5 marzo 2013

Aunque la Constitución establecía que al presidente le reemplazara el Presidente de la Asamblea, por expreso deseo del fallecido el nuevo presidente será el hasta ahora vicepresidente Nicolás Maduro

Muere el Presidente de Venezuela, comandante Hugo Chávez, poco después de haber sido reelegido, pero antes de tomar posesión

Hechos

El 5.03.2013 falleció el presidente de Venezuela, Comandante Hugo Chávez Frías.

Lecturas

El 5 de marzo de 2013 muere oficialmente el presidente de Venezuela, comandante Hugo Chávez Frías. Su muerte es anunciada por el vicepresidente, Nicolás Maduro, que denuncie la posibilidad de que el cáncer del que fue víctima le fuera inoculado por agentes extranjeros. Sin Chávez, las caras visibles del régimen son Nicolás Maduro, la persona llamada a sucederle, y Diosdado Cabello, el presidente de la Asamblea Nacional.

Chávez ha presidido Venezuela desde que ganó las elecciones de 1998, cambiando la constitución y convirtiéndo el país en una ‘República Bolivariana’. Para sus partidarios es un héroe que salvo a su país de la pobreza, para sus detractores ha sido un dictador que ha gobernado ejerciendo la represión, permitiendo la corrupción y el desabastecimiento de su país y recurriendo al fraude electoral.

Hugo Chávez había sido reelegido presidente de Venezuela en las elecciones presidenciales del 7 de octubre de 2012 frente al candidato opositor Henrique Capriles, cuando ya había muchas especulaciones sobre su estado de salud. Ahora, de acuerdo a la legalidad vigente en Venezuela, deberán convocarse en el plazo de 30 días nuevas elecciones presidenciales.

muerevene2013

DEBATES SOBRE LA MUERTE DE CHÁVEZ EN ‘AL ROJO VIVO’ (LA SEXTA)

D. Juan Carlos Monedero, profesor universitario en Madrid y asesor del Gobierno del Sr. Chávez, debatió en el programa ‘Al Rojo Vivo’ de LA SEXTA con los periodistas D. Jon Müller (EL MUNDO, de origen venezolano) y D. Ramón Pérez Maura (ABC) sobre la figura del presidente fallecido.

06 Marzo 2013

Nació golpista, murió dictador

Ramón Pérez Maura

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Nunca sabremos cuándo murió: no hay testimonio que pueda avalar el dato con credibilidad
Cuando el 4 de febrero de 1992 Hugo Chávez puso en marcha su primer intento de golpe de Estado, nacía una nueva figura política de proyección continental. Un militar golpista en torno al cual giraría la política latinoamericana de los siguiente veinte años. La historia es conocida y no perderé palabras en perfilar su carrera en el poder. Pero sí quiero resaltar, como todos sabemos, que como en política ya está casi todo inventado el resultado de aquella epopeya golpista ha sido el que era previsible: la ruina económica de Venezuela y el asentamiento de una dictadura que ahora va a organizar unas honras fúnebres cual corresponde al padre de cualquier revolución victoriosa -que no triunfante.
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El mundo ha permanecido impasible durante los últimos dos meses mientras el entorno de Chávez violaba flagrantemente la Constitución, cuyos artículos relativos a la sucesión presidencial tienen ya el mismo valor que nuestras tradicionales «Páginas Amarillas» de Telefónica para un joven de 15 años. En medio de ese golpe de Estado en el que ha asumido el poder una camarilla a la que ningún gobierno occidental le ha afeado la conducta -empezando por España- hemos asistido a un fabuloso ejercicio de funambulismo político en el que no se ha aportado ninguna prueba de si Chávez estaba vivo o muerto y, ni siquiera de en qué punto del planeta se encontraba. En puridad, nunca sabremos cuándo murió porque ya no hay testimonio que pueda avalar el dato con credibilidad. Ni falta que hace, pensarán los suyos. Porque en las dictaduras como las de los Kim en Corea del Norte o en el felizmente difunto régimen soviético, uno no se moría el día que la madre naturaleza decidía que así ocurriese. Uno se moría y muere, en el caso Coreano y ahora en el Venezolano, el día que le viene bien al partido. Y a continuación se saca a las masas lacrimógenas a llorar a la calle a que se pregunten qué va a ser de ellos sin el padrecito. Y lo más increíble es que habrá demócratas que guardarán alguna palabra de loa para el tirano. Y es que no paramos de mejorar.

06 Marzo 2013

¿Gorila rojo o aprendiz de Mussolini?

César Vidal

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Cuando Hugo Chávez llegó al poder de manera, como mínimo, heterodoxa, pocos pensaron que podría durar y mucho menos extender su influencia por todo el subcontinente. Sin embargo, ésa ha sido la innegable e inquietante realidad. Resulta obvio que Chávez no es un pensador sofisticado ni un gran teórico de la política. También es indiscutible que no ha traído prosperidad ni justicia a los venezolanos, pero poco puede negarse su repercusión. Las claves de su éxito son, para el que se acerque al tema con objetividad, claramente identificables. En primer lugar, Chávez ha sabido utilizar las raíces nacionales – quizás más supuestas que reales, pero, en cualquier caso, nacionales– de su revolución. Lejos de tomar su punto de referencia en el comunismo soviético o chino, Chávez pretendió entroncar con un Bolívar mítico que no se parece, precisamente, a lo que él ha llevado a cabo, pero que constituye un magnífico mantra para millones de hispanoamericanos. Venezuela no daba, en teoría, un salto en el vacío sino que se conectaba con lo más sugestivo de su historia nacional. Partiendo de ese nacionalismo, disparó una agresividad nada oculta hacia los Estados Unidos –la nación enemiga por excelencia siquiera por su éxito– hacia el Occidente democrático, incluyendo de manera muy señalada a España, y hacia el capitalismo. En segundo lugar, Chávez intentó establecer un tipo nebuloso de socialismo que no es el soviético ni el cubano y que recuerda no poco al corporativismo propio del fascismo italiano. A fin de cuentas, en los años treinta, la nación más intervenida económicamente después de la URSS era la Italia fascista. Hasta ahí la carga ideológica que es, fundamentalmente y por más que se niegue, fascismo en estado casi puro al buscar la fusión de nacionalismo y socialismo y al no eliminar drásticamente ni la iglesia católica –con la que se llega a acuerdos puntuales beneficiosos para ambas partes– ni el capitalismo que proporciona puestos para los partidarios. También dentro del más puro estilo fascista, Chávez ha ido erosionando desde dentro las instituciones del estado para implantar una dictadura que niega con la boca pequeña la calidad de tal siquiera porque permite las elecciones. Chávez ha ido cambiando la ley electoral, la composición del legislativo y el perfil de la judicatura, exactamente igual que Mussolini durante los años veinte. En una sociedad más mediática que la italiana, Chávez captó desde un principio que podía ganar elecciones si previamente controlaba los medios de comunicación. Torrijos o Felipe González no lo habrían hecho mejor. Pero junto a la formación de una nueva ideología –que algunos llaman populismo y que no es sino neo-fascismo sui generis que reniega de sus orígenes de la misma manera que los antisemitas de hoy dicen que sólo son anti-sionistas– y la reestructuración institucional, Chávez ha sabido aprovechar otros factores. En primer lugar, ha retomado la solidaridad hacia aquellos que pueden orbitar en una manera de pensamiento similar siquiera porque tienen fobias comunes. Igual que Mussolini pagaba una pensión a José Antonio Primo de Rivera y respaldaba a movimientos semejantes al suyo en Europa, Chávez ha repartido generosamente los frutos del petróleo entre sus camaradas de hoy desde el Ecuador a la Argentina, desde Bolivia a la Argentina. En segundo lugar, Chávez ha intentado también estrechar lazos con todos aquellos que repudian el sistema democrático occidental y el capitalismo, sin el que éste no podría subsistir. Igual que Hitler supo que era obligado tender la mano a un Mussolini condenado por la Sociedad de naciones por invadir Abisinia, Chávez ha extendido su radio de acción hasta respaldar a un Irán islamista que, despreciando la acción de la ONU, camina inexorablemente hacia la posesión de armamento nuclear. Basto, boquirroto, histriónico, incluso ridículo, Chávez ha sido causa de estupor durante décadas para los que aman la libertad. La cuestión ahora es saber si su legado trascenderá su muerte o, como en el caso de otros dirigentes de signo fascista, no podrá sobrevivirlo durante mucho tiempo.

