14 enero 2024

Colaboró con Federico Jiménez Losantos en EL VIEJO TOPO

Muere Miguel Barroso Ayats, el ‘hombre fuerte’ del actual Consejo de Administración del Grupo PRISA y cofundador de LA SEXTA

Hechos

El 14 de enero de 2024 se conoció la noticia del fallecimiento de D. Miguel Barroso Ayats.

Lecturas

D. Joseph Oughourlian (Presidente del Grupo PRISA): “Lamento profundamente el fallecimiento de Miguel Barroso. Ahora mismo, todos estamos en estado de shock ante la inesperada noticia. Mi relación con él ha sido magnífica. Siempre ha aportado, tanto a mí como al consejo de administración de PRISA, su extraordinaria experiencia profesional. Quiero transmitir mi más sentido pésame a la familia de Miguel. Todos los miembros del consejo de PRISA estamos de luto por la desaparición de una persona de su gran valía”.

D. Jordi Gracia (Comité Editorial de EL PAÍS): «Como consejero de Prisa trabajó por que los medios del grupo garantizasen la pluralidad informativa y de opinión en España y devolver a EL PAÍS y la SER al lugar en que históricamente habían estado».

14 Enero 2024

Querido Miguel

José Miguel Contreras

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Seguramente, Miguel Barroso es el ser más libre que nunca he conocido. Hizo, casi siempre, lo que quiso. Jugaba las partidas a las que la vida te enfrenta sin miedo alguno al fracaso

Todo un personajazo. Pocas personas he conocido en mi vida con mayor capacidad expresiva y con menos voluntad de exteriorizar sus propios sentimientos. Miguel Barroso dominaba la técnica de despertar fascinación en cualquiera con el que se encontrara. Era un conversador permanente, agudo, culto, perspicaz, divertido, interesante, original. Le gustaba deslumbrar. Sabía cómo hacerlo y casi siempre lo conseguía. Su especialidad era crear con todo aquel con el que conectaba una relación personalizada que hacía que el otro se sintiera diferente a los demás.

En realidad, su mayor riqueza consistió en saber sacar de los demás lo mejor de sí mismos para formar parte de su mundo. Él tampoco arriesgaba mucho. Hacía que la gente se sintiera encantada al abrirle la posibilidad de compartir con él alguna aventura fascinante, ya fuera cultural, sentimental, política, enredadora o puramente festiva.

Es imposible explicar su vida de forma diacrónica. Siempre se esforzó por vivir varias existencias en paralelo. Decir que ha vivido 70 años es absurdo. Ha mantenido siempre varias vidas simultáneamente. No podía permitir que algo interesante sucediera en su entorno sin que él tuviera un papel protagonista. Su táctica era siempre la misma. Allí donde llegara, se adueñaba inmediatamente del espacio común y pasaba a dirigir las operaciones. Sólo sabía mandar. Obedecer nunca le apeteció.

Miguel, básicamente, ha hecho en su vida casi todo lo que le ha apetecido. No le recuerdo prácticamente ninguna frustración, ni ninguna aspiración no conseguida. Peleaba logros diferentes a todos los demás. Por eso le era tan fácil ganar siempre las batallas. Nunca buscó el dinero, ni un cargo que le diera reconocimiento profesional, poder ejecutivo o presencia pública. Tuvo salarios extraordinarios en responsabilidades laborales de primer nivel en el sector privado que abandonaba en cuanto empezaban a convertirse en rutinarias o le obligaban a dedicarles un tiempo que no estaba dispuesto a perder.

El presidente Zapatero lo conoció muy bien. Hizo de él la mejor definición que jamás escuché. Decía que Miguel Barroso, cada vez que llegaba a un punto de destino, lo primero que hacía era buscar la vía para fugarse en la primera oportunidad que surgiera. Era imposible de amarrar. Nada le agobiaba más que sentirse encerrado o sin posibilidad de vivir una nueva experiencia.

Seguramente, es el ser más libre que nunca he conocido. Hizo, casi siempre, lo que quiso. Jugaba las partidas a las que la vida te enfrenta sin miedo alguno al fracaso. Si perdía, sabía que en realidad representaba una gran ventaja. Se le abría una nueva puerta de salida. En su colaboración con la política, una de sus grandes pasiones, esta forma de entender la vida fue la clave de su éxito. Nunca aspiró a nada. Nunca pidió nada. Nunca recibió nada.

