24 junio 1988

Polémica por el catalán y el bilingüismo entre Carlos Castilla del Pino y Pedro Lain Entralgo

Hechos

  • El artículo Bilingüismo, de D. Pedro Laín Entralgo (EL PAÍS, 24 de junio), ha generado una polémica en la que han intervenido D. Joan Ferraté (Kafka a la española, 18 de julio), el propio Sr. Laín (Lo que yo dije, 26 de julio), nuevamente Sr. Ferraté (Lo que dijo Laín, 8 de agosto), D. Carlos Castilla del Pino (El «problema» del catalán, 17 de agosto) y Dña. Alna Moll (Bilingüismo: prejuicios y reaLIdades, 12 de septiembre de 1988).

Lecturas

El artículo Bilingüismo, de D. Pedro Laín Entralgo (EL PAÍS, 24 de junio), ha generado una polémica en la que han intervenido D. Joan Ferraté (Kafka a la española, 18 de julio), el propio Sr. Laín (Lo que yo dije, 26 de julio), nuevamente Sr. Ferraté (Lo que dijo Laín, 8 de agosto), D. Carlos Castilla del Pino (El «problema» del catalán, 17 de agosto) y Dña. Alna Moll (Bilingüismo: prejuicios y reaLIdades, 12 de septiembre de 1988).

24 Junio 1988

Bilingüismo

Pedro Laín Entralgo

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Disto mucho de ser lingüista o sociólogo del lenguaje. En lo tocante al idioma, no paso de ser un español que procura hablar y escribir aceptablemente su lengua materna, que de veras la ama y que, en consecuencia, vive preocupado por los problemas que actualmente le afectan. Uno de ellos, no el menos importante, es el del bilingüismo en las partes de España donde como problema real se plantea. En primer término, claro está, Cataluña.Si no científica, alguna autoridad moral tengo para hablar del tema. Puesto que el catalán es la lengua de los catalanes y puesto que, según la Constitución, todos los españoles tienen el deber de conocer la lengua castellana y el derecho a usarla, siempre he defendido la conveniencia de mantener y aun fomentar el bilingüismo entre los habitantes de Cataluña, sean o no nativos de ella. Dos artículos míos -titulados Lo que yo haría (si en lugar de ser docente en Madrid lo hubiese sido en Barcelona) y Lo que yo hago (siendo docente en Madrid, como, de hecho, lo he sido)- fueron recogidos en el folleto Por la normalización lingüística de Cataluña, hace unos años editado por el Departamento de Cultura de la Generalitat. Pues bien: sólo apoyado en esta mínima autoridad moral, y en algunos hechos de mi propia experiencia, voy a decir cómo veo yo el deseable bilingüismo del pueblo catalán.

Los doctos en sociología lingüística denuncian, algunos, la disglosia -trastorno en la elocución del lenguaje- que puede producirse en quienes se ven obligados a añadir una lengua segunda o de uso a la lengua primera o materna. El empleo de la segunda lengua obligaría a traducir mentalmente a ella lo que se piensa y se siente en la primera. No negaré yo que esto pueda suceder y de hecho suceda en las zonas más rurales del territorio catalán. Pero, basado en mi experiencia, no me es posible admitir que acontezca entre los catalanes cultos. Para demostrar esa imposibilidad aduciré un par de ejemplos.

Desde que le conocí hasta su muerte, durante varios años tuve excelente amistad con el poeta Carles Riba. Siempre comprendí, no sólo acepté, su firme decisión, patriótica y psicológica a la vez, de escribir en catalán y sólo en catalán su magnífica poesía (aunque, de ponerse a ello, también hubiera podido hacerlo en castellano). Pero, naturalmente, mi relación oral y epistolar con él tuvo siempre como cauce la lengua común; y, a petición mía, en ella escribió un amplio y preciso estudio sobre Maragall, como prólogo a una selección de artículos del eximio teórico de la paraula viva. Oyendo hablar castellano a Carles Riba y leyendo lo que en castellano había escrito, ¿podía admitirse que estuviese traduciéndose interiormente del catalán al castellano? En modo alguno. Desde distintos niveles y campos distintos de su alma, Carles Riba usaba como suyas la lengua catalana y la lengua castellana. Aunque una, la catalana, fuera suya de manera más íntima, suyas eran las dos.

