30 agosto 2007

Fue portavoz de la Junta Democrática donde se enfrentó con Trevijano y abandonó el PSOE decepcionado con la corrupción de la etapa Felipe González

Muere José Luis de Vilallonga, el aristócrata progresista que militó en el PSOE, se enfrentó a Trevijano y se hizo amigo del Rey Juan Carlos

Hechos

D. José Luis de Vilallonga fallece el 30 de agosto de 2007.

31 Agosto 2007

José Luis de Vilallonga, aristócrata y escritor

Juan Cruz

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Cuando José Luis de Vilallonga comenzó a quedarse solo era un noble que aún se reía de todo, y también de su biografía. Se había roto una pierna, o tenía una enfermedad venial que le obligaba a estar en cama, en Mallorca, donde pasó algunas de sus épocas más placenteras, hace de esto quizá 15 años, y vio de pronto que sólo se tenía a él, y a su hijo Fabrizio, para apoyarse.

«¿Tú crees», le preguntó a alguien, «que éste es el principio de la soledad?». Estaba en el mejor sitio del mundo, al que había llegado desde otros lugares maravillosos, Roma, París, Nueva York, Madrid, los grandes hoteles, las soirées más afamadas, los mejores directores de cine, Fellini entre ellos, y de pronto vislumbraba al fondo de las lentejuelas la soledad de la que había huido como del diablo.

Ése fue un principio atenuado de esa soledad, que conoció altibajos, pero que siempre estuvo ahí, amenazante. La disimuló, en todo caso, porque un caballero, o más precisamente un gentleman, no puede permitirse que se aprecien ni su ruina ni una tristeza; su carácter mostraba una punta de golfería a la que nunca había renunciado, desde que su padre lo mandó a la Guerra Civil del lado nacional hasta ese mismo instante en que sorbía un cóctel en la rotonda del hotel Palace de Madrid o en el George V de París. Ese episodio de la Guerra Civil, que le llevó a formar parte de un pelotón de fusilamiento, a los 16, lo explicó siempre como «normal en un periodo en el que nada era normal». Cumplía un castigo que le impuso su padre, decía, y su modo de recordar ese puesto en la contienda le valió el calificativo de cínico, que él borraba de esta manera: «No, la gente que me conoce sabe que no soy cínico; lo que pasa es que no soy solemne; acuérdate de que yo tengo una educación en parte anglosajona, y eso me impide ser solemne, y también me impide gritar».

Ese gentleman padeció momentos de zozobra, económica y sentimental; sufrió abandonos y seguramente también los provocó o los produjo, pero siempre aguantó a pie firme -era su apostura: él decía que un caballero no podía desfallecer en público- cualquier contingencia, con una mezcla, por igual, de soberbia y de pillería; prolongó sus memorias y los derechos de las mismas, como si hubiera vivido 10 vidas, pero las contó siempre con la elegancia y el desdén de quien las dice por vez primera.

Contando sus andanzas tenía ese aire que también cultivó (sin duda con otro estilo) otro noble que fue casi su contemporáneo, José María de Areilza: sabía escuchar, no hacía como que escuchaba, y sabía contar las anécdotas que vivió (y las que dijo que vivió) como pocos. De él es esa famosa anécdota de Fellini, que fue su amigo, que visitaba cada tarde a una puta, cuyo culo contemplaba con delectación, hasta que acababa la cita, y entonces el cineasta palmeaba el culo de la prostituta y se iba como si saliera aliviado de un confesionario. Escucharle a Vilallonga esa anécdota valía una cita de muchas horas.

Cultivó la literatura, pero en el arte de la memoria, aunque no creía en la nostalgia, fue donde su voz se hizo mejor; alcanzó cotas muy notables que hacían su escritura fluida y elegante, chismosa sólo hasta los niveles que se puede permitir un caballero. Su obra, La nostalgia es un error, de 1980, fue una cima suya en el género, en el que abundó luego; por ahí pasaron conocimientos suyos, como De Gaulle, Indira Gandhi, Brigitte Bardot… De otras formas, esa memoria tan poblada surgió también en otras obras; a pesar de que la nostalgia, en efecto, le parecía un error, la cultivó también en la conversación, de la que era un maestro, un seductor; la memoria era su manera, decía a veces, de detener el tiempo; el tiempo era, para él, un impostor que fue devastando su salud hasta los límites que tampoco se podía permitir un caballero cuya apariencia muchas veces fue también su fondo.

