13 diciembre 2021

En redes sociales cargan contra el concurso

Se suicida la actriz Verónica Forqué Vázquez-Vigo después de una controvertida participación en el programa concurso ‘Master Chef’

Hechos

El 13.12.2021 falleció la actriz Dña. Verónica Forqué.

17 Diciembre 2021

Luminosa, graciosa y tierna Verónica Forqué

Carlos Boyero

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Su personalidad, su capacidad para despertar en los espectadores la sonrisa o la carcajada, la alegría de su gesticulación, su comicidad no eran impostadas

El escalofrío es inmediato cuando me entero de que alguien se ha largado al otro barrio, o a la nada o, en palabras de Hamlet, a ese país por descubrir y de cuyos confines ningún viajero retorna. Por voluntad propia, por exceso de sufrimiento, por devastación irreparable en el cuerpo o en el alma. O en ambos. Y me aterra especialmente cuando me cuentan que el suicida ha sido un niño. También cuando conocías poco o mucho a esa persona. Yo siento piedad por ellos, admiración hacia su coraje (ya sé que los miserables morales y los necios arrogantes califican el suicidio como un acto de cobardía), comprensión con los límites de la soledad y el horror que sentían.

Y se me pone mal cuerpo al saber de la muerte de Verónica Forqué y de las circunstancias en las que ha ocurrido. Pero al recordarla me aparece inmediatamente la sonrisa. Su personalidad, su capacidad para despertar en los espectadores la sonrisa o la carcajada, la alegría de su gesticulación, su comicidad no eran impostadas. Son reales. Y esos dones no están al alcance de cualquiera. Era una actriz con luz, graciosa, tierna. Con el ser humano traté en pocas ocasiones. Me caía muy bien.

Nunca la vi actuar en teatro. Y solo ocasionalmente en series de televisión. No frecuento lo primero y en casos especiales (hay series admirables, aunque escasas, el esplendor de HBO ocurrió hace mucho tiempo) lo segundo. Sin embargo, tengo muy agradecida memoria de sus interpretaciones en el cine. Dominaba el ritmo que precisa la comedia, tenía una voz peculiar y la sabía utilizar, risa contagiosa, magnetismo. Y unos ojos hermosos. Ya sé que eso no es preciso para componer personajes, pero nuestra vista lo agradece. Cómo olvidar a la regocijante, casera y entrañable puta del Barrio de la Concepción en la excelente película de Pedro Almodóvar (sí, alguna tiene) ¿Qué he hecho yo para merecer esto?; su secuencia con el delirante exhibicionista que interpretaba Jaime Chávarri está abarrotada de gracia. Y guardo nítidamente en la memoria el vitalismo, la humanidad y la diversión que imprimía a sus personajes, en papeles largos o cortos, en títulos como Bajarse al moro, El año de las luces, La vida alegre, Sé infiel y no mires con quién, Salsa rosa. También apareció en trabajos nada memorables, pero yo siempre agradecía verla en la pantalla. Tenía ángel.

El recuerdo es escaso, aunque grato, de una película en la que fue dirigida por Manolo Iborra, su entonces pareja. El título era precioso: El tiempo de la felicidad. Ojalá que esta mujer que padeció un final tan trágico e inmerecido haya disfrutado en otras épocas de su vida del tiempo de la felicidad.

16 Diciembre 2021

Srs. de RTVE: No somos carniceras

Cristina Fallarás

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Está la vida y luego está la tele. ¿Luego? Está la vida y antes está la tele. Está la vida y ahí está la tele. Está la vida y en cambio está la tele. Está la vida y sin embargo está la tele. Está la vida y la tele eres tú.

El 15 de noviembre de 2012 narré en una columna en el diario El Mundo cómo acababa de llegar a mi casa la orden de desahucio. La sacudida que provocó el hecho de que una profesional rica y reconocida relatara su pobreza extrema me mandó de una patada a los programas de televisión, de los que por cierto aún no he conseguido salir. Recuerdo mi aparición al día siguiente en el programa de Ana Rosa Quintana (Telecinco) titulado «El dramático testimonio de Cristina Fallarás, periodista de éxito, al borde del desahucio». Resultaba tan extravagante mi personaje, que en menos de una semana ya estaba sentada en las tertulias políticas sabatinas del momento. Entre lo extravagante y lo grotesco media una lágrima en la ducha.