Era un hombre profundamente de izquierdas y su única implicación política era la de ayudar y enredar siempre que alguien solicitara su participación, siempre desinteresada. La recompensa era poder participar en un momento histórico y contribuir a que saliera adelante como él deseaba. Saber perder en la vida es una habilidad muy difícil de sobrellevar para la mayoría. En política, aún más. Pero a Miguel no le terminaba de afectar. Le molestaba perder, aunque no era lo habitual. La clave de muchas de sus grandes victorias derivaba de esa ventaja extrema que suponía no tener miedo a la derrota.

Una de sus frases míticas en la política española la escribió para Felipe González en 1993, aquella increíble noche en la que el PSOE consiguió ganar las elecciones contra todo pronóstico. El presidente González sabía que había ganado gracias al respaldo de última hora de una ciudadanía dolida con la deriva del Gobierno en los últimos años. En lugar de salir a presumir de victoria, a Miguel se le ocurrió una frase humilde, vigorosa y agradecida. Felipe González la dijo con esa autoridad que sólo él desplegaba en aquel tiempo: “He entendido el mensaje”.

Nos hicimos amigos en 1983. Han pasado cuarenta años. Hemos compartido juntos infinidad de experiencias de todo tipo. En multitud de ocasiones han tenido que ver con actuaciones que otros han protagonizado y a los que en justicia les corresponde el mérito de lo ocurrido. Profesionalmente, prácticamente nunca hemos trabajado juntos. Chocábamos inmediatamente. Sin embargo, hablando, dando ideas, proponiendo alternativas, echando una mano cuando alguien lo requería creo que hicimos un buen tándem.

Hemos compartido en más de cuarenta años juntos multitud de aventuras y desventuras. Nuestras eternas conversaciones siempre terminaban recordando los detalles de cada historia en la que estuvimos presentes. Miguel tenía una magnífica memoria. Todo lo contrario que yo. Nuestra charla infinita consistía en que él, el mejor narrador de historias que haya conocido, me contara con detalle lo que se suponía que nos había ocurrido. Por supuesto, nunca me importó que novelara todo lo que quisiera. Las mejores anécdotas, con los años, fueron creciendo, pasando de lo increíble a lo absolutamente alucinante.

Como dos buenos hermanos, nos hemos peleado en infinidad de oportunidades, tantas como las que nos hemos reconciliado. En realidad, siempre fui yo el que manifestaba el perdón. A él le resultaba muy complicado llegar a expresar un sentimiento seriamente afectivo. Hace unas semanas, le reproché, por enésima vez en la vida, la falta de atención que prestaba a los afectos, al compromiso de la amistad. Siempre jugué con la ventaja de saber que esos sentimientos los tenía, aunque fuera incapaz de mostrarlos. Para mi sorpresa, por vez primera en cuarenta años, me pidió perdón y me aseguró que no volvería a descuidarse. Me impresionó y me emocionó. Por supuesto, siguió comportándose exactamente igual. No sabía ser de otra manera.

Nuestra última aventura ha tenido que ver con el intento de revitalizar el grupo PRISA, en apoyo del impulso encabezado por Joseph Oughourlian. Estábamos inmersos en esta batalla. Hablábamos a menudo de que esta tenía que ser nuestra última aventura profesional. Por primera vez, en realidad, estábamos colaborando juntos en un mismo proyecto laboral, aunque fuera en espacios bien separados. Su muerte nos deja desguarnecidos, desarmados. Pero seguiremos adelante. Se lo debemos.

Esta semana teníamos ya previsto vernos. Hubiéramos quedado a cenar en algún restaurante cerca de su casa, como siempre. Adoraba fingir que podía desplazarse a cualquier sitio. Era mentira. Siempre acababa llevando a todos cerca de su casa, dentro de los límites de su territorio. Eso sí, se dejaría invitar para dejar claro que no era el anfitrión.

Inevitablemente, querido Miguel, te voy a echar de menos. Hablar contigo ha ocupado una parte importante de mi vida. No sé bien quién me va a rememorar nuestras peripecias, convertidas por ti siempre en hazañas bélicas.

15 Enero 2024

Trataremos de reírnos, Miguel

Pepa Bueno

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Barroso, fallecido a los 70 años, se caracterizaba por la conversación inteligente y divertida, el análisis fino y el respeto absoluto por el trabajo de los periodistas.