Cuando abordó la política lo hizo para servir a la causa monárquica, sobre la que siempre revoloteó, a veces más y a veces menos comprometido; y como tal militante político (si a Vilallonga se le puede adjudicar ese calificativo de militante en alguna de las cosas que hizo) fue un gozne muy bien engrasado en los primeros tiempos de la Junta Democrática, pues era un noble que hablaba muy bien con los comunistas y con los socialistas, entre los que militó hasta que estallaron los escándalos que él juzgó insoportables.

El periodismo fue para él una tentación y un triunfo: a veces manejaba información que parecía provenir de fuentes privilegiadas, y más de una vez revelaciones suyas asaltaron las redacciones como inspiradas por altos mandatarios del Estado. Sin duda contribuyó a ello su libro de éxito más espectacular, El Rey, donde juntó sus conversaciones con don Juan Carlos, en el que éste dijo «lo que tenía necesidad de decir», durante una larga convalecencia provocada por un accidente en el hielo. Ése fue un libro del que se sintió muy orgulloso y que le resultó un pasaporte político y editorial en un país donde él se sintió muchas veces incómodo, seguramente también por su propia causa.

Fue actor, con Louis Malle, con Blake Edwards, con Fellini, con Berlanga. De sus apariciones cinematográficas sacó muchísimo material para unas memorias que no acababa de terminar nunca; se complicó en la vida social del cotilleo y por eso fue portada de revistas del corazón; revelaciones suyas indeseadas le llevaron a los tribunales, en autos protagonizados por gente como Tita Cervera o Ana García Obregón. Estuvo casado tres veces, tuvo tres hijos. Era mucho más agradable y elegante que lo que dicen de él; cuando se sintió solo, en aquella lejanía de los años en que empezó a ser más dura su vida alegre, mantuvo siempre la convicción de que todos los males son pasajeros; creía, en todo caso, que vendrían tiempos mejores, y eso le mantuvo, hasta que la salud le dejó, como un caballero, enhiesto, aunque muchas veces se tuvo que apoyar en un bastón que simulaba que durante algunos años llevó como si fuera de adorno.

31 Agosto 2007

Un gentilhombre del todo incorrecto

Luis Antonio de Villena

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Conocí a José Luis de Vilallonga cuando se vino a vivir a Madrid (pasados los años 80) y tenía en su despacho una foto dedicada de Felipe González, porque en ese entonces el aristócrata erguido, simpático, bon vivant y muy distinguido iba de socialista absoluto. Creo que me lo presentó Luis Racionero.

Ya con manos pecosas y aire indolente, fumaba puros y hablaba de todo con una lejana indolencia o pereza, como el dandi que se aburre y sólo contempla el bulevar que transcurre al lado… Aunque nacido en Madrid el 9 de enero de 1920, era hijo de aristócratas catalanes. Su padre (con monóculo y una elegancia austrohúngara) era marqués de Castelvell -título que después heredó- con Grandeza de España. Su madre, la segunda hija del marqués de Portago; es decir, que por ningún lado le faltaron encopetados linajes.

Su educación, claro es, fue la que correspondía a tal mundo (aunque tenía 11 años cuando llegó la República), quizás ya con algo rebelde, pues se negó a seguir la carrera diplomática que le aconsejaba -o a la que le conminaba- su padre. Peleó en la Guerra Civil, en el bando franquista, según ha contado él mismo también por orden de un padre severo y muy conservador, pero los horrores que vio en la contienda y que narró en sus iniciales novelas (Fiesta y Allegro bárbaro) debieron impresionarle hondamente, primero para no ser de derechas -como su familia- pero además, supongo, para pasárselo bien y juzgar que la vida hay que vivirla a tope y lo mejor posible. Si se puede derrochar, mejor hacerlo…

Al acabar la contienda fratricida y viviendo en Barcelona, su nombre, su afición literaria (compaginable con la buena vida) y su supuesta adscripción franquista, le hacen joven y distinguido colaborador de notable prensa del momento, desde periódicos -ya desaparecidos- como El Noticiero Universal o Diario de Barcelona, a revistas semanales que representaron (y bien) la mejor intelectualidad de un tiempo trunco y convulso; hablo naturalmente de Destino.

Pero ésos no terminaban de ser los ideales de un muchacho distinguido, noble y algo golfante que precisaba y anhelaba mucha libertad. Usando las relaciones de su familia con la jet-set europea, que entonces se llamaba mejor café society, marcha a París y a Londres, se casa con una mujer distinguida, Priscilla Scott-Ellis, en 1945 (será oficialmente su esposa durante 27 años) y un año después tienen un hijo, John, que nace en alta mar, en un trasatlántico, rumbo a Argentina, donde sus elegantes papás comprarán caballos y se dedicarán a los suculentos y refinados negocios del mundo equino, el polo y las carreras ecuestres.

