hombre de Dios entregado al silencio es sustituido por el Papa Francisco, diametralmente opuesto en sus formas, poco amigo de los silencios, y al que le entrega su plena obediencia.
Y ha sido el Papa Francisco el que nos ha informado del leve soplo de vida que le resta al Papa Benedicto, también perseguido por los hábiles demonios que habitan en la Iglesia. «Hay días en los que Dios parece dormido». El cansancio le doblega a Benedicto. Su inteligencia y su honradez religiosa, intelectual y humana le hacen ver que estos tiempos no le pertenecen. Y renuncia para encerrarse en la oración y el silencio, para hablar con Dios con la naturalidad y hondura de los humildes, de tú a Tú, de yo a Él.
El Papa Francisco lo ha pedido sin reservas, y también, con humildad. «Recemos por quien mantiene y sostiene la Iglesia desde su silencio». Fue la mano derecha de San Juan Pablo II, el sabio místico que reforzó la fe del carretero del héroe de la Iglesia perseguida por los totalitarismos nazis y comunistas. Mantuvo y sostuvo la Iglesia desde su palabra y su lección. Y hoy lo hace, con el leve soplo de vida que Su Amigo se resiste a apagar, desde la oración y el silencio.
Se nos va el místico, el humanista, el intelectual, el sabio humilde, el servidor de Dios que se creyó incapaz de servirlo. Se nos muere la esencia de Europa, de aquel que retornó a la infancia para juntar las manos y pedirle a Dios que no se dejara vencer por el sueño. El Santo Padre de la Fe, la cultura, la inteligencia y la bondad.

31 Diciembre 2022

Los fracasos de Ratzinger

EL PAÍS (Directora: Pepa Bueno)

Leer
El empuje del Papa Benedicto XVI no bastó para culminar su reforma interna de la Iglesia

Joseph Ratzinger pasará a la historia como el papa que renunció al pontificado. Y esto será así, en buena medida, porque no fue capaz de pasar a la historia con la misión que él mismo se había encomendado cuando en 2005, ante los cardenales de todo el mundo llegados a Roma para enterrar a Juan Pablo II y elegir a su sucesor, exclamó: “¡Tanta suciedad en nuestra Iglesia!”. El cardenal Ratzinger era, en ese momento, una figura intelectual de primer nivel, con una formación apabullante en teología, y la persona que con más autoridad podía sostener una acusación y un lamento tan grave, puesto que desde 1981 había sido el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, dedicada a vigilar la pureza de la religión católica y la rectitud de sus obras, y donde impuso con beligerancia sus criterios hondamente conservadores frente a la teología de la liberación, hasta expulsar de la Iglesia a Leonardo Boff, o contra los movimientos laicos de signo progresista. Se da por sentado que aquel llamamiento a hacer limpieza en la Iglesia, empezando por el Vaticano, influyó de forma decisiva en su elección como Papa, y ya bajo el nombre de Benedicto XVI promovió algunos gestos que hicieron albergar cierta esperanza. El más sonado, sin duda, tuvo lugar en febrero de 2012, cuando, bajo su patrocinio, la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma organizó un simposio para que los jerarcas de la Iglesia católica miraran cara a cara a las víctimas de pederastia.

El Vaticano parecía dispuesto a acabar con “el silencio cómplice” y con aquella consigna de Juan Pablo II para que los trapos sucios se lavasen en casa. Por primera vez, los superiores de una treintena de órdenes religiosas y los representantes de 110 conferencias episcopales escucharon la voz de las víctimas contando las atrocidades sufridas. Lo que sucedió después ya se sabe: nada, prácticamente. Los príncipes de la Iglesia siguieron desoyendo de forma sistemática las denuncias de abusos que se llegaban a sus diócesis, les quitaban importancia, las atribuían a intereses ocultos o al sensacionalismo de la prensa, y cuando no quedaba más remedio, como en el caso de Estados Unidos, las tapaban bajo montañas de dinero. Ratzinger, teólogo de prestigio y hombre de gran cultura —hablaba con fluidez seis idiomas, leía griego antiguo y hebreo, tocaba el piano— se fue dando cuenta de que el poder del Papa no era suficiente para enderezar a la jerarquía eclesiástica, y tampoco para limpiar otro de los grandes focos de inmundicia: el banco del Vaticano.

