19 mayo 1989

Su última apuesta política fue la 'Operación Roca', el Partido Reformista Democrático (PRD) que se saldó con una severa derrota en las elecciones de 1986

Muere el veterano político liberal Justino de Azcárate, que pasó de ministro en la Segunda República a diputado de la UCD con Suárez

Hechos

El 19.05.1989 la prensa informó del fallecimiento de D. Justino de Azcárate.

Lecturas

19 Mayo 1989

Justino de Azcárate, ex senador

José María de Areilza

Leer

Justino de Azcárate Flores falleció anteayer en Caracas, ciudad en la que estuvo exiliado durante 38 años. Nacido en León el 26 de junio de 1903, ocupó, entre otros cargos, la subsecretaría de Justicia en el primer Gobierno de la República, fue diputado por León en 1931, ministro de Relaciones Exteriores en la II República, miembro del Partido Nacional Republicano, senador por designación real en 1977 y por León en la legislatura de 1979. Fue también miembro de la ejecutiva del Partido Reformista, presidente del Real Patronato del Museo del Prado y presidente de la Fundación Francisco Giner de los Ríos.Justino de Azcárate era de esos hombres de recio linaje que con el solo talante de nobleza y humanidad que le definía se hacía respetar en cualquier circunstancia. Prisionero en la zona nacional, fue canjeado y marchó a Venezuela, donde transcurrió gran parte de su vida con una ejemplar dedicación al estudio y a la cooperación con el mundo latinoamericano, que conocía hasta en sus más recónditos detalles. Su regreso a España fue decisivo en los años de tránsito democrático.

Este español señero, que había dejado gran parte de su existencia en la paciente espera del exilio, trajo consigo un mensaje de concordia y entendimiento que en aquellas circunstancias resultó aglutinante valioso de muchas voluntades. El Rey le nombró senador real para significar cuál iba a ser el indiscutible contenido de la operación democratizadora.

En cierta ocasión, le oí comentar en una tertulia madrileña a Justino el texto virgiliano de la Eneida que alude a la guerra civil, en el que señala que se produce ésta cuando los bandos enfrentados se consideran cada uno poseedores del poder legítimo, hasta que descubren el camino de la reconciliación, formando entonces una comunidad única e indescriptible. Justino de Azcárate, republicano de prosapia, intuyó en seguida el papel cimero que la institución monárquica podía representar en aquel trance. No tenía ambición política ninguna y sí, en cambio, fue generoso para ayudar con su palabra, su consejo y su ejemplo en el proceso de la instauración democrática y parlamentaria.

Nos hallábamos hoy en Oviedo durante la reunión del jurado del Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional cuando nos llegó la triste noticia.

Suspendimos unos minutos la sesión para evocar el recuerdo del querido amigo en la unanimidad de los afectos. Él había cooperado de manera eminente al acercamiento de muchas personalidades de Latinoamérica al diálogo permanente y fecundo con España.

12 Diciembre 1981

Justino Azcárate, caballero con caballo

Manuel Vicent

Leer
Justino de Azcárate recibió una de las mayores sorpresas de Su vida el día 15 de junio de 1977. Acababa de llegar a su despacho en la Fundación Mendoza, en Caracas. Una secretaria le anunció que le llamaban por teléfono desde Madrid. El interlocutor, al otro lado del Atlántico, era el Rey, de España, Juan Carlos I, quien le pedía que aceptara su decisión de nombrarle senador real. Azcárate, leonés con pedigrí de más de doscientos cincuenta años, aceptó sin dudas, y, se convirtió así en un ilustre republicano al servicio del Rey, Justino de Azcárate, que ya ha cumplido 78 años, tiene casta de intelectual liberal heredada de su antepasado Gumersindo, acrisolada en la Institución Libre de Enseñanza, y ejercida en sus oficios públicos y privados. Siempre se confesó republicano, pero sin radicalismos ni vanos cultos a las formas del sistema. Así pudo integrarse, tras 38 años de exilio, en una tarea nueva, auspiciada por un nuevo sistema.

