5 noviembre 1980
Polémica en EL PAÍS por el divorcio y el anticlericalismo entre Rafael Sánchez Ferlosio y José María de Prada González (presidente de Cáritas y consejero de PRISA)
Hechos
En noviembre de 1980 se produjo una polémica en prensa por el divorcio y el anticlericalismo.
02 Noviembre 1980
Tibi dabo
Desde que el ilustrísimo señor obispo de Córdoba tuvo la fecunda idea de aprovechar su amistad personal con el emperador para venderle la sangre de Jesús Nazareno a cambio del Imperio, la Iglesia Romana, salvo honrosas y emocionantes excepciones medievales, se ha interesado siempre mucho más por las leyes que por las conciencias. El doble y fabuloso negocio y contubernio de Nicea le permitió a Osio poner al servicio de la santa casa los inmensos poderes del Imperio, y a Constantino, con el inapelable refrendo moral de la aprobación eclesiástica ecuménica y la aureolada autoridad y universal prestigio de protector de la Fe -de una fe que ya se estaba haciendo universal-, le permitió a su vez residenciar a toda la población del Imperio y coronar la obra de Diocleciano, organizando la más cerrada tiranía que ha llegado a conocerse bajo el poder de Roma. Se consumaba así lo que se había prefigurado ya en la tentación. del monte: «Te daré la ciudad si me adorares», sin que pueda, por otra parte, excluirse la sospecha de si ya el propio Jesús, entrando en Jerusalén y haciéndose aclamar por hijo de David, no había cedido, aunque sea inadvertida y, parcialmente, a la voz del tentador. Mas, como quiera que sea, es a partir de Nicea cuando ya no hay duda de que el tentador del monte, el Príncipe de Este Mundo, cumple su promesa y abre la ciudad.Cuando, como hoy en día, la Iglesia Católica protesta contra cualquier intento por parte de los poderes terrenales de dejar de sujetar sus propias leyes a la moral cristiana es quizás a los compromisos recíprocamente contraídos en el concordato de Nicea a lo que en última instancia se hace apelación. En efecto, en el más celoso y estricto cumplimiento de las capitulaciones niceanas, la Iglesia ha venido prodigando a lo largo de los siglos, para con el Príncipe de Este Mundo, o sea para con las prepotencias y vesanías de los poderes de la tierra, unos extremos de condescendencia y lenidad moral que rebasan los límites de la más sobrehumana paciencia, de la más abnegada e incondicional soportación, y he aquí que ahora el Príncipe de Este Mundo -que había venido cumpliendo, a su vez, hasta la fecha, a plena satisfacción de la otra parte- parece querer de pronto empezar a escaquearse del inmemorial contrato y a regatearle a la Iglesia ciertas áreas de la ciudad prometida y otorgada, ciertas atribuciones de control sobre su capital demográfico que de siempre venían considerándose incluidas en los términos del primitivo cambalache. Bien pueden, ciertamente, quejarse de ingratitud y falta de reciprocidad los herederos de Jesús, cuando ellos, sólo por poder cumplirle al Príncipe de Este Mundo sin la menor reticencia ni reserva las contraprestaciones concedidas en Nicea, han llegado a desvirtuar y corromper ad hoc, abusando de la dormida literalidad, la evidente intención irónica y despectiva de las palabras evangélicas que claramente excluían toda posible mezcla o, confusión o pacto o compromiso con el Príncipe de Este Mundo y sus poderes. Perpetrando, en efecto, la más escandalosa e insostenible de las tergiversaciones hermenéuticas, a partir de la frase de Jesús «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», que para el que quiera entender no es, obviamente, sino una gallarda incitación a la dignidad de espíritu, al desdén frente a los bienes y los poderes terrenales, a no imitar la insaciable codicia del Príncipe de Este Mundo rebajándose a disputarle o regatearle las miserables monedas del tributo, con cuya entrega nada se le quita a Dios, a partir de una frase que no es, en fin, sino una provocativa expresión de arrogancia espiritual y de puro menosprecio por el César y por todas sus monedas, los albaceas del Nuevo Testamento se las ingeniaron para amañarle al Príncipe de Este Mundo la legitimación capaz de asegurarle de una vez por todas la sumisión de los cristianos. Desde este punto de vista, habida cuenta de una concesión de tal calibre, la Iglesia tiene todo el derecho del mundo a presentar reclamaciones.
