24 abril 1994

Mandela contará provisionalmente con Frederick de Klear para la vicepresidencia

Elecciones Sudáfrica 1994: Nelson Mandela gana las elecciones y se convierte en el primer presidente negro del país

Hechos

  • El 24.04.1994 se celebraron las primeras elecciones presidenciales de Sudáfrica en la que podían votar los ciudadanos de raza negra, en las que ganó Nelson Mandela, del Congreso Nacional Africano.

Lecturas


LOS CANDIDATOS:

1994_Mandela Nelson Mandela (CNA), heroico líder de la resistencia negra al sistema racista del aparatheid de ideología izquierdista. Tras una etapa violenta que le llevó a prisión en los sesenta, pasó a ser un defensor de la paz y la reconciliación en los noventa.

1994_DeKlerk Frederick de Klerk (Partido Nacional), Presidente de Sudáfrica desde 1989. Cómplice del sistema del aparatheid durante años. No obstante a su llegada al poder inicia una etapa de reformas y aperturismo para acabar con el ‘aparato’ racista desde dentro.

1994_Inkatha  Mangosuthu Buthelezi (Inkatha). Ex miembro del CNA, con el que rompió en 1975 para crear Inkatha, que, a diferencia de la ideología izquierdista del CNA, que en los años setenta llegaba a rozar el comunismo, abrazó las tesis conservadoras y capitalistas. Durante la campaña se produjeron enfrentamientos con muertes entre seguidores del CNA y seguidores de Inkatha.

RESULTADOS:

Congreso Nacional Africano – Nelson Mandela: 12 237 655 votos (252 escaños)
Partido Nacional – Frederik de Klerk: 3 983 690 votos (82 escaños)
Partido de la Libertad Inkatha – Mangosuthu Buthelezi: 2 058 294 (43 escaños)

DE KLERk VICEPRESIDENTE
deklear Nelson Mandela nombró a Frederick de Klerk vicepresidente durante sus primeros meses de mandato.

01 Mayo 1994

La hora del viejo Mandela

Alfonso Rojo

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Ha encontrado por fin la recompensa a una vida entregada a la lucha contra el «apartheid» en Sudáfrica. Enérgico, firme y con una salud de hierro, sólo la separación de su esposa, Winnie, empaña su felicidad.

A mi edad me hubiera gustado tener todos los impulsos de la juventud para cometer locuras. Tu simple vista, incluso el mero pensamiento en ti, enciende en mí miles de fuegos».

Es el fragmento de una de las muchas cartas que Nelson Mandela escribió a su esposa Winnie a lo largo de los 27 años que pasó en prisión. Desde la celda en la que estaba recluido desde 1962, el infatigable líder negro sudafricano reiteraba periódicamente por escrito la abrasadora pasión que sentía por la mujer con la que se había casado en 1958. Por una mujer con la que apenas convivió tres años, con la que había tenido dos hijas y a la que millones de negros veneraban como la «Madre de la Nación».

De ese amor apasionado, cultivado primorosamente durante tres décadas de lucha en común, todo lo que resta ahora es una fotografía enmarcada en plata, sobre la mesa del despacho de Mandela, en la décima planta de Shell House, el rascacielos de Johanesburgo que sirve de cuartel general al Congreso Nacional Africano (CNA). En la fotografía, tomada hace 31 años, aparecen sonrientes Winnie, él y las dos niñas.

Hace ya dos años que el presidente del CNA y su esposa no viven juntos. Mandela nunca ha querido explicar con detalle las causas de la ruptura con Winnie, pero casi todo el mundo las conoce. Un motivo es la abrumadora certeza de que Winnie intervino en la muerte a golpes de Stompei Seipe, un muchacho negro de 14 años torturado inmisericordemente por los matones de su «Club de Fútbol». Otra, probablamente más importante, fue el «affaire» que la siempre fogosa Winnie mantiene con un joven abogado llamado Daluxolo Mpofu, que trabajaba como su ayudante personal en el Departamento de Salud del CNA. El patriarcal Nelson tiene 75 años, la inquieta Winnie ha cumplido 57 y Mpofu apenas cuenta 31.