06 Marzo 2013

El cuartelero que robó el sable de Bolívar

Martín Prieto

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El ex-presidente argentino Raúl Ricardo Alfonsín obtuvo una elección histórica derrotando al peronismo por mayoría a bsoluta y, prácticamente, abrevió unos meses su mandato a favor del indecible justicialista Carlos Saúl Menem, caudillo de La Rioja y valedor patilludo de la desaparecida Isabelita Perón, ante una hiperinflación en que un billete de un millón de pesos se utilizaba para higienizarse en los bares, y un golpe de estado económico en el que se conjuntaron las dos uniones generales del Trabajo peronistas y la oligarquía agrícola-ganadera sumada a la financista. Alfonsín era un radical, un hijo de Hipólito Yrigoyen, seguidor del krausismo pasado por España, un educador y hasta un higienista dado a masificar la cultura y a introducir la moral y las buenas costumbres en la política de su país. Tras las atrocidades de la última dictadura militar, resultaba obvio que se alzaría con el triunfo en un país ahíto de barbarie, pero nunca alcanzó el poder sobre una sociedad dada al agio y a la perversidad tras décadas de infamia. Venía de Harvard y quiso pasar por Madrid para ver a los amigos. Nos reunimos una noche en el apartamento del psiquiatra y agregado cultural argentino Patxo O’Donell junto al presidente del Club de Roma, Ricardo Díaz Hochtleiner, mi doctora y yo. «En Harvard –nos decía– dan unos interesantísimos cursos para ex presidentes latinoamericanos, que ya podían dárnoslos antes del mandato. Han clausurado la Escuela de las Américas en Panamá, donde formaban a los gorilas de uniforme, y el Departamento de Estado ha arrumbado la «Doctrina de la Seguridad Nacional» que propugnaba las dictaduras militares del Cono Sur contra la insurgencia de izquierda. Ya ni dan clases de tortura, y propugnan el reconocimiento de las democracias libremente electas. De algo me avisaron: el próximo golpe militar se dará en Venezuela. «Quedamos atónitos. Todos sabemos que es más fácil que una venezolana muera de cáncer de próstata a que uno de sus militares caiga en combate. Pero no contábamos con el factor Carlos Andrés Pérez (CAP), socialdemocráta, íntimo de Felipe González y artífice de una suerte de GAL dedicado a asesinar opositores que denunciaban su saqueo de la nación. El ex-juez Baltasar Garzón, hablando en privado sobre los GAL, me preguntó si sabía algo sobre un Grupo de CAP organizado para asesinar opositores que podría haber inspirado a González y del que no supe responder porque no sabía nada, aunque supuse que el Gran Juez, hoy al servicio del Gobierno peronista argentino, sabía demasiado. Hugo Chávez, de procedencia humilde pero no miserable, militarote, no se sabe dónde extrajo su ciencia infusa, cuartelero de aspecto y labia, teniente coronel de paracaidista y brillante en todas las asignaturas militares, dio un golpe de estado fracasado y el Ejército femeninamente prostático, le liberó en dos años para que consumara su intentona y terminó dando otra triunfante menos por su voluntarismo que por la insoportable corrupción socialdemócrata de CAP. No vino a liberar nada en una Venezuela pobrísima y encharcada de petróleo de baja calidad pero que refinan encantados los EE UU, primer cliente. Despertó el nacionalismo bolivariano hasta llegar a cambiar el nombre a la nación y viajar en posesión del presunto sable de Simón Bolívar, que murió abandonado sin un facón. Política demagógica de pobres y azote de burgueses pero nada hizo por que Caracas, tomada por el lumpenproletariado, dejara de ser la capital más peligrosa del mundo. Fue un postperonista más radicalizado, siempre buscando las masas en la calle como amedentración no ya de los estancieros sino de la clase media. Ese aborrecimiento por el medioclasismo que arma a una sociedad estable, le hizo ganar elecciones y gobernadurías dejando al país dividido. Chávez ha sido ( como otro Perón que preveía el Departamento de Estado ) un populista pero con catorce años de Gobierno. El Lago Maracaibo exporta a EE UU su petróleo que necesita doble refinado, y el país podría vivir de ello razonablemente pero las interminables charlas del gran populista no han hecho contabilidad. Paramédicos cubanos, sin titular, atienden las comunidades rurales venezolanas tratando el cáncer con aspirinas o con quimioterapia caducada como precio del petróleo vendido a Cuba a precio de coste, o a menos, arruinando la sanidad nacional. Desvastó la libertad de información cancelando las señales de las televisoras discrepantes sustituyéndolas por sus espesas charlas al pueblo, groseras hasta el punto de anunciar a su esposa que se preparara para una noche de hombría. Le dio una ventolera de amor diplomático por el preatómico Irán de los ayatholás y puso en circulación un nuevo socialismo iberoamericano que engloba Bolivia, Ecuador, Paraguay, Argentina, Uruguay y con el que tontean Brasil y Perú ante el aborrecimiento de Chile y la estupefacción de la OEA. Ese nuevo socialismo sudamericano no se sabe bien lo que es y no lo desentraña ni el hábil magín de Rubalcaba ni tampoco la Internacional Socialista. Si a Chávez se le considerara un intelectual la piedra sillar de su pensamiento sería el antiimperialismo estadounidense más antiguo en Sudamérica que para el hombre mear en pared. EE UU ha sido paciente y nadie supone, habiéndose beneficiado de su petróleo para sus reservas estratégicas, que le haya inoculado la CIA polonio en la cavidad pélvica. Su sucesor, el vicepresidente Nicolás Maduro, tiene a su Jefe la lealtad de un can y es lo que en el Cono Sur se entiende por huevón, pero los funerales le aportaran lágrimas de felicidad. El problema es que las elecciones son inmediatas por el fallecimiento del presidente electo y a Henrique Capriles, la oposición liberal, le va a faltar tiempo para que los venezolanos se olviden de la desprolijidad chavista repleta de globos de colores al viento. Venezuela merece ser un país serio.

07 Marzo 2013

Después de Chávez

Editorial (Director: Javier Moreno)

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Nada importa más a los venezolanos estos días, en los que el país está suspendido en un paréntesis, que la despedida, que se prevé faraónica, a su presidente durante 14 años. Y presumiblemente nada les va a interesar más en las próximas semanas que las elecciones para reemplazar a Hugo Chávez. Una cita con las urnas para la que el vicepresidente y discípulo elegido Nicolás Maduro, que con la anuencia militar ha asumido todos los poderes en el interregno electoral, ya ata todos los cabos de la sucesión, también los más bajamente emocionales, como lo sugiere la atribución de la muerte de su jefe a una conspiración imperialista.

En los meses venideros, sin embargo, no hay incógnita más relevante que la de por cuánto tiempo la llamada revolución bolivariana sobrevivirá a su inventor e ideólogo en una sociedad tan polarizada como la venezolana. El chavismo no ha tenido desde sus orígenes otra referencia que el propio Hugo Chávez. El sistema autocrático travestido de democracia que ha cambiado a mejor la vida de millones de personas y empeorado la de otros muchos ha sido —desde 1999 hasta la misma cama del hospital de La Habana desde la que Chávez ha regresado a morir en su país— un régimen de una sola persona de voluntad indómita.

Es poco probable que su formidable huella se desvanezca en unos meses. Pero es aún más improbable que, llegado el caso, Maduro —carente por completo del carisma que permitió al líder fallecido apuntarse todos los tantos y no ser responsabilizado por ninguno de sus fracasos— esté en condiciones de lograr la indulgencia de sus compatriotas para lidiar con el aluvión de problemas que afligen hoy a Venezuela, una economía resquebrajada para la que resulta insuficiente la reciente devaluación del bolívar del 32%. Tampoco parece fácil que el próximo presidente, sea quien fuere, tenga libre acceso a la caja de Petróleos de Venezuela o a la del Banco Central para financiar sus veleidades políticas. O que consiga convencer a sus compatriotas de que todos los males del país provienen del enemigo yanqui. El mito chavista, bañado en petróleo, ha oscurecido la realidad de una nación con un gasto público insostenible, escasez de productos básicos, infraestructuras envejecidas y una industria no competitiva.

La desaparición de Chávez deja también un significativo vacío, cuando no infunde un abierto temor, más allá de las fronteras de su país. El caudillo populista trabajó incansablemente para convertir a Venezuela en un actor internacional, aunque en ocasiones fuese a costa de formalizar alianzas con cualquier Gobierno despótico que se opusiera abiertamente a EE UU: la Libia de Gadafi, Corea del Norte, Irán o Siria. Pero lo fundamental de su acción exterior se dedicó a forjar lazos con los regímenes izquierdistas latinoamericanos —Cuba sobre todo— a cambio de petróleo barato del país con las mayores reservas del mundo. Si ese crudo a precio de amigo va a seguir fluyendo sin la decisiva presencia ideológica de Chávez es ahora un tema abierto.

Nicaragua, Bolivia y Ecuador pierden con su muerte a su más estrecho aliado y potente altavoz. Argentina, a alguien que compró miles de millones en bonos para salvarla de la bancarrota. Pero ningún país como Cuba depende tanto de Caracas, de la magnanimidad petrolera de Chávez para con su ídolo y amigo Fidel Castro. Los más de 100.000 barriles diarios a cambio del trabajo en Venezuela de decenas de miles de profesionales cubanos y la multitud de proyectos de cooperación han supuesto en los últimos años un auténtico soporte vital del régimen comunista. Para nadie como para La Habana la desaparición de Chávez representa un acontecimiento trascendental.

07 Marzo 2013

Un chándal menos

Salvador Sostres

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Murió Hugo Chávez, un personaje nefasto. Nefasto para los venezolanos, nefasto para el mundo libre, nefasto para la Humanidad. Supongo que como ha muerto, algunos dirán que es de mala educación escribir su verdad. Es esa corrección política tan funesta como un totalitarismo, y que conduce inevitablemente al compadreo con el crimen. No seré cómplice, ni ahora ni nunca, de una dinámica tan siniestra.