Algo semejante puedo decir de Salvador Espriu. Con menor asiduidad que a Carles Riba -ni siquiera residiendo en Barcelona era cosa fácil tratar con asiduidad a Salvador Espriu-, amistosamente también traté al gran poeta de La pell de brau, tan exquisita y monogámicamente fiel, como tal poeta, a su lengua materna. Pero, a la par que poeta y prosista en catalán, Espriu era prosista en castellano. De varias maneras podría demostrarlo. Para no ser prolijo, me limitaré a recordar el espléndido documento -irónico y dramático a la vez; así era él- que para compensarnos de su inasistencia nos envió a cuantos participamos, catalanes unos, castellanos y asimilados otros, en la trobada de escritores que hace pocos años se celebró en Sitges. ¿Cuántos de los mejores prosistas de este lado del Ebro serían capaces de escribir, en tanto que pieza estilística, aquel precioso ensayo? Muy pocos. No: tampoco Salvador Espriu hablaba y escribía en castellano traduciéndose desde el catalán. Lo mismo que Carles Riba, Salvador Espriu podía usar y, cuando lo quería, usaba como suyas la lengua de Ausias March y la lengua de Machado.

Y como Riba y Espriu, legión. A vuelapluma, y seguro de que podría nombrar a muchos más, recordaré algunos nombres. De catalanes, leídos y no oídos, a Verdaguer, Maragall y Augusto Pi y Suñer. De catalanes oídos y leídos, a los escritores Pla, Sagarra, Manent, Castellet, Santos Torroella, Perucho, Montserrat Roig y Gimferrer, sin contar a los que han preferido como idioma literario el castellano (Gironella, Néstor Luján, Díaz Plaja, Vázquez Montalbán, Marsé  ) y a los valencianos y mallorquines que escriben en catalán; a los historiadores Vicens Vives, Batllori, Martín de Riquer y Francisco Noy; a la universal Nuria Espert; a los abogados Serrahima, Pi y Suñer y Comas; a los médicos Puigvert, Vilardell, Barraquer Bordás, Vilaclara, Foz, Dalmau, Lloberas, Salvá, Laporte, Oriol… Ya lo he dicho: legión.

Me pregunto si un catalán que en verdad ame a su patria catalana y aspire a la perfección y la grandeza de ella podrá no desear que en el futuro sigan existiendo catalanes que hablen y escriban como los mejores de esa larga serie. Y, si en verdad lo desea, necesariamente habrá de preguntarse por los medios para que su deseo llegue a ser realidad. Con otras palabras: para que el bilingüismo de los catalanes cultos sea el que esos nombres ponen de manifiesto.

Sólo un camino hacia esa meta veo yo: enseñar en catalán, y a hablar, leer y escribir en catalán; enseñar en castellano, y a hablar, leer y escribir en castellano. En catalán, para que los catalanes pertenezcan mental y cordialmente a su propio pueblo; en castellano, para tener como suyo el tesoro idiomático, intelectual y literario que ofrece la lengua castellana y, por añadidura, para comunicarse plena y eficazmente con los millones y millones que en el mundo la hablan. Formarse idiomática y culturalmente sólo en catalán no arraigaría más a los catalanes en su tierra y haría cada vez menos posible -en cualquier caso, menos fácil- el logro del doble y nada chico bien que ofrece la cabal posesión del castellano. Formarse sólo en éste engendraría en muchos catalanes la actitud hacia la «lengua de Madrid» que, tácita o expresamente, en tantos se ha producido; actitud que, estoy seguro, ninguno de los catalanes antes nombrados sentía o siente en los entresijos de su alma. ¿La sentía Joan Maragall cuando postulaba que terra endins contríbuyese con su lengua materna al cant de germanor que en esa tierra interior había de sonar? ¿La sentía Salvador Espriu cuando aspiraba a que, siendo diversos els homes i diverses les parles, los hombres y las hablas de Sefarad expresasen un sol amor?

