26 febrero 2010

Conocido entrañablemente en la profesión como el 'desordena guiones'

Muere Rafael de Penagos, poeta premio nacional de literatura e histórico actor de doblaje de películas al castellano

Hechos

El 26.02.2010 falleció D. Rafael de Penagos.

26 Febrero 2010

Rafael de Penagos, poeta y actor de doblaje

Lila Pérez

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Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1964

Las voces televisivas del Sherlock Holmes, del señor Ropper, de Cervantes en El Quijote de La Mancha, del cardenal Richelieu en D’Artacán y los tres Mosqueperros, de Stan Laurel en El Gordo y el Flaco o de Charlie Hume en Lou Grant mostraron la versatilidad y el buen hacer como actor de doblaje de Rafael de Penagos, fallecido ayer, 25 de febrero, en el hospital Gregorio Marañón de Madrid, a los 87 años.

La versatilidad era uno de los rasgos principales de su carácter, como subrayó ayer su compañero de profesión como director y actor de doblaje, «y amigo desde hace 55 años», José Ángel de Juanes. Porque, además de tener buena voz en su garganta, Penagos tenía una buena voz literaria. «Ha sido uno de los mejores en el soneto español de los últimos años», dijo De Juanes.

Nacido en Madrid en 1924, hijo del pintor e ilustrador de su mismo nombre, un maestro del modernismo español cuya memoria su hijo se dedicó a recuperar, Penagos publicó 15 libros de poesía. En el año 1964, obtuvo el Premio Nacional de Literatura.

Contrato con la Metro

Su contacto con el doblaje comenzó en Barcelona, a principios de los años cuarenta, donde se trasladó la familia cuando el padre obtuvo una plaza como catedrático de Dibujo. «Allí, Félix de Pomés me dijo que tenía buena voz y me consiguió una prueba en los estudios La Voz de España», recordaba Penagos en octubre de 2008, en una entrevista para la revista de la Asociación de Dobladores de Madrid (Adoma). «Siempre recordaré a doña Marta Fábregas, que era la directora, diciéndome: ‘Mire usted, ¿es que no ve la labial?’. Y yo ahí no veía nada, pero fui aprendiendo, y al poco tiempo me contrataron en la Metro Goldwin Mayer».

Poco después, en 1947, viajó a Chile porque «en la España de la dictadura había poco que dibujar», y dejó el doblaje para incorporar la palabra escrita. En Chile escribió en varios periódicos y revistas. Poco después marchó a Argentina, donde publicó sus dos primeros libros de poemas, Sonetos del buen amor yMemoria de mis días.

«Era amigo personal de grandes de la poesía como Pablo Neruda, Juan Ramón Jiménez y Rafael Alberti», subrayó José Ángel de Juanes. En su biblioteca, de más de 9.000 volúmenes, «atesoraba primeros escritos de la generación del 27 autografiados por los autores», continuó. «Todos tuvieron la generosidad de condecorarme con su amistad», dijo Penagos en aquella entrevista.

En el estudio «era un trabajador magnífico, muy amable y divertido, como director o como actor», describió De Juanes. «Le gustaba usar la palabra ‘entrañable’, yo creo que ésa es la que mejor le define. Deja un gran vacío

26 Febrero 2010

Poeta y referente del doblaje español

javier Memba

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Cuantos conocieron a Rafael de Penagos en Arcofón, Cinearte, Exa, Tecnisón y el resto de los estudios de aquel viejo Madrid de los doblajes, saben que fue todo un señor. Muy por encima de aquellas 2.500 pesetas que se cobraba hace 30 años por el take -la frase, más o menos larga del doblador de películas-, Penagos era tan buen rapsoda como poeta. Casi huelga decir que si se dedicó al doblaje fue por el placer que le procuraba la buena dicción -para él todo eran versos-, antes que por lo bien pagado que estaba el mencionado take. Él interpretaba los diálogos de los personajes como pocos, y tal vez por eso le solían encomendar los papeles más difíciles, las caricaturas y las animaciones.