Chávez fue un enemigo de la propiedad privada, que es la base de la libertad. Con su populismo de expropiación y chándal destruyó moralmente a su pueblo y sumió a los venezolanos en el engaño y el atraso. Su antiamericanismo le puso en sintonía con todos los demás tiranos. El culto al líder que le practicaban sus subordinados sólo podría no avergonzar a un auténtico payaso.

Algunos españoles, siempre los más lamentables, se creyeron sus mentiras y ensalzaron su carraca antiatlántica. Viejos y no tan viejos apologetas del peor de los fracasos, que es el socialismo que pretende igualar a los hombres, para controlarlos, en lugar de potenciar sus capacidades y estimular la competencia que nos vuelve prósperos y felices. La libertad empieza siempre a resquebrajarse por tipejos como Chávez, y por los que en lugar de levantar un dique de contención contra su barbarie, le ríen las gracias.

El desafío del fallecido y de su demencial banda de mariachis, peligrosamente esparcida por varios de sus países vecinos, aleja a millones de sudamericanos del progreso y la esperanza, y lo que podría ser el bello proyecto de aunar esfuerzos, crear riqueza y consolidar libertades, resulta un grotesco paisaje de millones de vidas secuestradas por cuatro mamarrachos.

Ahora que con la crisis, el populismo emerge también en España, tendríamos que recordar que no estamos totalmente a salvo de acabar tiranizados por líderes o lideresas abonados a la demagogia más impresentable.

Del desprestigio de la política emergen déspotas como el que falleció el martes, expertos en hacer negocios con la necesidad de la gente más desesperada, y con su tristísima ignorancia. La muerte de Chávez es una buena noticia para Venezuela y un alivio para la libertad.

Un tirano menos nos está apuntando con su populismo barato. Un chándal menos que tenemos que lamentar.

07 Marzo 2013

Chávez, el militar golpista

Luis María Anson

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Desde el respeto a la muerte de cualquier persona, voy a desembarazarme del papanatismo generalizado ante la figura del caudillo venezolano, Hugo Chávez. La llorera apologética produce pasmo en los que conservan la cabeza sobre los hombros.

Hugo Chávez fue un militar golpista. El 4 de febrero de 1992 participó destacadamente en un golpe de Estado contra el presidente constitucional Carlos Andrés Pérez. Medio centenar de muertos e infinidad de heridos cubrieron de sangre la intentona de Hugo Chávez. Si en lugar de proclamar su ideología castrista el caudillo venezolano se hubiera alineado en el conservadurismo, la izquierdona se habría rasgado las vestiduras.

Hugo Chávez ha esquilmado a media Venezuela y la sumió en la miseria, gastándose el dinero de un petróleo en alza para financiar a la tiranía cubana, amén las aventuras políticas de Nicaragua, Bolivia, Ecuador y otras naciones, al servicio siempre de Fidel Castro, el dictador comunista, al que entronizó en un altar. Hugo Chávez fue protector de los terroristas de Eta y las Farc. Les proporcionó cobertura, financiación, entrenamiento y prebendas de toda clase. Hugo Chávez fue cómplice de Gadafi. Hugo Chávez se convirtió en valedor de las locuras de Ahmadineyad. Hugo Chávez se esforzó en taponar con leyes mordaza y con bozales coactivos a los periodistas venezolanos. Hugo Chávez importó a lo más granado de la tiranía castrista para la organización de sus milicias en Venezuela y modificó su propia Constitución para perpetuarse en el poder de forma indefinida. El déficit del Estado, la deuda pública, la inflación galopante, las devaluaciones arrasadoras, han zarandeado al pueblo venezolano hasta el mismo día de su fallecimiento.

Es verdad que celebró elecciones. Se dio cuenta de que la única fórmula de circular internacionalmente era organizar la apariencia democrática, pero lo tenía todo controlado conforme a las enseñanzas de Castro. Su aparato represivo tuvo tintes estalinistas. «No se permite defender ninguna ideología que fortalezca a la ya desparecida democracia», se lee en un documento remitido a sus partidarios a través del MVR. «Permitimos el uso de la violencia porque el hombre tiene su cometido por cumplir dentro de la revolución bolivariana». «A los que se oponen hay que combatirles con las armas del terror», concluía en ese documento Hugo Chávez.

El caudillo venezolano tenía ademanes de bufón. Según Mario Vargas Llosa, gesticulaba como Mussolini. Era hombre de extrema zafiedad y de una vulgaridad aplastante. Había aprendido de su maestro Fidel Castro el parloteo sin fin. Su verborrea se hacía incontenible. Con aplauso de la inmensa mayoría del mundo iberoamericano, el Rey Juan Carlos le interrumpió en un foro internacional para cortarle con la frase célebre: «¿Por qué no te callas?».

Bueno, que Dios le conserve en su gloria. Ha tenido una agonía atroz, acentuada por la opacidad comunista. Ha dejado un futuro incierto. No será fácil que sus partidarios den paso a una democracia auténticamente libre. Lo que predomina hoy en la vida venezolana es la inseguridad ciudadana, el crimen extendido, la coacción acentuada y la corrupción, que se ha adueñado de una buena parte de las instituciones oficiales. Su delfín Nicolás Maduro ha tenido el tupé de afirmar que Chávez, enfermo terminal de cáncer, ha sido asesinado por el imperialismo yanqui.

08 Marzo 2013

¡Aló, presidente!

Boris Izaguirre

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Hemos recordado el momento en que don Juan Carlos le espetó a Chávez: "¿Por qué no te callas?". Ahora quien guarda silencio es la Casa Real

Es curioso que la muerte de Hugo Chávez coincida con la agonía de Gran Hermano. El otrora rey de los realities ha visto cómo un programa de famosos devenidos en saltadores de trampolín se transforma en el nuevo favorito de las audiencias. Es inevitable reflexionar un momento sobre la suerte tanto del reality como de la revolución bolivariana. Llegaron al poder más o menos en la misma época: Chávez, tras ganar unas elecciones democráticas en 1998, y Gran Hermano se estrenó en 1999. En España, un año después, el formato se publicitó como un “experimento sociológico”. Y revolucionó la audiencia. Chávez consiguió con su revolución transformar un país. La Venezuela que heredó sobrevivía con el precio del barril de petróleo a 10 dólares. Consiguió llevarlo a 130 dólares y aprovechó algo de esos dividendos para reducir la pobreza y ofrecer identidad y voto cautivo a la población abandonada y sin voz. En España, Gran Hermano nos hizo más proclives a la creación y consumo voraz de un sinfín de nuevos personajes televisivos sin fortuna. Nadando en una piscina de riqueza burbujeante, nos divertíamos como chismosos, voyeurs mediáticos, fascinados por esa magnética frase: “La audiencia ha decidido que abandone la casa…”. Chávez convirtió en estribillo el “Exprópiese” desde su programa de televisión Aló, presidente.

Trece años después, el reality que apasiona es el que protagoniza nuestra clase dirigente. Hay mucho material todos los días: desplante de los periodistas a la ministra de Sanidad (¡bravo, por fin alguien ofrece un plan B a las arbitrariedades del Gobierno!), filtraciones de presuntos insultos de Esperanza Aguirre a Cospedal (al parecer la palabra “imbécil” saltó de la boca de la expresidenta en dirección a María Dolores), espionaje para todos los gustos hasta llegar, por el camino de El Pardo, a la casa-cofre donde dicen que albergaba a la rubia Corinna: La Angorrilla.

La primera consecuencia de la muerte de Chávez es que ya no tenemos que hablar tanto de princesas. Pero algo bueno del culebrón Corinna es el rescate del baúl de los recuerdos de los Khashoggi. Aquellos reyes del bunga-bunga marbellí que creíamos afortunadamente aburridos en algún paraíso fiscal han reaparecido ahora gracias a ella y su tren de alta velocidad. Sobre todo de esa tercera esposa de Adnan, conservando el mismo rostro esculpido de los años noventa, pero transformada en asesora financiera con comisiones millonarias. Creíamos que hibernaban de spa en spa cuando en realidad estaban entrenando para ser superejecutivas. Mientras nos dejábamos seducir por Gran Hermano y distraer por la cháchara de Chávez, la señora Khashoggi y Corinna iban tejiendo el difícil arte del amor y de la venta de armas, trenes y trapos en el mundo árabe. Eso sí que era un reality. Un reality real. Un milagro contante y sonante.

El nombre de la clínica donde se opera y recupera nuestro soberano, La Milagrosa, resulta más propio de una finca para monterías o, con todo el respeto, un eficaz centro estético. En esa clínica concurren pequeños incendios y pequeños milagros; el más llamativo ha sido el de los aplausos de los fieles congregados (hay quien asegura haber visto entre ellos a José Bono) para ver la llegada de la Reina, sus hijas y sus sonrisas. Con ellas parecen decirnos que todo saldrá bien, con muletas, pero bien. Así hemos visto y oído el milagro de la voz de la Reina con su acento y tesón germánicos, cumpliendo con su fama de “profesional”: acompañando a su esposo a despertar de la merecida anestesia mientras todos hablan (hasta el director del CNI) sobre su exvecina de El Pardo. Con esas apresuradas palabras entre la puerta de La Milagrosa y la puerta del Mercedes, hemos recordado el momento en el que don Juan Carlos le espetó a Chávez el famoso “¿Por qué no te callas?”: ahora quien guarda silencio sobre sus muy comentados actos es precisamente la Casa del Rey. Quizá sea lo mejor para una familia que se comunica por señales y pocas palabras. Como Urdangarin, que no recuerda ni fechas ni nada importante en su declaración ante el juez Castro. ¡Pobre juez Castro! Cuando al fin llegue el juicio en 2014, pocos recordarán algo de todo esto, ya estaremos pendientes de otro reality. O de otro talent show.

