3 febrero 2021

Polémica entre el obispo Martínez Camino y el escritor Nobel Mario Vargas Llosa sobre la Eutonasia

Hechos

El 3 de febrero de 2021 el obispo auxiliar de Madrid D. Juan Antonio Martínez Camino publicó un artículo de réplica a D. Mario Vargas Llosa.

03 Enero 2021

El derecho a morir

Mario Vargas Llosa

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Tras la aprobación de la ley de eutanasia recordemos que el derecho a vivir no se ve amenazado por el derecho a morir. No hay nada como la referencia de la muerte para apreciar las riquezas de la vida

El Congreso de los Diputados ha aprobado en España, luego de furibundas discusiones dentro y fuera del Parlamento, la eutanasia. Esperemos que el Senado respalde esta decisión y España acompañe a los seis países que en el mundo han aprobado ya leyes semejantes, pese a los argumentos en “favor de la vida”, como dicen sus opositores, reclutados fundamentalmente en los círculos religiosos, sobre todo católicos.

En uno de sus primeros ensayos, Albert Camus escribió que el suicidio es clave para responder a la pregunta fundamental de la filosofía; quienes eligen la muerte dan una respuesta negativa a la pregunta de si la vida tal cual merece ser vivida. La ley aprobada, sin embargo, no favorece ni estimula el suicidio, como lo ha explicado muy bien Edmundo Bal en su artículo Ley de eutanasia: una garantía de libertad (El Mundo, 24 de diciembre 2020); se limita a considerar el caso —terrible— de aquella minoría para la cual la vida es el infierno, según las peores descripciones que hicieron de él los textos medievales, que insistieron en este tema de manera obsesiva, y no pueden ponerle fin por sí mismos, pues una horrenda ley los obliga a vivir, es decir, a morir mil veces cada día, hasta que ese suplicio termine sólo cuando mueran de “muerte natural”. Es verdad que las víctimas de esa crueldad no son muy numerosas —pero sí algunas decenas de miles o acaso hasta centenares de miles en el mundo entero—, pero que ese “derecho a morir”, inseparable del “derecho a vivir” que defendemos los liberales, sea al fin reconocido en España es una señal de progreso y civilización.

Me refiero, por supuesto, a los enfermos terminales que saben que lo son y saben también que están condenados a vivir —parece la negación misma de esa expresión— hasta que la muerte “natural” ponga fin a sus atroces padecimientos.

La ley aprobada toma todas las precauciones del caso. Quienes deciden pedir ayuda para poner fin a sus días deben hacerlo hasta en cuatro ocasiones —los menores de edad están excluidos—, ser examinados por facultativos que confirmen su estado de salud y su decisión. Sólo luego de estos trámites se da el visto bueno a la eutanasia. Es difícil, acaso imposible, que en estas condiciones la determinación de una persona de poner fin a sus días sea utilizada por personas ajenas para perpetrar un crimen o empujar a una víctima a acabar con su vida.

La defensa de la vida, en este caso, equivale a una macabra broma pues celebrar en un enfermo terminal los fastos de la vida de los que no podrá nunca disfrutar, no cabe siquiera discutirla, sólo facilitarle la salida tomando, claro está, todas las precauciones posibles para, en primer lugar, confirmar que la víctima ha tomado esta decisión de manera firme e inevitable y sin otra razón que la de la enfermedad terminal. La ley aprobada en el Congreso de los Diputados lo establece así.

Ahora bien, el problema es más vasto que el de una reducida minoría. ¿Puede la sociedad oponerse a quienes, sin estar doblegados por una enfermedad, quieren ejercer el “derecho a morir”? Una persona, en plenas facultades, puede decidir que la vida tal como es no justifica la existencia. No es mi caso, desde luego, ni el de la inmensa mayoría. Pero hay, ha habido y habrá siempre gente que ve en la muerte una solución a sus problemas. En la inmensa mayoría de los casos, estas víctimas no necesitan pedir ayuda para tragar un veneno, estrellar un auto contra un árbol, o, como hizo un primo mío, lanzarse al abismo desde los farallones de Barranco. Para ayudar a estos suicidas se han creado sociedades secretas o públicas —como la que auspiciaba Arthur Koestler, quien se mató junto con su esposa cuando supo que tenía un cáncer— que les echan una mano cuando deciden poner fin a sus días ¿Cuál debería ser la actitud de la sociedad civilizada en esos casos excepcionales? Respetar el “derecho a morir”, la contrapartida inseparable del “derecho a vivir” que elige la enorme mayoría de los seres humanos.