Sobre los papeles de la mesa cabalga un caballo de bronce. Justino Azcárate se levanta, sonríe con elegante timidez y alarga la mano muy elásticamente por encima de unos libros abiertos. Justino Azcárate es un caballero magro con una flexibilidad de jinete en la cadera breve, en el dibujo cóncavo de sus piernas largas. Está diseñado con un aire campero. El sol de la finca lo lleva metido en las grietas secas del rostro, en las mejillas bien labradas desde las patillas grises hasta la quijada de estanciero leonés. Pero en la biblioteca del despacho los boletines encuadernados de la Institución Libre de Enseñanza exhalan un perfume elitista de amor y jurisprudencia, algo así como a frasco de espliego de botica liberal. Esta es la mezcla: yeguas al galope y filosofía moral, gimnasia, ducha fría, pedagogía y laicismo a la sombra de la barba de Francisco Giner de los Ríos.-Mi primera visión del mundo es un anaquel con dos hileras de tomos relampagueantes, divinamente encuadernados: las obras completas de Platón y de Aristóteles, que había traducido mi abuelo don Patricio por primera vez en España. No le conocí pero mi abuelo don Patricio siempre estuvo muy presente en el recuerdo de la familia Había sido un tipo de mucho carácter, inteligente, latinista, liberal, nacido y criado en León, gobernador en varias provincias y traductor también de Leibnitz. En el León de principios del siglo XIX fue capaz de organizar reuniones filosóficas con gran asistencia de público y de estimular a mi abuela aunque era muy religioso, para que realizase una labor de asistencia cívica y de vigilancia laica en las escuelas. El primer antepasado mío que llegó a León, en 1690, era funcionario de Hacienda del rey. Se afincó en aquel feudo y desde entonces toda mi familia procede de allí, aunque conserve una estructura muy, vasca en el físico. Recuerdo que en la cárcel de Valladolid, donde estuve preso año N, medio durante la guerra civil, salía al patio con una boina y, al verme así se me acercaban los curas vascos prisioneros y me hablaban en eusquera. Mi abuelo don Patricio tuvo tres hijos: Gumersindo Azcárate, que fue la gran personalidad de la familia; Juan Azcárate, que se dedicó a la marina por haber descubierto el mar desde León, y mi padre, que era militar. A mi tío Gumersindo Azcárate le recuerdo muy bien, porque murió cuando yo tenía quince años. Vivíamos juntos, en dos pisos distintos, en la calle de Velázquez. No había tenido hijos y por eso muchas noches, siendo niño, yo le acompañaba y dormía en su cuarto. El leía mucho y dormía poco, cosa que hemos heredado todos. Alguna vez yo me despertaba, no sabía qué hacer y estaba inquieto en la cama. El se acercaba y me decía: «Toma, lee». Y me sacudía un libro, cualquier discurso de la Academia de Jurisprudencia, una de esas cosas tremendas que llevaba entre manos y, en efecto, aquello actuaba como un tóxico instantáneo. Mi tío Gumersindo era un hombre de gran atractivo personal, muy guapo de figura. Me vienen a menudo a la cabeza aquellos veranos que pasábamos en una finca a quince kilómetros de León, propiedad del abuelo, junto a un pueblo de la ribera, donde se reunía toda la familia. El tío Gumersindo estaba con nosotros mes y medio, dedicado totalmente a descansar, a pasear bajo los álamos y a hablar con la gente. Era un hombre muy cuidadoso con los sentimientos del prójimo. Siendo profundamente agnóstico, allí en el pueblo asistía muchas veces a misa para no confundir a la gente sencilla. Como tenía tanta influencia en los demás, si él no hubiera ido a la iglesia los domingos, el cura se habría quedado sin clientela. Durante treinta años seguidos fue diputado republicano por León, incluso alguna vez salió por el famoso artículo 29 al no haber otro candidato. Estuvo en las Cortes como jefe de la minoría republicano-socialista hasta poco antes de su muerte, que ocurrió en 1917. Don Gumersindo Azcárate había continuado la obra de Giner de los Ríos y fue en algunos momentos el hombre de confianza de la Casa Real, sobre todo en el período anterior a la coronación de Alfonso XIII, en tiempos de la reina madre. Y era además abogado de la Embajada inglesa. Son cosas que hoy no se explican. Entonces, la calidad moral e intelectual de una persona predominaba sobre cualquier circunstancia de orden político. El sectarismo no existía todavía.

Justino Azcárate está construido de alma con la pasta selecta de la Institución Libre de Enseñanza, con los finos materiales de un radicalismo que cuida delicadamente las formas. Se le ve estéticamente paralizado entre el deseo moralista de cambiar la sociedad y el temor a provocar con esto una in justicia. Pertenece a la vieja escuela, cuando en la política no había enemigos, sino adversarios, que después de gritarse en el Congreso se iban juntos del bracete a tomar zarzaparrilla a Fornos. Es el último ejemplar político que todavía cree en el atractivo personal por encima de la afinidad ideológica Lo ha mamado en las fuentes y lo lleva como una segunda piel, con un talante de caballista orteguiano.

