20 junio 2005

Apoyó activamente la transición democrática sin por ello renegar nunca de su apoyo al falangismo en su juventud

Muere el periodista franquista Jaime Campmany, columnista del diario ABC, cuya especialidad era el pitorreo contra la izquierda

Hechos

En junio del año 2005 falleció el columnista diario de ABC, D. Jaime Campmany.

Lecturas

LA ÚLTIMA ENTREVISTA EN TELEMADRID:

zap_campmany_yanke La última entrevista a D. Jaime Campmany fue en el telediario de TELEMADRID que presentaba D. Germán Yanke con la ayuda de Dña. Sandra Barneda.

14 Junio 2005

Ocho horas con Jaime Campmany

José Antonio Zarzalejos

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Conchita, hazme un café que con este artículo acabo de ganar el Cavia.

Y lo ganó. Era un diciembre de 1965 en la ciudad de Roma. Después de ocho horas de amasar en llantos y nostalgias la necrológica de su amigo César González Ruano, Jaime Campmany y Díez de Revenga compuso una joya literaria que con su audacia proverbial tituló «César o nada». Conchita le preparó aquel café con el amor de siempre, que para hacerlo no necesitó nunca que su querido Jaime -«le llamo guapo, y hermoso, y ya sé que no lo es»- le prometiera ni premios ni distinciones, entre otras razones porque obtuvo todos los posibles y supo aceptarlos desde el más sobrio hasta el más adornado con la humildad del que atribuye a Dios un don -el de la palabra escrita- que «sólo se cultiva, leyendo, aprendiendo, pero que te viene dado».

Jaime Campmany murió en la madrugada de ayer. Lo hizo con la rapidez que él preconizaba para el periodismo. «El periodismo es resolver en el acto, sin vacilaciones, es urgencia, es improvisación, es vivir siempre alerta». Así se fue, dejando a Conchita con los volantes del chequeo en la mano, y sin avisar a Laura, su hija poeta, que dormía en Bruselas, colaboradora de su padre y maestro -«aunque como poeta no sé si es mejor la hija que el padre», decía Conchita-, y huérfano al matrimonio filipino que servía en su casa que acogió al hijo que Jaime apadrinó y que lleva ahora su nombre. Y huérfanos, claro, a Emilio y a Laura. Y a muchos más, incluso a sus enemigos, que los tenía «a manta de Dios» -«yo doy si me dan, director, nunca soy el primero»-, aunque prefirió la displicencia al rejonazo de su prosa irónica. En esa suerte, resultaba temible porque entraba a matar recibiendo, a cuerpo limpio.

Sí, la verdad, Jaime se ha ido con rapidez, casi con prisa, apenas con unos síntomas de fatiga pulmonar, pero con el artículo del día enviado y niquelado. Campmany escribía para la gente, no para la posteridad. Ya lo advirtió: «¡Qué estúpidos los que dicen escribir para la posteridad! Y escriben las cosas más obvias, las cosas que se repiten eternamente, sólo porque cada año nacen nuevos ignorantes que las desconocen». Ese fue el secreto de su ya inmortalidad periodística: escribir para la gente, no para un parnaso intelectual, haciéndolo en «un papel que mañana estará marchito» y dejando «el alma en cada artículo». Jaime llegó a afirmar que él era sólo «un invento de mis amigos; mi único mérito es tenerlos a ellos, se inventan que algún artículo me sale bien y me publican en los periódicos».

Y es que dio a la amistad un valor casi idolátrico. Si por despedirse de forma sublime de su amigo González Ruano le dieron el Cavia, por hacerlo, de manera igualmente inimitable, de su también amigo y periodista Pedro Rodríguez le concedieron el González Ruano de periodismo. Entre uno y otro galardón mediaron veinte años. Por la amistad le llegó a Jaime Campmany el aplauso de los jurados y por la autenticidad de lo que escribía le alcanzó el éxito de lectores.

De lealtades supo Jaime lo que no está dicho y debiera quedar, precisamente ahora, para la hemeroteca. Por lealtad mostró su disposición a escribir sin cobrar -y quien recibió la oferta no me hará mentir- y a dejar de hacerlo si al editor nuevo no le cuadraba su presencia en estas páginas. Aquel y este -siempre y todos, menos los pequeños personajes- admiraron así de Campmany su enormidad periodística y le profesaron un permanente respeto y consideración.

Nunca Jaime se desdijo de sus creencias políticas ni contradijo su trayectoria pública. Y la tuvo bien nutrida en hitos de distinta naturaleza porque menudeó en justas con poderosos, desde banqueros a empresarios, sin que nuestro personaje se anduviese con chiquitas, porque a la palabra -él, que era licenciado en derecho y en filosofía- añadió la querella sin arredrarse por encumbrado que estuviese el querellado.

