3 abril 2005

Fue el único Papa no italiano de todo el siglo XX

Muere tras una larga agonía el Papa Juan Pablo II, el papa polaco, elogiado por unos y criticado por otros

Hechos

El 3.04.2005 falleció Karol Wojtyla, jefe de Estado de la ciudad de El Vaticano y obispo de Roma.

03 Abril 2005

Camino de Perfección

Ignacio Camacho (Director)

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Acaso la raíz más profunda del descrédito de los líderes públicos actuales resida, sobre todo, en la falta de autenticidad, en un visible desajuste entre sus prácticas políticas y los ideales que dicen defender en las tribunas, en un pragmático alejamiento de los principios y las utopías que los convierte a los ojos de la gente en vulgares ventajistas o, todo lo más, en solventes profesionales de la dirigencia. Sensu contrario, cuando surge una figura dotada de la fuerza moral necesaria para asumir un explícito compromiso de integridad, concita de inmediato el respeto de las masas y se convierte en referencia popular de liderazgo.

Ése ha sido exactamente el caso de Juan Pablo II, sin duda el líder contemporáneo con mayor credibilidad moral y el ejemplo más preclaro de rectitud y de justicia del último cuarto de siglo. El perfil magnánimo y bondadoso del Papa muerto se agiganta en el imaginario colectivo sobre un pedestal de honestidad espiritual que él mismo labró a base de un formidable y casi sobrenatural esfuerzo de coherencia. Es cierto que todos los Pontífices disponen de antemano de un plus de credibilidad, propio de su condición de líderes religiosos situados por encima de las limitaciones materiales o sectarias de la política, pero el caso de Juan Pablo II es particularmente intenso porque convirtió toda su vida en un camino de perfección hacia los ideales de la paz, el amor y la bondad. Hermosos conceptos abstractos que han tomado cuerpo en el Santo Padre para mostrarse como referencias posibles y reales más allá del alcance evocador de las palabras.

No resulta en absoluto casual que el carisma de Karol Wojtyla haya germinado de una manera especialmente fecunda entre la juventud. Los jóvenes, que poseen un agudo sentido de la autenticidad, capaz de detectar cualquier fisura en la coherencia moral, han identificado en el Papa polaco un paradigma de integridad universal válido por encima de diferencias doctrinales o culturales, y han comprendido el enorme valor de su compromiso personal con el Bien. Ellos, tan sensibles a la hipocresía social y a la doblez frecuente en la escena pública, han sabido entender el inmenso ejemplo del Papa en la defensa de la justicia y su inequívoco empeño de responsabilidad en la construcción de un mundo ordenado conforme a los principios de la moral y de la fe.

Desde sus comienzos como obrero manual, enfangado en la dura realidad del trabajo, hasta esta larga y angustiosa agonía en el sentido unamuniano del término -del griego agon, lucha a brazo partido con el dolor y la muerte-, Juan Pablo ha sabido convertir su vida entera en un ejemplo. No ha habido uno solo de sus pasos que no haya estado presidido por la responsabilidad personal. Predicó contra las dictaduras y la opresión porque luchó contra el nazismo y el estalinismo. Trabajó con denuedo por la paz porque vivió la más atroz de las guerras. Intensificó la espiritualidad porque ha conocido un mundo pragmático. Persiguió la unidad de las iglesias y los credos porque supo en sus carnes de la amargura de la división. Y hasta cuando quiso poner énfasis en la validez de algún sacramento en declive no dudó un instante en reforzar su doctrina con el ejemplo, como cuando decidió bajar personalmente al confesonario del Vaticano para escuchar por sorpresa a unos penitentes que, años después, acaso no hayan salido aún de su asombrada perplejidad ante aquel gesto insólito de extraordinaria potencia simbólica.

Esta capacidad de compromiso le ha llevado, al final, a una durísima y penosa batalla contra el dolor que él ha transformado en un nuevo camino de perfección. En pleno debate universal sobre la eutanasia, el Papa ha peleado contra su propio sufrimiento blandiendo la Cruz que simboliza la liberación por el sacrificio. Su fortaleza interior y su superdotada biología han hecho aún más duro este calvario personal, no siempre bien comprendido en un mundo acostumbrado a prescindir del dolor como instrumento de redención. Pero resulta difícil, incluso desde la más distante frialdad doctrinal, no conmoverse ante su desafío postrero, como de hecho se ha conmovido el mundo en estos días de agónica resistencia al destino universal de la muerte.

En la hora del adiós, el balance del Papado de Juan Pablo II resulta de una devastadora superioridad moral. No sólo porque contribuyó decisivamente, desde la palabra y la fe, al cambio político que marcó el final del siglo XX, sino porque su Pontificado ha transformado la estructura social de la Iglesia y la ha reforzado como el primer referente moral contemporáneo. Dotado de un especial carisma mediático ante las multitudes -y de una telegenia esencial en la sociedad de las telecomunicaciones-, aprovechó todos los recursos de la contemporaneidad para poner de manifiesto las claves de su mensaje. Un mensaje de bondad y dignidad que su propia trayectoria vital ha multiplicado y proyectado más allá de cualquier reticencia. Incluso los más críticos con algunos de sus empeños doctrinales -como la moral sexual y el impulso a los valores de la castidad- no pueden sino reconocer que por encima de sus diferencias el Papa ha sabido transmitir un espíritu de infinita misericordia que supera en el perdón cualquier debilidad de la condición humana.

La muerte es tiempo de inventarios, y no faltarán quienes encuentren sombras en un Pontificado iluminado por la intensísima luz de la bondad. Pero Juan Pablo II pasará a la Historia como un Papa proactivo, incansable y tenaz, que obtuvo de la fe de Cristo una conmovedora fuerza para comprometerse en la lucha por lo mejor de nosotros mismos. Un Papa que nos ha enseñado a resistir el dolor, la adversidad, la guerra, la injusticia, la enfermedad, la duda, la debilidad y el sufrimiento. Un líder gigantesco de un tiempo confuso y difícil del que cabría parafrasear al Marco Antonio de Shakespeare ante el César muerto: «Éste era un Papa; nunca tendréis otro como él».

03 Abril 2005

Carisma contradictorio

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Juan Pablo II, el primer Papa no italiano en cuatro siglos y medio, ha fallecido con varias espinas clavadas en el alma. La primera, la de no haber muerto durante uno de sus innumerables viajes (más de un centenar), que hicieron de él un Pontífice itinerante. El polaco Karol Wojtyla tuvo siempre en los pliegues de su cultura eslava, muy arraigada, la idea del martirio, lo que le ha llevado a mostrar sus padecimientos físicos hasta el final. Siempre creyó, y da fe de ello en su último libro de conversaciones, que no fue mártir porque la Virgen -el día del atentado era el 13 de mayo de 1981, festividad de Nuestra Señora de Fátima- desvió la bala de su agresor, el turco Alí Agca. Indicios cada vez más sólidos apuntan que actuó por orden de los servicios secretos del Este, que no sin razón veían ya al Pontífice como un colosal enemigo. No es casual que Wojtyla haya sido el primer Papa polaco de la historia que acuñó el concepto de «mártir de la caridad» para añadir al clásico de «mártir por odio a la fe».

Eso explica que haya querido vivir hasta el final, y sin renunciar, el calvario de su deterioro físico como un martirio voluntario y de fidelidad a su «teología de la cruz», en contraste con la teología de la liberación, que combatió hasta condenar al ostracismo a buena parte de sus seguidores.

Otra de las espinas fue la de no haber podido pisar Moscú ni Pekín, su gran sueño, como coronación de sus viajes. Se lo impidieron la Iglesia ortodoxa rusa y el Gobierno chino. Estuvo siempre convencido, con razón, de que contribuyó decisivamente a la caída del comunismo. Sabía que lo habían elegido en el cónclave pensando en que el gran enemigo de la Iglesia se estaba desmoronando y que él conocía al dragón como pocos por haberlo combatido y sufrido en Polonia. Su última «santa venganza» tenía que haber sido gritar en la plaza Roja o en Tiananmen como lo hizo en su país: «¡Nadie tiene el derecho de eliminar a Cristo de la historia!». No lo consiguió.