No soy sociólogo del lenguaje, decía yo antes, y tampoco pedagogo de él. Pero me atrevo a pensar que las dificultades técnicas para compaginar la enseñan a en catalán y en castellano podrían ser satisfactoriamente vencidas con inteligencia y buena voluntad. De otro modo caeremos en el dislate de enseñar el castellano en catalán -he oído que con el valenciano así se hace en algún lugar del reino de Valencia- o el catalán en castellano. Con lo cual dificilmente será evitable, a la larga, un deterioro de la cultura media de los catalanes. Muy hondamente me dolería que se cumpliese este temor.

(Algo semejante podría decirse respecto de Galicia. Pienso en el gallego y en el castellano que hablaron y escribieron Castelao, Cabanillas, Otero Pedrayo y Cunqueiro, y en el gallego y el castellano que hablan y escriben García Sabell, Piñeiro, Filgueira, Valverde y varios jóvenes narradores y poetas. Más allá y más acá de Los Ancares, ¿quién no deseará que perdure esa realidad? Otro y más complicado es el problema lingüístico en el País Vasco. Discutiendo con Unamuno, que en relación con ese problema no supo ver el porvenir, otro día diré cómo, desde Madrid, veo yo la pacífica convivencia entre el euskera y el castellano.)

17 Agosto 1988

El 'problema' del catalán

Carlos Castilla del Pino

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Los que se denominan seudoproblemas se caracterizan, naturalmente, porque no son problemas reales sino líos, es decir, cuestiones de las cuales alguien o algunos hacen problemas sin serlo. Las razones por las que los seudoproblemas aparecen como problemas para alguien hay que buscarlas justamente en su mente, como actitudes, como prejuicios, que no son simples juicios previos, sino la deformación de la realidad de acuerdo a nuestras conveniencias, en forma de teorías aparentemente explicativas de la realidad. Los ingleses distinguen en su lengua entre prejudgment y prejudice. Nosotros hemos de poner un guión, si queremos diferenciar pre-juicio de prejuicio. Los seudoproblemas son en todo caso, como he dicho, problemas mentales, o, lo que es lo mismo, que son de la mente y están en la mente de quien los vive. Necesitan, pues, tratamiento; para ser exacto, tratamiento mental, en el amplio sentido de la palabra, el cual incluye, cuando es viable, el uso de la lógica. Ocurre, sin embargo, que los prejuicios son resistentes a la lógica, como es el caso, para el católico, del creced y multiplicaos hasta el infinito, que, aunque vivimos en un planeta finito, cabremos los infinitos que lleguen. Los problemas mentales, como es sabido de todos, hacen sufrir a quienes los padecen, Fiero también hacen sufrir a los que, sin tenerlos, han de padecer a los que los padecen.Hay muchos seudoproblemas. Uno de ellos es el de la lengua catalana y, más concretamente, el del uso de la misma. A mí me ha hecho padecer el que sea problema para Pedro Laín Entralgo, tal y como lo expuso en este periódico (EL PAÍS, 24 de junio) en un artículo que tituló Bilingüismo, en el que, como se recordará, trata de persuadir a los catalanes -ahora se trata de ellos tan sólo- de qué no les ha de pasar nada por procurar ser bilingües; antes al contrario, catalanes de pro, según Laín, lo han sido, y ése puede ser el seguro camino para todos los catalanes habidos y por haber.