Desde otro punto de vista, sin embargo, para quien quiera que, creyente o no creyente, conserve una idea un poco elevada de lo que es una religión o guarde, a pesar de todo, un mínimo de estima por el mensaje evangélico, no puede haber un espectáculo más desmoralizador y deprimente -y dicho sea con el más absoluto respeto a las personas, a las instituciones, a las conciencias y a los sentimientos- que el de ver a la gran ramera del Apocalipsis, acaudillada por el impresentable organista de Cracovia, correr despendolada tras el poder temporal en afanosa y pertinaz demanda de que no deje de ejercer para ella las funciones de lacero municipal de cónyuges desmandados y siga defendiéndole, mediante la constricción puramente exterior de las estrecheces legales, la mera apariencia superficial de un sacramento que la propia Iglesia se declara, con esa misma petición, incapaz de iluminar y sostener en el alma y en la conciencia de los fieles con el calor, la convicción y el entusiasmo de un carisma que viva de su propia llama. En las presiones de la Iglesia sobre los poderes públicos, antes que ver una señal de vida por parte de la Fe y una respuesta del celo eclesiástico a una real o pretendida decadencia moral de los pueblos cristianos, lo que hay que ver, por el contrario, es la manifestación más extremosa -como a modo de involuntaria confesión- de la presente miseria moral y espiritual del propio cristianismo, que ya apenas se atreve a esperar de los fieles más que la desganada y mal apuntalada aceptación de un mero simulacro, confiando sólo en que el Príncipe de Este Mundo se avenga a no dejar de aportar el constrictivo cascarón legal capaz de sujetar la pulpa amorfa de un sacramento sin carisma. Pero esto mismo, bastando únicamente reemplazar los términos, la madre Teresa supo decirlo más pronto y mejor: «Si votos, ¿para qué rejas?; si rejas, ¿para qué votos?».
Rafael Sánchez Ferlosio
05 Noviembre 1980
Del anticlericalismo, el divorcio y otros temas
La lectura en la sección «Opinión» de EL PAÍS, el domingo 2 de noviembre, del artículo del que fue promesa literaria de los años cincuenta Rafael Sánchez Ferlosio, titulado «Tibi dabo», me ha llevado a realizar algunas reflexiones sobre problemas de actualidad que creo debo intentar trasladar a los lectores del periódico. Estos son: el anticlericalismo, el divorcio y la trayectoria del propio periódico.El primer tema es el del anticlericalismo. En general, todo clericalismo, sea pro o anti, me repele. Creo que, con contadas excepciones, la Iglesia católica en su conjunto, y sobre todo muchos católicos, en cuanto individuos, han cooperado no sólo a la instalación de la democracia en España, sino, primordialmente, a la creación de un clima de diálogo y comprensión entre las diversas tendencias presentes en nuestra geografía. Las propias páginas de EL PAÍS pueden dar buen ejemplo de ello. A este esfuerzo de crear un ámbito de convivencia no le hacen ningún bien artículos como el de Sánchez Ferlosio, que, aunque no dudo que, como otros anteriores, suscitará un alud de cartas de adhesión, lo cierto es que está plagado de falsedades y es más cuidadoso de la forma literaria que del rigor histórico de sus afirmaciones, no pudiendo extrañar que moleste a los que nos confesamos seguidores de este, según él, «Impresentable organista polaco». Creo sinceramente que todos los esfuerzos que se hagan por romper ese clima de diálogo, vengan de donde vengan y sean en el campo que sean, son un retroceso en la tarea más urgente que tenemos en nuestro país y de la que, sin duda, depende el propio futuro de España, que es la de crear un ámbito de convivencia, aceptación mutua y diálogo entre los que, pensando de forma distinta y aun contrapuesta, estamos, sin embargo, obligados a entendernos. Y esto vale, repito, tanto para los anti como para los proclericales.