De nuevo en París -donde se instala en 1951- José Luis de Vilallonga («un tipazo», decían las señoras) decide no volver a España, declararse antifranquista, tornar a ser escritor, y además -él jamás vio contradicción en estas cosas- hacerse un play-boy internacional, en español castizo, un señorito calavera. Dotes y títulos le sobraban.

Se puede decir, sin temor a exagerar, que Vilallonga conoció a todo el mundo que había que conocer, desde el gratin a la farándula, pasando por la intelectualidad más marchosa. En España, naturalmente, más bien se le silenciaba. Desde personajes regios (Soraya, Grace Kelly, el rey Jorge de Grecia, los condes de París o los duques de Windsor, pasando por la propia casa real española en el exilio) hasta el artisteo más variado y glamouroso: Brigitte Bardot, Orson Welles, Federico Fellini, Audrey Hepburn, Charles Chaplin, Sophia Loren, Onassis o Catherine Deneuve, la nómina sería absolutamente apabullante… Noel Coward, el dramaturgo británico, dio ya maduro una magnífica respuesta a un periodista que le preguntó: ¿Una vida excepcional? Coward respondió: «La mía». José Luis podría haber dicho (y con mayor motivo) lo propio.

Al principio publicó libros en francés (que se tradujeron en España ya en la Democracia) y que como dije novelaban sus traumáticas experiencias durante la Guerra Civil o hacían gala de su mundanidad contra Franco: por ejemplo, Cartas desde París a mis paisanos los íberos; pero además hacía entrevistas para Vogue o Paris-Macht a sus famosísimos amigos, o trabajaba como actor en películas -a veces magníficas- donde solía hacer brevemente de sí mismo, desde Los amantes de Louis Malle, en 1958, a Patrimonio Nacional de Luis García Berlanga (1986), pasando por Desayuno con diamantes de Blake Edwards -1961- o Giulietta de los espíritus (1965), de Fellini…

Tampoco soy exhaustivo, ni mucho menos. La vida del joven y maduro Vilallonga parece un brillante desfile por una iluminada pasarela de mundanidad, lujo -tuviera o no mucho dinero, eso siempre se ha discutido, y al parecer mucho no tenía- con hombres brillantes y espléndidas mujeres, con alguna de las cuales se casó fugazmente, como con la bella Ursula Dietrich.

Sin embargo -y a pesar de la separación- de creer al propio José Luis en sus Memorias no autorizadas, el amor de su vida será Syliane Stella, con la que ha compartido más de 25 años, y quien le ha cuidado al final, con su hijo Fabricio, en su retiro último de Palma de Mallorca, enfermo ya.

En medio, el fugaz matrimonio (en 1999) con la periodista Begoña Aranguren -sobrina del fallecido filósofo- quien tras separarse del decaído y fabuloso aristócrata publicó en 2004 un libro en su contra: Vilallonga, un diamante falso. Como suele ocurrir en estas vidas fascinantes, quizá ególatras y desde luego irregulares, no han faltado últimamente ese tipo de libros desmitificadores, como el reciente (2006) de su propio hijo John de Vilallonga, Vilallonga, mi padre. Tal como lo conocí, donde lo trata de alcohólico y casquivano.

Aunque al fin de la época de Franco, Barral logró publicar aquí un libro de Vilallonga, Gold Gotha (1974), un brillante libro de sus entrevistas con famosos, nuestro personaje sólo sería conocido para los españoles cuando regresó al comienzo de la Transición. Entonces siguió siendo el personaje que había sido (socialista y mundano) y comenzó a publicar, ya en español, multitud de libros que, de un modo u otro, rememoraban esa vida de lujo, trabajo, viajes y príncipes terrenos. Citaré algunos: La imprudente memoria (1985), Mi vida es una fiesta (1988), El gentilhombre europeo (1993) -novelada, antes apareció en francés- o los aludidos tres tomos de sus definitivas Memorias no autorizadas, publicadas ente 1999 y 2002… Naturalmente, muchas colaboraciones en prensa y su polémica biografía del Rey Juan Carlos -basada en conversaciones entre ambos- El Rey, de 1993.

Contradictorio, esteta, vividor, holgazán que trabajaba mucho, oveja negra que era dorada, José Luis de Vilallonga ha sido un buen escritor que nos deja, (más importante) un personaje soberbio y singular, quizá un último Guermantes, aún no bien dilucidado, en sus postreros años confusos.