-La iniciativa de la Institución Libre de Enseñanza se formó hacia 1873, cuando a Cossío, a Azcárate, a Salmerón y a Francisco Giner de los Ríos les quitaron de la cátedra y fueron confinados por negarse a prestar juramento de fidelidad a la monarquía y a la Iglesia católica. A don Francisco Giner lo desterraron a Cádiz, mi tío Gumersindo fue a parar a Cáceres y Salmerón terminó en Lugo. Aquella gente no era temperamental ni ideológicamente revolucionaria. La sociedad corrupta, la desigualdad de clases, la explotación en el campo y la miseria del obrero, según ellos, debían ser remediadas desde la base, a través de la educación. Eran catedráticos jóvenes, de treinta años, con una mentalidad laica, liberal, moral y progresista. En Cádiz, lugar de destierro de Francisco Giner, se concibió la creación de una universidad de carácter privado, donde la influencia oficial no impidiera ejercer libremente sus funciones. La idea partió de una oferta extraña que no llegó a cuajar. Unos ingleses del Peñón visitaron a Francisco Giner en su destierro gaditano, quedando muy asombrados de su calidad humana, de modo que quisieron aprovecharlo y le ofrecieron montar una universidad en Gibraltar. El proyecto estuvo muy adelantado y se suscribió una cantidad importante de dinero. Pero la cosa quedó ahí, no se sabe por qué. Luego, cuando a los catedráticos se les levantó el confinamiento, la idea de la universidad privada volvió a surgir en Madrid. Aquellos señores inspiraban tanta confianza que entre los seiscientos promotores había muchos aristócratas y reaccionarios, que sabían distinguir por dónde iba el hilo de los tiempos. Se habían enterado de que aquellos profesores estaban al corriente de lo que pasaba en Francia y en Inglaterra. Se encargó un proyecto de edificio, que es ese mismo de ladrillo rojo donde hoy está el Consejo Superior de Justicia Militar, en la Castellana. Cuando los muros se estaban levantando y ya se había invertido una parte del dinero, a don Francisco Giner le entró la duda. Después de pensarlo mucho, llegó a la conclusión de que aquello era empezar la casa por el tejado. No valía sacar ilustres filósofos y grandes ingenieros cuando la base era falsa. Había que empezar por abajo. Y aquellos catedráticos de tanto prestigio abandonaron eso y se convirtieron en maestros de párvulos. La Institución Libre de Enseñanza comenzó siendo un colegio de niños menores de trece años. Primero se estableció en un piso de la calle del Correo, lucoo se trasladó a una casa en lo que hoy se llama paseo de Martínez Campos, que entonces eran las afueras de Madrid. Así comenzó su influencia en la educación y en la evolución política. Se creó la Junta de Ampliación de Estudios con recursos oficiales, en 1908, para becar en el extranjero a la gente más significativa de este país, haciendo siempre equilibrios, según los cambios de Gobierno, todo con una mezcla de gran idealismo y perfecto realismo. La Institución Libre de Enseñanza convivió con la Monarquía parlamentaria, atravesó la dic

tadura de Primo de Rivera y murió el 18 de julio de 1936. Eso que ve usted en]a estantería es una colección completa de los boletines de la Institución. No creo que se conserven más de tres colecciones en toda España. Ahí está toda aquella experiencia pedagógica almacenada. A don Francisco Giner de los Ríos le conocí, pero muy poco. Le recuerdo en el verano de 1914, el último que pasó en San Rafael, en la casa de Ramón Menéndez Pidal. Estaba ya muy enfermo. Le estoy viendo sentado bajo los pinos en la puerta, en un sillón de mimbre, con la barba muy blanca. Yo tuve más contacto con el señor Cossío, que vivió hasta septiembre de 1935.