Su pontificado de 26 años, uno de los más largos de la historia, es difícil de definir. Hará falta tiempo y mayor distancia para valorarlo y juzgarlo. Fue paradójico y contradictorio. Wojtyla llegó al trono de Pedro como arzobispo de Cracovia con fama de haber sido el prelado más joven del Concilio Vaticano II. Gracias a su conocimiento del comunismo ateo, llegó a Roma con la esperanza de poder traer a la Iglesia los aires del llamado socialismo de rostro humano. Rompió barreras: un Pontífice deportista que nadaba y escalaba montañas; profundo conocedor de las técnicas de comunicación hasta el punto de ofrecer en el Vaticano una rueda de prensa internacional; el primero que de alguna forma desacralizó la imagen mitificada del papado apareciendo en público con un jersey encima de la sotana y vistiendo en sus viajes pantalones cortos debajo de los hábitos, y mil gestos más de modernidad. Todo eso hizo pensar al principio que nos encontrábamos ante el primer Pontífice de corte progresista.

Conservadurismo

Pero no iba a ser así. Wojtyla fue un líder que supo usar como ninguno la fuerza del marketing para hacer más visible la Iglesia en el mundo, para convertirla en noticia, tras los pontificados anteriores en los que se había encerrado dentro de las murallas vaticanas. Poco a poco empezaron a aparecer las huellas de su conservadurismo, tanto en materia dogmática como moral. Hasta el último momento, como se pudo advertir en los recientes tropiezos con el Gobierno socialista español, Juan Pablo II fue duro enemigo de todas las conquistas del mundo moderno en asuntos de familia y sexo, como el divorcio, el aborto -al que llegó a calificar de crimen nazi-, las relaciones homosexuales, la eutanasia y los nuevos avances genéticos.

En el delicado campo del ecumenismo, también mantuvo contradicciones. Preocupado por el crecimiento del islam, que se equipara numéricamente al cristianismo, con el aumento vertiginoso de las sectas protestantes en el Tercer Mundo y con el reciente interés de muchos cristianos por las religiones orientales, sobre todo por el budismo, el Santo Padre promovió numerosos encuentros ecuménicos y hasta tuvo gestos espectaculares como sus visitas a templos budistas, mezquitas y sinagogas. Pero, a diferencia de su antecesor, Pablo VI, que aceptaba que el ecumenismo significaba admitir que la verdad está por doquier, la teología de Wojtyla fue diferente. Para él la Iglesia, cierto, debía estar abierta y dar entrada a quienes lo deseen, pero sólo en la Iglesia de Cristo existe la salvación, y sólo en ella está toda la verdad.

Juan Pablo II deja al catolicismo con más visibilidad mundial. Lo refuerza sobre todo a través de sus viajes, de los que dijo que lo más importante era «encontrarse con los grandes del mundo», porque son ellos, según él, quienes tienen el poder de apoyar o perseguir a la Iglesia. Las comunidades católicas más alejadas de Roma, las que sufrían el aislamiento de ser minorías, se sintieron con él más orgullosas y protegidas. Pero al mismo tiempo, dentro de la comunidad cristiana, deja una profunda herida, aunque sin peligro de cismas. Existen hoy comunidades, en especial en el Tercer Mundo, que difieren profundamente de las enseñanzas oficiales de la Iglesia y en las que están no sólo simples fieles de las comunidades de base, sino miles de sacerdotes y hasta un buen número de obispos que, en la práctica, actúan como si se tratara de una Iglesia diferente a la Roma conservadora. Volver a coser esos desgarrones intentando unificar esas iglesias será tarea difícil del nuevo Papa.

El colegio cardenalicio -los 117 electores con derecho a votar- debe estar ya pensando desde hace tiempo sobre el mejor candidato. Contrariamente a lo que puede creer la opinión pública, la práctica vaticanista de hoy no es la de pensar enseguida en el nombre de un papable. En un primer momento, los purpurados, que ya deben estar dialogando entre sí, especialmente los de más peso específico, deberán ponerse de acuerdo sobre qué tipo de Iglesia pretenden. Si van a querer un líder que siga viajando o uno más preocupado por los aspectos internos de la institución. Si el enemigo -la Iglesia siempre lo ha necesitado- va a ser, en ausencia ya del comunismo, el capitalismo, como venía imaginando Wojtyla, o más bien la preocupación será el crecimiento del mundo islámico y el de las sectas. Si van a querer que el obispo de Roma resuelva definitivamente problemas abiertos y polémicos como el sacerdocio femenino o el de los casados. Si buscan una Iglesia que sepa dialogar sobre los grandes desafíos del mundo actual, desde los científicos a los políticos, o si prefieren seguir atrincherados frente a lo nuevo. Y, por último, si colocarán el foco en Europa o sobre los pueblos nuevos que se abren al desarrollo económico, donde a la Iglesia le es más difícil penetrar, comenzando por China.

Sólo después de que se hayan puesto de acuerdo sobre el tipo de Iglesia que buscan para este siglo llegará el momento de pensar en un nombre. No habrá que olvidar tampoco intereses más terrenales como el miedo a elegir un Papa joven, cuyo mandato puede ser excesivamente largo a no ser que cambien el derecho canónico para poner un límite de edad también para el pontificado. Ni tampoco el temor a elegir a un purpurado de un país con gran peso político, o la tentación de volver a la tradición de preferir papas italianos, considerados más diplomáticos y con menor capacidad de sorpresas.

La larga enfermedad, así como el vacío de poder en la Iglesia católica, con un líder que ya no gobernaba, obligará a su sucesor a replantearse la posibilidad de que el próximo heredero de Pedro pueda y deba renunciar en el momento en que sus fuerzas físicas y espirituales no le permitan ya estar completamente al mando del timón.

03 Abril 2005

El Papa de Hierro

Jaime Campmany

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Naturalmente, pasé despierto toda la noche del viernes y la madrugada del sábado, pegado al ordenador para seguir minuto a minuto las noticias acerca de la larga agonía del Papa. Cumplía así una obligación antes que una devoción. Yo creo que el trabajo es una oración fervorosa sobre todo por fecunda. A las 8,38, una información del Vaticano daba cuenta de que la salud del Papa había caído de nuevo en una situación estacionaria, y yo me fui a la cama tres o cuatro horas, convencido de que, efectivamente, este es un Papa de hierro, tanto en la carne como en el espíritu. Ha dejado de respirar mientras escribo estas letras.

Al papa Juan XXIII le llamaban los italianos el Papa bonachón o tranquilote, el «Papa pacioccone». Después resultó que no era tan tranquilote y sosegado como se decía, porque organizó el tinglado o pandemónium del Vaticano Segundo y del «aggiornamento» de la Iglesia. «Aquí habría que organizar algo», le dijo al cardenal Felici paseando por el claustro de San Juan de Letrán, y convocó el Concilio. A este Papa le han llamado el «Papa de hierro», que yo creo que ha sido cosa más de franceses que de italianos. Y muy claro se ha visto que Juan Pablo II tiene de hierro el resistente corazón tanto como las inflexibles normas morales.

Al Papa polaco, el rojerío no gusta de llamarle Papa, ni Pontífice, ni Santo Padre, sino que le ha llamado siempre «Wojtyla», así a secas, como quien dice Chirac, Berlusconi, Bush e incluso Zapatero. Seguramente es que no le han perdonado nunca que alzara el «telón de acero» y que echara abajo el «muro de Berlín». Este Papa llegaba de Polonia la mártir, y se aplicó desde la silla de Pedro, con tenacidad férrea, a aliviarle a su patria el peso de la palma del martirio. Aquel empeño le costó que el telón y el muro le cayeran encima en forma de atentado, un atentado que le ha tenido la salud quebrantada durante los años que le quedaban de vida, por cierto bastantes, los suficientes para cumplir el tercer pontificado más largo de toda la historia de la Iglesia. Aquella palma que alivió solícito a la mártir Polonia, le tocó llevarla a él durante el resto de sus días. Pero aún tuvo fuerzas para acudir a la cárcel y perdonar a su agresor. Bravo «Wojtyla».

Sería cosa del Espíritu Santo, que dicen revolotea por el aire del cónclave, espeso de conciliábulos y hasta de conspiraciones, pero salió bien aquella operación de romper con la tradición de los papas italianos y traer uno de las persecuciones del Este. Los italianos estaban en aquel momento enfrascados en elaborar lo que llamaron el «compromiso histórico», o sea, la alianza de la democracia cristiana con el comunismo, válgame Dios, casi una «alianza de civilizaciones», y ya se ve en qué ha quedado eso.

