27 marzo 2001

Premios Oscar 2001 – Gana ‘Gladiator’ aunque de manera más discreta a la esperada por la irrupción de ‘Traffic’ y ‘Tigre y Dragón’

Hechos

El resultado de la Gala fue conocido por la prensa española el 27 de marzo de 2001.

Lecturas

Julia Roberts ganó el Óscar a mejor actriz por la película «Erin Brockovich».

 

27 Marzo 2001

Cine muerto recién nacido

Ángel Fernández-Santos

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El de ayer era, antes de producirse, el reparto de oscars de los últimos años que menos quebraderos de cabeza anunciaba a los profesionales del cine californiano encargados de confeccionarlo. Era tan abrumadora y tan cortante la evidencia de que, de las cinco películas en liza para el gran premio, sólo una, la honda y vigorosa Traffic, contenía -pese al casi indecente paño caliente de un final impregnado de moralina y con toda la pinta de impuesto desde un despacho político a los creadores del filme- cine de gran vuelo y elevación, audaz y preciso, comprometido y adulto, que sobre el papel parecía imposible que el abismo que separa a esta notable obra de sus cuatro competidoras se resolviera con el salto de una de ellas, y para mayor inri precisamente la más epidérmica y tramposa, Gladiator, al primer término.

No es ésta una decisión que toman espectadores de cine con ojos blancos, en limpio, que agradecen, y por ello entronizan, el juego de dos o tres horas de pantalla suntuosa y aventurera, vistosa y trepidante, sino que estamos ante una decisión derivada de la alquimia de unos profesionales del oficio de hacer películas, a quiene se les supone (aunque probablemente esto es demasiado suponer) que conocen desde dentro, desde las raíces de su fábrica y de su lógica, las leyes de su oficio y saben cuándo y por qué una cámara miente y cuándo y por qué una cámara crea verdad. Una de dos: o quienes han discernido el supremo, el que traza y abre caminos, Oscar del año para Gladiator son en realidad gente amateur disfrazada de profesional de un asunto cuyas tripas desconocen o, por el contrario, son gente archiprofesional, auténticas ratas de un oficio que dominan de los pies a la cabeza, pero con ésta cargada de suficiente cinismo para cumplir con limpieza de prestidigitadores el encargo (a sabiendas de que es falsario y tramposo) de encumbrar a un vistoso y rentable espectáculo de cartón piedra digital, para así cortar el vuelo de un filme muy superior, un valeroso, a ratos incluso intrépido, despliegue de celuloide puro, un ejercicio de renovación del lenguaje del realismo dentro de las convenciones genéricas del thriller clásico, al que Traffic da nueva vida, nuevos horizontes, nueva sangre.

Y la opción se hace simple, no crea sombra de duda. El Oscar a Gladiator y el vacío a Traffic es un doble, listo, turbio, ladino, frío -y ciertamente no nuevo, sino muy frecuente en las trastiendas de esta gozosa y divertida fiesta o farsa- disparate cinematográfico con el que los profesionales de la industria californiana, obligados por los subentendidos gremiales y por el sueldo de los estudios, matan con astucia dos pájaros con un solo tiro: abren paso y empujan con nuevos vientos a un modelo de espectáculo de aspecto rotundo, pero hueco y fácil, que interesa vivamente a los programadores de las oficinas de marketing indagatorio del vacío de este comienzo de siglo; y completan la jugada comercial echando a las cunetas de lujo del cine independiente a la hermosa insolencia de un filme de gran talla, pero que no se atiene a las normas y que, aunque endulzado por una guinda de moralina impuesta, sigue siendo celuloide agrio, libre, desobediente y fértil.

¿Con qué argucia de bocamanga se explica que los profesionales californianos otorguen a Traffic los oscars a la mejor dirección y al mejor guión y no concluyan de este doble (y obviamente justo) otorgamiento lo que en realidad deja ver, que es el indicio irrefutable de que sin la menor duda se trata de la mejor película? En los últimos años, y desde las primaveras en que el gran Oscar fue concedido a Sin perdón, El silencio de los corderos y La lista de Schindler, tres obras maestras cuya estatura estética aumenta a medida que se alejan en el tiempo, la admirable y gozosa farsa del más vivo y tramposo show televisivo que existe no había contado con una ocasión como ésta para enlazar a su pequeña historia con el título de un filme que acaba de nacer y ya huele a historia. Y se ha ligado irremediablemente a otro recién nacido y que ya huele a muerto.

27 Marzo 2001

En el país de Oz

Maruja Torres

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Por corta que resulte la entrega de los oscars (y la del lunes comparativamente lo fue), nunca falta el amigo que, a la mañana siguiente, se queja de que le pareció interminable y que, después de lamentar que se trate de un mero asunto de negocios, añada que sería de agradecer que no entregaran tanto premio a candidatos poco glamourosos: técnicos, documentalistas, guionistas, etcétera; es decir, aquellos que hacen que el negocio alcance a veces la cualidad de arte.