Recuerdo, a este respecto, un concurso de documentales para la televisión, del que fui jurado hace años, en Montecarlo. Entre los miembros del jurado figuraba una actriz francesa, Marina Vlady, que había misteriosamente desaparecido de las pantallas cuando estaba en lo mejor de su carrera. Allí supimos que lo hizo por amor: se enamoró de un ruso, se casó con él y se fue a vivir a la URSS, donde, según nos dijo, era muy feliz. Nos pidió que excluyéramos de la competencia un film holandés que hacía propaganda de la eutanasia, adoptada en Holanda hacía algún tiempo. Le dimos gusto. Retiramos el film del concurso, pero le dimos un premio extra, pues era el mejor, según todo el resto del jurado.

El personaje central de aquel film, dueño de un bar, había sido antes un marino, que, al saber que tenía un cáncer, eligió, de acuerdo con su esposa y su médico, recurrir a la eutanasia. Él y el médico hacían la gestión ante el gobierno, que nombraba de inmediato a dos facultativos para que confirmaran su decisión y verificaran su enfermedad. Luego, informaban al sujeto de las formas que adoptaría aquella ceremonia. Él tendría el control hasta el último momento. Creo que le ponían una inyección, la que podía cancelar de viva voz, o, si estaba desprovisto de ella, mediante un parpadeo o un movimiento del dedo índice. Los dos médicos debían indicarle, a la vez, cuándo aquella inyección mortal se volvía “irreversible”. Todo el acto transcurría de este modo, con gran serenidad por parte del moribundo, sostenido de la mano por su esposa, que, ella sí, temblaba y tenía los ojos arrasados por las lágrimas.

Creo que ninguno de los jurados de aquel festival, cuando vimos el documental, sacamos de él la menor nostalgia de la muerte. Por el contrario, la reacción de todos fue respirar más tranquilos —sobre todo la ceremonia final nos había tenido con los nervios de punta— y con un inmenso, indescriptible, entusiasmo por la vida, por el privilegio extraordinario que es estar vivos y saber que lo estaremos por algunos pocos o largos años más. Qué felicidad saber que la vida estaba allí, a nuestro alrededor, y que lo estaría todavía por algunos o por muchos años, con sus comidas, bebidas, amistades, amores y lecturas, todo aquello que nos hace pasar los días en paz o con exaltaciones que nos separan y alejan de la muerte, y nos vuelven insensibles a las solicitaciones y seducciones que puede tener la extinción para algunos contados semejantes. Que ellos existan no significa necesariamente que anden mal las cosas en este mundo, aunque para muchos esto sea una verdad. Pero es sabido que a los países más adelantados de la tierra, como Suecia y Suiza, se les atribuye un número de suicidios que supera al del resto de los países; nunca he sabido si estas estadísticas eran ciertas o más bien resultado de la envidia, que opera también en todos los órdenes de la vida social, incluso (iba a escribir sobre todo) en este campo, tan fracturado por las polémicas. El derecho a vivir no se ve amenazado por el derecho a morir, más bien reforzado, porque no hay nada como la referencia de la muerte para apreciar las infinitas riquezas de la vida.

03 Febrero 2021

¿Derecho a morir?

Juan Antonio Martínez Camino

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Es bueno pensar en la muerte para valorar mejor la vida. En particular, cuando la reflexión se abre a la oración. Es uno de los ejercicios fundamentales de la espiritualidad católica, hoy un tanto en desuso, pero no menos aconsejable. En esto no podemos más que estar muy de acuerdo con Mario Vargas Llosa, que se define liberal y émulo de los países «avanzados» y que, en un artículo publicado el primer domingo de enero en un diario de tirada nacional, recomendaba no dejar de pensar en la muerte para vivir mejor.

En cambio, no podemos tomar más que como mera fórmula literaria su afirmación de que el «derecho a morir» es la otra cara de la moneda del «derecho a vivir». Pretende así dar cobertura intelectual a la ley por la que el Estado se convierte en árbitro de esos derechos, convirtiendo el suicidio en un supuesto derecho de nueva creación por el que se compromete a velar: la llamada eutanasia. Pero sucede que derechos reales son el derecho a la vida, no el «derecho a vivir», y el derecho a una muerte digna, no el «derecho a morir». Y sólo los derechos verdaderos pueden dar lugar a un discurso intelectual válido, basado en la realidad de las cosas, más allá de feas o hermosas fantasías literarias.

Todos tenemos derecho a la vida, pero no «derecho a vivir». El derecho a la vida es un derecho básico: nadie puede disponer de la vida de otro a su antojo. Una de las obligaciones elementales del Estado es reconocer y tutelar este derecho fundamental. La vida de todo ser humano es un bien cuasi absoluto. Sólo la defensa proporcionada frente a un agresor injusto podría justificar éticamente una actuación del Estado o de una persona que le quitara la vida a alguien. Hoy se piensa que un Estado desarrollado económica y jurídicamente no se ve en tesitura semejante. La pena de muerte ha dejado de tener respaldo moral.