Pero, ¿por qué se hace problema de que el catalán hable catalán, incluso sólo catalán? (como el gallego gallego, incluso sólo gallego; por extensión puede aplicarse al euskera, y también -por qué no- al portugués, pues una frontera entre naciones no es ni más ni menos convencional que las de nuestras actuales autonomías). Pienso que en verdad no hay problema alguno porque se trata de una cuestión de hecho; y es esta categoría fáctica la que muchos se resisten a admitir. La cosa es tan ruborizante como la de aquel que se asombraba de que los niños en Francia supiesen hablar francés. Se trata de que la lengua de Cataluña es, mientras no desaparezca, el catalán, y mientras tal cosa no ocurra, para que se hable el catalán por alguien se requiere que lo hablen de antemano aquellos que han de enseñarlo (en vivo, es decir, transmitirlo, como se transmite todo lo que es cultura). Ahora bien, como se construye un problema, y grueso, es de estas dos formas: o haciendo que los catalanes no hablen catalán (fórmula Franco y del primer Ridruejo), o que los catalanes hablen además castellano, es decir, que sean bilingües (fórmula Laín). Pero, ¿por qué otra razón que no sea de orden práctico han de ser los catalanes bilingües? Y si es por razón práctica, ¿por qué ha de prescribirse y no esperar a que acontezca allí donde haya de acontecer, esto es, cuando el catalán que sea lo necesite? En esta situación, cualquiera, catalán o no catalán, se hará bilingüe, para facilitarse las cosas, o sea, para vivir. Y si, pese a todo, no quiere o no puede, ¿qué se ha de hacer sino dejarlo? Paradójicamente, haciendo constitucionalmente obligatorio el conocimiento del castellano a los que culturalmente no les pertenece, se infringe asimismo la Constitución, que hace a todos los españoles iguales ante la ley, y prohíbe la discriminación por razón de religión, sexo, raza y -debe añadirse también, porque eso no figura en nuestra norma básica- autonomía. En caso contrario creamos el problema, absolutamente injusto, suscitado por prejuicios, mejor o peor encubiertos: determinados ciudadanos del Estado español están constitucionalmente en regla manteniéndose cómodamente monolingües, y a mayor abundamiento de su propia lengua, mientras otros -catalanes, vascos, gallegos, cuando menos-, para poder estarlo, requieren ser bilingües. Si la Constitución, en este respecto, se hubiera mantenido en términos lógicos, hubiera sido preciso elegir una de estas dos prescripciones: o todos los cludadanos del Estado español han de ser, cuando menos, tetralingües, o cada uno monolingüe en la propia. Como lo primero no parece práctico, y por tanto no es viable, ¿no es lógico reconocer a cada cual el derecho a hablar como hablan los que le hicieron nacer, y no el deber de conocer una lengua que quizá no le es propia, y que ha de ser él, luego, por sí y por su circunstancia, quien decida si, además, tia de aprender a hablar la tengua que considere útil? (la cual, con la mayor probabilidad, habrá de resultar, para el catalán, el castellano, incluso en Cataluña, con más de cinco millones de castellanohablantes).

Laín Entralgo no trata de aplicar crudamente la Constitución vigente haciendo obligatorío el bilingüismo. Concorde con sus actitudes básicas, Laín trata de persuadir, y, con los mejores modos, se dirige a los catalanes y les dice, más o menos, lo siguiente: «Sean ustedes bilingües, que no les ha de pasar sino algo mejor que no serlo. Vean ustedes a Pla, Carles Riba, Espriu, Sagarra y muchos más». Mediante la emulación

de estas figuras señeras, Laín Entralgo invita al bilingüismo a la población catalana en su conjunto. Esta exhortación es tan idealista como aquella que, sobre la base de que hubo un san Francisco, nos invita a. todos a serlo.

Pero, por otro lado, ¿qué es eso del bilingüismo? Me atrevo a afirmar estas dos cosas: primero, que el bilingüismo no existe, y segundo, que allí donde parece existir no es inocuo. Una cosa es servirse de otra lengua que no sea la propia -al servirse muy bien de otra lengua se le llama bilingüismo- y otra hablar la lengua ajena como la propia. Esto último no es posible. Para escribir una crónica José Pla pudo servirse de la lengua castellana, pero no para redactar El cuaderno gris; que Salvador Espriu hablaba y escribía correctamente el castellano no me cabe duda, pero para hacerpoesía usó sin remedio del catalán, o no hubiera sido el poeta que fue. Se pueden tener experiencias distintas y cada una en una lengua (maldecir en castellano y rezar en francés; discutir en catalán y hablar de arquitectura en inglés; para un determinado tipo de blasfemia, un idioma, para otro, otro, etcétera). La lengua ligada a la experiencia de la vida es ya habla, y es con ella con la que vivimos. Ni Conrad, ni Nabokov ni George Steiner fueron bilingües en el sentido de vivir cualquier experiencia, de manera indistinta, en los idiomas de que se sirven.

