9 septiembre 2004

La película está dirigida por Alejandro Amenabar y protagnizada por Javier Bardem y Belén Rueda

Se estrena con éxito la película española ‘Mar Adentro’: un alegato en favor de la eutanasia a través del caso de Ramón Sampedro

Hechos

En septiembre de 2004 se estrenó la película ‘Mar Adentro’.

Lecturas

La película está dirigida por D. Alejandro Amenabar y protagnizada por D. Javier Bardem y Dña. Belén Rueda

06 Septiembre 2004

MAR ADENTRO

Juan Manuel de Prada

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DESPUÉS de leer quinientas o seiscientas entrevistas a Alejandro Amenábar y recensiones críticas de su película (nunca los engranajes de la propaganda se habían mostrado tan engrasados), uno llega a la conclusión de que Mar adentro, antes que una obra de tesis, pretende ser una vindicación de la libertad del hombre para gobernar su destino. Cuando se le pregunta si aboga por la eutanasia, Amenábar esquiva la declaración tajante, para referirse a ese ámbito de autonomía personal en que cada hombre resuelve soberanamente si su vida merece o no la pena ser vivida; de este modo, la solución adoptada por Ramón Sampedro, el protagonista de la película, se presenta como un ejercicio de afirmación vitalista: el hombre es dueño de sus decisiones y, como tal, proclama su derecho a morir, libre de ataduras jurídicas o morales. La muerte se convierte así en un acto íntimo, sobre el que no ejerce imperio sino la propia conciencia; y, en consecuencia, Amenábar propone una película de corte intimista, que no aspira a juzgar las razones que impulsaron a Sampedro a abreviar sus penurias, sino a comprenderlas.

Hasta aquí las declaraciones de Amenábar, que la contemplación de Mar adentro desmiente concienzudamente. Pues si, en efecto, la intención del director hubiese sido celebrar esa capacidad decisoria del hombre para determinar los confines de su propia vida, tan respetable como la solución adoptada por Sampedro resultaría la de quienes, sobreponiéndose a las calamidades que los afligen, desean seguir viviendo. Pero no. Amenábar introduce una secuencia bastante rastrera en la que se mofa de un sacerdote (al parecer inspirado en una persona real, lo cual añade vileza al asunto), paralítico como Sampedro, que afirma su ansia de vivir. Al progresismo rampante y hegemónico, que tanto se regocija con el escarnio de lo religioso (de lo cristiano, convendría precisar), esta secuencia le resultará muy graciosa y estimulante; aunque, en puridad, se trata de una caricatura gruesa, de una abyección difícilmente superable, en la que Amenábar demuestra que su intención no era comprender las razones de cada hombre, sino justificar, a través del engaño y la tergiversación de brocha gorda, las razones de su protagonista y, de paso, burlarse de quienes, en medio de la postración, aún encuentran motivos para seguir respirando. El diálogo que mantienen Sampedro y el sacerdote se presenta como una situación cómica que apela a la risa del espectador a través de recursos tan bajunos como la deformación esperpéntica y el ensañamiento bufo. Por supuesto, este diálogo incluye afirmaciones de una falsedad vomitiva (así, por ejemplo, se sostiene alegremente que la Iglesia defiende la pena de muerte), que sólo un espectador ofuscado por el odio antirreligioso podrá digerir sin repulsa.

Resulta muy difícil enjuiciar una obra tan tendenciosa y manipuladora en términos estrictamente cinematográficos. Me atreveré, no obstante, a traer a colación otro pasaje de la película sobre el que los críticos, tan sospechosamente unánimes (elogiar Mar adentro se ha convertido en «razón de Estado»), pasan de puntillas, temerosos de suscitar las iras de quienes manejan el cotarro. Me refiero a la secuencia de la fantasía volátil del protagonista, que se inicia con uno de esos planos de helicóptero que tanto repudian los críticos cuando se trata de denigrar una película hollywoodense y se remata con un encuentro amoroso en la playa digno de un anuncio de colonias filmado al alimón por Claude Lelouch y Franco Zeffirelli en plena resaca de anisete. Cualquier otra película que hubiese incluido esta secuencia entre sus fotogramas hubiese sido tildada de cursi y almibarada; pero la «razón de Estado» impone un deber de silencio. El silencio de los corderos, que viajan en rebaño y balan el mismo ditirambo.