Para estar al tanto de la agonía del Papa «Wojtyla» me voy a la televisión italiana o a la americana, que ofrecen noticias sin interrupción. La española anda en otros empeños. Y es que yo creo que los socialistas que nos gobiernan están a punto de tropezar, como los asnillos, en la misma piedra que tropezó Manuel Azaña cuando dijo aquello de que «España ha dejado de ser católica».

03 Abril 2005

El Papa Mediático

Manuel Martín Ferrand

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Alguna inteligencia, tan preclara como perversa, las vio venir y armó la mano asesina de Alí Agca. Felizmente el turco falló en su atentado y Karol Wojtyla sobrevivió para ser, en plenitud, el Papa Juan Pablo II. Su agonía, seguida en directo por medio mundo como síntoma de admiración y respeto y con quiebra definitiva de la intimidad personal, marca el final de una etapa histórica en la que el Pontífice ha sido eje de los acontecimientos. Su personalidad singular, en un escenario mundial de carencias personales, le convirtieron en elemento determinante, desde su experien-cia polaca, para contribuir al fin del comunismo en sus formulaciones más clásicas y, muy curiosamente y al mismo tiempo, para impulsar unas nuevas formas, más centradas y sociales, con las que entender el capitalismo.

Creyentes y no creyentes estamos ahora ante una gran orfandad. Durante más de un cuarto de siglo Juan Pablo II ha sabido unir a su condición de gran pastor de los católi-cos la de referencia espiritualpara un mundo que, globalizado, parece querer renunciar a cualquier valor que no pueda ser palpado, pesado y medido. En esa crisis del espíritu, el testimonio de Juan Pablo II le convirtió en una figura singular y respetada por los observadores de las más diversas condiciones sociales, políticas, económicas y, en su caso, religiosas.

Como gran paradoja añadida, que no carece de valor simbólico, el Papa de apellido inicialmente impronunciable pasó a ser la gran figura mediática de su tiempo, el hombre más popular y presente en un mundo que no suele detenerse ante un sermón ni vibrar con una plegaria. Y eso sin reunir, salvo la de ser rubio, ninguna de las condiciones que, según los expertos, catapultan para la fama. Ha escrito docenas de documentos trascendentales y leído centenares de discursos capaces de convencer a sus oyentes; pero sin cuidar el estilo literario ni contar con la ayuda de la elocuencia que, se supone, proporciona la amatista de San Pablo. ¿Por qué? Quizás porque en razón de su propia experiencia biográfica, en el cruce de los dos mundos surgidos después de la Segunda Gran Guerra, Wojtyla quiso y supo buscar y encontrar, a la luz del Evangelio, puntos de encuentro mejor que fuentes de tensión. Y predicó con el ejemplo.

Sin Juan Pablo II el mundo sería distinto. Los jefes de Alí Agca eran unos canallas, pero conocían su oficio. Fracasaron en el intento y, en esta Pascua de Resurrección en la que muere el Papa, el paisaje de las ideas no se parece en mucho al de aquella primavera de 1981 en que sonaron disparos en la plaza de San Pedro, el mismo lugar en el que hoy se concentra el dolor mundial por un Pontífice viajero que, rompiendo moldes y protocolos, ha contribuido a un cambio esencial en la Historia. ¿Continuará? Esa es la pregunta que en parte -sólo en parte- ha de resolver el Cónclave que se reunirá en la Capilla Sixtina.

26 Abril 2005

Lógica enferma

Eduardo Haro Tecglen

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Me preocupaba la profanación de las palabras; me preocupa más la alteración del pensamiento lógico y la inducción de ideas disparatadas. Como estamos en época de consignas y campañas, esta derivación se hace al mismo tiempo por muchos individuos, y como tienen firmas y grandes medios pueden penetrar en quien no esté en guardia permanente. Tengo encima este ejemplo inquietante, y lo sacudo hacia el lector: la ministra de Vivienda planea pisos de 30 metros cuadrados para los jóvenes pero su despacho oficial es enorme; pero su vivienda personal ocupa 280 metros cuadrados, y en su patrimonio anterior al cargo hay una finca de 530 metros cuadrados. Me recuerda cuando, al principio de todo esto de vivir, yo planteaba la cuestión de cómo la Iglesia de los pobres está regida por quienes habitan el mayor y más rico palacio del mundo, el del Vaticano. Una persona me dio una respuesta muy clara: para el Papa es un sacrificio vivir entre esa riqueza, cuando él preferiría la pobreza, pero quien representa a Cristo está obligado a… Es que son imbéciles, pensé yo entonces. Es que creen que son imbéciles, corregí. Hipócritas.

Hemos visto estos días los fastos vaticanos, la Capilla Sixtina, la columnata Bernini, las vestiduras de oro y terciopelo, cuando veo diariamente a los pobres ir al convento -enorme, por cierto- de unas monjas a pedir la sopa diaria: el rancho, se decía antes, cuando lo solicitaban en los cuarteles. Claro que una lógica republicana y laica no se puede basar en eso, cuando el problema es mucho más grave. Sin embargo, estas desgraciadas gentes -desde el punto de vista intelectual- siguen tratando de hacer creer que hay comparación entre las viviendas del poder, sea cual sea, y la ayuda a resolver problemas de decenas de miles de personas que no tienen más metros cuadrados que los de su cama. En este mismo destrozo lógico desparraman la idea de que cuesta más caro construir un piso de 30 metros que uno de 100, según informes del Colegio de Aparejadores: como si el suelo no fuera el problema de la vivienda, y como si hicieran falta más ladrillos para lo pequeño que para lo grande. Este juego de perfidia y de veneno intelectual puede influir mucho; sobre todo, es capaz de crear la lógica cancerosa que emite diariamente la oposición. Desde sus buhardillas.

07 Abril 2004

Un amigo de la Libertad

Federico Jiménez Losantos

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Juan Pablo II ha sido uno de los papas más importantes de la Historia, sin la menor duda. Pero ha sido también uno de los políticos más importantes del siglo XX. Con Ronald Reagan y Margaret Thatcher consiguió frenar la decadencia terrible de Occidente, que caminaba con el silencio de los corderos hacia las fauces del imperio soviético, e invertir la tendencia de una forma radical. Los que no vivieron los años ochenta nunca podrán hacerse una idea de lo difícil que era romper con un paradigma arrollador que en la economía, la política y la religión suponía la permanente y aplastante legitimación intelectual del socialismo; o lo que es lo mismo, la deslegitimación de la Libertad. Los cuatro primeros años de aquella década fueron una titánica empresa de reanimación, en algunos aspectos de auténtica resurrección, de los grandes valores occidentales, frente a un totalitarismo que no estaba dispuesto a renunciar a su presa. No por casualidad, esos tres grandes líderes occidentales de finales del siglo XX sufrieron atentados gravísimos. Y el más terrible de todos fue el del Papa. Si la URSS no hubiera fallado en su designio criminal, es difícil saber qué mundo tendríamos hoy, pero seguro que no era mejor que el actual. Menos libre, sin duda. Sólo por eso, pues, los liberales de todo el mundo, creyentes o no, estamos de luto por el hombre que ha sabido morir como vivió: dando ejemplo.
Esas tres figuras gigantescas, que realmente acabaron con el imperio criminal más terrorífico de la Historia, fueron después difuminándose, bien por dejar sus cargos, bien porque ya habían logrado cambiar el mundo al hundirse el Muro, arrastrando a la URSS, y encauzaron su energía en otras direcciones o hacia otros ámbitos. Pero a los más jóvenes les resultará difícil entender el grado de intensidad de su compromiso con una causa casi perdida y cómo consiguieron galvanizar a toda una generación occidental, que es la nuestra. Fueron tres líderes muy distintos pero complementarios. Si desde el punto de vista intelectual fue Thatcher la que más abiertamente desafió el dogma socialista en todos los ámbitos, sólo la extraordinaria tenacidad política de un americano optimista y de principios como Ronald Reagan pudo lograr una reconstrucción económica y militar de Occidente tan gigantesca que, cuando la URSS quiso emularla, se colapsó. Sin embargo, el que quizás partía en peor situación, el que tenía la casa más revuelta, era el Papa polaco, Karol Wojtyla, que no sólo quería y debía hacer frente al totalitarismo soviético que ocupaba su patria y toda la Europa del Este, sino que además tenía dentro de su propia Iglesia un caballo de Troya descaradamente comunista, abiertamente totalitario y prosoviético: la Teología de la Liberación.