Una cosa es una lengua y otra el habla. Pues lo que se dice dominar una lengua no es dominar su léxico (cuestión relativamente fácil), sino vivir con esa lengua, cuyo usuario quizá dispone de un léxico de no más de unos cientos de palabras. ¿Es que todos los que hablan el castellano dominan el castellano? ¿En qué se diferencia un castellanoparlante de escasísimo léxico de, pongamos por caso, Marcel Bataillon o lan Gibson, que, sin duda, superan al primero en dominio del léxico? Es seguro que Laín conoce un más amplio léxico alemán que buena parte incluso de los universitarios alemanes, pero no vive en alemán, y hasta tiendo a pensar que, a sus años, aún debe seguir viviendo determinadas experiencias -que evoque, por ejemplo, su infancia- ni siquiera en castellano sino en baturro. Los que hemos tenido experiencias con afásicos sabemos de la mayor vulnerabilidad de la lengua ajena frente a la propia, de la cual quedan a veces los únicos residuos.

Como decía Ortega, «¿se puede en serio hablar otro idioma? Al hacerlo, ¿no nos colocamos en la actitud íntima de imitar a algún prójimo? Y vivir imitando, ¿no es una payasada? La gente se hace demasiado fácil lo que llama hablar lenguas. El tránsito a otro idioma no se puede ejecutar sin previo abandono de nuestra personalidad, y, por tanto, de nuestra vida auténtica. Para hablar una lengua extraña, lo primero que hace falta es volverse un rato más o menos imbécil; logrado esto puede uno verbalizar en todos los idiomas del mundo sin excesiva dificultad. ( … ) Por otro (lado) hay que el dominio de lenguas extranjeras para los efectos de la conversación no existe». (subrayados de Ortega.) Alguien, por lo demás capaz de servirse en más de cuatro lenguas, y de servirse muy bien en todas ellas, como George Steiner, ha escrito páginas extraordinariamente lúcidas a este respecto (Después de Babel, Lenguaje y silencio, Extraterritorial).

Ruego se me dispense tratar en este momento de la patogeneidad del denominado bilingüismo. Vale la pena, no obstante, reflexionar acerca del tipo de fragmentación mental que sobreviene tras la diversificación instrumental de la vida íntima. Desde aquí hasta los más groseros disturbios funcionales. El caso del catalán -una lengua hasta hace poco prácticamente usada sólo para la cotidianidad, apenas para ser además escrita y leída por la mayoría de los que lo hablan- requiere un tratamiento singular, pero ni poseo en este momento espacio ni sería éste el lugar adecuado para su exposición.

20 Septiembre 1988

Carta a Carlos Castilla del Pino

Pedro Laín Entralgo

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No sólo por lo mucho en que intelectual y amistosamente te estimo, querido Carlos, doy respuesta pública a tu artículo E‘problema’ del catalán. Si en él no hubiese más que una discrepancia, tuya con una opinión mía, me habría limitado a dirigirte una carta privada o una llamada telefónica. Pero el asunto a que tu artículo y el mío se refieren tiene cierta importancia psicológica y social para millones de españoles, y esto obliga a que nuestras posiciones ante él queden perfectamente claras. Tal como tú la expones y criticas, la mía no lo está.Corno el curioso lector ya habrá adivinado, se trata del bilingúismo de los catalanes. Aunque tú no lo hagas ver con la suficiente claridad, ¿necesitaré decirte que en no pocas cosas esenciales estoy de acuerdo contigo? Pienso, en efecto, que el catalán es la lengua de Cataluña. En distintas formas, varias veces lo he afirmado yo, y con arreglo a esa evidente realidad he procurado conducirme. Admito sin reservas, en consecuencia, el derecho de los catalanes a usar su idioma y a formarse en él y con él; no sólo el derecho, sino el deber de hacerlo, si en verdad aspiran a ser catalanes cultos. Paladinamente he proclamado que el empleo de la lengua materna es imprescindible en ciertos casos, como la expresión poética, la comunicación íntima y el habla emocional; y, por consiguiente, la existencia de niveles expresivos distintos, cuando además de la lengua materna se habla otra. Conozco, aunque no sea lingüista, la diferencia cualitativa entre lengua y habla. Aunque nacido en Aragón y vecino de Madrid, considero inadmisible torpeza las varias agresiones del Gobierno central, desde el decreto de Nueva Planta, contra la lengua de Cataluña. Más aún: si en uso de lo que llaman derecho a la autodeterminación -que, en mi opinión, pertenece de manera esencial a los derechos humanos- decidieran los catalanes independizarse de España, renegar del castellano y proscribirlo en su territorio, tal hecho me dolería. profundamente, pero me sentiría en el deber de aceptarlo. En todas estas importantes cosas y en varias más, que por obvias omito, mi sentir coincide con el tuyo.

