22 enero 2014

Muere Manuel Ángel Leguineche Bollar «Manu Leguineche», considerado el maestro de los periodistas corresponsales de guerra de España

Hechos

Murió el 22 de enero de 2014.

22 Enero 2014

Adiós al maestro de periodistas

Charo Nogueira

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Los Reyes elogian “el rigor y seriedad” del trabajo de Manuel Leguineche

De los seres humanos suele hablarse bien cuando mueren, pero en este caso los elogios coinciden con los que recibía en vida. En la capilla ardiente del periodista Manuel Leguineche, fallecido hoy en Madrid, todo son frases de corazón, admirativas y sentidas; las mismas que se deslizaron durante años en los cenáculos de las gentes de la prensa, poco dadas a la admiración pública del colega. Porque Manu tenía el aprecio de todos. Se ha ido el gran maestro de reporteros, el hombre, también, siempre dispuesto a ayudar a los compañeros, que se dejan caer por decenas en el tanatorio Interfunerarias San Isidro de Madrid a última hora de la tarde. Uno de ellos, en misión de servicio, era el responsable de comunicación de La Zarzuela, Javier Ayuso. Traía en un gran sobre blanco el pésame de los Reyes, una carta a la familia en la que los monarcas valoran al “gran profesional, de reconocida trayectoria periodística y literaria”, al hombre que informó, “con rigor y seriedad”. Por su máquina de escribir Lexicón 80, y luego por el ordenador, pasaron los grandes acontecimientos mundiales desde los años sesenta hasta los últimos del pasado siglo, descritos en miles de artículos que empezó enviando por télex (a veces con seudónimo) y decenas de libros. Un reportero total de los tiempos sin Internet, pero que, a escala, era él mismo casi un google avant la lettre: todo le interesaba, de todo intentaba saber y se documentaba al máximo antes de escribir una línea.

“Era un periodista de raza, un periodista humano que acudía al lugar de los hechos. Tenía que ver para contar e interpretar, sin olvidar nunca a quienes sufrían”, afirma la presidenta de la Federación de Asociaciones de la Prensa de España, Elsa González. “Era independiente, pero no indiferente. No estaba comprometido con una ideología, sino con el periodismo y la libertad. Era un profesional reconocido por todos. En un mundo de egos como el periodístico, él tenía muy poco”, añade.

González recuerda el papel pionero de Leguineche como creador de la primera agencia de información no oficial en la España franquista, Colpisa. “Arrancó en 1971”, explica la que fue su primera secretaria de redacción, María Jesús Arroyo. Y miembros y colaboradores de aquellos tiempos, como Amalia Sánchez Sampedro o Julián García Candau, entremezclan los recuerdos, las enseñanzas y las costumbres de Leguineche, incluida su devoción por el vino de Rioja, el chorizo de Pamplona y las anchoas. “Me enseñó que hay que estar donde están las noticias, que hay que ir donde pasan las cosas en lugar de hacer periodismo de ratón de ordenador”, dice Sampedro. Manu bramaba a sus periodistas cuando encontraba la redacción demasiado llena. “¿Qué hacéis aquí, en lugar de estar donde pasan las cosas?”.

En esos tiempos, el periodismo era compatible con la bohemia: se trabajaba duro, pero luego venían las cañas y la diversión. Tras dejar Colpisa, en 1982 Leguineche abrió otra agencia que primero se llamó Cover Prensa, luego LID y finalmente Fax Press, que terminó en manos del grupo Intereconomía. Manu se refugió entonces en las colaboraciones y acabó por instalarse en La Alcarria, con saltos a Almería. La enfermedad fue ganando terreno.