06 Septiembre 2004

Eutanasia

Justino Sinova

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El estreno de Mar adentro, la película de Amenábar sobre el tetrapléjico Ramón Sampedro que se quitó la vida, ha reactivado de pronto la atención sobre la eutanasia. Ya tenemos el asunto instalado en la agenda de temas de esta vuelta de curso. La asistencia del presidente del Gobierno y de seis ministros al estreno -además de ser, según coligen muchos, una devolución a los favores electorales recibidos de una parte del mundillo del cine- ha dado pie para que se elucubre ya sobre la posibilidad más o menos próxima de cambiar la legislación sobre lo que alguien, erróneamente, llamó la «muerte digna».

Lo primero que hay que saber es de qué estamos hablando. La eutanasia consiste en poner fin a la vida de una persona enferma, disminuida o moribunda. Otra cosa bien distinta es la interrupción de un tratamiento médico extraordinario o desproporcionado cuando se ha certificado técnicamente que es ineficaz. Los dos actos son bien diferentes. El primero, que es el llamado eutanasia, interrumpe una vida; el segundo, señalado como encarnizamiento terapéutico, no la prolonga artificialmente. El primero es rechazable moralmente y está condenado por las legislaciones de la inmensa mayoría de los países; el segundo es un auxilio a un paciente cuando ya no se puede hacer más y se le están causando, por el contrario, penalidades añadi-das. Nuestra legislación contempla hoy esta diferencia con claridad. El Código Penal de 1995 incluye la eutanasia en el artículo 143 junto a la inducción y la cooperación al suicidio, pues entiende que consiste en provocar la muerte, aunque aplica una pena menor al tomar en consideración la enfermedad (que debe ser grave) del paciente. De la otra conducta que consiste en la suspensión de auxilios terapéuticos desproporcionados, el Código no dice nada, pues entiende que se trata de no impedir una muerte por métodos condenados al fracaso.

Un debate sobre la eutanasia debe partir al menos del conocimiento de estos supuestos. ¿Los ciudadanos que responden a las encuestas tienen las ideas bien claras en un asunto tan complejo? Yo me temo que no. Por eso, es preocupante que el Gobierno se haya pronunciado, por boca de su vicepresidenta, a favor de la legalización «total y absoluta» de la eutanasia sólo condicionada a «un consenso social mayoritario». El problema es cómo se va a calibrar ese consenso. ¿Con un debate serio, sin etiquetajes frívolos, con participación de los expertos, sin emociones cinematográficas? El Gobierno tiene aquí una gran responsabilidad, y una prueba para su sensatez y su seriedad.

07 Septiembre 2004

El mensaje de Amenábar

Lorenzo Contreras

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La película de Amenábar es cruel

Virtudes cinematográficas aparte, que nadie le discute a la película de Alejandro Amenabar «Mar Adentro», con su apología de la eutanasia, palntea delicadas cuestiones morales. No sólo morales desde el punto de vista estrictamente católico o religioso, sino desde un enfoque puramente humano, o si prefiere, humanitario. Es posible y hasta probable, cuando no seguro, que por una ley de contagio sean bastantes o muchos los impedidos que quieran imitar el ejemplo que quieran imitar el ejemplo del tetrapléjico Ramón Sampedro, que hizo cuanto pudo para no seguir viviendo tendido en una cama y mirando año tras año por la ventana de su habitación. Pero ese no es el principal problema que ‘Mar Adentro’ ofrece o potencia. Tampoco lo es que Sampedro buscaba complicidades personales que le ayudaran a morir y ante cuyo hecho la legalidad no ha podido hacer otra cosa que inhibirse, dada la singularidad y complejidad del drama.