Plásticamente, nada pueda igualar las imágenes del Papa reuniendo a millones de personas en Polonia frente a la dictadura de Jaruzelsky, que antes de hundirse en el cieno de la Historia cometió asesinatos tan espeluznantes como el del cura Popieluzsko. Pero hay otra imagen que, aparte del teológico, tuvo un valor político, ideológico y moral incalculable: la del Papa en el aeropuerto de Managua, cuando uno de los curas ministros de la dictadura sandinista, Ernesto Cardenal, hincó o fingió que hincaba la rodilla para besarle la mano, encontrándose con el dedo admonitorio de Juan Pablo II, que de forma inequívoca le anunció el final de la tolerancia con el totalitarismo ensotanado. Ese gesto de autoridad, teatral y real, supuso el réquiem de ese leninismo disfrazado de teología que estaba devorando Iberoamérica. También fue la señal para que toda la Izquierda internacional se lanzara en tromba contra el Papa. Nunca se ha insultado tanto a nadie, ni a Reagan entonces, ni a Bush ahora. Pero el mundo supo que, mientras viviera, el Papa no iba a cambiar de principios ni de política. Ha vivido mucho, ha hecho mucho, deja tras de sí el afecto de millones de personas que, incluso sin compartir su fe o sin tener ninguna han vivido con él esa forma de agonía que es siempre la lucha por la libertad. Pese a que en Croacia, en Cuba o en Irak el Vaticano se haya apartado de las posiciones liberales en política exterior, nunca se le ha criticado. Nunca fue un enemigo. Es tanto lo que ha hecho por la libertad -también por España- que nunca dejamos de considerarle uno de nuestros líderes; de los pocos que, durante toda nuestra vida, llevaremos en el corazón.

04 Abril 2005

La exclusiva de la muerte

Juan Cueto

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La agonía, no lo olvidemos, tiene copyright y es una exclusiva audiovisual (oral y de imágenes) de la Iglesia católica desde hace un par de milenios. Por lo tanto, todo lo ocurrido estas últimas semanas en el Vaticano, hasta las 9.37 de la noche del sábado, forma parte de aquella escaleta del Nuevo Testamento que en su día diseñaron los cuatro guionistas principales, Juan, Marco, Mateo y Lucas, y Pedro produjo después desde los primitivos estudios de Roma, aquella primera Cinecitta con decidida vocación de major europea y de pretensiones universales y excluyentes, como cualquier gran estudio hollywoodiano de hoy. En ninguna otra religión del globo, sea religión monoteísta, politeísta o budista, la agonía del hombre (del Hombre y del Nombre) desempeña un papel tan principal en el guión divino, sea por revelación o por producción propia, como en el caso del megahit católico que sigue congregando colas y masas desde hace 2.000 años, como se veía ayer en la plaza de San Pedro.

Así pues, el espectáculo de la agonía pública y global, y no sólo de cara a los fieles, forma parte sustancial del guión y Wojtyla no hizo más que ser coherente con la escaleta fundadora: recitó su agonía y muerte ante las telecámaras del mundo en su personal remake del Vía Crucis, aunque con bastante menos morbo que en la reciente versión de Mel Gibson, que tampoco pagó derechos de autor.

En realidad y hablando de religiones, la muerte, en sus tres grandes secuencias rituales (la agonía, la defunción y la funeralia), es una exclusiva indiscutible y muy principal de la religión que administra el Vaticano, en competencia con otras ortodoxias y heterodoxias agónicas de la Cruz y que frente a la gran major de esa imponente Cristocitta romana desempeñan el mismo papel que los pequeños estudios independientes frente a Hollywood. La gran originalidad de la religión católica, en todas sus manifestaciones rituales y teológicas, está precisamente en el monopolio global y audiovisual de la muerte. Ni los judíos ni los musulmanes ni los protestantes ni los budistas ni todas las creencias que me dejo en el tintero han sabido captar, gestionar y amplificar con mayor sabiduría ese drama personal y universal del último instante. Ese gran misterio que ahora, en el Año Internacional de la Física, intentan desdramatizar con las ecuaciones de Einstein (si Dios habla, sólo habla matemáticas, que dijo don Alberto hace medio siglo) y con las combinaciones y recombinaciones de la bioquímica, que también tienen más que ver con las ecuaciones que con los latines y con las campanas que suenan ahora mismo en mi pueblo, mientras escribo esto.

La muerte siempre estuvo en el origen de la historia de las religiones y del sentimiento universal de lo sagrado, que dijo el gran Mircea Eliade, pero la única religión que la monopolizó, la escenificó, la dramatizó, la ritualizó y nunca, nunca la ocultó fue la católica. Es cierto que también le añadió, por motivos de guión, el efecto especial de la Resurrección, pero eso suele pasarse por alto en los momentos críticos para darle todavía más suspense al último instante y concentrarse en el verdadero drama y misterio de la conciencia humana: las últimas palabras que dijo Wojtyla no fueron Ci vediamo nella Resurrezione (nos vemos en la resurrección), que sería lo lógico, sino no sé qué de los jóvenes de ida y vuelta, que aseguró Navarro-Valls.

El problema audiovisual, esta vez, es que la muerte del Papa delante de las telecámaras, luego de tanta agonía a cámara lenta, y global, es que las imágenes y los sonidos del Acontecimiento fueron muy pobres. Bastaba darse una vuelta por las teles españolas, incluso por el satélite italiano, para comprobar que la mayor parte de las cadenas de confesión o tendencia católica (Antena 3, Telecinco y TVE: nuestras únicas teles generalistas, no lo olvidemos cuando hablamos de pluralidad) no estaban preparadas, a pesar del tiempo del que dispusieron, para transmitir en directo la muerte del monarca de la religión que tiene la exclusiva de la muerte. Fue un zapeo muy frustrante, que no estuvo a la altura del Acontecimiento ni de la religión de fondo que domina el paisaje audiovisual español, y que sobre todo demostró lo clónicas que son nuestras tres televisiones.

Los del Ente (con esa monada gélida que es Ana Blanco) no se movieron toda la noche de la plaza de San Pedro, siempre en un mismo plano, y conectaron por teléfono con los obispos españoles sobre un fondo de imágenes procedentes de la RAI italiana. Los de Telecinco, a pesar del monopolio audiovisual italiano de su jefe y propietario, Berlusconi, hicieron prácticamente lo mismo, RAI incluida, limitándose a emitir imágenes y reportajes de archivo, con conexiones telefónicas similares a las de TVE, a base de obispos y del fervor popular y juvenil de la Almudena. Los raros de Antena 3, instalados en la mesa principal del informativo, presidida por un muy seguro Matías Prat, se ve que un tipo con fe, fueron un poco más allá: entrevistaron de nuevo a los obispos y monseñores de guardia, con sus atipladas prosodias, pero para marcar un poquitín las diferencias entrevistaron a Urdaci, (¡Urdaci resurrecto!) a curitas y teólogos con pinta del Opus, y a Paloma Gómez Borrero, siempre en la misma red espiritual y en la misma RAI material.

O sea, que el sábado por la noche nuestras tres cadenas no sólo escamotearon cualquier debate plural, cualquier análisis religioso normal, incluso cualquier periodismo católico militante y mínimamente informado y preocupado (el sucesor de Wojtyla, ¿será también monárquico o habrá un regreso a lo sinodal?, ¿será un Papa mediático o basta ya de telecámaras y liturgias en directo? Españolicemos: ¿ganará el Opus o los jesuitas?), sino que por fin demostraron el misterio de la Santísima Trinidad. Tres cadenas distintas y un sola Red verdadera.

03 Abril 2005

Juan Pablo II, atlante del milenio

José María Martín Patino

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Ha fallecido el papa Karol Wojtyla. Finaliza el segundo pontificado más largo de la historia de la Iglesia: 26 años y medio. Sólo el de Pío IX le superó en seis años (1846-1878). El hecho de que cada uno de estos dos pontificados llenara más de un cuarto de siglo, en el XIX y el XX, los convierte ya de por sí en papados de referencia. Nadie negará a Wojtyla la experiencia personal de las dictaduras nazi y comunista. Desde el solio pontificio pudo además contribuir de forma patente al estruendoso derribo del muro de Berlín. Pío IX tuvo que vivir como prisionero dentro de los muros del Vaticano. Juan Pablo II, en cambio, ostenta el récord mundial de peregrino y mensajero de la paz con más de millón y medio de kilómetros recorridos en los 146 viajes dentro de la península italiana y 104 visitas apostólicas a las comunidades de todos los continentes. Los 3.000 discursos pronunciados en estos encuentros hay que sumarlos a las 14 encíclicas, 14 exhortaciones apostólicas y 40 cartas apostólicas. Hasta las conversaciones espontáneas con los periodistas que solían acompañarle en el avión fueron diseñando su imagen mediática y las dimensiones globalizadoras de sus actuaciones. Su obra hercúlea es comparable con la del Atlante del mito griego. Ha muerto un atleta de la fe católica.