Fue Jaime Campmany valiente, pero nunca pendenciero, y quiso proteger su verdad con uñas y dientes, no consintió la mentira y defendió su razón hasta donde supo y pudo; y de saber y de poder estuvo holgado y en ambos menesteres se condujo con agallas. En tiempos camaleónicos, ni una sola vez se desmintió a sí mismo. Ni cuando en 1979 fue premiado con el Luca de Tena por un texto editorial para ABC -«Un año de democracia»- de impecable factura. Algún moscón, revirado en sus afectos, pretendió zaherirle y siempre Campmany le devolvía el soplamocos corregido y aumentado. Si algo ha manejado bien Jaime, además de la palabra, ha sido su biografía. A la que falta muy injustamente la condición de académico, pese al empeño que para que lo fuera pusieron Elena Quiroga y Camilo José Cela. Otros se interesaron más en lo contrario. Como no pudieron negarle jamás el mérito -novelista, historiador, poeta-, le intentaron descalificar por el palo de la ideología. La verdad sea dicha: Jaime Campmany nunca fue progre, que en determinadas ocasiones es una condición necesaria y suficiente para acceder a algunas complacencias.

El mes pasado, Jaime cumplió ochenta años y en tal ocasión afirmaba en estas páginas de ABC -veintiocho años de fecunda, inolvidable e histórica colaboración- que a esa edad «me lo puedo permitir todo». La realidad es que jamás se permitió nada que desmintiese su profesionalidad, su capacidad, su coherencia y su carácter compasivo. Jaime no quiso permitirse nunca la maldad, ni la traición, ni la venganza. Desde la atalaya octogenaria de su último mayo recordaba el abrazo que dio en una ocasión al más persistente de sus hostigadores; paladeó con anécdotas nostálgicas el ejercicio de libertad diario que practicaba en este periódico y celebró disponer de amistades en la derecha y en la izquierda.

«Tengo sólo lo que he dado», recitó Jaime Campmany cuando en 1966 recibió el premio Mariano de Cavia en la biblioteca de ABC, entonces en la madrileña calle de Serrano. Nuestro autor ha tenido mucho porque ofreció todo. Esta es la grandeza del periodismo, que Campmany entendió como sólo lo hacen los grandes de este oficio: como un compromiso «sin vacilaciones, urgente, alertado y con improvisación». Jaime Campmany ocupó ocho horas en redactar «César o nada», una de las más célebres necrológicas del periodismo español. Ahora he entendido por qué él, un taumaturgo del idioma, empleó tanto tiempo: porque cuesta decir adiós al amigo; porque una necrológica repentina y dolida no es un artículo preñado en el que lo escribe, sino al que hay que atrapar en un oleaje de sentimientos; porque es difícil explicar que un hombre que dice no escribir para la posteridad se instala en ella, como acaba de ocurrir con Jaime Campmany. En esa maldita posteridad que, siempre demasiado pronto, se lleva a los mejores.

14 Junio 2005

El maestro Campmany

Manuel Martín Ferrand

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EL periodismo -lo tiene escrito el maestro Campmany- es el arte cruel de convertir la vida y sus sucesos en hileras de letras minúsculas, en pequeños renglones de lacónicas hormigas sucesivas. En eso estamos hoy: en el dolor de la despedida a un gigantesco amigo en el que cabían, en cuidadoso desorden, la bondad y la mala leche, la memoria cruel y el olvido generoso y, más que nada, todas las palabras del idioma con la indicación expresa de sus dosis oportunas, sus excesos posibles y sus omisiones prudentes.

Jaime Campmany era una síntesis brillante del tiempo que le tocó vivir. Nació en los días en que el «Mein Kampf» apareció en las librerías de Berlín y nos deja ahora, cuando Europa pierde sus metas y España sus principios. Estuvo siempre donde le correspondió y estuvo con talento y con dignidad. Cabalmente. Yo le miraba de reojo todos los días por ver si se me pegaba algo y, gracias a su generosa amistad, algo aprendí de él. Me lo concretó una noche tras cenar en su casa o en la mía, que poco importa. Si alguna vez, me dijo, tienes dudas de lenguaje date un paseo por la Academia y échale una meada larga, impertinente, a la fachada de Felipe IV. Ahora lloro con dolor por no haberle hecho caso antes, cuando todavía me funcionaba el riñón y podía ejecutar, literalmente, sus recetas. Lo hago con el pensamiento.