La muerte de Chávez no dejará olvidar el chándal y la beisbolera tricolores, ni unas exequias a todo trapo un poco como si el Vaticano fuese también una potencia petrolera tropical. Pero ¡ojo!, para los militares venezolanos es un reto poder demostrar que saben organizar tanto un país como un adiós majestuoso y emocionante, incluso con toquecitos de Miss Venezuela. Más de un dirigente tomará notas para su propio sepelio. Chávez siempre entendió el poder de la imagen y de ser el auténtico Gran Hermano. El despliegue visual de la despedida y sus reservas mineras le garantizan a Venezuela kilómetros de noticias en la prensa mundial; al comandante, una autopista hacia la santidad, y a su revolución, eso que tanto fascina a la gente y a las revoluciones: un buen show.

El show debe continuar. Fidel también ha sobrevivido a Hugo. Muerto Chávez, destronado Gran Hermano, la televisión ofrece un programa de saltos porque la vida, como nos enseña Almodóvar en Los amantes pasajeros, se ha convertido en un trampolín hacia el vacío. Y hay que aprender a saltar.

07 Marzo 2013

Los mapas de la vida

Bieito Rubido

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El mayor error cometido con Hugo Chávez ha sido infravalorarlo. Lo escribió en su día uno de sus más conspicuos opositores, el periodista Teodoro Petkoff. Primero fueron sus compatriotas quienes no supieron mesurar su verdadera dimensión. En especial, el presidente Caldera, que lo amnistía y luego no lo inhabilita para dedicarse a la política, a pesar de protagonizar una intentona golpista en 1992. Algo impensable en Europa. Más tarde no lo consideraron sus rivales en las elecciones. Y las ganó. También manifestaron cierto desprecio los países vecinos y, por supuesto, los norteamericanos. Hasta que se les atragantó con su exportable revolución bolivariana. Finalmente, el concierto internacional lo tomó a broma mientras él, a bordo de un avión, de país en país, hizo que el petróleo se dispararse por encima de los 100 dólares el barril. Eso sí, sumió a su Venezuela en una radical división de buenos y malos. Instaló como pocos el sectarismo en todas sus acciones de gobierno. Expropió a quien le incomodaba, erradicó la clase media y malgastó su riqueza en oro negro con aquella disparatada diplomacia de no alineado, estrategia que el comandante denominó para su mejor venta como socialismo del siglo XXI.

Allá por octubre del 2005, tuve la oportunidad de entrevistarme con Hugo Chávez en su despacho del palacio de Miraflores. Conversamos por espacio de tres horas. Primero en su escritorio y, más tarde, alrededor de una mesa caribeña, en un patio trasero. Allí comimos. Yo, apenas unos canapés. Él no dejó de tomar café puro y muy negro. Era su dieta. Se la servía un corpulento sargento; al parecer, la única persona merecedora de su confianza. A este suboficial fue a quien se le encomendó su custodia en el intento de golpe de abril del 2002: pudo haberlo matado, pero se convirtió en su principal protector.

Chávez era un apasionado de los mapas y de los planos. Por todos lados los había en su despacho oficial en Miraflores. Durante nuestra dilatada conversación, pidió que le trajesen uno de España y se detuvo en hacerme preguntas acerca de ciudades, comunidades y otros aspectos. La entrevista periodística había terminado, pero seguimos hablando de todo. Hugo Chávez se demostró un gran conversador y hábil seductor en la distancia corta. Decía exactamente lo que su interlocutor quería oír. Me aseguró que Venezuela nunca llegaría a ser un régimen comunista como Cuba. Sin embargo, hablaba con admiración de Fidel Castro y de su revolución. Y me advirtió: “No te engañes, el pueblo venezolano es consumista, no comunista”.

Pocos días después, se celebraba la Cumbre Iberoamericana en Salamanca. Con el mapa de España en la mano, me aseguró que le encantaría viajar hasta Santiago de Compostela, pero que él era un jefe de Estado y, como tal, no podía presentarse allí sí no era invitado. Aquella misma tarde hice las gestiones pertinentes, y el presidente venezolano cumplió con la ilusión confesa de abrazar al apóstol en Compostela.

No hizo el Camino de Santiago. Ni siquiera la vida le dejó hacer el camino de vuelta. Al fin y al cabo, ha muerto joven, a los 58 años. Su pasión por los mapas le desorientó y, como la paloma de Alberti, se equivocó: creyó que el norte era el sur. Creyó que era eterno. Creyó que el avance de los hombres es más cuestión de emoción que de razón. También en esto se equivocó. Como tantos otros. Tal vez por no saber interpretar los mapas de la vida.

06 Marzo 2013

“Chávez nuestro que estás en los pueblos…”

Juan Carlos Monedero

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La de Chávez ha sido la pelea contra el neoliberalismo. De fracasar, será tanta la devastación que, como dijera Neruda de Bolívar, tendrán que pasar cien años para que regrese un liderazgo acompasado con los pueblos.

Dicen que Chávez ha muerto. Al principio, también dijeron que había muerto Sandino y que había muerto Guevara y que había muerto Camilo Torres. Hay muertes que sólo pueden entenderse tales con exceso. Antes de Chávez, América Latina era un fragmento. Hoy, en el lago Titicaca saben el nombre del Presidente de Ecuador y saben en Pichincha el nombre del viejo Presidente de Uruguay. Malvinas no son las Islas Falkland porque son las Malvinas, y el Presidente de Paraguay es un Presidente ilegítimo porque el Presidente legítimo fue depuesto con artimañas orquestadas desde el eterno gendarme norteamericano. Fue guerrillera la Presidenta de Brasil y guerrillero el Presidente uruguayo; guerrilleros en el gobierno de El Salvador y en el de Nicaragua, guerrillero el alcalde de Bogotá, guerrillero el Vicepresidente de Bolivia. Por vez primera en la historia, los pueblos conocen los nombres de los dirigentes del continente. Antes no. Eso es obra de Chávez.

Dicen que Chávez ha muerto. ¿Acaso se mueren los que han metido los puños en las olas de la historia para hacer de timón de un nuevo rumbo? Empezaba el nuevo siglo. En el Mar del Plata, por primera vez,el continente americano le dijo a Estados Unidos que quería navegar de otra manera por su propia historia, sin tutela, sin IV Flota, sin las grandes hermanas petroleras de la ExxonMobil y la ChrevronTexaco, sin la Escuela de Torturadores de las Américas, con el recuerdo de Allende. La voz de Chávez fue la que marcó el rumbo de aquel viento. Un monarca decadente quiso mandarle una vez a callar entre cacería y cacería o visita de su yerno a los juzgados. Los reyes inútiles se mueren y son los mismos parásitos los que gritan viva el rey. Los que escriben la historia escriben en libros diferentes. Y reescriben libros con voluntad de eternidad.

A Clinton, Chávez le regaló una nueva frontera para que los aviones norteamericanos supieran que Venezuela ya no era una colonia al servicio del Plan Puebla-Panamá o del Plan Colombia. A Georg Bush, el asesino de las Azores, le regaló Chávez el naufragio del Tratado de Libre Comercio y le dijo en Naciones Unidas que olía a azufre, que es el olor eterno de la pólvora y de los imperios. A Obama, Chávez le regaló Las venas abiertas de América Latina que volvió a ser el número uno de las listas de libros más incómodos. Dicen que Chávez ha muerto. Pero ¿te mueres cuando solo has sido capaz de reunir a todos los Presidentes y jefes de gobierno de América Latina para crear la CELAC y declarar al continente libre de injerencias? He visto a Chávez esta mañana en la mochila de un niño de tierra yendo al colegio.

Chávez supo de su conciencia política mirando a los cerros, a los barrios, a esas favelas y villas miseria donde viven los nadies. Nunca entendió occidente que Chávez no tenía interés en cenar en sus decadentes palacios. Chávez, y eso lo entendió muy bien la derecha latinoamericana, sudaba cerro, hablaba cerro, reía cerro y comía cerro. Porque quería sacar el cerro de las cabezas de los venezolanos pobres para que las cabezas salieran de los cerros. A unos santos -a los que conviene no mirar de cerca- los eleva a los altares el Vaticano. A otros, los santifican los pueblos. Las casas de cartón de los pobres, en esos barrios por donde dios se empeña en no pasar o donde siempre duerme aunque no lo sepan en el Vaticano, necesitan santos con las manos llenas de barro. Santos que hagan el trabajo que el Supremo se niega a realizar, ese dios que no terminan de repudiar los sin consuelo aunque ande siempre tan ocupado en visitar las capillas de los ricos donde a la cena nunca falta un buen vino.