Esta condición itinerante constituye la gran novedad del pontificado. Ningún Papa, en los últimos siglos, ha insistido tanto en la presencia de símbolos dirigidos a toda la humanidad. Derrotado el movimiento comunista como agitador social de masas, Karol Wojtyla se dirige al pensamiento liberal que reduce el fenómeno religioso a un simple hecho subjetivo o privado. La Iglesia posconciliar corría el riesgo de ocultarse en la diáspora. Quiso abrazarla y sostenerla con sus propios brazos, porque sentía la necesidad de hacerla públicamente visible. Identificó su ministerio y su persona con la dimensión universal de la Iglesia. Los términos universal y católica tienen un contenido teológico distinto, aunque en la nueva sociedad mediática aparezcan como equivalentes. Se trataba de dar especial énfasis a los signos religiosos dirigidos al mundo y a la mentalidad de los hombres y mujeres actuales de todas las clases y categorías. De hecho, Wojtyla consiguió una nueva forma de presencia de la Iglesia en el mundo actual y hasta una manera distinta de entenderse directamente con la sociedad, sin pasar por la mediación del Estado, con el que se mostraba tan exigente en la defensa de las libertades y derechos humanos, y muy especialmente con los principios morales católicos de la procreación. Por eso multiplicó su presencia hasta confines increíbles, acercándose a todos y cada uno. Su figura, sus gestos, sus dotes de comunicación con las masas, los encuentros interreligiosos, las grandes concentraciones y la multiplicación de beatificaciones se encadenaban en una serie de acontecimientos que la televisión, la radio y la prensa no podían ignorar. Los medios de comunicación social buscan eventos espectaculares. En el mundo mediático actual todo acontecimiento no puede menos de ser narrado o comunicado al conjunto de la sociedad. El Papa se hizo él mismo noticia.

Los medios fueron sus aliados más poderosos. Las nuevas tecnologías de la comunicación, antes de él poco más que toleradas en la Iglesia, ahora fueron integradas en la misión pastoral del pontífice. Indirectamente, el Papa convocó a los profesionales de los medios para dar plenitud a su proyecto. Quizá buena parte de este éxito se ha debido a su carisma personal. Lo cierto es que Karol Wojtyla introdujo su ministerio y la imagen del Papa en una nueva ágora de dimensiones cósmicas. El tiempo dirá si por esta presencia simbólica de las personas y de las instituciones religiosas se puede recuperar un nuevo estatuto público y si se puede legitimar en la posmodernidad esta nueva presencia real del mensaje religioso. Los medios de comunicación, como principales conductos de la globalización, se han convertido también en factores de legitimación. En este sentido, el Papa hirió al liberalismo en la dovela clave de su arco ideológico: la separación entre religión y sociedad, entre la profesión individual de la fe y la actuación pública de la misma. El cristiano hoy no tiene por qué avergonzarse del evangelio. Y esto tiene que hacerlo públicamente sin desestimar los medios de comunicación.

Este estilo tiene su proyección inevitable en la estructura interna de la Iglesia. El primer efecto visible es de concentración de poder. No pocos lo entenderán como centralización de la organización de la Iglesia, contraria a su naturaleza sinodal, con el consiguiente desequilibrio entre el primado romano y el gobierno colegial de los obispos recomendado por el Concilio. Habrá que tener en cuenta el esfuerzo paralelo que hizo Wojtyla por celebrar los sínodos regionales con la jerarquía de cada región. Tanto la lectura «conservadora» como la «progresista» de esta ubicuidad personal resultan claramente insuficientes. No sería justo tomar de este pontificado sólo un aspecto o una parte del mismo. Fue recibido por los gobiernos de los países como soberano del Estado Vaticano, pero su misión era religiosa. Creía personalmente que los «signos de los tiempos» anunciaban una nueva primavera cristiana, precisamente mientras la secularización, las crisis de fe y el abandono de las prácticas religiosas convertían en minoritarias a las Iglesias de los países tradicionalmente más católicos.

La Iglesia del futuro difícilmente mantendrá la continuidad de Wojtyla, aunque fuera en tono menor. Él mismo exigía que le siguieran con más coraje. No me sorprenden los juicios más opuestos sobre este pontificado que ahora termina. Entre los mismos eclesiólogos e historiadores habrá quienes lo exalten y quienes lo critiquen duramente. En realidad, hasta los más fieles al evangelio se convirtieron en piedra de escándalo para unos o para otros.

Recordamos, con especial emoción, aquel primer grito de su pontificado en la explanada de la basílica de San Pedro en la misa pontifical de su coronación: «¡No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo!». Fue su primer alegato contra el temor que, a su manera de ver, ahogaba la acción apostólica de la Iglesia. Nunca habíamos contemplado a un Papa que, al final de la celebración litúrgica, rompiera el protocolo y se adelantara hasta la primera fila del público enarbolando el crucifijo de su báculo y mostrándolo de forma expresiva a los cientos de miles de personas que allí y a través de la televisión contemplaban con manifiesta curiosidad la imagen del nuevo Papa. Bajo aquellos ademanes latía el desafío por la libertad de la Iglesia y del evangelio.

En las celebraciones académicas de las bodas de plata pontificales, septiembre y octubre de 2003, sorprendió que los cardenales encargados de presentar las actuaciones y palabras más sobresalientes del pontífice no se refirieran a la cuestión del perdón, más de 100 veces implorado en los discursos de Juan Pablo II. Luego aprovechó el mismo Papa la homilía de la misa jubilar del día 16 para concluir con una invocación al perdón por el mal que pudiera haber causado con su ejemplo. Él mismo tuvo que destacar el otro rasgo más sobresaliente de su pontificado. El historiador Alberto Monticone, durante seis años presidente nacional de la Acción Católica Italiana, que trató personalmente a Juan Pablo II, llega a afirmar que «en la petición de perdón a todos reside la última clave de los viajes de Juan Pablo II». Aleccionado por el Concilio y por el ejemplo de sus antecesores los papas Juan y Pablo, Wojtyla vio en el jubileo del tercer milenio la gran ocasión para entonar un mea culpa histórico que, al menos en parte, descargara a la Iglesia del peso de los muertos y la liberara de la prisión del pasado.

Ya en 1978 sorprendió su convicción profunda de que Dios le había encomendado preparar e introducir a la Iglesia en el tercer milenio. Hablaba de su pontificado como tiempo del adviento, de esperanza en ese gran acontecimiento del que le separaban 22 años. Nos enteramos después de que Wojtyla confió a su amigo íntimo el cardenal de Varsovia, Wyszynski, en cuanto fue elegido Papa, el sentimiento profundo recibido de Dios: «Tú debes llevar la Iglesia en el tercer milenio. Y él quiere que entre menos gravada por el peso de la historia, más reconciliada con el resto de las comunidades cristianas, con lazos de amistad con todas las religiones y con todos los hombres de buena voluntad». Wojtyla provenía del sector eclesial valiente y resistente al marxismo sin las claudicaciones que habían tenido, por ejemplo, ciertos obispos húngaros. Aportaba la nueva experiencia eslava y era reconocido políglota. Su buena salud alejaba el espectro de una muerte fulminante que había traumatizado a los electores del papa Luciani.

Para conseguir el perdón puso en marcha novedades sorprendentes: comenzar él mismo en nombre de la comunidad católica a reconocer los errores cometidos por los hijos de la Iglesia en tiempos pasados, visitando las comunidades que en otros tiempos sufrieron violencia por culpa de la Iglesia, tales como la comunidad judía, los cristianos separados, las víctimas de la trata de negros y de la Inquisición, etcétera. Se reunió más de 40 veces con los indígenas de América y con los nativos de todos los continentes y cinco veces reconoció expresamente las injusticias que los cristianos cometieron con ellos. Se da cuenta de que la frontera con el islam continúa siendo la más difícil. A pesar de la ausencia de respuestas, él lanza tres mensajes: cristianos y musulmanes son hermanos del mismo Padre; ambos deben superar el pasado de guerra que nos separa; esto sólo puede conseguirse a través del mutuo perdón. Rehabilita, en cierto modo, la figura de Lutero cuando en Paderborn dice: «Hoy, 450 años después de la muerte de Martín Lutero, el tiempo transcurrido nos permite comprender mejor a la persona y la obra del reformador alemán y ser más justos con él». En tres ocasiones se refirió a los «errores» de la Inquisición y en una de ellas habló claramente de los «métodos de intolerancia e incluso de violencia». Precisamente esta cuestión histórica le afectaba de manera especial y pidió a la comisión teológico-histórica del Comité del Gran Jubileo que organizara dos congresos internacionales sobre la verdad histórica y teológica de aquellos tribunales (1999).