Sus primeros intentos por investigar las finanzas de la Iglesia fueron neutralizados enseguida, y las guerras de poder —que ya se habían iniciado durante la larga agonía de Juan Pablo II— terminaron por salir a la luz tras el robo, por parte de su propio ayuda de cámara, de su correspondencia privada. El que se dio en llamar caso Vatileaks demostró, en expresión de L’Osservatore Romano, que Ratzinger se había convertido en “un pastor rodeado por lobos”. Más que de la enfermedad o la vejez, Benedicto XVI fue víctima (tardía) del propio Vaticano. En su haber, además del intento por poner coto a los abusos, está el de no haberse convertido tras su renuncia en un incordio para su sucesor, el papa Francisco, a pesar de que —sobre todo al principio— no faltaron quienes desde la propia Iglesia intentaron enfrentarlos. En la hora de su muerte, y tras casi 10 años de retiro silencioso, siguen estando vigentes, a modo de epitafio, las palabras que pronunció en la plaza de San Pedro al hacerse efectiva su renuncia: “Hubo días de sol y ligera brisa, pero también otros en los que las aguas bajaban agitadas, el viento soplaba en contra y Dios parecía dormido”.

31 Diciembre 2022

Joseph Ratzinger, teólogo de la restauración eclesial

Juan José Tamayo

Leer
Mantuvo lúcidos diálogos con pensadores no creyentes, pero no fue capaz de tender puentes de comunicación con colegas que disentían de su interpretación en algunos de los grandes temas del cristianismo

La dedicación de Joseph Ratzinger a la teología ha sido discontinua; como él mismo reconoce en su autobiografía Mi vida, se ha caracterizado no tanto por la evolución, sino por la involución y se ha desarrollado dentro de la más pura ortodoxia. Inició la docencia teológica muy joven en diálogo con los climas culturales y filosóficos de la modernidad y con los teólogos protestantes de su época. Participó como perito en el Concilio Vaticano II de 1962 a 1965 junto con algunos de los más importantes teólogos del momento, entre ellos su colega Hans Küng. Contribuyó con ellos a la elaboración de los documentos conciliares que abrieron el camino de la reforma de la Iglesia, del diálogo con las religiones y con el mundo moderno y de la ubicación de la Iglesia en la sociedad.

Dos son sus obras que reflejan el clima reformador de la Iglesia y de la teología: Introducción al cristianismo El nuevo pueblo de Dios, donde critica la “teología de encíclicas”, que reduce la teología “a ser registro y sistematización de las manifestaciones del magisterio”, rechaza el centralismo pontificio y defiende la falibilidad teórica del papa.

Pronto inició el camino hacia un pensamiento teológico conservador que le llevó a distanciarse de sus colegas conciliares y a vincularse con teólogos y colectivos cristianos de tendencia neoconservadora. Esta tendencia se reforzó cuando accedió a la cúpula del poder doctrinal como presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) y al papado.

Tres son los textos que demuestran su deriva involucionista. El primero es la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación, de 1984, de la CDF durante su presidencia. En él se acusa a esta corriente teológica nacida en América Latina de “grave desviación de la fe cristiana” por reducirla a un humanismo terrestre, emplear acríticamente el método marxista de análisis de la realidad, ofrecer una interpretación racionalista de la Biblia e identificar la categoría bíblica de “pobre” con la categoría marxista de “proletariado”. Esto se tradujo en procesos, sanciones y condenas de obras de algunos de los principales teólogos de la liberación.

El segundo ejemplo es la obra Informe sobre la fe, donde critica el grave deterioro del cristianismo tras el Concilio Vaticano II y propone un proyecto de restauración de la Iglesia en plena sintonía con el papa Juan Pablo II, a quien acompañó a lo largo de todo su pontificado y de quien se convirtió en el principal ideólogo.

El tercer texto es la declaración Dominus Iesus, de 2000, también de autoría de la CDF, en la que identifica la Iglesia católica con la Iglesia de Cristo, con una clara exclusión de las otras iglesias cristianas, y califica el pluralismo religioso de relativismo. La condena en este caso fue contra la teología del diálogo interreligioso y recayó en los teólogos que la estaban cultivando.

Como balance final, me parece positiva la contribución de Ratzinger en el Concilio Vaticano II al paso del anatema al diálogo filosófico y cultural, pero le considero corresponsable del cambio de paradigma producido durante el pontificado de Juan Pablo II y el suyo del diálogo al anatema de las nuevas corrientes teológicas. Le reconozco el mérito de haber mantenido lúcidos diálogos con pensadores no creyentes como Jürgen Habermas, Paolo Flores d’Arcais y Piergiorgio Odifreddi, desde posiciones diferentes e incluso contrapuestas, pero le critico por no haber respetado el pluralismo ideológico al interior de la Iglesia y no haber sido capaz de tender puentes de comunicación con sus colegas que disentían de su interpretación en algunos de los grandes temas del cristianismo.