Este derecho a la vida lo tienen las personas vivas. Nótese bien -para evitar la confusión reinante en este campo- que hablamos de personas vivas, no de personas nacidas. No lo pueden tener personas que no han sido convocadas a la vida. Simplemente, porque no existen y no pueden ser sujetos de ningún derecho. Por la misma razón, quienes no viven tampoco pueden tener un supuesto «derecho a vivir». La vida no se tiene por «derecho», sino por concesión de alguien que nos la ha dado: los padres y, en definitiva, el Autor de la vida de todos. Tienen derecho a la vida quienes antes han recibido la vida como un don.

El que vive tiene derecho a morir dignamente, igual que lo tiene a vivir del mismo modo. Pero no se puede decir que tenga derecho a morir sin más. La muerte le viene, como le ha venido la vida. El Estado y las personas cercanas al moribundo han de velar por que las condiciones en las que la muerte le venga sean dignas. Que muera acompañado por sus seres queridos y con la debida atención espiritual y médica; en definitiva, con el menor sufrimiento espiritual, psíquico y físico.

Pero quien no tiene «derecho a vivir», tampoco tiene «derecho a morir» en el sentido de derecho a acabar con su propia vida ni, menos aún, a implicar a otros o al Estado en su acción suicida. Ese derecho no existe, porque la vida es un don tan básico que se identifica con la propia persona. La vida no es un objeto frente a la persona, asimilable a un bien que estuviera a disposición de su poseedor. La vida es indisponible, aún más que la libertad. Se podría renunciar a la libertad, pero no dignamente. Nunca será digno vender la libertad firmando, por ejemplo, un aberrante contrato de esclavitud. Con mayor razón tampoco será digno quitarse la vida. La dignidad humana estriba precisamente en la asunción responsable del don la vida y de la libertad, es decir, del propio ser personal. También de la libertad de encarar la muerte del mejor modo. Ojalá pudiera ser con el entusiasmo sereno de la Santa doctora: «Vivo sin vivir en mi -y tan alta vida espero- que muero porque no muero».

Detrás de la oscura fantasía del «derecho a morir» está la ilusión fatal de que el ser humano no deba nada a nadie: lo que se llama la absolutización del sujeto. En los tiempos modernos, este fenómeno, de por sí tan viejo como Adán, se ha convertido en la matriz de la cultura dominante, la que se jacta sin rubor de ser la propia de una Humanidad que, por fin, se habría hecho adulta y dueña de su propio destino.

Pero ese hombre, «moderno y adulto», es responsable de los crímenes contra la Humanidad más terribles de la historia, como también de la explotación letal de los recursos de la Tierra. Sin embargo, sigue creyéndose el imaginado árbitro benefactor que no debe nada a nadie, más que a sí mismo y, que por tanto, podría decidir cualquier cosa, sólo ante sí y por sí.

Los suicidas son especialmente dignos de compasión. No sólo Judas, sino esos otros que tal vez se han visto abocados a quitarse la vida faltos de los apoyos humanos y espirituales necesarios o víctimas de crueles presiones sociales. Muchísimos jóvenes, entre ellos. Pero la proclamación falaz de un supuesto «derecho a morir» no puede ser tenida como verdadera compasión. Por el contrario, tal proclamación no es en realidad sino un sinsentido más en la fatídica trayectoria del sujeto autoproclamado absoluto, que se cree legitimado para ejercer la libertad contra ella misma. Porque la libertad verdadera no es la capacidad de elegir cualquier cosa. Eso es, más bien, el capricho irracional y narcisista. La verdadera libertad trata a la vida como lo que es: ese supremo bien recibido, cargado de promesas; no se permitirá tildarla como inútil o absurda para luego despreciarla y negarla.

El autor que ha suscitado esta humilde reflexión se confiesa perteneciente a esa inmensa mayoría de los humanos que jamás caerá en la tentación de hacer jugar su libertad contra su vida. Pensará en la muerte sólo para amar mejor la existencia y sus placeres. Pero se entrega al juego literario de supuestos derechos de la libertad en favor de aquellos pocos que se empeñarán en ejercerlos de otro modo, el que a ellos les plazca. Pareciera que él no tuviera por qué compadecer a los suicidas. Su alegato no es en nombre de la compasión sentimental, como suelen ser la mayoría de los discursos favorables a la llamada eutanasia. Él va directa y crudamente al fondo de la cuestión: somos libres y, por tanto, básicamente autorreferenciales. En este marco «liberal», que cada uno se las apañe como pueda, sin estorbos de nadie. Y menos, de los católicos, naturalmente.

Juan Antonio Martínez Camino