26 junio 1999

El articulista de EL PAÍS aludió al pasado franquista del que luego fue icono intelectual progresista

Un artículo de Javier Marías recordando el pasado de delator franquista de José Luis López Aranguren causa la ira de los hijos de este y de su discípulo Javier Muguerza

Hechos

El 26.06.1999 D. Javier Marías publicó el artículo ‘El artículo más iluso’ en EL PAÍS.

26 Junio 1999

El artículo más iluso

Javier Marías

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Quizá sea éste uno de los artículos más ilusos que uno pueda escribir hoy en día en una sociedad tan autocomplaciente y autoindulgente como la española actual, y eso que tengo conciencia de haber ya publicado unos cuantos de esa índole -ilusa, quiero decir-. Porque si para algo no está la superficialidad ambiente es para atender, a estas alturas, a asuntos que ni siquiera sé cómo calificar si no es con anticuadas palabras, casi arrumbadas; y desde luego no deseo recurrir a la ya vacua -por estrujada- «ética»: ¿asuntos que atañen a la rectitud? ¿A lo venial y a lo grave? ¿A las conductas? ¿A la dignidad? Sí, todo suena ya trasnochado. Pero aun así. Porque asimismo reflejan la impunidad ambiente, y eso es más serio. La tendencia a que nada pase tras las calumnias, las difamaciones, las vilezas o las felonías es tan fuerte que parece vano oponerse a esa marea. Pero lo que me llama la atención en los últimos tiempos no es ya el silenciamiento -piadoso o interesado- de los actos indignos y los reprobables dichos, ni su falta de consecuencias, ni su disimulo inmediato, ni su cínica negación por parte de sus autores, sino la manera desnortada o desfachatada -según los casos- de justificarlos; de reconocerlos, para restarles toda importancia o no verlos «tan mal»; de minimizarlos con argumentaciones falsas; de esparcir la idea de que al fin y al cabo todo el mundo se manchó o está manchado, de que nadie puede tirar la primera ni la segunda ni la última piedra.

Por supuesto que el ejemplo perpetuo y máximo es el de los políticos españoles, que se pasan los días justificando sus diversos abusos, exabruptos y tropelías con el ya famoso y pueril «Pues tú más», como si la existencia de los delincuentes fuera un salvoconducto para que delinquiéramos todos. Pero los políticos son a la postre gente tan insustancial y voluble que no vale la pena detenerse mucho en ellos.

Hace poco leí una reseña de una recopilación de artículos. El crítico elogiaba el volumen en su conjunto, si bien no se le escapaba el carácter abiertamente adulatorio de algunas piezas recogidas: «Entre el legítimo entusiasmo juvenil y la coba más descarada», decía, «media un abismo… Y estoy seguro de que hasta el mismo autor se habrá sonrojado al releerlas». Pero quitaba hierro con prontitud: «Comprendo que a tan temprana edad cuesta abrirse camino, y por ello es lógico que no escatimara elogios… a otros escritores coetáneos [supongo que se quería decir «contemporáneos»; las cursivas son mías]… En fin: pecados veniales de juventud ante los que conviene pasar página disimuladamente«. ¿Qué edad tendrá el ya antiguo y «descarado» cobista?, se preguntaría uno. Si aún podría sonrojarse -aunque no lo hizo-, obviamente no es un muerto, pero ha de ser alguien muy veterano, cuya costumbre de dorar la píldora resulta ya tan remota que no debe tenérsele en cuenta. Pues no. El autor del volumen aún no ha cumplido los treinta, así que esos «pecados veniales de juventud» son por fuerza muy recientes. Lo más asombroso, con serlo mucho, no era eso, sino que a los ojos del crítico apareciera como algo legítimo -por lo menos no censurable, y nada menos que «lógico»- el hecho de que un joven escritor, para «abrirse camino», recurra a «la coba más descarada». El problema para aceptar semejante exculpación es que, por desgracia para el cobista y para su comprensivo justificador, otros muchos escritores jóvenes no hicieron ni han hecho ni hacen tal cosa, por muy temprana que fuera o sea su edad. Y aún es más: lo propio de los jóvenes autores ha sido casi siempre -en contra de ese ofensivo adjetivo, lógico- justamente lo contrario, y si de algo han solido pecar ha sido de irreverencia, de rebeldía, de ansias iconoclastas, de irrespetuosidad hacia las figuras contemporáneas que los precedían. La coartada no se sostiene, por ningún lado.