Desde la separación de Winnie, Nelson Mandela vive en soledad, en uno de los acomodados barrios del norte de Johanesburgo. A diferencia de otros dirigentes y de la propia Winnie, sigue siendo austero hasta la exageración. Se levanta a las 4 de la mañana, activado por una especie de despertador fisiológico implantado en sus entrañas por los 27 años de disciplina carcelaria. Antes, hacía «jogging» por las arboladas calles de los alrededores, pero le han aconsejado no arriesgarse. En lugar de eso, pedalea cotidianamente hacia ningún lado en una bicicleta de ejercicios o salta a la comba, como hacen los boxeadores.

Esta semana, quizás dentro de pocas horas, el recuento de los votos de las primeras elecciones democráticas y multirraciales de la historia de Sudáfrica confirmará la victoria del CNA y convertirá a Mandela en presidente. Para el líder negro, ese momento es la culminación de toda una vida de lucha. Probablemente, en ese instante de triunfo, de realización de cientos de sueños, la única sombra de tristeza será el recuerdo amargo de su fracaso con Winnie.

Mandela nació el 18 de julio de 1918 en Umtata, en la provincia de Transkei. Es hijo de un jefe de la tribu Thembu y en 1940 fue admitido en la Universidad de Fort Hare. Empezó a estudiar Derecho, alternando los exámenes con una febril actividad como líder estudiantil del CNA.

Junto a su amigo y compañero de militancia, Oliver Tambo -que falleció en mayo de 1993-, abrió en 1952 el primer bufete de abogados negros de Johanesburgo. Hasta 1961, batalló pacíficamente, aprovechando hasta la mínima rendija legal para acosar al régimen. Ese año, dieciocho días después de la carnicería de Sharpeville, no tuvo otro remedio que sumergirse en la clandestinidad y su vida cambió para siempre.

En enero de 1962, salió subrepticiamente de Sudáfrica. Vestido de uniforme caqui, se dirigió a los jefes de Estado africanos reunidos en la cumbre de OUA en Adis Abeba. Se entrevistó con el emperador Haile Selassie, con el tanzano Julius Nyerere y con el argelino Habib Bourguiba. Viajó a la recién independizada Argelia, donde fue recibido por Ahmed Ben Bella y siguió camino a Londres para solicitar ayuda.

Peligroso terrorista

En julio volvió a cruzar clandestinamente la frontera, pero esta vez para regresar. La prensa en lengua inglesa anunció el retorno de «Pimpinela Negra», y la Policía movilizó todos sus efectivos para dar caza al «peligroso terrorista». Mandela había encontrado un refugio excelente en Rivonia, en una granja propiedad de una pareja de pintores blancos, «compañeros de viaje» del CNA.

El 5 de agosto de 1962, domingo, abandonó en coche la finca con dirección a la ciudad de Durban. Iba disfrazado de chófer junto a su «patrón», el director de teatro Cecil Williams. Llevaban hora y media de camino cuando se dieron cuenta de que un coche les seguía y, antes de que pudieran hacer nada, fueron capturados.

En su primer juicio, fue condenado a tres años de cárcel por incitar a la huelga y a dos años más por salir del país sin pasaporte. Durante la vista, Mandela vistió en todo momento una capa de piel de leopardo, un símbolo de su origen principesco.

El 24 de mayo de 1964, inesperadamente, le comunicaron que iba a abandonar la cárcel de Pretoria y, al cabo de una hora, viajaba en una furgoneta blindada junto con otros tres presos hacia un destino desconocido. Les llevaban a la cárcel de máxima seguridad de Robben Island, el «Alcatraz sudafricano». En la finca de Rivonia habían descubierto documentos que implicaban a Mandela y el resto de los dirigentes del CNA en la preparación de actos de sabotaje.