En segundo lugar hemos de constatar que detrás de muchos de los recientes brotes anticlericales hay, con monocorde tono, un solo tema: el del divorcio. El apasionamiento de la exposición hace sospechar emociones personales e interesadas, apenas ocultas tras ciertas posturas. Y, sin embargo, en pocos temas es más preciso un clima sereno y, unas frases tranquilas que lleven la paz a las gentes y que eviten una gerra sobre un tema candente y que, indudablemente, precisa urgente solución.
Porque, por regla general, la mayor parte de los comentarios que hemos leído estos días, íncluidos, por supuesto, los publicados en este periódico, son apasionados alegatos, apenas racionales, en pro de materia preconcebida. Sólo así puede explicarse, por poner un único ejemplo, el que autores como Miret lleguen a afirmaciones como las que hizo recientemente de la ¡«inmadurez sexual de los obispos» como causa de sus posiciones en el tema del divorcio!
Sería importante que alguien con autoridad pudiera explicar con un poco de detalle a nuestros conciudadanos tres verdades que para mí son evidentes, y que creo podrían ser suscritas por una gran parte de nuestra población.
La primera verdad es que la familia es una institución socialmente irreemplazable en estos momentos, cualesquiera que sean las modificaciones que los tiempos actuales exijan realizar en ella, y que es por ello por lo que la Constitución prometió protegerla, promesa, por cierto, cuyo cumplimiento seguimos esperando, ya que debería haber ido paralela a la ley de divorcio.
La segunda, que, en número creciente, hay familias que han fracasado en su proyecto de lograr una convivencia estable y que el derecho debe primero intentar apoyar el que esa convivencia se logre y, cuando la ruptura sea irreparable, dar una solución a dichos problemas. Esta última es el divorcio, que no es, por supuesto, el ideal de un matrimonio, sino la solución de un fracaso, pues nadie se casa para divorciarse, sino que se divorcia porque fracasó en su primitivo y, con frecuencia, ilusionado proyecto matrimonial. Esto es lo que creo quiso decir la Conferencia Episcopal cuando, hace ya tiempo, admitía la posibilidad de que la autoridad civil, bajo su responsabilidad y como mal menor, publicara una ley de divorcio.
Y la tercera, que una medida tan grave como la del divorcio, cuando se introduce por primera vez en un ordenamiento, debe hacerse con prudencia, procurando resolver los problemas y no crearlos, ya que en estos temas, que indudablemente repercuten sobre la institución familiar, es preferible quedarse corto y aun tener que volver a legislar pasado un plazo prudencial que lanzarse irreflexivamente a medidas cuyas consecuencias no siempre se conocen bien.
Por último, permítasenos alguna reflexión sobre la línea del periódico en estos temas. Vaya por delante mi convencimiento de que EL PAÍS es hoy el mejor periódico de España y de que esto ha sido posible, entre otras razones, por el magnífico plantel de profesionales que lo hacen. Por esto es por lo que creo se les puede pedir que en temas tan importantes como el de la convivencia religiosa o el del divorcio, acentúen su esfuerzo en pro de la clara vocación liberal del proyecto inicial que dio vida al periódico. Somos muchos los que desde el primer momento apoyamos decididamente la tarea de crear un periódico liberal, lo que, en palabras de nuestro presidente, significa «estar dispuesto a comprender y escuchar al prójimo, aunque piense de otro modo», y entre estos muchos hay no pocos católicos que creemos compatible el liberalismo y nuestra profesión de fe religiosa, y creo que podemos pedir al periódico que, por encima del apasionamiento al uso, presente las cuestiones religiosas con respeto a las creencias y personas, con objetividad informativa, presentando las diversas opciones y evitando tanto en la presentación editorial como en las secciones dependientes del periódico frases que puedan ofender, sea quien fuere al que lo haga. Si cree oportuna la publicación de artículos como el de Sánchez Ferlosio, hágalo, pues derecho tiene a exponer sus ideas, pero dejando claro que las ideas son suyas, y no opinión del periódico. Para ello se ha introducido la sección llamada «Tribuna libre».
Y, para terminar, he de decir algo que he echado de menos en la presentación por el periódico del tema del divorcio, y es que, además de la línea apasionadamente divorcista, se diera oportunidad a voces discrepantes para exponer sus razones, porque son las razones, y no las emociones, las que harán posible la publicación de una ley de divorcio clara y prudente. Creo que aún estamos a tiempo de poner un poco de sordina a las segundas y dejar oír su voz a las primeras. La familia española, núcleo de nuestra sociedad, saldrá beneficiada.