Zapatos y alpargatas

En aquel tiempo la educación cívica se expendía en el Reino Unido y la cabeza se amueblaba por dentro en Alemania. Entonces los españoles se dividían en dos: los que llevaban zapatos y los que iban en alpargatas con el dedo gordo fuera. A su. vez, esta minoría bien calzada también se subdividía en dos: los que sabían anudarse la corbata y los que se conformaban con llevar una bufanda de felpa cruzada en las costillas. La gente de corbata, por su lado, se volvía a partir: unos comían caliente dos veces al día y otros tiraban de bocadillo de tocino ayudados con navaja. Entre el mínimo reducto de los que llevaban zapatos, corbata y comían caliente había dos clases: unos pocos sabían rizar el meñique cuando tomaban el té y el resto echaba trozos de pan, en el puré de lentejas. Justino Azcárate era un niño con zapatos de charol y cuello de piqué almidonado que comía caliente dos veces al día y sabía rizar el dedito al elevar cualquier taza de porcelana fina a los labios. Niños como él había cuarenta en toda España, con una educación a la inglesa y con el pensamiento puesto en Alemania.

-Extrañamente, yo fui muy poco, a la Institución Libre de Enseñanza. Mi hermano Pablo, el heredero moral del tío Gumersindo, que fue diputado por León y luego embajador en el Reino Unido durante la República, se formó en esa tradición familiar, pero a mí me llevaron al Colegio Alemán. Y eso coincidió con la primera guerra mundial y lo pasé muy mal porque en mi casa todo el mundo era aliadófilo y en aquel colegio se respiraba un ambiente muy prusiano. Recuerdo que allí estudió conmigo el hijo pequeño de Romanones, Agustín de Figueroa, marqués de Santo Floro, que nos admiraba a todos porque llevaba hongo, siendo un muchacho tan joven. Al salir a la calle, por un motivo o por otro, siempre había golpes y el hongo de Agustinito salía por los aires. Después de cinco años así, ya fui a la Residencia de Estudiantes, donde se había creado un liceo de secundaria. Allí acabé el bachillerato. Luego empecé la carrera de Derecho. Y un riguroso condiscípulo mío fue Antonio Garrigues, que sigue siendo fraternal amigo por encima de cualquier contingencia política. También coincidíamos en algunas asignaturas, aunque era de un curso anterior, con Serrano Súñer y con José Antonio Primo de Rivera, que era un hombre extraordinariamente atractivo. José Antonio tenía un gran sentido de la amistad. Al principio estuve dentro de la posición de la FUE. Pertenecía a la Asociación de Estudiantes de Derecho con una actitud muy combativa contra el viejo régimen, todo lo putrefacto de aquella monarquía. Cuando llegó su padre y estableció la dictadura, a él se le creó un conflicto familiar grave. Al principio no cambió, pero al poco tiempo se dio cuenta de que su postura era imposible de mantener. Quería entrañablemente a su padre y eso le llevó a alejarse de nosotros. Mantuve amistad con él, lo veía de tarde en tarde. Vino a verme cuando yo era subsecretario de Gobernación, durante la República. José Antonio se presentaba a las elecciones más que nada para defender la memoria de su padre. Entonces aún no se había radicalizado. Su violencia comenzó al final de la República, pero me consta que él se dio cuenta de que su actitud estaba creando una situación peligrosa y en el último momento trató sinceramente de moderarse. Por mi parte, al al acabar la carrera fui ayudante de Adolfo Posada en la universidad e hice oposiciones a la cátedra de Derecho Político de Sevilla, pero las ganó Manuel Pedroso, un periodista muy sagaz, que luego fue embajador de la República en Venezuela, ya en tiempos de Franco, cuando el Gobierno republicano estaba exiliado en México. En Venezuela lo encontré y me dijo: «Tú sabías de Derecho Político mucho más que yo, pero no sabías nada de todo lo demás». No sé qué quiso decir.

Canto rodado

Es muy difícil que Justino Azcárate moleste a nadie. Su equilibrio de palabra, gesto y actitud tiene una suavidad de canto rodado. Eso que parece ser un talante descafeinado es la sangre misma del liberalismo. Los moralistas bien nacidos, criados en la vieja escuela, son así: altos, guapos, suaves, de una cortesía hormonal, pero llevan por dentro, del cráneo a los pies, un eje de acero que nadie sería capaz de torcer. Esta gente herbolaria que ha ido detrás de Giner de los Ríos buscando espliego por el Guadarrama es realmente dura.