El juicio se reanudó el 9 de octubre de 1963, con Mandela acompañado en el banquillo por sus camaradas más íntimos: Walter Sisulu, Govan Mbeki, Raymond Mhlaba, Ahmed Khatadra, Dennis Goldberg… El veredicto fue terrible: ocho condenas a cadena perpetua para los seis negros, el indio y el blanco que habían osado desafiar a Pretoria. La siniestra fortaleza de Robben Island se convirtió en el hogar permanente de «Pimpinela negra». Después vinieron las cárceles de Pollsmoor, en 1982 y, por último, el penal Victor Verster, desde 1988 a 1990.

Durante 27 años, desapareció del mundo. Hasta se prohibió reproducir su imagen en los periódicos. Fue como si lo hubieran enterrado y, sin embargo, ni él, ni los millones de personas que le consideraban su líder, perdieron nunca la esperanza.

Mantener en prisión durante tanto tiempo a Mandela, convertido en un mártir, constituyó un quebradero de cabeza para el Gobierno blanco sudafricano. En 1985, el entonces presidente, P. W. Botha, intentó negociar con el mítico preso para buscar una salida, en un momento en que el país sufría un grave aislamiento internacional. La respuesta de Mandela fue lapidaria: «Un hombre sin libertad no puede negociar».

En febrero de 1990, poco después de que el presidente Frederick W. de Klerk pronunciara su discurso anunciando el fin del apartheid y la legalización del CNA y de todos los partidos políticos, Mandela salió en libertad. En 1993, junto a De Klerk, fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz. El próximo 6 de mayo se reunirá el nuevo Parlamento y cuatro días después, en presencia de líderes políticos llegados de todo el planeta, Mandela será investido presidente de Sudáfrica.

Entre los invitados a la ceremonia, que se celebrará en Ciudad del Cabo, figuran desde la reina de Inglaterra al presidente de Estados Unidos, pasando por el cubano Fidel Castro o el libio Muammar Gadafi. Si se le pregunta por qué sigue manteniendo esa estrecha relación con estos últimos personajes, Mandela nunca se muerde la lengua: «Cuando iniciamos la lucha armada, el camarada Oliver Tambo, que entonces era nuestro líder, viajó a las capitales occidentales para pedir ayuda y no fue recibido ni por funcionarios de tercera; cuando llegó a Cuba o a Libia, lo recibieron con los brazos abiertos. Ningún luchador íntegro abandonaría a los amigos que le ayudaron en tiempos difíciles. Nosotros damos la bienvenida al apoyo occidental, pero sin rechazar a nuestros viejos amigos».

Esa fidelidad a ultranza es parte de la grandeza del personaje, pero en ocasiones se ha convertido en un grave inconveniente. Una de las críticas más aceradas que se hacen a Mandela está relacionada con su negativa a reconciliarse con el jefe zulú Mangosuthu Buthelezi.

En los largos soliloquios de la prisión, Mandela planeó muchas veces aprovechar la euforia inicial para unir fuerzas con Buthelezi y restañar heridas, pero una vez en libertad, en lugar de fiarse de su instinto, se dejó arrastrar por la opinión de los radicales del CNA y optó por arrinconar al susceptible jefe zulú. Sudáfrica todavía sigue pagando el sangriento precio de esa equivocación.

Otro problema, que no es directamente imputable a Mandela pero que tendrá que enmendar si quiere sacar el país adelante, es el descontrol del CNA.

En contraste con la ecuanimidad y la moderación que proyecta Mandela, su organización da la impresión de vivir en crisis permanente. Entre los blancos sudafricanos, se ha convertido en lugar común la broma de que las siglas CNA corresponden en realidad a «Caos Nacional Africano».

«Si el movimiento no puede siquiera arreglar los embrollos en su propio cuartel general, ¿cómo espera Mandela que la gente crea que va a ser capaz de gobernar un país tan complicado como Sudáfrica?», se preguntan a menudo los comentaristas de los periódicos locales.

Torturas y corrupción

Cada vez con más frecuencia, se cuestiona la «estatura moral» del CNA y se citan como sombríos ejemplos los suplicios a los que se sometía a los disidentes en los campos de entrenamiento del exilio, el escándalo de Winnie, la rampante corrupción de algunos dirigentes o el reciente descubrimiento de una celda, en el interior del cuartel general de la organización, donde se torturaba a cuatro jóvenes zulúes.