Es difícil pensar con lucidez cuando el dolor y el sentimiento de pérdida siguen al shock por la muerte inesperada de Miguel Barroso. Pero hoy se impone la necesidad de despedirlo bien y ojalá la reflexión que voy a compartir no hubiera tenido que hacerla como homenaje póstumo. Siempre llegamos tarde a decir las cosas que importan.

Establecer la distancia justa con el poder, dentro y fuera de su empresa, es una tarea fundamental para un periodista. Porque esa convivencia forma parte de la naturaleza de nuestro trabajo, también la tensión que conlleva, por eso es imprescindible delimitar bien el terreno de juego. Pero para bailar bien este baile hacen falta dos que se lo crean. Lo contrario acaba con el periodista o con el periodista en la calle.

He tratado a Barroso en dos etapas diferentes de mi vida profesional. De 2004 a 2006 siendo él Secretario de Estado de Comunicación y yo en la tele pública como directora-presentadora de Los desayunos de TVE, y otros dos años, estos últimos, él ejerciendo como consejero editorial del grupo PRISA, yo directora de EL PAÍS. Ni entonces ni ahora tuve nunca que señalarle las líneas rojas, aunque muchas veces no estuviéramos de acuerdo. Mi experiencia con él ha sido la conversación inteligente y divertida, el análisis fino y el respeto absoluto por el trabajo de los periodistas. Que esto les resulte inconcebible a tantos dice mucho del momento que vive el periodismo.

Le espantaría saber que hoy estamos todos escribiendo sobre él. Tenía alergia al protagonismo público —llevaba con resignación ser un tentetieso al que golpear para darle a EL PAÍS, la SER o PRISA— y, sin embargo, conservaba intacto el placer de estar en la primera fila donde ocurren las cosas —el periodista que no dejó de ser— y la voluntad de que este mundo fuera un poco más vivible —el compromiso con unas ideas que nunca ocultó y que siempre estaba dispuesto a discutir con elegancia con quien pensara distinto—. Ese era su poder en realidad, hablar con todos, saberlo todo, y disfrutar buscando soluciones, nuevos caminos. Disfrutar y comprometerse con la pasión de su tiempo, este tiempo, no el de ayer, el de hoy. Como escribió Jordi Gracia en Tinta Libre, y publicamos en EL PAÍS, no es la edad, es el poder, la gestión del poder presente, pasado o ausente, la que nos hace perder pie con la realidad. Barroso no lo perdió.

Hoy sería uno de esos días en los que nos reiríamos a carcajadas leyendo lo que se está escribiendo de nuevo sobre él, esos superpoderes que le permitían inspirar al sanchismo, asaltar empresas, maniobrar con accionistas, renovar redacciones, diseñar campañas electorales, controlarlas en los mítines, en las redacciones, en las redes, hacer portadas, editoriales, programas, susurrar al oído y cantar habaneras. Todo a la vez en todas partes. Esa caricatura que pasean quienes necesitan creer o hacer creer en grandes conspiraciones para justificar prosaicos fracasos personales.

Trataremos de reírnos, Miguel, aunque hoy nos costará sin ti.

15 Enero 2024

Miguel Barroso: el corazón de un amigo

Javier de Paz

(Telefónica)

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Había algo mineral en su esencia, de un mineral muy duro. Era una roca, el acantilado que frenaba la embestida de todas las olas, el muro de contención en el que todos sus amigos confiábamos

Cuando me llamó Dreydi, su mujer, desde Portugal para que me acercara a su casa porque algo iba mal con el corazón de Miguel Barroso, no me lo podía creer. Y todavía ahora me resulta increíble la amarga realidad de que no volveré a escuchar la voz jovial y apasionada de mi querido amigo. Esa misma mañana del sábado en que nos dejó, recién llegado Miguel de La Habana, hablé con él un par de veces por teléfono. Fueron conversaciones como las que siempre teníamos.