-Yo estuve metido de lleno en la conspiración contra la dictadura de Primo de Rivera, muy cegado por la bandera tricolor. Por cierto que el cambio de bandera había surgido de un hecho muy trivial. Sucedió simplemente que en el testero de un viejo café federal de la calle de Echegaray ondeaba todavía un antiguo trapo de la primera república y a alguien se le ocurrió adoptarlo. Yo tenía contactos con el Partido Socialista a través de Julián Besteiro y de Fernando de los Ríos, que eran gente de la Institución Libre de Enseñanza, pero no fui socialista. Me movía más bien en torno a Ortega y Gasset. Cuando se creó el movimiento de intelectuales Al Servicio de la República, fui secretario de aquella organización. Desde el principio me vi en medio del ajo. Durante la represión que siguió al levantamiento de Jaca, Fernando de los Ríos vino a esconderse a mi casa. Y también en mi casa Largo Caballero y los demás decidieron entregarse al Gobierno para ir a la cárcel. Aquel gesto tuvo mucha significación política. Después llegó la República y salí diputado por León, según la tradición familiar. También Ortega salió por León. Nuestro grupo de intelectuales Al Servicio de la República consiguió catorce escaños y tuvo un valor testimonial. Allí estuve hasta septiembre de 1932, en que vino el famoso desencanto de Ortega y se disolvió la organización. Entonces nos aglutinamos en torno a Sánchez Román y formamos el Partido Nacional Republícano.

Nosotros, después, no entramos en el Frente Popular porque allí estaban los comunistas. Azaña también estuvo dudando.

La República fue el verbo flamígero y arborescente de Alcalá Zamora, el azote agrio e inteligente de Azaña, la pasión campechana y el talento natural de Indalecio Prieto, los ojos duros y claros de Largo Caballero, la elegante moralidad de Besteiro, la astucia de Gil Robles, la ira ancestral de Dolores Ibárruri, la apocalipsis patriótica de Calvo Sotelo. Allí en medio, Ortega y los suyos daban lecciones evanescentes, de mucha finura. Y todo se lo llevó la trampa por el sumidero de la historia.

-La guerra me cogió en mi finca de Villimer, junto a León, donde hacia mitad de julio fui a dejar a la familia. Por aquellos parajes, el levantamiento se hizo en nombre de la República y al principio se tocó el himno de Riego, aunque muy pronto se vio de qué iba la cosa. Un grupo de falangistas vino por mi, pero yo estaba ya escondido en la montaña por la parte de Ponferrada. Después, espontáneamente, me presenté al general Cabanellas, que, según me dijeron, quería verme. Y a la entrada de Burgos ya me detuvieron. Iba con mi cuñado Entrecanales y nos cogieron a los dos. A él lo soltaron a los cinco días porque tenía más influencias. Mi cuñado nunca se había metido en política y para evitarse complicaciones, en plan divertido, siempre decía: «Yo estoy en el fondo de la caverna, a mano derecha». De Burgos pasé a la cárcel de Valladolid. Durante unos meses tuve una situación relativamente protegida porque llegó un oficio del general Mola diciendo que yo estaba detenido como rehén a su disposición personal. Nadie podía sacarme de allí sin su autorización. Naturalmente, esa protección duró hasta que Mola murió en accidente. Después nadie intentó moverme. Y allí quedé hasta que me canjearon por Fernández Cuesta. Creo que el lado franquista ganó con el cambio. Con esta operación se pensó remediar lo que no se había hecho con José Antonio. Aparte de razones humanitarias y además porque era amigo, Indalecio Prieto quiso salvarlo creyendo que su presencia en Burgos crearía serias dificultades a Franco. Con Fernández Cuesta se imaginó lo mismo. Pero no sirvió de nada. Era menos importante de lo que parecía. Al salir de la cárcel, por razones de principio, yo no quise intervenir en la guerra. No dudé de mi simpatía e inclinación por el bando republicano, pero por cuestiones de humanidad me dediqué a trabajar en todo lo que sirviera de acercamiento entre los dos bandos. En esa tesis estaban Ortega, Marañón, Castillejo, Madariaga y gente importante de la política francesa e inglesa. A través del movimiento Paz Civil de España, desde París, participé en la promoción de canjes, indultos y conmutaciones de penas de muerte. Le escribí una carta muy larga y sentimental a Fernández Cuesta. No sirvió de nada. Me consta que la recibió. Todo quedó en silencio.

Después de cuarenta años de exilio en Venezuela, aquel caballero magro, de espuelas ahincadas en un elegante moralismo, ha regresado a España. Un día le llamó el Rey, otra clase de rey parlamentario. Y el caballero ahora cruza otra vez las bancadas del Senado como el último ejemplar de un mundo que se fue, de aquella fragancia política tan delicada que no volverá.