A él, postrado sobre todo en los últimos ocho años, le siguió interesando el mundo hasta el final. Hace apenas una decena de días comentaba con amigos en su caserón de Brihuega (Guadalajara) la situación de los periodistas secuestrados Javier Espinosa y Marc Marginedas, relata González. “Hasta el último día ha estado enterado de todo”, asegura. Los últimos cinco, ingresado en la Fundación Jiménez Díaz, donde murió esta mañana . Se fue “en silencio, tranquilo”, asegura Rosa Leguineche. Su otro hermano, Benigno, añade: “Nos sorprendió cómo quería vivir a pesar de que ya no podía expresarse. No hablaba, pero sonreía a veces”. “Ha exprimido la vida a tope. Ha sido muy valiente. Ha aguantado el dolor. Cualquier otro se habría desesperado en su situación, pero él encajó muy bien la enfermedad (cáncer de colon, diabetes, degeneración neurológica). Ha sonreído hasta los últimos días”, asegura su médico de cabecera “y amigo”, Manuel Millán.

“Nunca he encontrado a nadie que hablara mal de Manu. Se ha ido el mejor de todos nosotros”, zanja el periodista Vicente Romero. “Leguineche debe ser una referencia en todas las facultades de periodismo”, plantea la presidenta de los periodistas, preocupada porque parte de la obra del reportero no se ha reeditado, como uno de sus títulos clásicos, El camino más corto, que narra la vuelta al mundo de un Manu veinteañero que luego aterrizó en la guerra de Vietnam, una de las muchas que presenció. La FAPE quiere que la obra de Leguineche siga viva, como la mejor enseñanza del periodismo de antes de Google, del periodismo con mayúsculas, el arte de contar a la gente lo que le ocurre a la gente. Al morir, Leguineche apenas tenía 60.000 resultados en Google. Pero la cifra va en aumento.

El reportero ha emprendido su último viaje. Sus amigos le lloran con sonrisas.

23 Enero 2014

Te daré un beso

Fernando Múgica Goñi

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Se me agolpan los muertos. Me vienen a ver cada noche. Forman una fila ordenada alrededor de mi cama y sonríen no se muy bien por qué. Ahí está Michel Laurent, el premio Pulitzer de fotografía. Tiene la misma cara que aquella mañana de abril de 1975 en Saigón. Desayunaba dos mesas más allá con sus leicas cerca de la mantequilla. «Vamos a Bun-thao», comentó. «Creo que aún está abierta la carretera». Nosotros, los españoles, fuimos más tarde por la misma ruta. Al volver supimos que le habían matado.

También me sonríe, al pie de mi cama, Olivier Rebbot, el francés. Trabajaba para Newsweek y coincidimos en Guatemala. Nos pilló en el aeropuerto el segundo terremoto. Yo disparé sin mirar, por instinto, dos veces con la máquina y el angular que llevaba colgada al cuello. «¿Has hecho fotos?», me dijo. «Yo sólo he corrido». Y ya no hubo forma de consolarle en el resto del viaje. Le mataron unos meses más tarde en la guerra de El Salvador, probablemente porque se había propuesto no correr nunca más.

Casi se me sientan en la cama Juan Ramón Martínez y Tomás Muro. Con el primero compartí unos días pagados por el Tío Sam en un portaaviones de la VII Flota estadounidense en el Mar de la China. El segundo era mi carabina cuando pretendía ligar con una novia que tuve en tercero de periodismo. Un accidente inexplicable les fulminó en la autopista de Behobia, malogrando cualquier esperanza racional para el Egin.

Y los cámaras Alaiz y Reverte y tantos y tantos otros. Y Julio Anguita, al que en un alarde de estupidez convencí para que se fuera tranquilo a la guerra de Irak ya que «si vas empotrado con las tropas americanas nunca vas a estar a más de un kilómetro de donde suenan los tiros». Le mató un obús que venía de ninguna parte. Y Julio Fuentes, que me hace gestos para que no me lo tome tan a pecho, con su sonrisa de medio lado, mientras me pregunto quién pagó las últimas cervezas en el pub, al lado del periódico, cuando despotricamos de nuestro director, de todos los jefes y de todos los editores del planeta, sólo dos semanas antes de que te dejaran tendido en aquella curva de Afganistán.