Dicen que Chávez ha muerto. ¿Mueren acaso los santos que eligen los pueblos lejos de las columnas pulidas y culpables del Vaticano? Chávez anda allá arriba, en el cerro, tramando planes. Por donde cabalgaba el caballo de Zapata. Por donde pisaban médicos venezolanos antes de que la locura de los ochenta y los noventa acabase con la decencia de ese país. Ahí nació el santo José Gregorio Hernández, un hombre bueno que habita los altares de la miseria de esas cumbres de lata y ladrillo donde nació la revolución bolivariana. Un médico que decidió abrir su clínica en las calles humildes, por las noches, bajo la lluvia. El otro santo escogido por el pueblo vestido de rojo es Chávez. Que ha pisado las mismas calles pobres y se ha mojado de la misma lluvia que cae en los techos de cartón. ¿Cómo te mueres cuando tantas velas sostenidas con manos oscuras, surcadas, de tierra, arden para llevarte el calor que se te ha marchado?

Dicen que Chávez ha muerto. Lo dicen los que han estado matándolo a través de sus medios de comunicación mercenarios durante una década. Los barrios ricos del Este de Caracas se lo han creído. Celebran con champán francés, lanzan fuegos artificiales, dejan sonar la música con estruendo de fiesta y gritan, como cuando murió Evita Perón, “¡viva el cáncer!”. Su dios, el oficial, les perdonará puntualmente cada pecado el próximo domingo. Lo han pactado con sus obispos y sus cardenales. Los de siempre de América Latina contra los nadies invisibles. Aunque eso era antes. Chávez hizo visibles a los invisibles. Un mago que cambió el escenario. “Un bastardo que trajo la lucha de clases”, dicen los que sólo ven lucha cuando los golpeados se defienden. Nadie como Chávez ha sido odiado tanto en las últimas décadas por la derecha latinoamericana. ¿Acaso esto no significa nada? ¿A quién odian los que han confundido los palacios de gobierno con sus quintas particulares?

Chávez nunca habló del Tío Tom. Hablaba del negro Pedro Camejo, de Toussaint-Louverture, de Malcon X. Pasaba de lado por el Bolívar mantuano e insistía en el Bolívar que metió en sus ejércitos a negros y pobres. Los que hicieron que el miedo cambiara de bando. A Chávez no le gustaba la oligarquía –esa palabra de regusto viejo sin la cual no se entiende el continente- ni los latinoamericanos bendecidos por Washington. Prefería a Sandino, a Zapata, a Tupac Katari, a Allende, a Bolívar. En la Condesa de México, en la Recoleta de Buenos Aires, en los Jardins de São Paulo, en la comuna de Lo Barneche de Santiago de Chile o en Samborondón en Guayaquil, ha corrido con el dinero el champán. En las zonas residenciales exclusivas de América, la fiesta se prolongó hasta tarde. Mientras, el pueblo ha llorado como no se recuerda. Por un político. Como cuando mataron al Ché. Cuando te lloran tanto no te mueres. ¿En verdad mataron a Guevara?

Dicen que Chávez ha muerto. Hace unas semanas, arrasó en las urnas con un programa socialista. No era retórica. Es la voluntad de desmercantilizar la vida. En un país rentista petrolero. Participaron ocho de cada diez votantes. Sacó 11 puntos de ventaja a su contrincante. En diciembre de 2011, mientras Europa se desangraba -y se desangra- haciendo más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Chávez trajo un liderazgo a un pueblo que lo necesitaba y que, por tanto, lo estaba convocando. Y no sólo a su pueblo: enseñó a América Latina a levantarse, a hablar de tú a tú a los EEUU y a Europa. Le acusaron de regalar el dinero del petróleo. Pero él sabía que Venezuela sólo podía sobrevivir con sus iguales en pie. Igual que lo que hace Merkel con el resto de los países europeos.Pero Merkel no es Chávez. Los líderes que marcan historia vienen acompasados con los pueblos.

En 2002, en abril, el jefe de la patronal venezolana, alentada por Washington y Madrid, dio un golpe de Estado. Un sector del ejército, toda la industria, los banqueros, los diplomáticos, la curia de la iglesia, lo acompañaron. Les faltaron los humildes de los cerros. Planificaron mal los golpistas. Chávez ya era el Presidente que no le había fallado al pueblo. Y ese pueblo se cansó de representar un mismo papel repetido y rescató a su Presidente. Ahí la historia volteó su maleficio. No fue San Jorge providencial acabando con el dragón y rescatando a la princesa. Fue el pueblo el que tuvo que matar al monstruo y rescatar al maltrecho caballero. Ahí, el pueblo firmó un contrato de sangre con Chávez. Ahí Chávez se hizo pueblo y se hizo santo y se hizo historia. En sus logros, en sus carencias, en sus moderaciones y en sus excesos. Pueblo. ¿Y puede morir un pueblo?

La historia también sabe de cañerías y desagües. No hay diseños perfectos. Sabiendo que enfrentaba una posible penúltima batalla, Chávez hizo un urgente testamento político: continuar con la revolución bolivariana con los mimbres reales. Y dejó expresado su deseo. Quién –Nicolás Maduro-, cómo –obedeciendo al pueblo- y de qué manera –con la unidad de todos los que entendieron que el proceso bolivariano, con todas sus imperfecciones, se acercaba, más que en ningún otro momento de la historia, a esa pelea por la emancipación que siempre dio la izquierda venezolana. Pudo haber sido antes, haber sido de otra manera, pudo haber nacido de un consenso. Pero los tiempos de revolución son los tiempos donde no hay cartas de navegación. Las fortalezas también suelen ser las debilidades.

Dicen que Chávez ha muerto. Pero ya está en el rostro de todo un pueblo. El que no tenía esperanza y la recuperó. Los Libertadores siempre se marcan enormes tareas y, como ha dejado escrito la historia, siempre se quedan a las puertas del paraíso. La de Chávez ha sido la pelea contra el neoliberalismo. Enorme, como la lucha por la independencia en el siglo XIX, como la lucha contra el fascismo en el siglo XX. La pelea no se ha ganado, pero está marcada. De triunfar, los próximos libertadores serán corales. De fracasar, será tanta la devastación que, como dijera Neruda de Bolívar, tendrán que pasar cien años para que regrese un liderazgo acompasado con los pueblos. Por eso Chávez ha sido el último libertador de América. Porque ha estado a la altura de sus enemigos. No es un exceso ni una comparación interesada (fuera de que todas las comparaciones son falsas). Libertador porque dio una batalla que parecía imposible. Porque nos acostumbramos a imaginar antes el fin del mundo que el fin del capitalismo. Porque Chávez disparó la piedra y liberó las cabezas. Y los libertadores vienen para quedarse.

Dicen que Chávez ha muerto. Los que le han visto entrar en los pueblos con la marea roja saben que no es cierto. Chávez ha puesto nombre a todo un país. Chávez ha dado patria a Venezuela. Chávez deja Constitución, leyes, propuesta de construcción del socialismo, partidos y una nueva cultura política. A Venezuela, ahora, se la respeta carajo. Cuando la política convoca a todo un pueblo se convierte en Política. Con mayúsculas. Chávez de la incomprensión de la política europea, Chávez de la manipulación de la prensa mundial, Chávez de la caricatura en la mirada satisfecha del norte arrogante. Enfrente, Chávez en la señora que limpia, Chávez en el señor que vende periódicos a la entrada del metro, Chávez de la empleada de la tienda y de la cocinera de maíz y yuca, Chávez del vendedor de helados y del maestro con la cartera vieja, Chávez de la abuela que ahora ve porque la revolución operó sus ojos y de la que ahora tiene vivienda porque se expulsaron a los mercaderes del templo, Chávez de la esquina caliente de Caracas y de la lonja de pescadores de Choroní, Chávez del soldado triste y Chávez del estudiante descalzo, Chávez de la poesía rescatada en un país que había traicionado también a la poesía. Chávez de los negros rescatados y de los indios rescatados, Chávez de lo que hoy es posible en América y que hace veinte años era imposible. Chávez que se ha ido y deja un recado a América Latina: no regreses a otros cien años de soledad.

Dicen que Chávez ha muerto. Lo dicen los que no saben leer los tiempos del viento, los que no saben de la rabia acumulada, los que no saben de la conciencia encarnada en la memoria. El pueblo de Venezuela aún está llorando. Pero sabe que pronto debe enjugarse las lágrimas y seguir con la tarea. La que ha cambiado el rostro de América Latina. Se lo deben a quien les ayudó a abandonar tres décadas de neoliberalismo. Cuando ven que el recuerdo de Chávez hace más sencilla la lucha, sonríen. Y vuelven a entender que Chávez no se ha muerto. Que gente como Chávez ya no se mueren nunca. Y se ponen manos a la obra.

06 Marzo 2016

Yo soy Chávez (o por qué esta vez tampoco se va del todo)

Iñigo Errejón

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Caracas es una ciudad bulliciosa, pero ayer, martes 5 de marzo, estuvo impregnada de un silencio duro y contagioso. No sólo en los barrios populares sino también, por razones distintas, en los vecindarios más acomodados de la ciudad, donde durante estas semanas se habían celebrado las malas noticias sobre la salud del Presidente. El anuncio del vicepresidente Nicolás Maduro durante la mañana instaló ya un duelo adelantado, que se confirmaba en la comparecencia de la tarde. Desde entonces, Venezuela comenzaba a sumirse en un llanto sereno, los trabajadores que aún no lo habían hecho detenían su jornada, los vendedores informales cerraban antes, los coches, en los atascos, hacían sonar menos sus bocinas, las gentes del pueblo comenzaban a concentrase en las plazas Bolívar de cada municipio.