La película de Amenábar es cruel. Tan sincera y realista como cruel. El joven realizar ha aprovechado una tragedia personal para, tal vez sin proponérselo, lanzar a un mundo doliente y postrado la fórmula mágica, la solución: desaparecer, no causar más problemas al entorno humano o familiar que le asiste. Es como decirle a ese censo de sufrientes: tened valor, buscaos un cómplice sin podéis, dad facilidades para dejar de ser el problema.

La película, como muchas voces apuntan, emociona y provoca sentimientos e solidaridad y ternura. Pero habría que dirigir esos sentimientos también hacia quienes no están, por las razones que fueren, en condiciones de seguir la trayectoria de Ramón Sampedro, y en cambio reciben el guiño falazmente ternurista y humanitario de que su grandeza de ánimo no estriba en resistir el dolor moral, sino en ahorrarle molestias e incordios duraderos al próximo más prójimo.

No se debe ponderar la inutilidad de la postracion y el dolor, que también tiene derecho a su diploma. Los espartanos arrojaban a los nacidos minusválidos por la roca Tarpeia. No hace falta hablar de la eugenesia nazi. Tampoco digo que Amenábar haya pronunciado la condena de ninguna inutilidad, pero el efecto práctico de quienes reciben el mensaje en las peores condiciones puede ser ese. Ahora, suya es la gloria cinematográfica y la ganancia comercia. Sería por su parte un buen detalle remitir esos beneficios a los centros que atienden a estas personas postradas. Hay muchos sampedros por ahi sin ganas de morirse del todo y con algunas esperanzas de poder constribuir a algo práctico, aunque sólo sea el ejemplo de su entereza. O el dictado de algunas páginas. O una capacidad de tomar decisiones y la ilusión de hacerlo. Y si son creyentes, la entrega a una voluntad superior que posiblemente no fue muy compansiva con ellos.

09 Septiembre 2004

La eutanasia espera

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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La maestría con que el director de cine Alejandro Amenábar aborda en su recién estrenada película Mar adentro el drama humano de Ramón Sampedro, el tetrapléjico español que durante años demandó sin éxito amparo legal a su petición de ayuda para morir, servirá sin duda para comprender mejor la compleja y controvertida cuestión de la eutanasia. Sampedro, que finalmente consiguió su deseo de morir con la ayuda de manos amigas en 1998, nunca planteó su actitud como modelo a seguir por quienes se hallaban en sus mismas o parecidas circunstancias, sino como una opción personal y libre de alguien que se consideraba inmerso en una situación -la de una persona paralítica de cuello para abajo- que para él no reunía los requisitos mínimos de una vida humana.

Ése es el meollo del debate sobre la eutanasia. La sociedad y sus representantes políticos deben decidir si el Estado tiene que respetar la voluntad fehaciente y libremente expresada por quienes en situaciones terminales o extremas de su existencia demandan ayuda médica para morir, absteniéndose de perseguir penalmente esa ayuda al suicidio. Se trata de una cuestión que no por obviarla deja de plantearse sobre todo en las sociedades envejecidas de Occidente, incluida la española, en las que la prolongación extrema de la vida, además de las enfermedades irreversibles, lleva cada vez más a situaciones personales degradadas. Holanda y Bélgica han dado un paso adelante en el tratamiento legal y civilizado de esas situaciones.

El PSOE incluyó en su programa el derecho a la eutanasia. Zapatero ha puntualizado que no se trata de un compromiso legislativo a fecha fija -posiblemente, no para esta legislatura-, sino a más largo plazo. El compromiso electoral es crear una comisión parlamentaria «que permita debatir sobre el derecho a la eutanasia y a una muerte digna, los aspectos relativos a su despenalización, el derecho a recibir cuidados paliativos y el desarrollo de tratamientos de dolor». Esa comisión debe crearse cuanto antes con la participación de todos los grupos. En un asunto como éste, con connotaciones éticas, jurídicas y sanitarias, todos, Gobierno y oposición, deben afinar lo más posible. Pero no pueden dejar de dar una respuesta legal adecuada a situaciones personales muy difíciles y frecuentes hoy día, y que lo serán cada vez más en el futuro.