01 Enero 2023

Un legado para el futuro de la Iglesia

EL MUNDO (Director: Joaquín Manso)

Leer

LA MUERTE de Benedicto XVI supone el fin de la vida de un nombre singular y marca el inicio en la creación del mito en torno a su persona y su obra. Encandilados por los reflejos inconexos de la cultura mediática, pocos conocen en realidad el pensamiento y la verdadera altura moral e intelectual de Joseph Aloisius Ratzinger. No es pretencioso decir, sin embargo, que en la Iglesia habrá un antes y un después de su Pontificado. Por extensión, la influencia que la comunidad católica ejerce en la sociedad también está -y seguirá- marcada por el periodo en el que el Papa alemán ocupó la silla de Pedro.

Tras un largo periodo de Pontífices ausentes de los vaivenes de un mundo en continua transformación, cuando no abiertamente defensores del inmovilismo eclesial- el todavía joven sacerdote tuvo el privilegio de participar como asesor en el Concilio Vaticano II, el punto de inflexión que marca la apertura de la Iglesia católica a reflexionar sobre las realidades sociales en clave de compromiso mutuo con «todo lo verdaderamente humano» y con ánimos de consenso. Ratzinger formó parte, muy al contrario de lo que el imaginario colectivo ha sentenciado, del grupo de teólogos renovadores de la institución eclesial, aquellos que emprendieron el por entonces casi intransitado camino del encuentro entre la fe y la razón. El joven sacerdote llevó hasta los límites una reflexión teológica sobre los puntos de aproximación entre el razonamiento empírico y la experiencia religiosa, dos ámbitos que siempre defendió como mutuamente necesitados -y hasta dependientes-.

Por encargo de Juan Pablo II, su paso como máximo responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe (cuyo nombre anterior era el de Santo Oficio de la Inquisición) cimentó la imagen del «bulldog alemán», custodio de la ortodoxia e implacable perseguidor de las desviaciones doctrinales. Resulta innegable la afinidad del difunto Papa con los sectores más conservadores de la Iglesia, al contrario de lo que sucedía con otras corrientes consideradas progresistas por su interpretación más social de la doctrina, cual es el caso de la llamada teología de la liberación. No siempre acertado, sus críticas a tales movimientos sociales forman parte de otra de las claves de interpretación de su pensamiento: la lucha que acuñó contra el relativismo moral y la instrumentalización de la fe.

Un Papa de compromiso, un Pontífice de transición, una sombra de su antecesor… su elección como 265º sucesor de Pedro fue aplaudida y denostada. Finalmente, a ninguna facción dejó plenamente satisfecha, pues si por algo destaca el Papa teólogo es por la búsqueda apasionada de la verdad, sobre el mundo y sobre Dios, lo que le mantuvo al margen de filias y fobias en los postreros años de su Pontificado. El gesto de su renuncia, el reconocimiento público de su incapacidad para afrontar los renglones más oscuros del Vaticano -pederastia, economía sumergida, influencias ilícitas- es la más elocuente muestra de su libertad interior. Mal entendida por muchos, su abdicación fue un servicio más a la renovación de la Iglesia. Aprender a irse fue su (casi) última lección.

01 Enero 2023

Ratzinger unió tradición y renovación

José Manuel Vidal

Leer

Benedicto XVI, el Papa anciano y sabio, pasará, sin duda, a la Historia por varios motivos. Primero por su legado teológico e intelectual. Segundo, por su renuncia. Y tercero, por la cohabitación con el Papa «llegado del fin del mundo», para hacer florecer de nuevo a la Iglesia católica, a pesar de los intentos del ala más conservadora de utilizarlo como ariete de un cisma contra la primavera bergogliana. Benedicto llegó a la Iglesia, definiéndose, desde el balcón central de la basílica de San Pedro, como el «humilde trabajador de la viña del Señor». Era el 19 de abril de 2005, cuando fue elegido sucesor de Juan Pablo II.

Ocho años después, el 28 de febrero de 2013, renunciaba al Pontificado con estas palabras de despedida: «Aunque me retiro ahora, en la oración estoy siempre cercano a todos vosotros y estoy seguro de que también todos vosotros estaréis cercanos a mí, aunque permaneceré escondido para el mundo».

Su renuncia al Pontificado se produjo después de un año marcado por el denominado caso Vatileaks, el escándalo de la filtración de documentos reservados, que concluyó con la concesión de la gracia por parte de Benedicto XVI a su ex mayordomo y principal implicado, Paolo Gabriele.