José María de Prada González
14 Noviembre 1980
Por alusiones
Don José María de Prada, en su artículo «Del anticlericalismo, el divorcio y otros temas» (EL PAIS, 5-11-80), alude a uno mío, como considerando que defrauda su confianza de católico liberal. Declara expresamente creer compatible el liberalismo con la fe. A mí, por el contrario, me parece que hay que estar de acuerdo con la vieja doctrina pontificia que establecía su incompatibilidad. Podrá él, sin duda, tener toda la tolerancia posible en las acciones, podrá guardar conmigo, en modos y palabras, la mayor discreción y cortesía, pero de ningún modo podrá ejercer conmigo lo que él llama su liberalismo en total igualdad de condiciones, si ha de ceñirse a la observancia de su condición de afiliado a la institución más autoritaria de la historia de la humanidad dado que hasta el Derecho de Vida o Muerte, con ser más inhumano, resulta, en cuanto a significación autoritaria, un juego de muchachos, frente al Derecho de Verdad o Mentira, que la cabeza visible de la Iglesia Romana se ha reservado para sí. No existiendo ese plano de igualdad, podría él, en un primer momento, sentir como un abuso por mi parte que yo haga cuestión de lo que para el ya no puede ser cuestión, pero piense que más abuso habría en querer que yo, por anular caballerosamente la ventaja que nos desiguala, me sujetase también a la abusiva autoridad a la que el voluntariamente se somete. Nada demuestra mejor la magnitud del efecto limitador de tal autoridad -y, por tanto, la sustancial incompatibilidad entre el catolicismo y el liberalismo- que el liecho de que él encuentre en mi artículo anticlericalismo, divorcismo y hasta un esfuerzo, según sus palabras, por romper el clima de diálogo que él desearía para las páginas de este periódico, a la vez que no acierta a vislumbrar entre las líneas de mi texto ni la sorribra fugaz de una cuestión, de un problema, de un asunto. Si le resulta que yo rompo el clima de diálogo, tal vez se deba precisamente a que lo formo, porque formar tal clima es tender una palestra que enseguida excede inevitablemente los límites entre los que él puede moverse. Es la aplastante autoridad que Roma hace gravitar sobre su frente la que rompe, o más bien tiene ya roto de antemano cualquier clima de diálogo, puesto que en lo que atañe a infinidad de cosas que podrían ser su objeto impone a los fieles tenerlas por habladas, por ya definitivamente habladas y falladas, zanjadas v archivadas de una vez por todas. Está obligado por la jerarquía a no poder ver ni reconocer cuestiones detrás de mis asertos, sino tan sólo falsedades. Y, de hecho, como buen católico, falsedades me atribuye, porque lo que se resuelve sobre lo ya definido y sancionado por verdad no puede ser ya más que falsedad y pasa directamente a ser visto como tal, sin tan siquiera haber destellado por un instante como cuestión, como objeto pendiente de determinación veritativa. Para él no puede, en efecto, haber cuestión, sino tan sólo falsedad allí donde se pida reinterpretar de nuevo el contenido de la tentación del monte; no puede haber cuestión donde se admita la posibilidad de que,la entrada en Jerusalén pueda haber sido una claudicación de Jesús ante el tentador del monte; no puede haber cuestión en si Nicea, antes que un triunfo, no fue, por el contrario, una derrota del espíritu, la gran catástrofe en que el cristianismo, atraído a pactar con los poderes que había venido a confundir y disolver, abdicó de todo ímpetu mesiánico y se entregó al pasado, para robustecerlo y perpetuarlo; no puede haber cuestión en si la ulterior historia del cristianismo en su relación con los señores de este mundo es la cruda confirmación y acentuación de tal fracaso; no puede haber cuestión en la propuesta de considerar la interpretación tradicional de la frase evangélica «Dad al César lo que…. etcétera», como una interpretación ad hoc para santificar el pacto con el propio César; no puede, en fin, haberla tal vez ni tan siquiera en la posibilidad de estimar el afán de la Iglesia por reforzar con el doblete de leyes temporales sus propios sacramentos como un penoso síntoma de desfallecimiento y de impotencia moral y espiritual. Ninguna de estas cuestiones, y por sobre todas ellas la reconsideración de la historia del cristianismo como un escarmiento y una admonición desde los cuales volverse a preguntar, bajo una más afilada perspectiva, lo que a la postre importa en todo ello: la posibilidad o la impotencia, la esperanza o desesperanza del espíritu frente al poder, ninguna de estas cuestiones, digo, puede ser cuestión para el católico, sino tan sólo error, calumnia o falsedad, o bien anticlericalismo y divorcismo, como expresión de una pura hostilidad estéril y arbitraria. ¿Soy yo el que, sin proponer cuestión alguna, se esfuerza por romper, como dice el señor De Prada, el clima de diálogo, o es él el que, teniéndolo ya roto de antemano por la enorme prohibición, refleja inadvertidamente sobre mí, como una gratuita e incomprensible violencia por mi parte, su propio impedimento?