El ánimo dolido pero sereno de las concentraciones contrasta con la algarabía de «expertos», todos de acuerdo entre sí, que desde el oligopolio mediático español —el abanico de medios concentrado en pocas empresas que el liberalismo llama libertad de expresión— apenas podían contener la excitación imaginando transiciones y tábulas rasas en Venezuela. La vieja pretensión colonial de dar lecciones de democracia, sin embargo, es cada vez más inverosímil. En estos momentos la población española enfrenta un verdadero drama social, y la fractura con las élites políticas y económicas, además de la inviabilidad -social, económica, territorial- del que ha sido el proyecto histórico de país de la lumpen-oligarquía doméstica, comienza a abrir importantes brechas en el régimen nacido de la Constitución de 1978. Un Gobierno muy desprestigiado, que fue elegido con menos de la mitad del apoyo popular del venezolano conduce un agresivo programa de ajustes que castiga a los sectores populares y medios, que no llevaba en su programa electoral y que ejecuta al dictado de poderes económicos extranjeros no elegidos por la ciudadanía, escatimándolo además al debate público. Las protestas de la mayoría social empobrecida se saldan con centenares de golpeados y detenidos por la policía, y los medios de comunicación están prácticamente cerrados para el país real, mientras son un altavoz permanente para los valores, el lenguaje y las interpretaciones de las élites dominantes. No parece un currículum que permita impartir demasiadas lecciones de democracia.

Y sin embargo, sorprende el sentimiento de superioridad que permite a unas élites especialmente mediocres descalificar el proceso político venezolano. Examinemos algunos de sus argumentos. No pudiendo impugnar seriamente la legitimidad democrática del sistema político, se echa mano de una herramienta que los poderosos, significativamente, emplean con cada vez más frecuencia en Europa: Chávez es un líder «populista». No importa que ninguno de los que usan el término sea capaz de ofrecer una definición convincente del mismo, el poder del término está precisamente en su viscosidad.

El problema es que su sobreuso puede comenzar a dejar ver las costuras de la concepción política que hay tras él: una convicción de cuño liberal y no democrático que entiende que la democracia puede ser abusada si se excitan las «bajas pasiones» que tienen por naturaleza las masas pero nunca los sectores minoritarios y privilegiados. Este argumento, según el cual la irrupción de la plebe en política puede amenazar la democracia, se ubica en un razonamiento que puede terminar conduciendo al sufragio censitario (para evitar la «demagogia» que excita a los pobres) o a las democracias de baja intensidad occidentales en las que las principales decisiones e instituciones que rigen la vida social (la economía, los medios de comunicación, el poder judicial, las fuerzas armadas,etc.) están a buen resguardo de la soberanía popular, y son de facto espacios reservados para las minorías privilegiadas.

El argumentario contra Chávez continúa con dos argumentos directamente relacionados con el anterior. Por una parte, se critica la relación de liderazgo, a la vez que se denigra como «payaso» a un Presidente que cometió la osadía de parecerse a quienes le elegían. Por eso en España gobierna un registrador de la propiedad mientras que en Venezuela el probable próximo presidente, si los venezolanos le entregan su confianza, será un antiguo conductor de autobuses urbanos. Las sociedades europeas también parecen estarse cansando de señores serios y grises de corbata que gobiernan al dictado de los más ricos, mientras América Latina se llena de presidentes sin corbata, trabajadores, exguerrilleros, campesinos, indios y mestizos. Hay quien sigue sin entender que esto no sólo es alternancia sino que marca un cambio de época. Esta crítica al liderazgo, compartida por algunos sectores de izquierda, olvida que toda relación de liderazgo lo es de representación, y por tanto entraña un sentido de negociación y tensión: en contextos democráticos, alguien lidera en la medida en que encarna y satisface anhelos de un conjunto social, y deja de hacerlo cuando éste le retira su apoyo. En el caso de Chávez, ese apoyo provenía de los sectores más pobres y racializados como inferiores —negros, mestizos— que, en virtud de un nuevo contrato social, obtenían una expansión sin precedentes de los derechos sociales, de su soberanía, de su inclusión. Desde las conquistas materiales hasta las simbólicas, no menos importantes: «De niña en la escuela me daba pena (vergüenza) mi nariz, por ser de negra, hasta que llegó Chávez», contaba el otro día una amiga. Estos son los sectores que hoy conforman la identidad mayoritaria y hegemónica de Venezuela: el chavismo, que ha sabido desplazar el eje de gravedad del país hacia la izquierda y en favor de la centralidad de los sectores populares. Quienes no entienden esto olvidan, por voluntad o desconocimiento, que las identidades políticas se fraguan sobre las más diversas referencias. En Venezuela, tras una dislocación radical de los sentidos de pertenencia tradicionales, se produjo un masivo realineamiento popular que ha ido cristalizando en torno al nombre de Chávez.

Por otra parte, el discurso liberal imperante suele aducir que en Venezuela existe una gran «polarización». Curiosamente, no se leían esas críticas cuando en Venezuela la pobreza era del 49,7% en 1999 (hoy es del 27,8%, el tercer país con menor pobreza del continente) y la extrema pobreza del 25% y hoy del 7% de la población, según datos de la CEPAL. ¿El país de 1999 estaba menos polarizado que el de hoy? Así que la polarización no se produce cuando en un país una minoría vive en el lujo mientras la mayoría pasa hambre, sino cuando dos o más opciones políticas confrontan modelos de país. Este sería un absurdo democrático si no le añadiésemos el ingrediente clave: hay polarización siempre que en esa confrontación salen derrotadas las opciones políticas afines a la oligarquía económica, perjudicada por el reparto de la riqueza y la recuperación de la soberanía nacional y popular sobre la riqueza y los recursos naturales. Imagínense si a esto le añadimos petróleo que deja de engordar cuentas bancarias en Estados Unidos o Panamá y pasa a financiar medicinas, pensiones, universidades o viviendas. Polarización absoluta. Y demagogia. El ejemplo venezolano es un insulto para las élites: los de abajo pueden conformar una identidad mayoritaria, constituirse en un pueblo e identificar los intereses del país con los suyos, para gobernarse. Y resistir un paro patronal, el acoso de las potencias imperiales y un golpe de Estado. Nota importante, todo ello habría sido imposible sin un apoyo popular de masas, sin un entusiasmo político desbordante, pero también, por desgracia no faltan experiencias, de la mayor parte de las Fuerzas Armadas, marcadas por una composición plebeya y progresista. Sin ellas Chávez habría sido otro Salvador Allende, más «estético» para ciertas izquierdas, menos útil para su pueblo.

Y ahora ¿qué va a pasar en Venezuela? Por desgracia para los apologistas del caos, el camino lo marcan la Constitución y la voluntad popular. Es preciso recordarlo: no hay transiciones en sistemas democráticos. Se celebrarán elecciones en el corto plazo y el poder político volverá a responder a las preferencias democráticas libremente expresadas. Como ha sucedido en 14 años con 17 procesos electorales y la práctica democrática directa en instituciones locales y laborales. El problema es que su veredicto quizás no guste a los privilegiados.

Quedan por supuesto muchas tareas por acometer y errores por corregir en Venezuela. Sólo los procesos políticos imaginarios están exentos de problemas, límites, fealdades. A cambio, claro, no existen más que como deseos. Pero, como dice el presidente uruguayo José Mujica, los que aspiran a cambiar las cosas tienen que ser capaces de mejorar la vida de las gentes sencillas mientras lo intentan cambiar todo. Lo otro son revoluciones de café.

El proceso político venezolano, que muchas de sus gentes llaman revolución, ha enfrentado muchas tareas a la vez: conquistar soberanía nacional, transformar el Estado oligárquico heredado y construir una máquina de inclusión y producción de nuevo orden, de nuevas políticas públicas para las mayorías sociales, redistribuir de inmediato la riqueza y derrotar a la miseria, romper con la dependencia primario-exportadora y ensanchar la base de su economía, cambiar la cultura popular consumista e individualista y generar un imaginario nuevo que acompañe las transformaciones sociales, etc. Todo ello en un contexto de rendición de cuentas democrática más intensa y con más frecuencia que en ningún país europeo, con disputas no siempre pacíficas del poder político y duras resistencias de las oligarquías en retirada. Por eso son procesos agujereados, incompletos, insuficientes. Pero vivos, en manos de sus pueblos. Expandiendo justicia social, desmercantilizando necesidades, produciendo un país nuevo, de gentes más iguales y por ello más libres.

Por eso se equivocan quienes le confían a la muerte las esperanzas de ganar lo que nunca pudieron con la seducción de mayorías. Duele mucho su falta, más después de haberle escuchado, admirado, escrito y tocado. Pero se muere habiéndose sembrado: Chávez ha cambiado ya Venezuela y América Latina, en primer lugar el imaginario de sus pueblos. Cuando en las calles de Caracas centenares de miles gritan «Yo soy Chávez» o «Chávez es un pueblo» no están haciendo retórica, están celebrando que ese nombre propio ya es común, designa a un bloque popular que hoy conduce el Estado y abre un nuevo tiempo político más justo y democrático.