Recuerdo cómo llegaba triturada a casa de esas sesiones de sábado noche en Telecinco o en La Sexta. Rondaban las 3 de la mañana, los niños dormían y yo me acuclillaba en la bañera dejando que el chorro de agua arrastrara lágrimas y lágrimas. Triturada. «Ya sabes lo que es esto, una trituradora humana», le dijo el periodista deportivo y concursante Juanma Castaño a Verónica Forqué desde el concurso de MasterChef Celebrities. «Aquí nos trituran». Quien ha pasado por cualquier programa de televisión de cualquier tipo y formato lo entiende perfectamente. Show must go on.

Cualquiera podría pensar que una tertulia «política» no tiene nada que ver con un reality, y se equivoca. En la tele todo es un reality. La televisión es espectáculo, de eso se trata. Lo mismo el informativo de la noche que cualquier ruleta de fortuna. Pones tu cara, tu cuerpo, tu mirada, tu pelo, tu indumentaria, tus tics, el paso de la edad por tu piel, la radiografía de tu esqueleto. Da igual que sea para responder a una cifra vana del concurso de turno que para un análisis supuestamente cabal del devenir económico. Eres tú la que está ahí, tu cuerpo, son tus ojos. En la tele aprendes la despiadada forma de desnudarte que tiene la mirada.

Salgas del programa que salgas, sea lo que sea que hayas hecho, te has quedado en pelotas ante cientos de miles, millones de personas a las que no conoces y cuyo interés por ti sospechas canino. Resulta devastador. Si a mí, en una tertulia «política», me destroza poner la cara, no quiero imaginar qué supondría someterme a una situación límite con mi tiempo al desnudo. La tele premia cualquier extravagancia, y convengamos que toda extravagancia es buena. Sí, pero inmediatamente después de premiarla, la convierte en grotesca. Ningún carnicero tritura un solomillo. Todo lo que es genial al calor de los hijos se torna estrafalario y se corrompe en mofa al pasar por la tele.

Las cosas del dinero son así y también aquello que aceptamos como reglas del juego. Unos señores ricos tienen una cadena de televisión y la usan como se les permite. Allá cada cual con lo que entrega, allá yo con lo que entrego, allá usted con lo que traga. Ah, pero no es lo mismo Paolo Vasile que José Manuel Pérez Tornero. Vasile está al frente de Telecinco y Pérez Tornero preside Radio Televisión Española. A dichas cadenas les separa la diferencia entre lo privado y lo público. En asuntos de televisión, que sigue siendo lo que somos, eso debería retratar la diferencia entre «una trituradora humana» y un medio de comunicación.

Porque usted y yo no queremos estar pagando «una trituradora humana», ¿verdad? Cadenas como Mediaset o Atresmedia se dedican, como cualquier empresa de jamones, a ganar dinero. Invierten dinero y tratan de sacarle el máximo beneficio, faltaría más. La cuestión es que usted y yo invertimos dinero en una sociedad llamada RTVE (Radio Televisión Española) y la verdad es que ni usted ni yo somos ricas, no somos ricos. ¿Qué tenemos? Pues tenemos los restos de cuatro construcciones magníficas que llamábamos «lo público». Tenemos nuestras inversiones en colegios y universidades, en hospitales, en carreteras y laboratorios, en guardias y soldados, en tratar de robarle a la Justicia un banco. Y poco más. Tenemos eso, una radio y una tele. ¿Son la hostia? Pues ciertamente, no, pero son nuestras.

Nuestra tele no debería ser un lugar del que salir temblando ni una picadora de carne humana. Si me pongo cínica, porque ni usted ni yo nos vamos a comer esa hamburguesa. Y sin cinismos, porque nosotras, nosotros, no somos carniceras.

18 Diciembre 2021

¡No quiero vivir!

Javier Gómez de Liaño

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SEGÚN todos los indicios, y me refiero a los que resultan de la autopsia practicada en el Instituto de Medicina Legal, Verónica Forqué, de 66 años, falleció por asfixia mecánica, es decir, por ahorcadura. El suicidio se produjo el pasado lunes, en su domicilio de Madrid. Descanse en paz la gran actriz.