Por otra parte, me pregunto yo dónde, entre qué líneas, habrá podido creer hallar De Prada el hilo por el que saca el ovillo del divorcismo que parece adjudicarme, de modo que, sin comerlo ni beberlo, me vea yo catapultado y «posicionado», como dicen ahora, cual vulgar activista, en mitad de una querella que me resulta tan ajena, indiferente y falta de interés como un partido de fútbol. Y todo por obra y gracia de un lector que, como dicen en Salamanca, «entiende por la bragueta como los gigantones», pues no sólo no hay fundamento alguno, en los renglones visibles ni invisibles de mi texto, para atribuirme esta o la otra opinión sobre el divorcio, sino que ni siquiera hay base para suponerme mínimamente interesado por semejante asunto. Podría haberla más bien, por el contrario, para sospechar mi desazón de ver tantos católicos y no católicos que parece que no encuentran en el mundo cosa más grave en que pensar. Pero como prueba de que mí tema es exactamente el que el texto declara a toda voz, o sea el de los avatares del espíritu frente al poder, puede ver el antecedente de EL PAIS del 6 de febrero próximo pasado, en el que, bajo el título de «¿Renacimiento?», comentaba yo, en idéntico sentido, la solemne revocación, por parte de Juan Pablo II, en su viaje a México, de la maldición divina del trabajo, proclamándolo como una bendición y eliminando así, en provecho de la total aceptación y entrega, ese último ceño de sospecha, esa timidísima punta de disconformidad, de exigencia de sentido y de reserva crítica que la consideración cristiana del trabajo como una maldición podía aún simbolizar y proponer. El desarme del espíritu alcanza ya hasta a los más viejos simbolos de redención, aun cuando apenas sean más que un mínimo gesto enfurruñado capaz de afear sólo imperceptiblemente la efectiva sumisión y justamente en un mundo en que el trabajo ha acabado de volverse totalmente de espaldas a todo fin humano, bajo unas formas de poder que han hecho de la producción sin límite, sin pausa y sin sentido la condición y el instrumento imprescindibles de su perpetuación; en un mundo, por tanto, en que el trabajo es precisamente, más maldición que nunca.
En cuanto a lo del anticlericalismo, es una contraacusación ya desde antiguo elaborada por el clero como un insecticida de amplio espectro, y cuyo principio activo no es otro, al fin, que la arcaica, pero nunca desbancada, interpretación del mundo por la malquerencia, o sea, la fórmula de la echadora de cartas o de la gitana que lee la buena ventura, cuando dicen: «Hay una persona que te quiere mal». Dado que como fórmula explicativa nunca ha valido un céntimo, al estar, a su vez, aún más necesitada de explicación que aquello mismo que pretende explicar, el motivo de que esta tesis de la malquerencia o el antielericalismo venga sobreviviendo tanto tiempo a su propio desprestigio habrá de justificarse no por lo que explica, sino por lo que resuelve. Y la eficacia resolutiva del diagnóstico de antilericalismo -«A usted lo que le pasa es que nos quiere mal»- está en que la desautorización afectiva del presunto detractor, siendo ya de por sí, mucho más fácil y más inapelable que la desautorización intelectiva, dispensa hasta la molestia de tener que escuchar, ahorra hasta esa mínima precaución de tocarse por fuera los bolsillos por si se diese el caso imponderable de que dijese algo de verdad, y así resuelve de un golpe todos los problemas, y especialmente el de poder seguir durmiendo. De esta suerte, rociándome inmediatamente la cara con el espray del anticlericalismo, no ha podido advertir De Prada cómo, a despecho de todo tono crítico e increpante, en nada falta mi artículo, sino todo lo contrario, a la condición máxima y (decisiva del respeto: la de tratar una cosa a toda la altura de lo que pretende ser. Y yo ni trato el cristianismo desde ningún punto de vista antropológico, cultural, historicista, sociológico, psicológico o freudiano, sino en toda su dignidad de religión y de espíritu, ni tampoco lo confronto a los criterios de ninguna instancia extraña, sino a los de su propio ideal.