Fallecido en una clínica madrileña, conviene insistir en que fue todo un caballero, universal y castizo como sólo lo fueron los mejores del viejo Madrid. Tratarle era un placer, saben perfectamente cuantos le conocieron en aquellos viejos y entrañables estudios. Siempre conservó el encanto de los jóvenes que frecuentaban a las célebres chicas que allá por los años 20 dibujaba su padre, pintor del mismo nombre y creador en España de la ilustración art déco, en Blanco y Negro y Abc. Premio Nacional de Literatura en 1964 con los poemas reunidos bajo el título Cómo pasa el viento (Alberti había sido el impulsor de la publicación de sus primeros versos), como tantos grandes periodistas de su tiempo fue colaborador del diario Pueblo y de Abc, así como conferenciante en España y el extranjero.

Penagos nació en Madrid en 1924. Corrían los años 40 cuando aquel joven, que según la Asociación de Actores de Doblaje de Madrid estaba llamado a «ocupar un señaladísimo lugar en la historia del doblaje español», empezó a hacer sus primeras transcripciones. Buen amante de Latinoamérica, como tantos españoles de su tiempo, en 1955 cruzó el Atlántico para ser presentado en Puerto Rico por Juan Ramón Jiménez. Meses después publicaba los Sonetos del buen año (1954).

Residente en Chile y Argentina merced a algunas becas, llegó a trabar amistad en Chile con Pablo Neruda y en Argentina con Jorge Luis Borges. Ya de regreso a Europa, recitó sus versos en la BBC londinense y fue conferenciante en la Sorbona parisina. En efecto, el París que Penagos conoció fue el mítico.

De regreso a España, contrajo matrimonio con la locutora radiofónica Consuelo Romero, a quien en 1986 habría de dedicar sus Poemas a Consuelo. Aunque su rostro sea desconocido para el común de quienes escucharon su voz, Penagos fue doblador en Casablanca, alter ego de personajes como Stan Laurel -el flaco- en las nuevas mezclas de las series de El gordo y el flaco, así como pilar fundamental de varias series de animación: Don Quijote, D’Artacan y los tres mosqueperros, La vuelta al mundo de Willy Fogg, Las aventuras de Sherlock Holmes, etc. Entre los actores de carne y hueso a los que vertió a nuestro idioma hay que dar noticia del Donald Pleasence en Cuentos de ultratumba y del Brian Murphy de Los Roper. En cuanto a su creaciones interpretativas, a menudo a las órdenes de José Luis Garci, con quien empezó a colaborar en Historias del otro lado, habrá que recordar El crack II (1983) y, sobre todo, Tiovivo c. 1950 (2004).

26 Febrero 2010

Penagos

Manuel Alcantara

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Durante medio siglo le estuve llamando Rafael. Formaba parte de la biografía del corazón, que puesto a hacer relecturas, aunque tenga muchos protagonistas, no tiene demasiados. Hay quien se muere y quien se nos muere. No es lo mismo. Eso de morirse es una vulgaridad y nos va a pasar a todos, a unos tarde y a otros temprano, pero al final coinciden los longevos con los malogrados. Los que todavía nos quedamos aquí, jugando la prórroga de un partido cuyo resultado final no ignoramos, estamos más tristes. Eso es todo. Es verdad que ser viejo es como ser superviviente de una guerra donde ya han muerto casi todos nuestros compañeros de combate.
Nadie «más cortesano, ni pulido» que Rafael. Quizá la simpatía sea una de las formas de la inteligencia, por supuesto no la única, pero sí la más dadivosa. Penagos se pasó la vida intentando hacérsela más llevadera a los demás. Tuvo una sonrisa disponible para todos, pero diferenciada para sus amigos. Era muy cortés, pero no sólo eso. Era un poeta y un hombre bueno. Sus «Poemas a Consuelo» en el penúltimo recodo de su vida son uno de los más estremecedores testimonios de ese sentimiento, tan perecedero como inmortal, que llamamos amor. Un truco emocionante de la llamada Naturaleza para perpetuar a estas criaturas fugitivas que estamos aquí una corta temporada para dejarle huecos a otras.
Yo le llamaba Rafael, pero para lo único que fue exigente era para que no se omitiera el «de», Rafael de Penagos. El «de», que es una preposición que denota posesión o pertenencia, lo empleaba en honor de su padre, el gran dibujante y pintor que cometió el error de nacer en España en vez de en Francia.
Desfilan por mi memoria aturdida rápidos fotogramas: César González Ruano, Pablo Jiménez, Fernández Layos, Leandro Navarro, José Luis Garci, José Utrera Molina, que fue no sólo el último, sino al que él profesaba mayor devoción.
Tendremos que aplazar nuestro encuentro.