En otras discrepo. En aras de la claridad y de la brevedad las reduciré a cuatro: la atribución de un carácter seudoproblemático al hecho del bilingüismo, la actitud afectiva ante la posibilidad de que éste sea rechazado en Cataluña, una afirmación tuya no concordante con la realidad y la aquiescente aducción de cierto texto.

Para ti, la consideración del bilingüismo catalán como problema es una ruborizante necedad, porque el bilingüismo in genere no pasa de ser un seudoproblema: una cuestión que sólo se hace problemática en las mentes sometidas a la presión de tales o cuales prejuicios. Desde un punto de vista puramente mental, tienes razón: el bilingüismo es una posibilidad frente a la cual, adoptada con resolución una actitud mentalmente clara -dejar que cada cual decida libremente su conducta ante ella-, cualquiera puede advertir su condición de seudoproblema. Otro ejemplo: mentalmente considerada, la prolongada existencia de geocentristas después de que Copérnico enunciara el heliocentrismo era, sin duda, un seudoproblema, puesto que se basaba en prejuicios incapaces de resistir a lalfuerza racional de los datos y las conclusiones de los heliocentristas.

Pero como tú sabes tan bien como el que mejor lo sepa, el hombre no es sólo mente racional; y, en consecuencia, todas sus actitudes mentales tienen que expresarse a través de no pocos condicionamientos -psicológicos, temperamentales, sociales, económicospara hacerse efectivamente reales. Por lo cual, lo que mentalmente no es problema puede serlo realmente por obra de esos condicionamientos. Nada más fácil que resolver desde un gabinete bien informado los conflictos político- sociales de Centroamérica, los enfrentamientos político-religiosos de Líbano y la dolorosa injusticia planetaria en la distribución de alimentos. Mentalmente considerados, esos conflictos, esos enfrentamientos y esa injusticia no pasan de ser seudoproblemas. Son meros hechos. Pero considerados tales hechos en su íntegra y concreta realidad, ¿quién se atreverá a negar que en el mundo actual existen el problema centroamericano, el problema del Oriente Medio y el problema del hambre? En todos estos casos, el quid de la cuestión no está en la dificultad para entender la factualidad de los hechos y los prejuicios mentales y emocionales que los producen y sostienen, sino en encontrar los medios adecuados para que esos conflictos, esos enfrentamientos y esa injusticia radicalmente desaparezcan.

Mucho menos grave, desde luego, así veo yo el problema del bilingüismo en Cataluña. Mentalmente, Carlos, tienes razón: no pasa de ser un seudoproblema. Pero, realmente, y en virtud de condicionamientos psicológicos y políticos, ese bilingüismo es para muchos un problema real. Se trata, en efecto, de encontrar una vía media entre el radicalismo de los catalanes que abierta o intimamente quieren una Cataluña monolingúe en catalán, y piensan que hablar en castellano es un acto de surnisión a una potencia exterior, y la cerrazón de los no catalanes, residentes más allá o más acá del Ebro, que no quieren renunciar al deseo de una Cataluña prácticamente monolingúe en castellano. Nada más fácil que descubrir los diversos prejuicios que dan pábulo a esas dos contrapuestas actitudes; todos debiéramos tener alguna parte en el empeño de sacarlos a la luz. Mas, para resolver de manera real, no meramente rriental, algo que real y no mentalmente es problema, lo que de hecho más importa es que entre los catalanohablantes y los castellanohablantes capaces de razonar exista una firme y tenaz voluntad de mutuo entendimiento, concordia y cooperación. Con esa voluntad propuse yo lo que mi artículo Bilingüismo tan claramente enunciaba. Lo cual, querido Carlos, no era «una exhortación tan idealista como la de quien, sobre la base de que hubo un san Francisco, nos invitase a todos a serlo», sino el resultado de esta honda convicción: que la aceptación de tal propuesta ayudaría tanto a la verdadera perfección cultural de Cataluña -de la Cataluña real, no de una Cataluña utópica y ucrónica- como a la es

peranza de cuantos no podemos hacernos a la idea de una España sin Cataluña. No se trata, en definitiva, de imponer un bilingúismo programado, sino de mantener del mejor modo posible el bilingüismo que como consecuencia de cinco siglos de convivencia lingüística -desde Boscán hasta Nuria Espert- de hecho existe en Cataluña; y, por supuesto, de que los castellanohablantes de acá y de allá nos esforcemos por entender el catalán y por conocer suficientemente lo mucho y bueno que en catalán se ha escrito y se escribe.

