15 octubre 2023

Premio Planeta 2023 – La editorial premia a Sonsoles Ónega, estrella de la cadena de televisión propiedad de la misma editorial despertando una cadena de ataques contra ella

16 Octubre 2023

Un milió d’euros per a Sonsoles Ónega

Carlota Gurt

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Están los escritores que son mediáticos porque son escritores y están las personas mediáticas que después escriben libros

A menudo si un escritor sale demasiado en la radio o en la tele es inmediatamente sospechoso de ser, ay, ecos, «mediático». ¿Cuánto es demasiado no está claro. Porque si un escritor no sale (salvo cuando es por voluntad propia como el caso de Rojals et altri ) entonces, uno, soplo, será inmediatamente sospechoso de no tener interés: si no se habla es que no vale la pena. Ambos extremos son absurdos.

El calificativo de «mediático» tiene una connotación negativa, que viene a decir que si publicas libros no es gracias a tu talento literario sino a tu fama, que si vienes no es para que tus libros sean buenos o gusten sino a causa del gregarismo de las audiencias que te seguirán por donde vayas, porque ya se sabe: la gente es idiota, etc. Y sí, hay mediáticos así, al igual que también hay gente idiota, no lo negaremos.

Después de todo, si ahora todo el mundo escribe, ¿por qué no pueden escribir los que salen en la tele? ¿Por qué sacan cuota de mercado a la Verdadera Literatura ? ¿Acaso un periodista no puede ser un buen escritor? Cuánta arrogancia en el mundo literario. Y cuánto resentimiento, como si los demás tuvieran la culpa de nuestros fracasos.

Hay autores que salen a los medios por ser escritores: es precisamente el oficio el que les ha llevado a ser protagonistas de entrevistas oa conseguir algún trabajillo malpagado para escribir artículos o participar en tertulias; son los falsos mediáticos. Están los auténticos, que son los que han hecho el camino inverso: su trabajo era salir, por ejemplo, en la tele, y después han escrito un libro. Y después están Sonsoles Ónega .

Los auténticos cobran por salir a los medios: es su trabajo. Los falsos o no cobran (entrevistas), o cobran mucho menos porque no es su profesión, pero arrastran igualmente los inconvenientes de la visibilidad: exposición pública, desgaste, insultos ocasionales y compañía. Aclaración: cobrar poco significa alrededor de 120 euros por artículo, 100 euros o menos por tertulias en la radio (tres horas mínimo entre desplazamientos y tertulia) y 180 euros en la tele (cuatro horas mínimo: hay que sumar maquillaje); aparte, están las entrevistas, que haces encantado porque estás de promo y por las que, naturalmente, no cobras, pero te quitan horas (la semana pasada dediqué 22 horas a actividades de promoción no remuneradas). Y después está el millón de euros de Sonsoles Ónega.

Decía, pues, que no tengo nada contra los mediáticos si escriben buenos libros. Y sin embargo, veo el millón de euros que se lleva la Premio Planeta y siento una impotencia que arde. Por muchos motivos. Por el tipo de libro que parece que es (puedo equivocarme pero entre el título — Las hijas de la criada — y las explicaciones —“secretos terribles”, “intercambio de bebés”—, la sensación es desoladora). Por la idea de literatura que fomenta. Porque todo es sucio. Porque me hace perder la poca fe que me queda. Porque al final de tanto tratar a la gente como a idiotas, se volverán irreversiblemente. Porque la culpa de mi fracaso y mi bancarrota es sólo mía.

10 Noviembre 2023

‘Las hijas de la criada’: el fallido folletín de Sonsoles Ónega y la autoinmolación del Premio Planeta

Jordi Gracia

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La sensación de ridículo con la novela ganadora es sofocante. Por la trama, por el estilo, por su absoluta nadería

El efecto que deja este último Premio Planeta es desolador: parece un acto de transgresión cultural intrasistémico. Maravilla la capacidad de Las hijas de la criada para desescalar hacia abajo y sin límite en el subsuelo de la novela. Mientras leía hundido en la miseria y en la tumbona me preguntaba si alguno de los miembros del jurado hizo el sacrificio de leerse esas 400 páginas. ¿Rosa Regàs o Carmen Posadas no sintieron una vergüenza cósmica? ¿Qué vio el fino lector Pere Gimferrer que haya empujado su voto favorable? ¿A José Manuel Blecua no se le han llevado todísimos los demonios académicos y no académicos? ¿Cuál es el límite a partir del cual el lector de un jurado se cloroformiza o se anestesia de tal manera que renuncia a ser quien es?