Había algo mineral en la esencia de Miguel, de un mineral muy duro. Miguel era una roca, el acantilado que frenaba la embestida de todas las olas, el muro de contención en el que todos sus amigos confiábamos. No será fácil asimilar la certeza de que la muerte derriba todas las murallas y de que además, como cantó Silvio Rodríguez, “anda en secreto”. Miguel se ha ido muy pronto y por sorpresa de una vida que, junto a él, era una fiesta: un banquete de amigos, una celebración familiar, un goce intelectual, un elogio constante a la brillantez, un compromiso con una España mejor. Sé que nunca volveré a disfrutar tanto un buen habano, nunca encontraré mejor compañía, mejor conversación; lo sé.

Muchos han elogiado ya su brillantez, la agudeza de una inteligencia privilegiada, y su enorme cultura. Miguel tenía una agilidad mental vertiginosa, que te dejaba siempre boquiabierto. Su creatividad parecía no tener límites. Escribió dos novelas estupendas, pero podría haber llegado más lejos tanto en el periodismo como en la literatura. Creo que podría haber sido uno de los mejores escritores en español. Si no lo hizo, es porque le apasionaba la acción. Y porque no le importaba dejar que fueran otros quienes protagonizaran las grandes ideas que él tenía, que otros firmaran sus artículos o leyeran sus discursos. Era una persona a quien le gustaba más estar en la sala de máquinas que en el puente de mando. Huía del protagonismo, quizá porque sentía que los focos le restaban libertad, pero también simplemente porque era de personalidad huidiza. Y encontró en la comunicación la mejor forma de acomodar el brillo de su inteligencia, su personalidad y su deseo de transformar la realidad.

Porque Miguel fue un hombre muy comprometido. Procedente de una familia acomodada, desde muy joven, hizo suya la undécima tesis sobre Feuerbach de Marx, y se lanzó a transformar el mundo. Coqueteó con el maoísmo, como muchos jóvenes de nuestra generación, pero se aproximó muy pronto al PSOE. Colaboró con iniciativas culturales, algunas vinculadas a nuestro común amigo Salvador Clotas, y trabajó con José María Maravall, recién aterrizado en el Ministerio de Educación durante el primer gobierno de Felipe González. En aquella época le conocí yo, cuando las protestas juveniles agitaron las aulas y las calles, y yo era el secretario general de las Juventudes Socialistas. Después de esta experiencia, volvió al periodismo y al mundo de la empresa, hasta que se cruzó en su camino otro gran amigo común: José Luis Rodríguez Zapatero. Miguel vio en José Luis, como después en Pedro Sánchez, el líder de una auténtica renovación de la izquierda transformadora en España. Lo que ocurrió después está en las hemerotecas y algún día estará también en los libros de historia. Fue en aquella época, a principios de este siglo, cuando se forjó mi profunda amistad con Miguel, un vínculo que la muerte no podrá deshacer mientras esté viva mi memoria.

Quienes conocíamos a Miguel sabíamos que estaba pendiente de su familia. Siempre estuvo atento a los progresos de Camila y Cristina. Y a pesar de su coquetería innata, que le hacía querer aparecer como un eterno joven, con sus vaqueros y sus zapatillas, estaba muy orgulloso de ser abuelo. Mi mujer, Ana, y yo fuimos testigos privilegiados del enamoramiento de Carmen —¡cuánto la echamos de menos!— y Miguel, la ilusión por el nacimiento de Miquel, que en junio cumplió 16 años, y del dolor de la ruptura de su relación. Carmen y Miguel fueron grandes amigos hasta el final. Sus hijos, su madre, su mujer, Dreydi, y sus hermanos, junto con sus amigos, estaban siempre en su corazón.

Como todo hombre de genio, Miguel tenía una personalidad compleja. Había muchos Migueles en Miguel, y no todos estaban siempre en armonía, su creatividad estimulaba a veces un exceso de dialéctica, pero al final siempre se imponía su solidez, la columna vertebral de su pensamiento bien estructurado. Miguel se esforzaba por pensar con la cabeza y querer con el corazón, intentaba que no hubiera interferencias entre sentimiento y razón, pero no siempre lo conseguía. Quizá Miguel, que lo había leído casi todo, recordaba la advertencia de Pessoa: “Si el corazón pudiera pensar, se pararía”. Nosotros lo veíamos tan fuerte, tan rocoso, tan inexpugnable, y quizá no supimos ver que su corazón también pensaba y su razón sentía. Se ha ido un hombre que nos hacía felices, una persona con una generosidad sin límites, un consejero leal, un gran compañero y, por encima de todo, un amigo de verdad, con un corazón inmenso.