08 Marzo 2013

Chávez: un legado de dignidad para América Latina

Juan Carlos Monedero

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“Chávez nuestro que estás en los pueblos”. El pueblo, en la calle, reza por Chávez. La espiritualidad se mete en el corazón de los pobres. Tienen mucha necesidad. También se mete en su corazón la gente que se la juega por ellos. Y eso era Chávez: un hombre que se la jugó por su pueblo. Por su pueblo y por los pueblos de la América. Es con Chávez que los pueblos de América se han vuelto a reconocer. La oposición le criticaba la “regaladora” de dinero a los países hermanos. “Diplomacia del petróleo”, la denostaban. Chávez sabía que no se salvaba un pueblo solo. Se tenía que salvar todo el continente. ¿No es eso lo que Europa le pide a Merkel? Pero Merkel no es Chávez. Hace falta gente honesta que reconozca que Chávez hizo lo que aquí estamos reclamando. Suramérica, hoy, llora pero crece. Europa sigue arrogante y se hunde. Venezuela, siempre ha visto en su historia cómo dios dormitaba en las lujosas estancias del norte. Siempre ha necesitado de santos para poder avanzar con esperanza. Santos de a pie y a caballo. Porque por la libertad se pelea. Hoy, Chávez ya está en ese panteón en el que hacía casi un siglo nadie entraba. Entendió a su pueblo. Se ha hecho uno con él. Salvó a su pueblo y su pueblo lo salvó a él cuando el golpe. Qué difícil le resulta a Europa entender una relación con un estadista que no esté guiada por el miedo o la sumisión. Chávez era un hombre común fuera de lo común. Zambo, feo, con una cualidad especial para desafinar horriblemente, más grueso que delgado. Mágico. Profundamente mágico. Como Venezuela. De nada sirve que corras bajo la lluvia cuando va a empezar un mitin si no está detrás la gente esperándote. Chávez tenía el don de que detrás siempre estaba la gente. Su pueblo. Si arriesgas y no te miran, el fracaso se multiplica. A Chávez siempre lo miraban. ¿Qué otro mandatario ha reunido al 100% de los dirigentes de América Latina? Sólo Chávez, para poner en marcha la CELAC. Mucha inteligencia, memoria prodigiosa, capacidad de convencimiento, el don de encender y también el de tranquilizar (fue él quien convenció a la izquierda venezolana que debía abandonar las armas y optar por la vía electoral). Chávez una noche en las afueras de Montevideo, recitando durante horas y de memoria poema tras poema mientras Daniel Viglietti rasgaba la guitarra y Pepe Mujica escuchaba con la sonrisa en la boca de viejo guerrillero devenido Presidente. Chávez sintetizando ideas sobre temas bien complejos que sus interlocutores se empeñaban en enturbiar con su lógica de confusos técnicos (un clásico de los consejos de Ministros). Chávez leyendo a Gramsci y comprendiendo la complejidad heterodoxa del comunista italiano y su apuesta por el mundo de las ideas. Y Chávez metiéndose en la obra de Marx, teniendo bien presente aquello que decía el también venezolano Ludovico Silva (“Si los loros fueran marxistas serían marxistas dogmáticos”). Regresando a Marx y usando sus categorías bien lejos de los que las confunden con un catecismo. Porque en 2005, en vez de decirle a su pueblo que iban a construir el “chavismo”, les dijo que iban a construir el socialismo. Y con ese programa le sacó 11 puntos al candidato de la oposición, Capriles. Chávez llamando a los Presidentes latinoamericanos para evitar el golpe de Estado en Bolivia (e insistiendo, frente a la pusilanimidad de algún Gobierno, jurando que América Latina no iba nunca a volver a repetir la vergüenza de quedarse con los brazos cruzados ante los gorilas como ocurrió con el Chile de Salvador Allende). Chávez con una paciencia infinita elaborando los documentos de la UNASUR, cediendo lo que hiciera falta para que todos los Presidentes no tuvieran problemas para incorporarse. Algo que repetiría en la CELAC o con el ingreso de Venezuela a Mercosur o con el ALBA. Chávez en reunión con Clinton, y después de que el Presidente norteamericano le agradeciese la cesión del cielo venezolano a la fuerza aérea gringa con motivo del Plan Colombia, decirle al gendarme mundial: “Tranquilo Bill, que nosotros también os damos las gracias a ustedes por dejar a la fuerza aérea venezolana, en nombre del Plan Colombia, sobrevolar libremente el territorio norteamericano”. Clinton no leyó que Chávez era un defensor de la soberanía venezolana. Pasó a formar parte de los amigos de los terroristas. La fuerza de Chávez tenía también el problema de necesitar enfrente interlocutores fuertes. El barroquismo caribeño y el carisma desatado del Presidente eran una fórmula no apta para el consumo encorbatado de las cancillerías occidentales. Al tiempo, brindaba fáciles caricaturas a unos medios de comunicación mercenarios que no dudaban en sacar de contexto, en recortar un minuto de un discurso con la intención de construir una matriz de opinión contraria a Chávez (con gran éxito, incluso entre la izquierda europea). Estos medios mercenarios presentaban a Chávez cantando una ranchera con un sombrero mexicano, queriendo hacer del Presidente un payaso ocurrente, ignorando que esos gestos han sido los que han ido logrando hermanar a los pueblos latinoamericanos (¿es que sabe alguien en España cómo se llaman los Presidentes de los otros 26 países de la Unión Europea? En América Latina, ahora, los pueblos sí conocen quiénes son los otros presidentes). ¿Y qué decir del repetido “¡Exprópiese!”. ¿Acaso no representan los gobernantes europeos sus actos de gobierno? ¿Acaso no nos hemos enterado en España de recortes sociales a través de declaraciones a periódicos extranjeros? En esa ocasión se estaba representando un proceso de expropiación que buscaba hacer ver a los sectores populares que también se exigía a los ricos su parte de esfuerzo en el proceso bolivariano. La prensa occidental lo entendió como el summun de la arbitrariedad (presentado así por los mismos medios que no cuestionan la relación directa entre la baja popularidad de los Presidentes norteamericanos y la acción bélica correspondiente en cada mandato). La palma de oro se la llevó el diario El país publicando una falsa foto de Chávez moribundo. Prensa de calidad. ¿Quiénes son los bananeros? Esa fuerza de Chávez ha sido la que ha impulsado TeleSur, el SUCRE (el comienzo de una moneda latinoamericana que no repita los errores del euro), el Banco del Sur, la Universidad del Sur, el ALBA, la UNASUR, el ingreso de Palestina en la UNESCO (iniciativa venezolana), que prepararía la incorporación palestina como país observador de la ONU… Pero no deja de ser cierto que la fuerza de Chávez no encontraba siempre enfrente actores políticos con la voluntad de contradecir al Presidente. La cultura política venezolana sigue siendo en una buena parte “adeca” (marcada por Acción Democrática, el partido del dos veces presidente y amigo de Felipe González, Carlos Andrés Pérez). Esa cultura siempre ha sido clientelar, jerárquica, aduladora, interesada y trepadora (dos palabras maravillosas para el léxico político vienen de esa cultura: pantallear -fanfarronear- y pescuecear -estirar el pescuezo para salir en la foto-). Si añadimos que la existencia de un Estado débil -que viene arrastrándose de la colonia, cuando Venezuela no era Virreinato sino Capitanía General- ha hecho que los militares tengan una capacidad de resolución que no siempre tienen los civiles- y que la oposición, lejos de hacer una oposición constructiva tuvo siempre un ánimo golpista, entendemos que los elementos críticos fueran debilitándose. Sin embargo, uno de los rasgos esenciales del proceso bolivariano, y donde se juega su futuro, esta en mantener la crítica. Lo que devoró la revolución francesa, la rusa, la cubana fue el ahogamiento de las voces disidentes. En Venezuela tomó otro rumbo. En 2009, el Centro Internacional Miranda organizó un encuentro en Caracas para valorar críticamente las luces y las sombras del proceso. La primera reacción parecía que iba a repetir el fantasma de las revoluciones devorando a sus hijos. El papel implacable de la oposición, de los medios, de la universidad, comprometidos únicamente con el regreso al pasado, había enrocado al gobierno. Pero Chávez supo reaccionar, escuchar a su pueblo que le decía que no era verdad que siempre coincidiera lo que se hacía con lo que se decía. Y en su última comparecencia, en lo que se ha llamado el Cambio de Timón, Chávez resumió su programa: escuchar al pueblo, mucha crítica y autocrítica y transición al socialismo. Si hay un ámbito en el que Chávez luchó contra el destino, fue en cambiar la manera de pensar de los venezolanos y, desde ahí, de los latinoamericanos. Una vez producido el desarraigo de la conquista, donde el Estado siempre ha sido débil, la esfera pública también siempre ha mostrado la misma debilidad. Lo público no es el espacio de todos, sino el espacio de nadie. El comportamiento lo marca la relación con la naturaleza. Si la naturaleza te da algo, lo coges. Igual con el Estado. Una organización estatal, con leyes impersonales, funcionarios entregados a lo público, políticos virtuosos y redistribución de recursos, es menos creíble que los golpes de fortuna de las telenovelas. Chávez le dijo a su pueblo: vuestra suerte sois vosotros mismos. Y al tiempo que les daba un pez, les decía que tenían que aprender a pescar. Antes de entrar en el quirófano que no le regresó a la vida, Chávez dejó su testamento: no lloren: luchen por la revolución bolivariana. No se peleen entre ustedes como siempre ha hecho la izquierda: dejen que Nicolás Maduro les guíe en los siguientes pasos del proceso bolivariano. No se crea nadie más importante que el pueblo: manden obedeciendo. Y todo el mundo en Venezuela ha entendido que la soledad de los cien años del continente no puede regresar. El camino ha arrancado. Los venezolanos y las venezolanas, esos que siempre han vivido y viven en Venezuela, saben que ahora tienen patria. Ese es el legado de Chávez. Pura dignidad. Hace falta todo un pueblo consciente y organizado para continuar esa inmensa tarea. Ya se están secando las lágrimas y poniéndose en marcha.