A juzgar por ciertas expresiones tuyas, también debo discrepar de ti en cuanto a la disposición afectiva ante la posibilidad de una Cataluña catalanamente monolingüe. Tu resuelta instalación en una visión meramente mental del bilingüismo te lleva a considerar esa posibilidad con la frialdad del científico ante la posible producción de un hecho experimental. A mí, por las razones antes apuntadas, eso no me es posible. Por lo demás, también al científico más objetivo le emociona en uno u otro sentido que el hecho posible confirme o rechace, al realizarse, una teoría que personalmente le interesa.

Dices que lograr que los catalanes no hablen catalán fue «la fórmula de Franco y del primer Ridruejo». En cuanto a Franco, tal vez. En cuanto a Ridruejo, en modo alguno. Seguramente no conoces el hecho. Cuando las tropas franquistas entraron en Barcelona, Ridruejo, entonces jefe del Servicio Nacional de Propaganda, hizo llevar a la ciudad recién conquistada gran cantidad de textos en catalán -redactados en Burgos por varios catalanes; entre ellos, Ignacio Agustí y José Vergés-, para difundir allí la ideología que entonces profesaba y a que entonces servía. Que luego Ridruejo se apartó noble y radicalmente de ella, es cosa bien sabida. Pero no es eso lo que ahora importa, sino el hecho mismo: Ridruejo enviaba esa propaganda a Barcelona porque pensaba que, siendo el catalán la lengua de los catalanes, esa lengua era la más adecuada para hacerles llegar eficazmente el mensaje de que entonces él era portador. A los efectos de nuestro tema, no será inútil consignar que la autoridad militar prohibió la difusión de toda propaganda en catalán y que ese material impreso tuvo que ser destruido.

No puedo aceptar, en fin, la evidente aquiescencia con que aduces ese desenfadado texto de Ortega ante la «payasada» que, a su juicio, es, mirado en serio, el acto de hablar un idioma distinto del propio: «Para hablar una lengua extraña», sigue diciendo ese texto, «lo primero que hace falta es volverse un rato más o menos imbécil; logrado esto puede uno verbalizar todos los idiomas del mundo sin excesiva dificultad». ¿Es posible dar por bueno este expeditivo texto, aunque venga de un pensador tan egregio y fiable? No lo creo. ¿Puede llamarse «payaso» e «imbécil» a quien para comunicarse con otro -bien, si conoce bien la lengua de su interlocutor-, mal, si mal la conoce- usa como puede una lengua extraña? Habrá en ello un mínimo drama, o acaso, si los errores cometidos lo propician, un mínimo sainete. Otra cosa, no. Payaso e imbécil no es el que habla otro idioma, sino -eso sí- quien, hablándolo mal, presume de hablarlo bien, y no vive en su alma el conflicto de querer y no poder hacer bien lo que entonces está haciendo. ¿Puede, por otra parte, decirse que «el dominio de lenguas extranjeras no existe para los efectos de la conversación?». Me gustaría saber lo que a tal respecto diría el anglohablante Salvador de Madariaga.

Una cambiante interconexión de concordias y discrepancias constituye el cañamazo de la convivencia humana, incluido el modo de ella que llamamos amistad. No es, no puede ser excepción la nuestra. «Éramos amigos porque él era él y yo era yo», escribió Montaigne para recordar su cordial relación amistosa con el poeta La Boétie. En presente, no en pretérito, eso digo yo, Carlos, de la mía contigo. Confío en que ésta perdure, y en que el futuro no haga dificil el coloquio en castellano -o en catalán, si nos arriesgamos a que nos llamen payasos o imbéciles- con nuestros amigos de Cataluña.

Después de escrito este artículo ha aparecido otro, muy cortés y razonado, de Aïna Moll (EL PAÍS, 12 de septiembre de 1988), al que procuraré responder en otra ocasión.