Es cierto que eso no quita, sin embargo, para que pueda aún decir que tampoco son maneras mi festiva y benigna irreverencia con el Papa, pero el que no pueda él por menos de sentirla como una ofensa suficiente para estimar con ello roto de partida cualquier clima de diálogo, sólo se debe a que esa misma tan sensibilizada necesidad de respeto y reverencia se halla funcionalmente coordinada y proporcionalmente conmensurada a la naturaleza y magnitud de la autor¡dad que la reclama. Cuanto más incondicionada y más omnímoda es una autoridad, tanto más bajo ha de quedar el techo de la confianza soportable, tanto más sensible a la más leve oscilación se hará el sismógrafo que registra las ofensas. Por eso no cabe hacer montones separados con el respeto y con la prohibición, y culpar o perdonar a la sola falta de modales por cosas que éstos por sí solos son tan poco capaces de romper como de arreglar. Esa permanente susceptibilidad y crispación de los católicos, ese nunca aliviado sentimiento -conservado y aun acentuado en los momentos de más prepotente hegemonía de la ortodoxia- de entrar siendo constantemente hostigados y amenazados por la intriga subterránea o descarada, junto con ese tan repetido gesto histriónico de llevarse en seguida la mano al corazón declarándose condolidos y afectados ante el más tímido atrevimiento del discorde, gesto a tenor del cual se diría que ellos tienen, no sabe por qué ni por qué no, aquí en el pecho una cosita mucho más sensible, delicada y vulnerable de cuanto jamás pueda tener cualquiera de los demás mortales, no son reacción a nada que les venga en realidad del exterior, sino expresión refleja y proyección de la presión interior irrelajable sobre la que se alza, encastilla y fortalece la ortodoxia, de la ininterrumpida constricción autoritaria del dogma y la doctrina, que mantienen agachados, violentados, doblegados, comprimidos en un sentido fijo su entendimiento y su conciencia.
Si la opinión heterodoxa apare ce inmediatamente como un hostigamiento, como una voluntad hostil, como un intento de extorsión, es porque no hace más que reflejar la fuerza de constricción constante que mantiene violentada la cuestión en un sentido dado, al constituirse en ortodoxia. Simplemente con hacer ademán de remover la cuestión mediante el enunciado de la opción heterodoxa se pone de manifiesto la fuerza con la que la ortodoxia consigue tener rígida y aherrojada la verdad. Sólo porque el más débil intento de remover la palanca hace percibir lo agarrotada que está en su posición, aparece ese intento como un forcejeo, como un atropello, como un intento de extorsión, pero la fuerza, la violencia que se pone de manifiesto al hacer tal prueba no es ninguna que pudiese traer y querer imponer la opción heterodoxa, sino la que ya estaba ahí manteniendo forzada y obligada la doctrina en un sentido dado; es un puro espejismo atribuírsela a quien, tanteando la palanca en el sentido opuesto, no hace más que comprobar la imponente resistencia que mantiene bloqueado el artilugio. Una vez, a uno le pareció que la veleta no señalaba fielmente el viento y se subió a la torre para ver si había algo que la retenía, pero como, al intentar moverla, empezó a rechinar la dura y vieja herrumbre que la agarrotaba, te chillaron desde la plaza que dejase la veleta suelta, acusándolo de querer forzarla para orientarla a su capricho.
Rafael Sánchez Ferlosio