12 Septiembre 2004

EL ÉXITO DE AMENÁBAR

ABC (Director: José Antonio Zarzalejos)

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AUNQUE al final no hayan sido bendecidos con el oro, el director Alejandro Amenábar y su película «Mar adentro» han conseguido un enorme éxito para ellos y para el cine español con su doble premio en el Festival de Venecia, uno de los cuales, el de interpretación, se puede justamente personalizar en Javier Bardem, que día a día se consolida como uno de los actores más prestigiosos del cine europeo e internacional. Este Premio Especial del Jurado a «Mar adentro» cristaliza el reconocimiento a un director, Amenábar, que, pese a su juventud y a su aún escasa filmografía, maneja los resortes narrativos con mano expertísima y no duda en dirigir sus indagaciones cinematográficas por los caminos menos trillados sin esquivar las dificultades. Naturalmente, «Mar adentro» enfoca un asunto tan polémico y de difícil ajuste legal y moral como es la eutanasia, aunque intenta ajustarlo al caso concreto y especialísimo de Ramón Sampedro. Y por ese motivo, por el sesgo que impulsa la película (la fascinación del director por Sampedro no es difícil trasladarla con o sin motivo a una fascinación por la eutanasia), «Mar adentro» se ha convertido en una especie de palanca con la que mover, o remover, el mundo, y sobre ella se han volcado los más diversos intereses; desde los puramente económicos y mediáticos, hasta los burdamente políticos. Que la felicitación por el éxito de Amenábar no diluya la crítica a los que mercadean y picotean alrededor de «Mar adentro» a ver qué sacan; pero que la cantidad de interesados e intereses, tampoco diluyan la felicitación a Amenábar y a su éxito.

13 Enero 2005

La eutanasia, de nuevo

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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El éxito de la película Mar adentro, de Alejandro Aménabar, centrada en la batalla librada por el tetrapléjico gallego Ramón Sampedro para que le ayudaran a bien morir, y la reciente salida a la luz pública de la mano amiga que le suministró el veneno que acabó con su vida, han impulsado el debate social sobre la eutanasia, en tanto se mantiene congelado el político e institucional. No es la primera vez que se produce ese paso cambiado entre la realidad social y la política en una cuestión sin duda delicada y compleja, pero cada vez más difícil de eludir según avanzan las técnicas médicas y se prolonga la vida de las personas.

El PP pasó olímpicamente del tema mientras gobernó, debido sin duda a su total alineamiento político en este punto con las opciones morales de la Iglesia, mientras que el actual Gobierno socialista, que incluyó en su programa electoral el debate sobre el derecho a la eutanasia, no ha dado todavía ninguna señal sobre su voluntad política de abordar la cuestión.

Es cierto que el actual Gobierno, que tiene en marcha otras reformas a las que se resiste la Iglesia católica, no está atado por ningún compromiso legislativo de regular la eutanasia en esta legislatura. Su promesa se limita a crear una comisión de estudio en el Congreso sobre sus aspectos éticos, jurídicos y sanitarios, así como sobre su despenalización y el derecho del enfermo a recibir cuidados paliativos y tratamientos para el dolor. Pero esa comisión no ha sido creada todavía, aunque hubo un intento de hacerlo en septiembre pasado, frustrado por el PP. Este partido, cerrado a cal y canto al debate de la eutanasia desde el Gobierno, no permite ahora desde la oposición que otros lo abran.