En mi juventud se decía que la tendencia al suicidio aumentaba con la edad, que los hombres se suicidaban más que las mujeres, que los solteros lo hacían más que los casados y que los intelectuales se suicidaban más que los que no lo eran. Ignoro qué habría de cierto en ello, pero lo que sí sé es que hoy las cifras son aterradoras. Según un informe del Centro de Control y Prevención de Enfermedades, de Estados Unidos, cada 15 minutos una persona se quita la vida y son muchas las que piensan en la posibilidad de hacerlo. Otros estudios aseguran que cada 40 segundos se suicida una persona en el mundo. Eso supone unas 800.000 al año. En Europa, la media anual es de 13,9 por cada 100.000 habitantes. En España lo hacen entre 10 y 11 personas al día.

¿Por qué se suicida la gente? ¿Por qué se ha quitado la vida Verónica Forqué? ¿Por qué un colega, juez de profesión, se suicidó hace ahora 14 años? ¿Por qué en el verano de 2015 un buen amigo periodista hizo lo propio? ¿Qué pasa en las cabezas o en los corazones de esas personas antes de llevar a cabo tan luctuoso acto? La respuesta a estas interrogantes está en que, al parecer, en el 90% de los casos existe algún tipo de trastorno psiquiátrico, la mayoría de las veces una depresión, y el 10% restante obedece a un factor existencial que hace que la persona en cuestión vea en el suicidio la única manera de poner fin a sus problemas. En psicología clínica, y a salvo el natural margen de error, se da por hecho que en gran parte de los suicidios concurren dos factores: desesperanza e impulsividad.

La Organización Mundial de la Salud, a tenor de las estadísticas que maneja, sostiene que la depresión es una de las grandes enfermedades del siglo XXI. El suicidio es una enfermedad de la química cerebral con desajustes entre los neurotrasmisores, pero casi siempre y pese a cualquier cuadro clínico, el que se priva de la vida es consciente de lo que va a hacer y de que no puede seguir buceando en una existencia sin oxígeno. Casi todos nos suicidamos un poco cada día y esa mayoría mundial que se ahorca, se defenestra, se envenena, se arroja al vacío o se da un tiro en el paladar lleva tiempo de meditación hacia el último paso, asumiendo que un derecho primordial del hombre es la voluntad de irse de este mundo.

«Nadie que es feliz se suicida», nos dice la psiquiatra Carmen Tejedor, especialista en la materia, para, a renglón seguido, añadir que «quien se suicida siempre es una persona con dolor físico o moral, que no ve salida y se le hace insoportable». El suicidio no es una decisión racional. El que se suicida es que no tiene otra solución, luego no dispone de libertad. Otros expertos en psicología defienden la tesis de que detrás de cada suicida hay un drama y, en especial, una historia que a todos nos estremecería, lo que me lleva a pensar si para algunos la muerte no es el reverso de todo y no sólo el de la vida, que puede ser fantástico, pero también rebosante de dolor. Lo contaba el actor Damián Alcolea en el acto conmemorativo del Día de la Salud Mental celebrado en 2018, cuando ante los asistentes exponía su propia experiencia: «Pasé por un largo periodo depresivo en el que no podía pensar con claridad. Todo era como un agujero negro que me engullía. Atravesé, como dicen los poetas, mi noche oscura del alma. Y en esa noche oscura llegué a tener pensamientos suicidas».

Sea lo que fuere, a todos nos duele imaginarnos a alguien camino de la muerte, pues el auténtico lugar del hombre es la vida. El suicidio es una locura transitoria. No me refiero a trastornos momentáneos o pasajeros. Es temporal en tanto que se trata de un simple movimiento del tiempo que acaba, por fuerza, en la victoria de la muerte. Los griegos eran conscientes de cómo la absoluta racionalidad habría de llevarnos de forma necesaria a precipitar lo que de todas formas es inevitable. Son malos tiempos aquellos en los que la gente decide despedirse de esta tierra que, por un motivo u otro, no les resulta hospitalaria. Para mí tengo que quien se quita la vida, de paso supera el temor a la muerte. Lo único que puede dar miedo de la muerte es su ulterior misterio, la ignorancia de qué es lo que va a ser de nosotros y de nuestras pretensiones, mientras descubrimos el ignorado paisaje que nadie nos ha descrito nunca con fidelidad suficiente. Los hombres somos los dueños del tiempo, pero jamás hemos sabido administrarlo.