Siempre honesto y sincero para con Dios, Benedicto se retiró, reconociendo que ya no tenía las fuerzas «ni espirituales ni materiales» para hacer frente a los problemas ni para seguir limpiando la Iglesia de la plaga de la pederastia y de la lacra del carrerismo de una Curia vaticana, que funcionaba en clave de poder.

Fiel a su promesa, permaneció «escondido», sin apenas protagonismo, centrado en la oración y en la mística de la «otra orilla». Y fiel al Papa reinante. Y es que, como cuenta el que fuera su secretario, Alfred Xuereb, cuando Francisco llamó a Benedicto, inmediatamente después de su elección, «le pasé el teléfono a Benedicto y escuché que decía: ‘Santidad, desde este momento, prometo mi total obediencia y mi oración’».

El primer Papa emérito, discípulo de San Agustín y San Buenaventura, experto en Santo Tomás y perito en los Padres de la Iglesia, capaz de codearse con los grandes intelectuales de su época, como Jürgen Habermas, se pasó a la «interior bodega» de San Juan de la Cruz, para gozar «de la noche sosegada, de la música callada, de la soledad sonora, de la cena que recrea y enamora, en diálogo íntimo y secreto con el Amado».

Muchos siguieron pensando en él como el adalid del antiguo régimen. Algunos hasta quisieron utilizarlo como la coartada para sus ansias de involución. Pero Benedicto se mantuvo siempre en su papel de Moisés, rezando por el pueblo de Dios con los brazos en cruz. Sin prestarse a juegos de banderías eclesiásticas. Consciente de que fue él el que puso en marcha, con su valiente renuncia, el reloj de la revolución tranquila, que tanto necesitaba la Iglesia.

De hecho, en aras de su renuncia y de la elección de Francisco, la Iglesia católica fue la única institución global capaz de resucitar, de recrearse desde dentro, de poner en marcha una profunda regeneración de sus estructuras internas, algo que no consiguieron hacer otras grandes instituciones mundiales, como el sistema financiero o el sistema político.

A Benedicto hay que agradecerle no sólo eso, sino también su capacidad de diálogo con ateos, agnósticos, hombres de ciencia y saber, responsables de la política y la economía, jóvenes y adultos. Siempre fiel a su empeño de mostrar que «Dios no es enemigo del hombre; que no quita nada de lo que hace verdaderamente hermosa la existencia humana, y que, antes al contrario, cuando eclipsamos a Dios con otros falsos ídolos, la vida humana pierde valor».

Ratzinger fue, sin duda, uno de los grandes pensadores del siglo XX, aunque su obra se quedó manca, por su dedicación primero a la Congregación para la Doctrina de la Fe (desde la que marcó los ejes doctrinales del Pontificado del Papa polaco) y, después, como Sumo Pontífice.

Lo sabía todo de la Teología, pero además, sabía explicarla. Su pensamiento teológico, marcadamente centroeuropeo, siempre defendió la conjunción integradora de fe y razón, tradición y renovación, frente a la disyuntiva de la modernidad: razón o fe, tradición o renovación. No en vano se le llamó el teólogo del ‘y/y’. Siempre sumando, convencido de que la fe, explicada por la razón, puede y debe seguir dando sentido a la existencia humana. De hecho, las últimas tres décadas de Historia del catolicismo no se pueden entender sin analizar la figura de este teólogo alemán, que dejó la cátedra por los despachos y se erigió, desde Roma, en el azote de teólogos díscolos.

Y eso que en la época del Vaticano II (1962-1965), Ratzinger formaba parte, junto a Hans Küng, del ala progresista de la Iglesia, mientras el entonces cardenal de Cracovia, Karol Wojtyla, se alineaba ya entre los conservadores. Pero pronto se pasó al bando conservador. En 1968, sólo tres años después del fin del Concilio, de vuelta a la Universidad de Tubinga, donde era admirado por sus posturas liberales, imprimió un cambio radical a su orientación teológica.

Dejó en la estacada a su amigo Hans Küng y a la «teología para el pueblo» para convertirse a la «teología para el Vaticano». Y Roma le recompensó pronto, nombrándole arzobispo de Múnich en 1977. Y cuando el Papa Wojtyla llega al Papado, le llama a Roma. Desde entonces, fue uno de los cardenales con más peso de la Curia. Llegó al solio pontificio con la denuncia del «relativismo imperante» que, a su juicio, puede acabar con las entrañas morales de la Humanidad. Y ya Papa, lo repitió en innumerables ocasiones. Tantas, que se convirtió en un lugar común doctrinal y muchos obispos de todo el mundo, entre ellos los españoles, copiaron su frase y su denuncia. Fue el Papa de la fe razonada. Tenía fe y sabía razonarla y proponerla.