10 Marzo 2013

La muerte del caudillo

Mario Vargas Llosa

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El comandante Hugo Chávez Frías pertenecía a la robusta tradición de los caudillos, que, aunque más presente en América Latina que en otras partes, no deja de asomar por doquier, aun en democracias avanzadas, como Francia. Ella revela ese miedo a la libertad que es una herencia del mundo primitivo, anterior a la democracia y al individuo, cuando el hombre era masa todavía y prefería que un semidiós, al que cedía su capacidad de iniciativa y su libre albedrío, tomara todas las decisiones importantes sobre su vida. Cruce de superhombre y bufón, el caudillo hace y deshace a su antojo, inspirado por Dios o por una ideología en la que casi siempre se confunden el socialismo y el fascismo —dos formas de estatismo y colectivismo— y se comunica directamente con su pueblo, a través de la demagogia, la retórica y espectáculos multitudinarios y pasionales de entraña mágico-religiosa.

Su popularidad suele ser enorme, irracional, pero también efímera, y el balance de su gestión infaliblemente catastrófica. No hay que dejarse impresionar demasiado por las muchedumbres llorosas que velan los restos de Hugo Chávez; son las mismas que se estremecían de dolor y desamparo por la muerte de Perón, de Franco, de Stalin, de Trujillo, y las que mañana acompañarán al sepulcro a Fidel Castro. Los caudillos no dejan herederos y lo que ocurrirá a partir de ahora en Venezuela es totalmente incierto. Nadie, entre la gente de su entorno, y desde luego en ningún caso Nicolás Maduro, el discreto apparatchik al que designó su sucesor, está en condiciones de aglutinar y mantener unida a esa coalición de facciones, individuos e intereses encontrados que representan el chavismo, ni de mantener el entusiasmo y la fe que el difunto comandante despertaba con su torrencial energía entre las masas de Venezuela.

Pero una cosa sí es segura: ese híbrido ideológico que Hugo Chávez maquinó, llamado la revolución bolivariana o el socialismo del siglo XXI comenzó ya a descomponerse y desaparecerá más pronto o más tarde, derrotado por la realidad concreta, la de una Venezuela, el país potencialmente más rico del mundo, al que las políticas del caudillo dejan empobrecido, fracturado y enconado, con la inflación, la criminalidad y la corrupción más altas del continente, un déficit fiscal que araña el 18% del PIB y las instituciones —las empresas públicas, la justicia, la prensa, el poder electoral, las fuerzas armadas— semidestruidas por el autoritarismo, la intimidación y la obsecuencia.

La muerte de Chávez, además, pone un signo de interrogación sobre esa política de intervencionismo en el resto del continente latinoamericano al que, en un sueño megalómano característico de los caudillos, el comandante difunto se proponía volver socialista y bolivariano a golpes de chequera. ¿Seguirá ese fantástico dispendio de los petrodólares venezolanos que han hecho sobrevivir a Cuba con los cien mil barriles diarios que Chávez poco menos que regalaba a su mentor e ídolo Fidel Castro? ¿Y los subsidios y/o compras de deuda a 19 países, incluidos sus vasallos ideológicos como el boliviano Evo Morales, el nicaragüense Daniel Ortega, a las FARC colombianas y a los innumerables partidos, grupos y grupúsculos que a lo largo y ancho de América Latina pugnan por imponer la revolución marxista? El pueblo venezolano parecía aceptar este fantástico despilfarro contagiado por el optimismo de su caudillo; pero dudo que ni el más fanático de los chavistas crea ahora que Nicolás Maduro pueda llegar a ser el próximo Simón Bolívar. Ese sueño y sus subproductos, como la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), que integran Bolivia, Cuba, Ecuador, Dominica, Nicaragua, San Vicente y las Granadinas y Antigua y Barbuda, bajo la dirección de Venezuela, son ya cadáveres insepultos.

En los catorce años que Chávez gobernó Venezuela, el barril de petróleo multiplicó unas siete veces su valor, lo que hizo de ese país, potencialmente, uno de los más prósperos del globo. Sin embargo, la reducción de la pobreza en ese período ha sido menor en él que, digamos, las de Chile y Perú en el mismo periodo. En tanto que la expropiación y nacionalización de más de un millar de empresas privadas, entre ellas de tres millones y medio de hectáreas de haciendas agrícolas y ganaderas, no desapareció a los odiados ricos sino creó, mediante el privilegio y los tráficos, una verdadera legión de nuevos ricos improductivos que, en vez de hacer progresar al país, han contribuido a hundirlo en el mercantilismo, el rentismo y todas las demás formas degradadas del capitalismo de Estado.

Chávez no estatizó toda la economía, a la manera de Cuba, y nunca acabó de cerrar todos los espacios para la disidencia y la crítica, aunque su política represiva contra la prensa independiente y los opositores los redujo a su mínima expresión. Su prontuario en lo que respecta a los atropellos contra los derechos humanos es enorme, como lo ha recordado con motivo de su fallecimiento una organización tan objetiva y respetable como Human Rights Watch. Es verdad que celebró varias consultas electorales y que, por lo menos algunas de ellas, como la última, las ganó limpiamente, si la limpieza de una consulta se mide sólo por el respeto a los votos emitidos, y no se tiene en cuenta el contexto político y social en que aquella se celebra, y en la que la desproporción de medios con que el gobierno y la oposición cuentan es tal que ésta corre de entrada con una desventaja descomunal.

Pero, en última instancia, que haya en Venezuela una oposición al chavismo que en la elección del año pasado casi obtuvo los seis millones y medio de votos es algo que se debe, más que a la tolerancia de Chávez, a la gallardía y la convicción de tantos venezolanos, que nunca se dejaron intimidar por la coerción y las presiones del régimen, y que, en estos catorce años, mantuvieron viva la lucidez y la vocación democrática, sin dejarse arrollar por la pasión gregaria y la abdicación del espíritu crítico que fomenta el caudillismo.

Ni el más fanático de los chavistas cree ahora que Maduro pueda ser el nuevo Simón Bolívar.

No sin tropiezos, esa oposición, en la que se hallan representadas todas las variantes ideológicas de la derecha a la izquierda democrática de Venezuela, está unida. Y tiene ahora una oportunidad extraordinaria para convencer al pueblo venezolano de que la verdadera salida para los enormes problemas que enfrenta no es perseverar en el error populista y revolucionario que encarnaba Chávez, sino en la opción democrática, es decir, en el único sistema que ha sido capaz de conciliar la libertad, la legalidad y el progreso, creando oportunidades para todos en un régimen de coexistencia y de paz.

Ni Chávez ni caudillo alguno son posibles sin un clima de escepticismo y de disgusto con la democracia como el que llegó a vivir Venezuela cuando, el 4 de febrero de 1992, el comandante Chávez intentó el golpe de Estado contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, golpe que fue derrotado por un Ejército constitucionalista y que envió a Chávez a la cárcel de donde, dos años después, en un gesto irresponsable que costaría carísimo a su pueblo, el presidente Rafael Caldera lo sacó amnistiándolo. Esa democracia imperfecta, derrochadora y bastante corrompida había frustrado profundamente a los venezolanos, que, por eso, abrieron su corazón a los cantos de sirena del militar golpista, algo que ha ocurrido, por desgracia, muchas veces en América Latina.

Cuando el impacto emocional de su muerte se atenúe, la gran tarea de la alianza opositora que preside Henrique Capriles está en persuadir a ese pueblo de que la democracia futura de Venezuela se habrá sacudido de esas taras que la hundieron, y habrá aprovechado la lección para depurarse de los tráficos mercantilistas, el rentismo, los privilegios y los derroches que la debilitaron y volvieron tan impopular. Y que la democracia del futuro acabará con los abusos del poder, restableciendo la legalidad, restaurando la independencia del Poder Judicial que el chavismo aniquiló, acabando con esa burocracia política elefantiásica que ha llevado a la ruina a las empresas públicas, creando un clima estimulante para la creación de la riqueza en el que los empresarios y las empresas puedan trabajar y los inversores invertir, de modo que regresen a Venezuela los capitales que huyeron y la libertad vuelva a ser el santo y seña de la vida política, social y cultural del país del que hace dos siglos salieron tantos miles de hombres a derramar su sangre por la independencia de América Latina.