Ya en noviembre de 1994 publicó la encíclica Ante el tercer milenio, en la que pide a la Iglesia que «asuma, con una conciencia más viva, el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del Espíritu de Cristo y de su evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo. Es bueno que la Iglesia dé este paso con la clara conciencia de lo que ha vivido en el curso de los últimos 10 siglos. No puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a su hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes» (n. 33).

El estudio La Iglesia y las culpas del pasado fue propuesto a la Comisión Teológica Internacional de parte de su presidente, el cardenal Ratzinger, con vistas a las exigencias del Jubileo del año 2000. Dicha Comisión celebró sesiones en 1998 y 1999; fruto de las mismas fue un extenso documento que desarrolla el proceso necesario de lo que el Papa llama, en la Bula de Jubileo, purificación de la memoria. «Consiste en el proceso orientado a liberar la conciencia personal y común de todas las formas de resentimiento o de violencia que la herencia de culpas del pasado puede habernos dejado, mediante una valoración renovada histórica y teológica, de los acontecimientos implicados, que conduzca, si resultara justo, a un reconocimiento correspondiente de la culpa y contribuya a un camino real de reconciliación».

Las comunidades de creyentes en todos los continentes son los verdaderos santuarios de la fe cristiana a los que peregrinó el papa Wojtyla y sobre los que consiguió centrar la atención del mundo moderno. Buscaba para la Iglesia una forma nueva de presencia. En los países avanzados de más profunda tradición religiosa, la cultura católica ha perdido peso en la opinión pública. Incluso el magisterio eclesiástico ha sufrido un duro golpe en su autoridad moral. Las comunidades de fe pueden ser minoritarias, pero no marginales. La sal y la luz son imprescindibles para la vida. Por otra parte, emergen con fuerza en la memoria colectiva los errores del pasado. Con este magisterio itinerante, el Papa trataba de purificar esa memoria y pedía perdón. Así abría el camino al diálogo y la reconciliación, imprescindibles para la nueva evangelización. A esta revisión sometió su mismo ministerio petrino y no dudó en pedir perdón para él y para sus antecesores (Ut unum sint, 1995).

Buena y urgente lección para los españoles, a quienes nos horroriza pensar en nuestro pasado religioso reciente. Buscamos la reconciliación y el diálogo, pero no acabamos de enfrentarnos con las culpas de nuestro pasado. Purificar nuestra propia memoria colectiva sería el mejor homenaje a Juan Pablo II de los católicos españoles.

04 Abril 2005

La política exterior de Juan Pablo II

Miguel Ángel Moratinos

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Lo primero que se percibe al valorar en su conjunto la política exterior de Juan Pablo II es una desbordante actividad y un profundo compromiso ético. Al comienzo del Pontificado, la Santa Sede mantenía relaciones diplomáticas con 90 Estados y hoy lo hace con 174, casi el doble, y con todas las principales organizaciones internacionales. El Papa ha realizado 104 viajes oficiales en los que ha visitado 130 países y ha recibido en el Vaticano a 737 jefes de Estado y 245 Primeros Ministros.

También destaca la rara coincidencia de que un largo Papado (el tercero más largo de la historia de la Iglesia, tras los de Pío IX y, se supone, San Pedro) haya abarcado un periodo de profundo cambio de horizonte histórico en su totalidad. Basta recordar lo distinto que es ahora el mundo globalizado a como lo era en 1978, en pleno «sistema de bloques», en el que, además, términos como Internet o CNN hubieran resultado todavía ininteligibles. La política exterior de Juan Pablo II ha conseguido guiar a la Iglesia con dos significativas señas de identidad: la paz y la defensa de la justicia social.

La política exterior de Juan Pablo II ha aspirado a recuperar esa «primacía moral», especialmente en el ámbito de la diplomacia multilateral, prefiriendo mantener en Naciones Unidas y en otras organizaciones internacionales un estatuto de observador reforzado, que le permitiera inspirar la política internacional e influir a largo plazo en los procesos de cambio histórico, evitando, en lo posible, confrontaciones directas con los Estados.

En consecuencia, la Santa Sede ha venido abogando por un reforzamiento de Naciones Unidas y por la reforma del Consejo de Seguridad, aspirando ante todo a la «refundación» del Derecho y de las relaciones internacionales sobre la base del Derecho Natural y no sólo sobre las Declaraciones Universales de Derechos, que Juan Pablo II ha considerado más aleatorias y mutables.

El constante apoyo a un mundo en paz y más justo ha encontrado reflejo en respaldos a iniciativas como la del presidente Lula contra el hambre y la pobreza o la española de la alianza entre civilizaciones.

Este recurso al Derecho Natural ha sido la base de las posiciones adoptadas por la Santa Sede en materia de bioética y de defensa de la vida; así como en favor del arreglo pacífico de las controversias internacionales, rechazando el concepto de «guerra preventiva». Esto no ha implicado de ningún modo un pacifismo a ultranza; no hay que olvidar que fue el propio Juan Pablo II el principal impulsor del concepto de «intervención humanitaria» cuando se supo lo ocurrido en Srebrenica.

El segundo gran pilar de la política exterior de Juan Pablo II ha sido Europa. Se dice que en cierta ocasión, paseando por los jardines vaticanos, un cardenal prolongaba más de lo prudente al Pontífice una exposición sobre los males que aquejan al mundo. Juan Pablo II le habría cogido del brazo y le habría dicho: «Eminencia, ¡Europa, Europa, Europa!».

En ese sentido, su preocupación por el devenir de Europa constituye una de las características más genuinamente específicas de la política exterior de este Papado. Es más, parece que la elección de Juan Pablo II se hizo en gran parte para realizar este programa diseñado por el primado de Polonia, Cardenal Wyschinski, y el arzobispo de Viena, Cardenal König, que suponía un salto cualitativo respecto a la defensa de la «Iglesia del silencio» de Pablo VI o la Ostpolitik del Cardenal Casaroli, y cuyos resultados se han visto en la caída del Muro de Berlín.

El último «acto» de este programa ha sido la insistencia con la que Juan Pablo II ha abogado por la inclusión del término «raíces cristianas» en la redacción de la Constitución Europea. En este asunto se ha vuelto a demostrar una vez más que el mantenimiento de los principios y la flexibilidad no han estado nunca reñidos en la política exterior de Juan Pablo II. En su último gran discurso público, el que tuvo lugar ante el Cuerpo Diplomático ante la Santa Sede el pasado enero, el Pontífice se refirió muy elogiosamente a la Constitución para Europa que por entonces ya había sido firmada en Roma.

El que Juan Pablo II haya gobernado la Iglesia desde Europa no ha significado en absoluto un abandono de otras áreas geográficas, en particular de Iberoamérica. Al final del Pontificado, América supone casi el 50% de los 1.100 millones de católicos y es donde el Pontífice ha realizado mayor número de viajes apostólicos. La política exterior de Juan Pablo II ha considerado el hemisferio como un conjunto, gracias a la estrecha cooperación existente entre la Conferencia Episcopal de Estados Unidos y las restantes iberoamericanas. América es donde la Iglesia presenta mayor crecimiento y vitalidad.

La tercera gran prioridad de la política exterior de Juan Pablo II ha sido el desarrollo del Ecumenismo con las demás religiones monoteístas, con especial énfasis, sobre todo al final del Papado, en la relación con el Islam.