Aparte de la tristeza, la desgraciada muerte de Verónica Forqué me refresca las dudas acerca de su ilicitud. Cicerón decía que Dios prohíbe partir de este mundo sin su consentimiento y, en la misma dirección, Shakespeare se pregunta si es verdaderamente un crimen despeñarse en la secreta morada de la muerte, antes de que ésta venga a nosotros. Por su parte, la Iglesia considera pecado saludar a la muerte sin que te la presenten, cosa con la que estoy en absoluto desacuerdo. No digamos con quienes sostienen que el suicida se va de cabeza al infierno, pues habrá casos en que éste produzca menos espanto que la vida. Porque no le demos más vueltas. Hay suicidas para quienes la muerte es la espita por donde huye el contaminado aire a presión que convierte la vida en muerte, avisando de su cruel presencia. La muerte del que teme a la vida es el dramático «¡apaga y vámonos!», que no suele ser entendido por casi nadie y que, sin embargo, ahí está con su última razón que tan sólo un hombre o una mujer entienden, aunque no sepan que, en el fondo, la muerte es un mar tenebroso de olas sin memoria y de violentas tempestades de profundos silencios.

La muerte no es un misterio insondable. La muerte es la cruz: la cruz de todo y no sólo de la vida, que puede ser placentera y saludable, pero que a veces duele como ni la muerte duele. Incluso hay supuestos en que la muerte no es el envés de la vida, sino el borrón y cuenta nueva que mancha el recuerdo del haber y del debe de los gozos y las amarguras. La imagen del suicida se torna, cada una a su velocidad, en fantasmagórica y termina por diluirse.

CON EL cuerpo muerto y todavía vivo de Verónica Forqué y de tantas verónicas se agotan los adjetivos y pierden densidad y hasta significado las palabras. Con cada suicida se consumen las frases rituales. Todos los muertos son iguales, se dice, pero esto no es verdad, puesto que la muerte no es sino el denominador común de la cruel evidencia de que a un hombre ha dejado de latirle el corazón. No es lo mismo morir de viejo y dulcemente, que morir violentamente, lo que quizá pudiera tomarse como una venganza del diablo contra el hombre que se le resiste. No es lo mismo morir deseando que alguien nos cierre los ojos, que morir sin tiempo de pensarlo siquiera.

A mí el sentimiento que me produce el suicidio de Verónica Forqué, a quien únicamente conocía por su trabajo en cine y televisión, es el de una enorme pena porque su muerte prueba que no podía con la vida. Todo se llena de tortuosas interrogantes cuando el ser humano muere a voluntad y a contrapelo de la ley natural. Se me ocurre si acaso la esquela mortuoria de Verónica Forqué no podría ir encabezada por estos versos de Lope de Vega: «No hay vida como la muerte / Para el que vive muriendo».

Decía al principio que descanse en paz Verónica Forqué, una mujer que desde joven se las prometía muy felices y que con su trabajo, con sus cuatro premios Goya, deseaba hacer felices a los demás. «Portadora de valor» significa el nombre de Verónica. Descansen en paz también quienes ante la ida de Verónica Forqué y para el buen concierto de sus conciencias, sientan algún que otro remordimiento.

 

Javier Gómez de Liaño es abogado. Fue magistrado y vocal del Consejo General del Poder Judicial.