Y esta noche, al lado de mi cama, habrá un colega más. Estará Manu Leguineche y lo peor es que seguro que me pide excusas por no haber caído en combate. Por haber muerto masacrado lentamente por una enfermedad canalla que lo dejó imposibilitado y casi ciego durante demasiado tiempo, en plena era de internet y de los reportajes milagro para los que no hace falta tomar, a deshoras, tres aviones, dos trenes, cinco autobuses, dos helicópteros y un par de barcos para luego caminar unos buenos kilómetros, sólo para comprobar que el ser humano se sigue matando en una estúpida rueda sin fin.

Manu, me piden que escriba algo sobre ti, pero soy incapaz. Perdóname. Sólo se me ocurre que esta noche, cuando te pongas con los demás alrededor de mi cama echemos unos whiskys y nos contemos, una vez más, todas esas anécdotas de la tribu que ya no interesan a nadie. Las historias de una generación de reporteros irreductibles que no supieron reconvertirse en oficinistas con tableta. Manu, sabes que siempre te he querido. Esta noche te daré un beso.

24 Enero 2014

Manu, en el corazón

Felipe Maraña Marcos "Felipe Sahagún"

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Hace más de 30 años torturé a Manu obligándole a leer más de mil páginas sobre los corresponsales españoles en el extranjero desde que existe la imprenta –mi tesis doctoral– y le pedí que me escribiera el prólogo. En los diez folios que me envió está contado casi todo: el privilegio que fue (como decía Oriana Fallaci cuando todavía palpitaba en ella un corazón de izquierdas) viajar al extranjero durante la dictadura, en la que casi ningún español podía hacerlo salvo como emigrante, exiliado o refugiado; la suerte de que, por hacer algo que nos gustaba, encima nos pagaran; la adrenalina que produce el ver con tus propios ojos la guerra o la tragedia; la posibilidad de contarlo, excepcionalmente en primera página; la devaluación que lo internacional sufrió en la Transición cuando nos jugábamos algo mucho más importante aquí en casa: la libertad; la esclavitud del transistor de onda corta, siempre pendientes de la BBC; en ocasiones el morbo o, como decía Dominguín, la droga del miedo; mucho más que el miedo a morir, lo que quema y destruye al enviado especial es el estrés de lo secundario: el teletipo, el teléfono o internet cuando dejan de funcionar; las mentiras de los gobernantes y sus voceros, los hoteles inmundos y carísimos, la miseria que padecen centenares o miles de millones de seres humanos.

Hay que ser, insistía Manu, hipocondríaco, sarcástico, jeremiaco y masoca para sumarse a este club de soñadores, ambiciosos, solitarios y faltos de cariño.

A él nunca se lo dije, pero siempre he pensado que Manu, como el mordaz González Ruano, sobrevivió a su larga travesía por ese infierno maravilloso del enviado especial refugiándose en la tierra (el paseo, la caza, la partida…), en los amigos, en el gran reportaje de prensa y de televisión y, principalmente, en los libros.

Desde niño se empapó de historias de guerras en las revistas de su padre. En cuanto pudo, empezó a viajar porque, como decía citando a Freud, «uno viaja para escapar del padre». En sus viajes encontró una especie de terapia, tiempo para re- flexionar y un mundo por descubrir. Por encima de todas las carreras, en los viajes y en el periodismo descubrió, como los mejores de la tribu, según sus propias palabras, «una conjunción irresistible».

Desde El camino más corto, su primer libro, hasta mis últimas conversaciones con él, en su casa de Brihuega, vigilados de cerca por la celosa gata Muki, Manu es para muchos de nosotros una especie de hermano mayor que se fue pronto de casa, pero que nunca dejó de escribirnos y siempre acabó regresando con los suyos. Ya sé que escribió para todos, pero lo hizo con un estilo tan personal y atractivo que cada uno recibimos sus palabras como si estuvieran escritas sólo para nosotros.

Supongo que tiene que ver con los personajes que eligió, con la riqueza de las anécdotas, con la huella de los testimonios, sus héroes y sus villanos, tantos rostros inolvidables, tantos recuerdos que alumbran el presente y tantas historias lejanas que parecen, de su mano, sucesos de esta tarde. Todo entrelazado, sin rupturas, con un humor dulce, un tanto socarrón, y el escepticismo de los mejores periodistas: ni cínico ni creyente, siempre buscando, siempre expectante, documentando cada página, cada entrevista y cada libro con una paciencia y una capacidad de sacrificio excepcionales. Afortunadamente, la profesión y la sociedad lo reconocieron concediéndole todos los premios importantes.