01 Marzo 2010

Rafael de Penagos

Juan Manuel de Prada

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CONOCÍ a Rafael de Penagos por mediación del maestro Manuel Alcántara, allá en mi juventud agitada y mitómana. Penagos, hijo del gran dibujante homónimo, era un hombre de estampa gallarda y corazón desbordante de generosidad, incapacitado para el rencor; tenía la voz más hermosa del mundo, una voz cálida y hospitalaria, arañada de recónditas melancolías, templada sin engolamiento, respetuosa de la prosodia y al mismo tiempo agitada por una trepidación interior que convertía la palabra poética en un ascua incandescente. Con esa voz privilegiada se había ganado la vida, doblando películas; pero Rafael de Penagos era, por encima de cualquier otra cosa, poeta hasta la médula, un poeta de tono elegíaco y meditativo que embridaba muy pudorosamente las emociones, para ensimismarse en la evocación de las personas amadas. Cultivó la poesía amatoria en Sonetos del buen amor, cultivó la poesía elegíaca en Memoria de mis días y Declaración de equipaje; pero donde alcanzó su más alta cima fue en Poemas a Consuelo, donde su veta amatoria y su veta elegíaca se funden para llorar la ausencia de la mujer amada: «Ya sólo eres tu nombre: no tienes carne. / Está tu nombre a punto: / ya todo es tarde. / Ya, derribado, / tu nombre es mi silencio / crucificado».
Si la poesía fuese una ciudad, con sus avenidas de estruendo y sus callejuelas tortuosas, la poesía de Rafael de Penagos sería una plaza. No una plaza de arquitectura apabullante, pensada para las arengas y el tráfago vocinglero, sino más bien una plaza recoleta, hasta la que sólo llegan los paseantes más ariscos de los caminos trillados; una plaza bendecida por el sol, serena de jardines, huida del asfalto, donde aún es posible ensanchar el alma. Y ese mismo ensanchamiento del alma que nos depara la lectura de sus poemas nos lo deparaba la compañía del hombre que los había escrito. Rafael de Penagos hizo de sus días una ofrenda gozosa a los amigos que admiraba, no importase que estuviesen vivos o muertos, pues como en cierta ocasión le confió César González-Ruano, su amigo más admirado, «cuando ya no estemos, seremos en alguien». Y en Penagos, en su memoria rumorosa e insomne, se paseaba viva la ironía tranquila de Julio Camba,se paseaban vivos los primores de la observación de Azorín, se paseaba viva la ingenuidad alborozada de Alberti, se paseaban vivas las magulladuras de una vida errante de León Felipe, se paseaba viva la humanidad desbordante de Neruda, se paseaba vivo, como un ciprés siempre enhiesto, habitado de sutiles nostalgias, el fondo sentimental de Ruano. Todos ellos, y muchos más, se paseaban vivos y en vilo, con el corazón por encima de la camisa, en la evocación de Rafael de Penagos, atleta de la amistad, se paseaban por su amena biblioteca como ángeles custodios o convidados a una fiesta que nunca termina; porque la amistad de Penagos era una taberna siempre abierta, una despensa siempre pródiga.
En un pasaje de Memoria de doce escritores, Penagos nos cuenta que Antonio Machado, siendo huésped en una pensión segoviana, se tumbaba en la cama de su cuarto y «recitaba sus versos a petición de otro huésped que dormía en una habitación contigua, separada de la suya por una encristalada puerta con visillos, que entonces quedaba entreabierta, para que se dejara oír la voz del poeta». Ahora que Rafael de Penagos ha partido, ahora que «sin darse cuenta / se le durmió el cansancio en la almohada», me llega a través de una puerta entreabierta su voz cálida y hospitalaria, su voz arañada de recónditas melancolías, templada sin engolamiento, respetuosa de la prosodia y al mismo tiempo agitada por una trepidación interior que convertía la palabra poética en un ascua incandescente. Y descubro que esa voz me habita; que, de algún modo misterioso, Rafael de Penagos «es en mí». Descansa en paz, amigo querido.