Todo eso es cierto, como también lo es que gran parte del futuro inmediato de Sudáfrica, sus posibilidades de transitar pacíficamente hacia la democracia, reside en la capacidad, el sentido común, la perspicacia, el vigor y el carisma de Mandela. Sus críticos, los que auguran que será desbordado por los extremistas más fanáticos del CNA, destacan que pasa de los 75 años, seis más de los que tenía el somnoliento Ronald Reagan cuando entró en la Casa Blanca.

Es verdad que durante su estancia en prisión fue operado de próstata y sufrió tuberculosis, pero Mandela da la impresión de rebosar salud. Es un solitario corredor de fondo e irradia una energía inagotable. En eso se parece bastante al canciller Konrad Adenauer, que gobernó Alemania pasados los 80 años, al británico Winston Churchill, que volvió a ser elegido primer ministro cumplidos ya los 77 años, o al francés Charles de Gaulle, reelegido presidente a los 75 años.

Al margen de estas similitudes temporales, Mandela tiene otra cosa en común con Adenauer, Churchill y De Gaulle: es un personaje que pasará con letras de oro a los libros de Historia.

11 Mayo 1994

La hora de Mandela

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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UN LARGO viaje culminó ayer con. la toma de posesión en Suráfrica, no sólo del primer presidente negro, sino del primer presidente democrático en toda la historia del país. Un largo viaje que ni siquiera comenzó cuando Nelson Mandela fue infamantemente arrojado a prisión en Robben Island en 1964, sino, cuando menos, en 1910, con la constitución del dominio británico de Suráfrica.La tarea que tiene delante de sí el presidente surafricano es, sin duda, gigantesca, pero tenemos ejemplos en la historia reciente que pueden servir de punto de referencia y de aliento. Mandela puede ser el Konrad Adenauer del cono, meridional de África. El político alemán tenía 72 años cuando asumió su primer mandato de canciller; Mandela, 75; los dos países, Alemania y Suráfrica, trasegados por una guerra intensa. En el primer caso, concentrada en unos años con una magnitud de destrucción inigualada en la historia; en el segundo, relativamente diluida a lo largo de casi todo un siglo, pero también una guerra carísima de vidas humanas, pagada con la ruina social y moral de los que sobrevivieron al apartheid.

Hay una terrible palabra del hitlerismo que describe a esos seres que la segregación racial condenó a la proscripción de sí mismos: untermenschen, seres infrahumanos, porque el régimen formalmente establecido en 1948 en el país africano ha sido en esencia nazismo. Igual que el mundo occidental, liderado por Estados Unidos, se volcó en la reconstrucción de Alemania, entendiendo que esa tarea se imponía en el interés de Europa, la comunidad internacional debería hoy comprender la conveniencia urgente de hacer, otro tanto por África del Sur, por todo el continente negro.

El Estado que nace con la toma de posesión de Mandela es no sólo la reparación de una larga injusticia, sino una gran hipótesis de trabajo para un mundo en el que la interacción de las razas, la coloración futura de países de larga historia en la homogeneidad racial, debe ser un objetivo posible.

Por todo ello, Nelson Mandela, al final de ese largo camino de su pueblo, de sí mismo, comienza ahora un nuevo y esperemos que largo y fructífero recorrido el de la creación de la Suráfrica de todos, la de un Gobierno y unas instituciones multirraciales para una nación que es tan blanca como negra o de cualesquiera tonalidades intermedias; un país en el que esa capacidad de colaboración de todos estará, además, presente en la formación de su primer Gobierno democrático, en el que figurarán bien representados la izquierda y el partido comunista.

La capacidad de Nelson Mandela de reconciliación, de reconstrucción, de superación de las divisiones de un país troceado por la fuerza más que escindido, puede compararse a la obra de Adenauer. Éste pudo al final realizar su gran obra. Mandela también lo merece.