12 octubre 1988

Nunca ocultó su rechazo al sistema democrático

Muere Rafael García Serrano, referente de la literatura falangista en España controvertido que nunca renegó de su apoyo a la dictadura franquista

Hechos

El 12 de octubre de 1988 falleció D. Rafael García Serrano.

14 Octubre 1988

La fidelidad como norma

Rafael Conte

Leer

«Hay escritores con mala estrella», decía en 1970 Antonio Iglesias Laguna al tratar el tema de la obra narrativa de Rafael García Serrano. En efecto, la obra periodística de este escritor, tan influyente en su tiempo como objeto de polémicas y discutida después, ha oscurecido su excelente trabajo de novelista, que, pese a todo, le acompañó durante toda su vida. Su primera obra literaria, Eugenio o proclamación de la primavera, es de 1938, en plena guerra civil, en la que García Serrano, falangista desde 1934, participó en un principio y de la que le apartó después una grave enfermedad; la última, V centenario, es de 1986, apenas anteayer. Entre ambas existe una larga trayectoria compuesta de miles de trabajos periodísticos, de libros de viajes, reportajes, misceláneas, cinco novelas más y algunos libros de relatos. Una obra de calidad, personal, perfectamente subjetiva y hasta perturbadora siempre para todo aquel que no esté de acuerdo con él. Pero que constituye un testimonio de cierta magnitud, un fenómeno estético indudable, y revela una parte necesaria de nuestro legado cultural.Esa mala estrella a la que se refería Iglesias Laguna proviene precisamente de que se trata de una obra inmóvil, rígida, estática y fiel a sí misma del principio al fin. Con frecuencia se ha adscrito la literatura de Rafael García Serrano al tremendismo que estuvo más o menos de moda en la primera posguerra. Pero al pasar el tiempo tengo muchas dudas no sólo sobre la adscripción de García Serrano a aquel tremendismo, sino también sobre la posible existencia de aquel movimiento en concreto. Todos los conflictos bélicos provocan reacciones tremendas, de uno u otro lado, y al fin y al cabo Sin novedad en el frente, Cruces de madera o Los desnudos y los muertos son obras tan tremendas como las guerras que las provocaron.

Falangismo

Lo que sucede con Rafael García Serrano y su obra tanto periodística como estrictamente literaria es que no se movió un ápice de sus posiciones iniciales, de ese falangismo al que tan tempranamente se adhirió y que fue la razón de ser de su vida y de su obra. Tanta y tan tremenda fidelidad perturba y aplasta, desde luego, sobre todo a espectadores y lectores al uso, acostumbrados a tanto giro y tanto cambio, a tanta vuelta de chaqueta, a tanto matiz y a tanta y tanta sutileza mental que intenta justificarlo todo. García Serrano es el mejor y más puro de todos los escritores falangistas que España ha tenido. El falangismo se ha identificado con el franquismo, pero ello es una simplificación, o con el fascismo, lo cual es una falsificación. Hasta en plena victoria, La fiel infantería (1943), que fue premio Nacional de Literatura, molestó a grandes sectores de vencedores y fue al final prohibida y censurada por iniciativas eclesiásticas. Plaza del castillo (1951) mostraba la Pamplona natal del escritor en los días del estallido de la rebelión franquista, en una estructura no por parcial mal construida. Para mí, los mejores relatos de García Serrano son Los ojos perdidos (1958) y La ventana daba al río (1963), narraciones donde el lirismo se superpone a la especial épica del escritor. Pero García Serrano, que ganó la guerra y no hizo más que decirlo sin parar, perdió la democracia, de la que abominó hasta el final, como lo muestra en esa novela de V centenario, excesivamente complicada y artificial. Su rebeldía inicial desembocó en una perpetua protesta y, al final, en la amargura total. Pero entretanto nos dio ese inimitable Diccionario para un macuto (1964) y La gran esperanza (1983).Pero no se le puede ignorar. Fue un gran prosista, un excelente narrador, un escritor de calidad y un testigo de la mitad de nuestro pasado, con sus exaltaciones, insultos, imprecaciones consabidas, pero con momentos de rara y excepcional poesía. Negarlo es negar esa mitad de nuestro pasado, parcializar nuestro presente y falsificar nuestro futuro. Y aceptarlo será conocemos mejor y saber por qué somos lo que hemos decidido ser, si es que lo somos. Y el placer de la lectura se da por añadidura.