Los socialistas parecen, en todo caso, haber reorientado su política más inmediata al desarrollo de los servicios de cuidados paliativos y a evitar el llamado encarnizamiento terapéutico (prolongar artificialmente la vida de un enfermo terminal), aplazando el debate sobre la eutanasia al que se habían comprometido. Pero el debate sobre ambas cuestiones no es excluyente, sino complementario. Y habrá que abordarlo alguna vez si realmente existe voluntad política de regular legalmente la eutanasia, reconociendo el derecho del paciente en situación terminal o extrema de su existencia a decidir sobre su muerte y a demandar ayuda médica. El descubrimiento de que Ramón Sampedro pudo sufrir en la hora de su muerte es un argumento más a favor de un tratamiento legal y civilizado de esas situaciones personales extremas, fuera de los riesgos que conlleva la clandestinidad.

24 Septiembre 2005

Belén Rueda

Luis María Anson

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Vi ayer Mar Adentro. Tal y como anuncié el año pasado en una canela fina he esperado a que encampe el aguacero propagandístico del grupo mediático adicto [Grupo PRISA] y la parafernalia de los premios y los homenajes. Durante estos meses me han resbalado los elogios desorbitados y los ditiarambos entusiastas de los hinchas. También la crítica ofidia de intelectuales tan expertos en cine como Juan Manuel de Prada. Así que escribo con la pluma limpia de adherencias.

Y bien. Mar Adentro es una obra maestra. Ameánabr carece de la genialidad de Buñuel o Almodóvar, pero su lenguaje cinematográfico en esta película roza la perfección. Mar Adentro, es arte, puro arte. También un inteligente alegato en favor de la eutanasia con una descarga adicional desde las snetinas del rencor, contra las enseñanzas cristianas. Ciertamente Javier Bardem hace una interpretación memorable de su personaje, salobre y yerto, bien lejano la vocifetante callejero de las manifestaciones políticas sectarias. Pero creo no equivocarme al afirmar que lo mejor de la película es la asombrosa lección interpretativa de una actriz para mí desconocida, salvo fugazmente en alguna serie de televisión: Belén Rueda.

¡Qué voz la de sus manos recentales! ¡Qué vértigo el de sus lágrimas escarchadas! ¡Qué manantiales sus miradas, sus miradas! Belén Rueda es a veces la belleza de la serenidad absoluta, en ocasiones la fascinación del abismo. A través de sus ojos se recorre el laberinto de la tristeza. Soleada de nerudas y machados, es el trigo escondido entre la tierra, árbol, adentro, la espuma seminal y próvida, el ademán furgitivo, incandescente. Hay en ella, a lo largo de toda la película, un fulgor de cane temblorosa, el desmayado roce de las manos, la mirada arborescente, los pechos en agraz, e inaccesible, «dos iglesias donde oficia la sangre sus misterios paralelos». Parece la paloma blanca de Alberti, que va por la nieve y quiere evantarse pero no puede. La expresión de Belén Rueda pasa de la alegría radiente a la profunda melancolía. Es la auténticidad sin veladuras. Predomina en ella la serenidad que se orgasma cuando golpea la ventnaa intimidad opaca del viento, bordoeado el mar de Valle Inclán, ululante y soturno, entre el sollozo contenido de la actriz, la sonrisa de seda caliente, la oquedad de la vida y de la muerte, el rosmar de los viejos que llegan acezando. Una luz adolescente ilumina los últimos senderos de su cuerpo, la párvula cadera, los ojos minerales, la incomprensible piel. El verdadero drama de la película no es el tretrapléjico que quiere suicidarse sino la baogada que padece una nefermeda incurable y progresiva.

Al final, Belén Rueda, desvastada sobre la arena de la playa, refleja en la expresión atroz de su rostro el desescombro de la vida, las rosas del amor tardío, la palabra encanecida, las arrugas del otoño y a en la piel, la aridez de la ceniza. Los dioses de la imagne regresan para ceñirle la cintura y recorrer con ella el camino de su voz encorvada, del pecho desobediente, de sus manos ojivales que tiemblan siempre para dar de comer a las estrellas.