Nueve de cada diez periodistas –seguro que me quedo corto– viajan, escriben y hablan en periódicos, radio, televisión o internet de lo que hacen y, sobre todo, de lo que dicen los poderosos. Manu, como los mejores, se pasó medio siglo cubriendo lo que hacen y dicen, sobre todo, las víctimas, los débiles.

Hay pocos dictadores, tiranos y genocidas que no haya retratado, pero jamás se dejó tentar por las limusinas o por los despachos con los que los poderosos premian a los periodistas serviles. Su despacho, su bandera y su ideología estuvieron siempre en las carreteras y caminos polvorientos de los terceros y cuartos mundos del norte y, sobre todo, del sur.

Gracias a él, leyendo aunque sólo sea un poco de lo mucho que ha escrito (47 libros, según mis cuentas), en este mundo cada vez más peligroso y desigual, es fácil distinguir a los buenos y a los malos, a los cuerdos y a los locos. En sus primaveras del este, en sus tribus y en sus volcanes, en sus dioses y en sus demonios, en el apocalipsis de Mao y en tantas batallas del siglo XX por él contadas aprendimos lo que no suele aparecer en los mejores manuales de relaciones internacionales.

Quiero creer, aunque me cueste, que para los millones de ángeles perdidos, para todos los niños destrozados en vida mucho antes de perder el cuerpo por las guerras y sus secuelas, a quienes dedicó el premio Espasa de Ensayo de 1996, mientras exista algún Manu Leguineche queda alguna esperanza.

Fue uno de los mejores y, seguramente, el más modesto discípulo de la generación del Norte de Castilla de Delibes, su segundo padre, su punto de referencia, la persona de la que se acordó siempre que tuvo algún problema grave. La armonía que Delibes encontró en la tierra de campos vallisoletana, Manu la descubrió en la Alcarria de su gran amigo Camilo José Cela. En la escopeta, el perro y el amanecer donde Delibes redescubrió el génesis tantas madrugadas, Manu se reconcilió con lo que más quería: la tierra y sus gentes, el equilibrio, tan raro, entre el ser humano y la naturaleza.

Nunca fue hombre de muchos consejos, aunque siempre tuvo cerca a periodistas que se los reclamaban: los amigos enamorados echados de sus casas por señoras cabreadas, los frustrados por fracasos profesionales, los soñadores y emuladores que necesitaban estar cerca de él como si de un cargador de energía humana se tratara, antes de salir hacia el aeropuerto, camino del siguiente reportaje, de la siguiente guerra: Jesús Picatoste, Juan González Yuste, Luis Garmat…

Autodidacta, vasco universal, alcarreño de corazón, independiente pero nunca neutral, solitario del que todos querían ser amigos… «Siempre quedan flecos, países por conocer y tragedias sin contar», repetía, postrado en su lecho como viejo león herido en palabras de su hermano Vicente Romero, a un amigo común en el reportaje más bonito emitido en radio sobre su vida (Radio 1, programa Siluetas, junio de 2006).

Recuerdo, como si fuera hoy, el día que le entregamos el primer premio Cirilo Rodríguez al mejor corresponsal y enviado especial español. «No me hagáis hablar ante todos, que me siento fatal. Además, vosotros habláis mejor». No era verdad y él lo sabía. He conocido a pocos conversadores tan amenos, con memoria tan prodigiosa, capaz de recordar los detalles más rocambolescos de la historia, del cine, del periodismo y del deporte.

Hoy entiendo mejor por qué huyó siempre de las luces y del ruido. «¿A qué viene tanta prisa?», se preguntaba en Brihuega tras dar varias vueltas al mundo desde aquel lejano 1965. Y él mismo respondía: «Uno necesita el cronómetro para decir ¡basta, esto se ha terminado! Me da igual un mes, una semana o un año. Se ha terminado».