La Lengua, el periodismo y nosotros nos quedamos solos. Campmany, adornado por la gracia de la pluma, era una rareza que, además, fundaba su arte en una cultura grande y grecolatina, exuberante y mediterránea, prudente y cristiana, generosa y conservadora: periodística y urgente con cimientos de gran profundidad y dándole prioridad a lo fundamental: la familia, los amigos, la lectura y los deportes vistos por la televisión, que cuando los vio en vivo y en directo ya supo hacer, también, magisterio de la crónica deportiva.

En el discurso del día en que recibió el Mariano de Cavia -por una necrológica de César González Ruano- anunció su epitafio: «Aquí yace Jaime Campmany. Consiguió que algunos amigos escribieran correctamente su apellido». Es verdad. Nos ha enseñado a escribir a todos. Incluso su apellido.

 

09 Octubre 2005

Que zapatiesta, Campmany

Antonio Burgos

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Querido hermano mayor de la Cofradía de la Columna: iba a decirte que la que te estás perdiendo. Borra, borra eso. La que nos estamos perdiendo nosotros sin ti. Te lo digo con este uniforme de colegio de huérfanos que tus lectores nos pusimos cuando te fuiste. Y en esta carta a modo de conferencia a cobro revertido. A cobro revertido por el «a firmar y a cobrar». Me has dado hecho este artículo.

Sabrás que Conchita nos ha mandado a tus cofrades el libro póstumo con tus escenas políticas completas en torno a la «Zapatiesta Zapatero». No te extrañe, por tanto, que ayer Manuel Martín Ferrand y antier Manuel Alcántara, que todos los grandes Manolos del articulismo te recuerden. De estar tú aquí dirías que te da alipori andar de promoción, como un Santiago Segura cualquiera. Ni punto de comparación. Tu ingenio para clavar la realidad de España sí que era un torrente tres de hermosicas palabricas. Un torrente más que Ballester.

Nos estamos perdiendo grandes artículos tuyos, y no hay derecho. Nos estamos perdiendo tu artículo de las escaleras. Dirías que por razones humanitarias y dadas nuestras tradicionales relaciones con los países árabes, mucho más cordiales ahora que cuando Franco, pues los moros nos han puesto a todos mirando hacia la Meca, la Fernández de la Vega va a firmar un convenio con Isidoro Álvarez para que las escaleras mecánicas del Cortinglés de Goya, sin premio, sean llevadas ora a Ceuta, ora a Melilla, a fin de que sus escalones rimen con la alianza de civilizaciones y con tócame los cataplines.

Nos hemos perdido, Jaime, tu artículo de los ilegales. Dirías que la palabra ilegal ha desaparecido. Como la palabra «negro». Como «separatista». Como la palabra sinónima de manflorita. Los ilegales del Sur son subsaharianos y los ilegales del Noroeste son nacionalistas. Pero tan ilegales, dirías, son los negritos del África Tropical que saltan las vallas del Monte Gurugú como los nacionalistas catalanes de las musolinianas camisas negras que saltan las vallas de la Constitución. Mientras que a los primeros hay posibilidades de que Marruecos los mande al Sahel por donde han venido, sin que proteste por el trato inhumano ONG alguna ni Bardem alguna, ni pegatina ni grito alguno llame «¡asesino!» al de la zapatiesta, a los segundos, a los que han saltado la valla del valle del Ebro, ya han tomado Madrid para irse de España. Unos quieren irse de España y otros dan la vida por venir. El Madrid que en 1939 tomaron los nacionales lo toman en 2005 los nacionalistas. Y no hay «No pasarán», porque la quinta columna está dentro del Congreso y en la Presidencia del Gobierno.

Nos hemos perdido tu artículo sobre la sirga tridimensional que sustituye a la concertina, toma nísperos. Es el abajo con el tiroliro, abajo con el tirolero que se traen. Tocan la concertina para armar la tremolina y que no se hable de que se rinden ante la ETA y claudica el Estado de Derecho. Nos hemos perdido cientos de artículos geniales. ¿Y el de Bono rebajado de rancho en el Consejo de Ministros, con pase de pernocta en Jaca? ¿Y el de la opa de chúpate Endesa, dirías, que estos chicos de la mamandurria catalana se creen que Europa es una opa con una mierda de euros por acción, mientras en heroica gesta resiste alguien tan hispánico que hasta se llama Pizarro? Todo esto, Jaime, nos lo estamos perdiendo. Y como le he pedido prestada su telefonía celestial a Fernando Villalón, puedo ahora escucharte:

-Antoñico, lo tuyo conmigo es como lo de Alfonso XIII con el bisabuelo de Pepote Borbolla en San Sebastián, cuando le dijo: «Perico, en Sevilla hizo ayer 43 grados a la sombra». Y le respondió: «Majestad, la que me estoy perdiendo». Lo mío, Antoñico, es igual, pero oyendo desde aquí la orquesta del Titanic mientras España se hunde lentamente con esta zapatiesta…