14 Octubre 1988

R. G. S.

Jaime Campmany

Leer

Seguramente fue arbitrario y vehemente, como todo escritor de raza y como todo periodista de pura sangre. Su corazón estaba lleno de razones, de esas razones que la razón no entiende. Él, la razón la había encontrado un día, y ya dejó de buscarla, porque creía haberla encontrado de una vez para siempre. Escribía siempre desde un lado de la trinchera, pero saltaba esa trinchera para encontrarse con los de enfrente, y una vez los saludaba con un plumazo y otras veces con un abrazo. Plumazo y abrazo. O quizá las dos cosas, una después de otra. Muchos de los que le censuraban que escribiese siempre desde un lado de la trinchera, eran y son incapaces de saltar la barricada para saludar al enemigo con algo que no sea una ráfaga o un golpe de bayoneta.

El verano del 36 se le llevó por delante un pulmón, y además, le arrebató la pluma. El sol terrible del verano del 36 le calentó los sesos en una insolación que le duró toda la vida, y recorría años y lenguas, páginas y cuartilla, con ese sol metido en la cabeza, y tal vez por eso coleccionaba soldaditos, lo mismo de plomo que de papel. Antes de ponerse a dejar algo escrito, negro sobre blanco, mejor dicho, azul sobre blanco, rojo sobre blanco, lo primero que hacía cada mañana era izar bandera. Yo he llegado a creer que tenía en la mesilla de noche un desperador que no hacía sonar campanillas, sino que tocaba diana. Y se ponía a escribir como quien emprende un viaje de ‘alegre turismo armad’. No he conocido jamás un pacífico más belicista, y ahora su recuerdo me sirve para mucho más que para reconocer el ridículo de los bélicos pacifistas, la irritante contradicción de los que te hablan de la paz a trompazo limpio, a palomazo limpio.

Rafael García Serrano fue un romántico de la guerra, probablemente porque también aquella guerra fue una guerra romántica; fue romántica incluso en la exageración apasionada de la crueldad. Anduvo poco por el camino de batalla, y casi toda la campaña se la pasó en los hospitales de la retaguardia, y quizá por esto se le quedó siempre el deseo de combatir lo que no había podido combatir. Y quizá también por eso entendía la guerra como una esgrima entre caballeros, como una fiesta de purificación, casi como un encuentro a muerte entre canciones y esperanzas. Estoy casi seguro de que si le hubiesen encontrado muerto en una escaramuza o en un avance, habrían tenido que desabrazarle del cadáver de un enemigo.

En pocos como en él se cumplió el más trágico destino de los supervivientes, y andaba tan desacomodado de la victoria como desacomodados del tiempo volvieron otros del largo y dramático exilio, del destierro de los supervivientes de la derrota. Fue parcial y partidario combatiente y militante, pero mucho más de las ilusiones que de las realidades, y su espíritu estaba preservado de la contaminación de la nómina, porque su soldada no fue jamás la de un mercenario. Pudo ser un deslumbrado, o tal vez, un iluminado; pero para ser fanático le sobraba la ternura y el amor y la comprensión hacia los que defendían las otra banderas.

Escribía sus crónicas, no para la historia de los hechos, sino para la historia de los sentimientos, y al final, si se quiere entender algo, no del cómo, sino por el porqué, hay que terminar leyendo lo que él escribió de aquella guerra, que otros han querido resumir en números y estrategias, y que otros muchos han desfigurado políticamente mucho más que o pudo haber hecho él. Caminé junto a él muchos años, no por campos de guerra, sino por sendas de paz, aunque él no se descargara nunca de la manta y del macuto; pero se ha muerto sin que yo haya sabido si se había rendido a la decepción o, por fin, al desaliento, o solamente ahora ha encontrado la paz, la única, la eterna.

Como era así de arbitrario, un día escribió que se había olvidado del santo de mi nombre. Yo, no del suyo. Cuando leía algo de su pluma, tenía que acordarme de San Rafael, porque ha escrito como un arcángel.

Jaime Campmany