La novela cuenta la biografía paralela de dos niñas nacidas de un mismo padre la misma noche de 1900 en Galicia. Una de las madres (la criada) decide dar el cambiazo para que su hija tenga una vida feliz en casa del señor (y padre) y la hija de la señora padezca el sufrimiento de la pobreza y el desamparo (y a su marido borracho perdido). 42 años después, las dos ancianas se reencuentran para contarse la verdad, cuando la hija real de la señora ha sido acogida como una más de la familia y ha llevado la prosperidad a la fábrica de conservas (que incluso educa a las trabajadoras) y un boyante negocio, mientras la otra hermana de padre escapó a Argentina y tuvo una vida igualmente próspera.

El folletín es un género que puede hacerse bien o mal. Aquí las cosas raras saltan a cada página. De golpe y porrazo, en el capítulo 15, “don Gustavo” vuelve a buscar a doña Inés “en la cama”, donde se recuperaron “empapados en su sudor y sus caricias”, sin la menor idea de por qué está pasando eso por parte de Inés (ni del lector), que nunca “le preguntó a qué se había debido ese cambio de humor”. La trama necesitaba otro hijo. Como no hay mal que por bien no venga, se quedó embarazada de nuevo o, mejor, logró ella “detectar las demostraciones de amor” (hubiera sido raro no detectarlas) “y el vientre fecundado que empezó a moldear su figura”. No puede ser solo mala suerte que el niño nazca cuando entra en la casa una invasión de ratas “negras, blancas, pardas. También las había negras como el carbón”. Y estaremos de acuerdo en que es razón suficiente para regresar a la Punta do Bico en Galicia y dejar al marido en esa maldita Cuba, “siempre envuelta en algún lío político o militar”. Claro que el riesgo es que se haga un tarambana el señor Gustavo entre cubanas y mulatas, y así se lo imagina aprensivamente Inés, “agarrado del talle de otra mujer” o, y no sé qué es peor, “enredado en brazos ajenos”, solo un momento antes, imagino, de “retirarse las lágrimas” ella, como hacen las mujeres en esta novela: las lágrimas se las “retiran” muchas veces.

Las aberraciones narrativas son continuas. Las inconsecuencias también. Las cabriolas caprichosas se suceden hasta extremos delirantes, como la carta clave que Clara descubre y lee, pero cuya información sobre “el pecado de la carne” cometido solo confirma el médico 21 años después de fallecido el padre (porque el médico lo apuntó todo en un “cuadernito. Por si las meigas”), o como la niña que nace muerta para impedir que procree el matrimonio de dos medio hermanos, etc.

¿Era necesario que doña Inés, la madre, llegue tarde a la muerte de su marido por quedarse entretenida con la caza de un cachalote lleno de rico ámbar (y que hace millonaria a la familia), justo después de que el padre confiese el secreto de Clara al médico? Tampoco falta algún atrevimiento aventurero ya en la sesentena de Clara, cuando se descubre “unas ganas irreprimibles de dejarse abrazar y, llegado el caso, hacer el amor”. Su marido Jaime —y medio hermano— no la quiere nada. A ella, en cambio, sí “le gustaba cómo la miraba” Plácido, pelín franquista, pero por suerte viudo hace 19 años, y de una corrección política en 1963 admirable porque “el silencio de Clara era el consentimiento que Plácido necesitaba recibir”, mientras le desabrocha la blusa y empieza la fiesta. Por entonces, Clara descubre también que en sus ojos se le pone “un marco de señora y no de criada”, premonición del descubrimiento de ser hija de doña Inés, quien ha descubierto sus dotes de inteligencia empresarial (heredadas de la madre, claro: otra vez la fuerza de la sangre).

Con su marido doña Inés hace bien en no discutir. No sirve de nada, aunque llegaba a tragarse el disgusto “con el riesgo de acabar padeciendo acidez de estómago”. En cambio, al hijo que asegura que su hermana “no podía llevar su sangre” de lo mala malísima que era Catalina (la que se va a Argentina), doña Inés “lo cogió por los pelos y le sacudió cuatro azotes que le quitaron para siempre las ganas de volver a abrir la boca”. Joder, pobre. También es normal que si el padre culpable recibe información sobre su hija, mucho después esté dispuesto a llevarse “hasta el precipicio de su muerte el escalofrío que le rajó el corazón en dos mitades al saber de su hija Clara”.

La sensación de ridículo es sofocante. Por la trama, por el estilo, por la mojigatería, por la ranciedad, por la simpleza, por la arbitrariedad, por la absoluta nadería de un folletín sin categoría siquiera de folletín. A alguien se le ha ido la pinza para llegar a premiar una redacción escolar de turbadora tosquedad. La popular presentadora Sonsoles Ónega no tiene la menor responsabilidad en esta calamidad: ella habrá escrito lo mejor que ha sabido una novela, como ha escrito y publicado otras tantas. El problema sistémico es la dejación de funciones de los siete miembros del jurado y de la editorial, fraude tan masivo que vuelve a traicionar la confianza de una mayoría de españoles con ganas de leer historias entretenidas sin que naveguen necesariamente en la indigencia moral y literaria.