19 Diciembre 2021

El dolor a la vista de cualquiera

Elvira Lindo

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Es difícil entender cómo habiendo llegado al fin al discurso político la necesidad de abordar la salud mental se permite la exhibición de una persona con un evidente desequilibrio psíquico en la televisión pública

A mediados de octubre escribí un post para unos cuantos amigos en Facebook. Sin querer traerlo aquí de manera literal, en el texto venía a decir que no lograba entender cómo habiendo llegado al fin al discurso político la necesidad de abordar la salud mental se permitía luego en un programa de la televisión pública la exhibición de una persona que sufría un evidente desequilibrio psíquico. No hacía falta ver el programa, las imágenes te saltaban a la vista en artículos de prensa o en las redes, y todas ellas venían acompañadas de comentarios crueles que hacían referencia a camisas de fuerza, a la medicación no tomada o tomada en exceso. Eran mofas a la señora mayor que ha perdido la cabeza, transformadas a raíz de un suicidio en coronas de flores, y es que si hay algo que define estos tiempos es la necesidad de exhibir de manera inmediata e impúdica todo lo que sentimos, sea en forma de halago cursi o de escupitajo, tanto da, y aunque se contradiga con lo que vomitamos el día anterior.

Tampoco era necesario tener conocimientos de psicología para advertir que esa pobre mujer a la que la cámara seguía con deleite en sus movimientos desubicados estaba perdida, no perdida en un plató sino en pensamientos que se adivinaban angustiosos. Lo decía su cara, que en este caso era el espejo del alma, y tal como la vio usted y la vi yo debieron de contemplarla los editores del programa, que al montar el show suelen afanarse en escoger las muecas más caricaturescas de los concursantes para que la realidad se convierta en argumento. Aquel rostro tan limpio y luminoso de Verónica Forqué reflejaba ahora desvarío, un gran sufrimiento interior. Fue ella la que en último extremo decidió ausentarse, ella, la única que tuvo un rasgo de lucidez y puso freno a ese degradante espectáculo.

Al día siguiente de su fallecimiento, como era de esperar, aparecieron artículos eximiendo de cualquier responsabilidad al reality en cuestión. Las razones por las que una persona decide quitarse la vida son tan oscuras y enrevesadas que atribuírselo a un circo televisivo es una conclusión simple y poco científica; no así en cambio preguntarse cuántos controles fallaron para que asistiéramos en directo a la caída anímica de una persona. Los amigos y colegas más cercanos sabían de su estado, pero tal vez es difícil intervenir en la vida de alguien cuando esa vida está ya muy descontrolada. La concepción misma de este show hace que las personas se conviertan en personajes, en monigotes que han de procurar entretenimiento. Forqué servía al más triste de esos personajes de la comedia humana, el del payaso que recibe las bofetadas.

Hubiera sido necesario que un comité de ética de la televisión, ignoro si eso existe, la hubiera protegido del escarnio. Eso sí que era un deber del ente público

Convertidos los concursantes en estereotipos es difícil que el espectador entienda su humanidad, que pueda imaginar que tal vez estén solos al volver a casa, que su vida es aburrida en vez de vibrante, desesperada en lugar de alegre. Abundan ahora los personajes televisivos que le sacan su buen rendimiento económico a la desgracia o al ridículo, que saben encajar golpes y también asestarlos. Pero convertirse en personaje tiene un precio muy alto, difumina o borra los logros anteriores si es que los hubo. Ella misma, Verónica, parecía querer borrar su propia carrera. Mejor que esa actitud condescendiente que se adoptaba con ella cuando actuaba de manera extravagante, cuánto más aconsejable hubiera sido que un comité de ética de la televisión, ignoro si eso existe, la hubiera protegido del escarnio. Eso sí que era un deber del ente público. No hubiera evitado un suicidio, pero sí el espectáculo degradante que daña la integridad de una persona.

En el programa apresurado que le dedicó Televisión Española, afirmó un consternado Joaquín Oristrell, que tanto la trató, que prefería recordar a la Verónica Forqué de sus inolvidables papeles que a la de los últimos tiempos. Sobre esa afirmación se pasó de puntillas, aunque él sabía lo que estaba insinuando y los espectadores a qué se refería. Un suicidio es siempre una sorpresa, pero no pudo serlo el estado mental de quien decidió arrebatarse la vida porque estuvo a la vista de cualquiera. La buena salud psíquica no depende solo de los médicos, ni de los tratamientos, ni de las terapias, la mayor parte de las veces mejora con un entorno favorable, protegido, respetuoso. Eso lo saben los psiquiatras que buscan favorecer el ambiente en el que se mueve un enfermo más que sobremedicarlo. ¿Nadie advirtió esto tan evidente? Sorprenderse es de cínicos.