La relación con la Iglesia rusa ha constituido el centro de la estrategia ante el mundo ortodoxo. Una de las pocas frustraciones de Juan Pablo II ha sido no haber podido realizar una visita apostólica a Moscú. Ante la Iglesia Ortodoxa rusa, la Santa Sede ha mantenido un «activismo prudente». La Santa Sede percibe como notable dificultad en la relación mutua el que la Iglesia Ortodoxa en Rusia no haya pasado por un proceso de modernización como lo ha hecho la Católica con el Concilio Vaticano II y muestre además grandes recelos e, incluso, temor ante la vocación y el potencial evangelizador de la Iglesia Católica, que contrasta con la posición tradicionalmente mucho más introspectiva de las Iglesias ortodoxas. El gran logro de Juan Pablo II ha sido, sin embargo, conseguir instituir y mantener un diálogo con Moscú. La prudente posición de la diplomacia vaticana en la reciente crisis en Ucrania pretendía, entre otras cosas, no estropear lo ya conseguido.

La Iglesia anglicana sí es para la Santa Sede una Iglesia moderna, y en este sentido el diálogo ha resultado más fácil, a pesar de que hayan surgido diferencias teológicas graves, sobre todo en lo referente al papel de la mujer en la Iglesia y en la aceptación de la homosexualidad. Juan Pablo II ha asentado una buena relación del entendimiento ecuménico entre las dos Iglesias.

Se han producido también intentos de aproximación hacia la religión judía, habiendo pedido Juan Pablo II perdón públicamente por actuaciones anteriores, pero sin renunciar a una posición independiente ante el conflicto israelo-palestino. La Santa Sede mantiene una gran capacidad de «capilarización» en Oriente Medio, donde, además de la paz, el objetivo fundamental es la defensa de las minorías cristianas, especialmente en Líbano e Irak, y la presencia cristiana en los Santos Lugares.

Dentro de esta política ecuménica, la relación con el Islam ha tenido una importancia fundamental en la última fase del Papado. La ausencia de una jerarquía islámica ha dificultado encontrar interlocutores válidos. Aquí es donde se habría podido apreciar cierta falta de homogeneidad en el interior de la diplomacia vaticana, entre aquellos que abogan por una posición «asertiva» y los que abogan por una política de acercamiento a largo plazo. Quizás este último grupo sea el que esté poco a poco adquiriendo más peso, como se está viendo por ejemplo en la progresiva evolución de la posición de la Santa Sede ante el eventual ingreso de Turquía en la Unión Europea.

Sin embargo, los éxitos de la política exterior de Juan Pablo II no hubieran sido posibles si no se hubiera contado con un grupo muy reducido de funcionarios (algo más de 2.000 en todo el Vaticano), cuya procedencia es, sin embargo, global y cuya organización interna es esencialmente meritocrática. Juan Pablo II ha sabido crear sin que se note un equipo muy homogéneo, especialmente en la Secretaría de Estado, altamente cualificado, proveniente de la escuela del Cardenal Casaroli (de ellos, un número considerable son bien conocidos españoles). Aquí se ha visto una vez más el sentido eminentemente práctico del Pontífice, consciente de que las buenas ideas poco valen si no se tiene el equipo humano para realizarlas.

La gran virtud de la política exterior de Juan Pablo II ha sido por lo tanto saber interpretar un periodo de radical cambio de horizonte histórico y haber sabido seleccionar un conjunto reducido pero esencial de prioridades para dejar a la Iglesia lo mejor orientada posible ante el nuevo mundo emergente del siglo XXI.

05 Abril 2005

El Papa estrella

Josep Ramoneda

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Ha muerto una estrella. La gran novedad de Juan Pablo II como Papa ha sido que asumió las reglas de la sociedad espectáculo con la naturalidad de un verdadero actor. Nada de lo mediático le era ajeno. Y mientras fue dueño de su cuerpo, con la espontaneidad del que ha nacido para la pantalla, no dejó un solo gesto, una sola pose al azar. Buscó siempre la máxima optimización posible en la relación entre el mensaje y el medio. E hizo de sus viajes un acontecimiento más de la cultura espectáculo, en los que él jugaba el papel estelar. Siempre recordaré sus pasos sobre el escenario del campo del Barcelona en su primer viaje a España: ni Marlon Brando en el Julio César de Mankiewicz. El problema de los medios es que cuando uno se acostumbra a vivir en ellos es muy difícil romper el hábito. Y se acaba siendo esclavo del propio narcisismo. Probablemente nunca sabremos si fue del propio Papa o del entorno la obsesión por mantenerle en escena aun en su manifiesta degradación física e intelectual.

Hasta tal punto era un hombre de los medios de comunicación que daba la impresión de que temía desaparecer si dejaba de frecuentarlos, conforme a esta ley de la sociedad de la imagen según la cual lo que no sale en la tele, no existe. Parece como si dejar de mostrarse en público hubiese sido, para el Papa, equivalente a la jubilación. Y que, por tanto, habría resuelto el dilema entre renunciar o no renunciar a su cargo por la vía de mantenerse presente en los medios, es decir, vivo para la cultura de hoy. Y así ha sido hasta el último momento, hasta su última aparición, forzada hasta la extenuación, en que ni siquiera consiguió articular las palabras que quería decir.

En este cambio de milenio se está en los medios audiovisuales o no se existe. Juan Pablo II lo tuvo claro y jugó esta carta desde el principio hasta el final. Entendió el desafío de la globalización y creyó que sólo estando presente en todos los puntos del planeta podía contrarrestar sus efectos. Algunos expertos dudaban de que tan alto grado de exposición en los medios fuera compatible con el halo misterioso propio del poder carismático. Juan Pablo II escogió un motivo principal para su presencia: el viaje. El viaje es omnipresencia y universalidad. Dos atributos muy ligados al poder que él representaba.

La visibilidad del Papa, sin precedentes en la historia del papado, no fue en ningún momento acompañada de una mayor transparencia del poder eclesiástico. El misterio siguió rodeando el mundo de la ciudad del Vaticano y, no sólo eso, la cara oculta de la Iglesia fue, durante este mandato, noticia en repetidas ocasiones por cuestiones de dinero -caso Marcinkus- o de sexo -casos de los prelados pederastas en Estados Unidos-, es decir, del territorio de las cosas sucias, según el puritanismo eclesial. Éstos y otros casos quedaron, a pesar de las denuncias, en el terreno de la tradicional opacidad vaticana, sin muestras de especial sensibilidad por las víctimas o por los perjudicados. Una estrella en la cima de un poder nada transparente, que tiene en el misterio la materia prima de su trabajo. Sin duda, los medios de comunicación han recompensado sobradamente a Juan Pablo II la pasión que tuvo por ellos. El abrumador despliegue de estos días ha sido en este sentido un homenaje de los medios a uno de los suyos.

Esta transferencia de ida y vuelta entre el poder carismático y el carisma de los medios ha forjado sin duda la imagen de este papado. Y en este sentido ha sido rupturista. Veremos estos días si ha dejado a la Iglesia preparada para afrontar por primera vez un cónclave con la CNN e Internet retransmitiendo en directo. En materia de poder carismático hay que saber con mucha precisión qué velos pueden levantarse y qué velos no pueden tocarse. Juan Pablo II tenía esta habilidad. Naturalmente, la imagen acuñada por la relación entre el Papa y los medios condiciona sensiblemente los análisis de su papado. Y ha generado un número de tópicos que no siempre resisten una lectura detenida.

Dicen que ha sido el Papa de los jóvenes, pero parece confundirse a algunos miles de alegres muchachos que se han congregado en torno suyo en sus viajes con la juventud en general. Los datos, por lo menos en Europa y en países tan presuntamente católicos como España, indican más bien lo contrario: la práctica religiosa de los jóvenes cae sin cesar, las vocaciones que deben alimentar a la Iglesia de cuadros brillan por su ausencia, los seminarios están vacíos o cerrados.

Dicen que ha sido un Papa de profunda preocupación social, hasta el punto de que algunos le han tachado de anticapitalista. Sus críticas a los excesos del neoliberalismo o sus denuncias de la pobreza casan mal con el bloqueo doctrinal con que respondía a problemas y peticiones concretas, como, por ejemplo, el uso de anticonceptivos para evitar la explosión demográfica en determinados países, o del preservativo para luchar contra el sida.

Dicen que ha devuelto visibilidad a la Iglesia, pero esta imagen no le ha impedido perder autoridad moral en el Primer Mundo, donde la Iglesia intenta inútilmente impedir reformas legislativas que van contra sus intocables principios doctrinales, y no le ha impedido tener que vivir una dura batalla con otras confesiones religiosas en el Tercer Mundo.

Dicen que ha sido el Papa que ha abierto los brazos a las otras religiones, y algunos de sus gestos mediáticos corroboran la idea, pero se olvida fácilmente su rigor dogmático que, en regresión respecto de la doctrina de sus antecesores Juan XXIII y Pablo VI, niega que fuera de la religión católica haya salvación.