Como hace mucho tiempo que he dejado de racionalizar aquello que me proporciona placer, cada marzo me acerco a la retransmisión con el espíritu de quien va a encontrarse con un viejo sueño en el país de Oz porque, dado que esto es entertainment, en cualquier instante puede brillar el arco iris, a lo largo de la prolija pero necesaria ceremonia.

Y ahí lo tienen: ¡Russell Crowe lucía condecoración! A juzgar por el tamaño, debió de concedérsela Meg Ryan poco antes de romper. Otro momento rainbow: cuando Julia Roberts se pisó el traje de ceremonia como si fuera a amadrinar la boda de su mejor amigo, y su mejor novio acudió en su ayuda. Todas las cenicientas y los patitos feos aplaudimos a la pretty winner, y eso que yo aún estaba abanicándome para reponerme de la impresión de ver a Björk envuelta en un cisne muerto, por muy de fantasía que fuera. Será una costumbre islandesa, pero a su lado Juliette Binoche, que vestía como la tía de Gigi arreglada para recibir a Luis Mariano, me pareció sobria.

Los sobrios por antonomasia de esta ceremonia son siempre Ed Harris y Amy Madigan, que tienen carácter incluso cuando él pierde (es decir, ya van tres veces), y la más ordinaria, pero estupendamente ordinaria, fue este año Catherine Zeta-Jones, que cuando dejen de adelgazarla va a ser el mejor actor de carácter de la familia Douglas, después de Kirk. Tiene un brío espléndido, esa chica, y no sólo para los contratos y los zafiros, que también.

Siguiendo con momentos especiales: ¿qué me dicen de los planos, cualquier plano, de Frances MacDormand? ¡Y esa Marcia Gay Harden, tan merecido Oscar a la mejor actriz de reparto! Joaquin Phoenix sigue pareciéndome una incógnita: nunca sé si va a levantarse o se va a sentar, si está de pie o sentado. Tremenda cara puso cuando Crowe le comentó algo, señalando al escenario con el pulgar hacia arriba (tipo emperador Comodus, cuando el indulto), mientras el escenario estaba ocupado por su ex perseguida Penélope Cruz, vestida de la española cuando besa en versión Ralph Lauren.

Por lo demás, los nervios mantuvieron a Crowe tenso como la hoja de un cuchillo (a mí, verle, me entontece las metáforas) e incluso le llevaron a aplaudirse a sí mismo cuando se presentó su candidatura, error que nuestro Javier Bardem no cometió en ningún momento (Ed Harris, sí: nadie es perfecto), y que ahora no recuerdo si Benicio del Toro incurrió en ello, porque, mirándole, sólo tuve resuello para decirme que es el hombre con cara de haber salido de la cama que mejor luce incluso cuando no ha salido de la cama y, obviamente, va de esmoquin.

El hito más triste de cada ceremonia se produce cuando se evoca a los hombres y mujeres de cine fallecidos durante el último año. Estremece pensar no sólo que ya no están, sino que estuvieron. E incluso que, habiendo estado, se les olvidó. Alec Guinness, Claire Trevor, Vittorio Gassman, Jean Peters, Walter Matthau, entre muchos otros.

Quizá se nos olvidan porque sabemos que quedan en su cine, y justo cuando este pensamiento va a arruinarme la noche y casi aúllo, aparece Jennifer López soberbiamente amueblada de gris con unos pendientes tamaño capilla sixtina que hacen olvidar cualquier otra cosa de similar tamaño que la chica pueda tener asegurada por un millón o algo así de dólares.

La nostalgia y quizá el dolor por la hermosura recibida llegaron de nuevo de la mano de Ernest Lehman, octogenario guionista de Sabrina, Con la muerte en los talones, West side story Marcado por el odio, entre otras muchas obras maestras. Dijo el anciano algo muy cierto: ‘Recuerden que siempre una producción cinematográfica empieza y termina con un guión’. Y, de paso, tras saludar a su actual esposa, recordó a su anterior esposa muerta, cosa que no hizo Dino de Laurentiis, el legendario productor homenajeado con el Irvin Thalberg, quien debe sus primeros éxitos a su primera cónyuge, la inolvidable, para muchos otros, Silvana Mangano.

Y Russell Crowe, como si le hablara a Javier Bardem, infundió esperanzas a quienes, desde ‘cualquier suburbio del mundo’, sueñan con llegar a donde él estaba: el sueño puede cumplirse.

Ahora iba yo a soltar el moco, pero hete aquí que apareció el hijo de Espartaco para darle el Oscar a Gladiator como mejor película. Y salí de Oz. Hasta el año que viene.