Las posiciones de Juan Pablo II en materia de costumbres podrían situarle como precursor de la revolución conservadora que está triunfando en los Estados Unidos y busca expandirse también por Europa. Su oposición a las guerras americanas de los últimos años le ha ganado simpatías entre sectores ideológicos de la izquierda, que estos días se aprestan a reconocérselas. Pero no parece claro que después del Papa-espectáculo la Iglesia sea más fuerte que hace veintiséis años, cuando él tomó la dirección. En cualquier caso, las autoridades eclesiásticas son las mejor preparadas para saberlo -ellas saben de los flujos de vocaciones, de adhesiones, de influencia y de dineros-. Y aunque no nos dirán su valoración real, algo se podrá intuir después del cónclave. La personalidad del nuevo Papa y algunas filtraciones de la reunión permitirán ver si los señores cardenales creen que el camino emprendido por Juan Pablo II era el adecuado o deciden proseguir por rumbos distintos.El Papa ha leído la globalización como una oportunidad de volver a estrechar la relación entre religión y política. Y, en este sentido, el primero de sus herederos ha sido uno de sus grandes rivales: George W. Bush, con el que tuvo muchos puntos de fricción. Pero Bush ha hecho lo que el Papa soñaba: promover el uso político de la religión, y utilizarla como fuente de legitimidad, en un proceso de restauración conservadora.

La gran aportación de Juan Pablo II fue su contribución a la caída de los regímenes de tipo soviético. Su nombramiento fue a la vez signo y catalizador. Signo de que quizás alguna cosa iba a cambiar en el Este, confirmando además la mayor eficacia de los sistemas de información de la Iglesia que de los servicios de inteligencia occidentales. Y catalizador de estos mismos cambios, a partir de su experiencia de resistente en Cracovia. En esta ciudad, el régimen comunista construyó Nueva Huta, un complejo integrado de industria y habitación para doscientas mil personas, pensado como ciudad ideal del proletariado para compensar la composición social de Cracovia, considerada demasiado burguesa. Hoy la plaza principal de Nueva Huta se llama Ronald Reagan, y la gran avenida, Juan Pablo II. De este gran giro de la historia sí fue protagonista Juan Pablo II, el Papa estrella.

06 Abril 2005

Los que no lloraron a Juan Pablo II

Miguel Ángel Bastenier

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Pocas o ninguna personalidad mundial podía suscitar el maremoto de oración fúnebre y respeto de la desaparición de Juan Pablo II, y no sólo entre católicos, ex católicos, y poscatólicos, sino en todo el mundo. Pero, por sincero que haya sido el tributo, ni siquiera Karol Wojtyla hace la unanimidad. Sus críticos callan, pero ahí andan.

Los grandes damnificados de su pontificado parece que deberían ser los comunistas ortodoxos, aquellos que se han quedado literalmente sin parroquia; pero no es entre ellos donde hay que buscar las pulsiones más gravemente contrarias, por la sencilla razón de que ya casi no hay comunistas. La gran mayoría de los apparatchik que vivía del negocio, más quienes honradamente les siguieran, han fundado nuevos partidos, se han corrido hacia la socialdemocracia, o aún más a la derecha. En el comunismo que queda, aún menos cabe buscar a sus verdaderos críticos, porque China y Corea del Norte miran los fastos mortuorios más con curiosidad que frunciendo el ceño; y, por fin, en el comunismo que aún se jacta de serlo, Cuba, reina la gratitud por el viaje papal a la isla en 1998, y las repetidas declaraciones del Pontífice contra el embargo norteamericano. Fidel Castro lamenta la muerte del Papa polaco. ¿Quién, entonces, no lo ha sentido tanto?

En primer lugar, hay que mirar dentro de otras expresiones de la propia fe cristiana. Parece improbable que la línea más extrema del protestantismo sectario, el que viene de secta, y no de Iglesias como la luterana o la anglicana, haya derramado amargas lágrimas. Ése es el protestantismo que lleva el peso del combate por convertir a América Latina. The New York Times publicaba hace unos años que cada 24 horas se hacían protestantes unos 8.000 latinoamericanos, y especulaba con el día en que ese mundo, que durante la mayor parte del siglo XX había sido la mejor cantera de la Iglesia, dejara de ser mayoritariamente católico. Y no parece que pudieran amar demasiado al Papa las mismas confesiones que trataban de arrebatarle su feligresía, amén de otros escarnios como debatir si el catolicismo forma parte o no del mundo cristiano. Tampoco, de otro lado, debiera de haber grandes reservas de aprecio en sectores de la ortodoxia rusa, como el patriarcado de Moscú, donde Alexéi II impidió una y otra vez a Juan Pablo II que visitara Rusia, por temor a su cuajo proselitista.

En segundo lugar, lo político. Difícilmente, los neoconservadores norteamericanos pueden haber celebrado sin reservas la obra completa del Papa, por la rotundidad con que éste condenó su gran proyecto, la guerra de Irak, de la misma forma que antes había anatematizado el cerco de La Habana. E, igualmente, el sionismo radical, el de los colonos que no quieren abandonar ni un palmo de la tierra ocupada, tampoco podían tener una gran opinión de Juan Pablo II, al que veían como un enemigo objetivo por su apoyo a la causa palestina y a la internacionalización de Jerusalén, que una resolución de la ONU declaró corpus separátum.

Finalmente, entre los movimientos se halla el terrorismo internacional, representado por Al Qaeda, la organización de Osama Bin Laden, que mal puede valorar la labor papal, por todo su acercamiento y comprensión del judaísmo, lo que, justamente, reconoce el Gobierno de Jerusalén. Y junto a esa fuerza, otro colectivo que parapeta su racismo en partidos legales, de corte neonazi o fascista, muy aficionados a considerarse como Frentes, que supuran sus más arraigadas creencias con la negación de las cámaras de gas, la admiración por Hitler o la nostalgia de los caudillos criminales. No por azar ese personal es tan antiárabe como antijudío, y es natural que esos antisemitas sientan especial aversión al Papa, porque siendo, al menos en Europa del sur, un número no menor de sus adeptos católicos activos, se han sentido con frecuencia traicionados por un Padre al que muchos creen Santo.

07 Abril 2005

Oremos

Maruja Torres

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Quede constancia de las proclamas y gritos de adhesión, previos a todo desahogo: mi respeto a los creyentes, a su dolor y, sobre todo, mi rendida fascinación ante la capacidad que el Vaticano posterior a Fellini sigue teniendo para montar un espectáculo de fuste (Cecil B. de Mille también e, inevitablemente, Coppola; cientos de machos o varones, con faldas carmesíes y elegantes tocados, en escena, sin truco digital), y por el olfato que las masas han desarrollado para detectar el reality show de estos tiempos por antonomasia, del que son a la vez objetivo y parte. Me rindo ante la fusión del poder terrenal y el querer espiritual, o viceversa.

Dicho lo cual, oremos.

Contra los ciegos embates multitudinarios de la emoción única, contra la excitación masiva, contra la irracionalidad sentimentaloide que preside lo mismo comitivas de homenaje que linchamientos, oremos. Vivan los médicos de Leganés.

Contra la obscena exhibición del sufrimiento y del sacrificio, contra el mantenimiento de la respiración a toda costa y por todos los medios, contra el rechazo a los paliativos del dolor que hasta la ley regula, oremos. Vivan los médicos de Leganés.

Contra los intentos de borrar la herencia del laicismo en este mundo, y dado que este mundo es lo único de que disponemos los laicos; contra la sobrevaloración de la bondad dispensada a cambio del reino de los cielos, por encima de la solidaridad humana pura y simple, oremos. Vivan los médicos de Leganés.

Contra las prohibiciones de preservativos que, en las zonas más vulnerables, convierten la enfermedad del sida en una verdadera pandemia, contra la natalidad desbordada y la maternidad irresponsable, contra la ceguera con que los adolescentes son lanzados a una castidad sin fisuras que les aboca a una sexualidad indefensa, oremos. Vivan los médicos de Leganés.

Contra las cazas de brujas, los intentos de regresar a la oscuridad medieval, la sumisión de la mujer, la eterna vara de castigo elevada sobre la alegre realización genital, oremos. Vivan los médicos de Leganés.

Contra la falta de caridad encubierta por los alardes escenográficos y las avalanchas de piedad turística, recojámonos y oremos. Y que vivan los médicos de Leganés.