Pero vayamos a cuestiones de mayor trascendencia. Hace unos años, un venerable filósofo ya fallecido contó de viva voz, en una de esas charlas universitarias de verano, que al término de la Guerra Civil, y durante años, sus superiores académicos franquistas «le obligaron» a espiar a sus colegas y a informar de sus «deslealtades» o «desafecciones» al régimen. El filósofo y profesor en cuestión, con su aura izquierdista en los últimos años de su vida, lo relató como una gracieta, como diciendo: «Fíjense qué cosas más chuscas pasaban en la dictadura». Esto es, reconoció sin sonrojo haberse prestado a esa tarea delatora y no le concedió ninguna importancia. La prensa, entonces, contagiada por el tono casi festivo del conferenciante, o quizá obrando como precursora de esta impunidad ya generalizada e instalada del todo en nuestra sociedad, le rió la gracia y se hizo eco sin el menor escándalo y con idéntica ligereza, «Hay que ver qué cosas». Como si el filósofo hubiera podido ser obligado a algo así en modo alguno. A espiar y chivarse nunca se obliga a nadie, a no ser con chantajes y amenazas que -aunque a veces sea muy difícil- uno siempre puede rechazar o desafiar o arrostrar. En todo caso, el profesor podía haber renunciado a su puesto en la Universidad, y así seguro que nadie lo habría «obligado». Claro que ese filósofo, también por los mismos años cuarenta, era delegado de Tabacalera en su provincia natal (una prebenda mayúscula en aquellos tiempos), y en un libro de 1945 (convenientemente expurgado en los ochenta) hablaba del «triunfal alzamiento», llamaba «aquellos días heroicos» a los de la escabechina y tildaba de «jolgorio plebeyo» el advenimiento de la República. Habría que preguntarse si también fue obligado a escribir todo eso y a ocupar su enjundioso cargo en Tabacalera.

Hace poco le exhumaron un viejo artículo de loas a Franco a un prestigioso columnista que se caracteriza por ser en apariencia muy exigente consigo mismo y sobre todo con los demás. Presume de aguafiestas y de no morderse la lengua, y en efecto no lo hace. Ni siquiera como yo en este escrito, en el que me abstengo de mencionar los nombres, aun a riesgo de parecer nebuloso o medroso (antes prefiero ésas que otras acusaciones posibles). Él no es medroso ni nebuloso, a menudo dice: «Fulano de Tal, lo recuerdo, lo conozco, hizo esto y aquello durante la dictadura o la guerra». Ahora le han devuelto la moneda, y entre quienes lo han hecho hay un sujeto que fue director del periódico más franquista de todos, Arriba, y presidente de un sindicato vertical de ese régimen, y que a su vez quita importancia a tanta entrega. Lo sorprendente y lamentable es que el columnista hoy expuesto se haya mostrado extraordinariamente autoindulgente a la hora de justificarse. Tras citar él mismo -ahora, ya- párrafos de su desenterrada pieza de 1944 («la figura egregia del Caudillo Franco», «el mensaje recto de destino y enderezador de Historia que José Antonio traía es fecundo y genial en el cerebro y la mano del Generalísimo»), añade [la cursiva, mía]: «Suave para lo que estaba pasando: para su capacidad de crimen: y mi situación. Eso sí, sobreviví. No morí en pie…, no mataron a mi padre: viví de rodillas. Luego, me levanté». Y en otra ocasión ha agregado: «Lo que deseaba, y deseo, es sobrevivir, y a veces hay que cambiar el gesto para seguir adelante, uno tiene que plegarse a ciertas condiciones y personas». Sin duda no le faltará razón pero luego iré con eso. Un ejemplo más, hace sólo semanas. Un muy premiado novelista se dignaba responder en una entrevista a una pregunta sobre su actividad como censor en los años cuarenta. No se limitó a bufar esta vez, contestó: «Me hice censor para poder comer, para tener un mínimo sueldo… Entonces no había una perra para nadie». Habría que preguntarse en este caso si fue también para poder comer por lo que en 1937, en plena Guerra Civil, se ofreció como delator de sus conocidos madrileños a las autoridades franquistas, o si fue para tener un mínimo sueldo por lo que se dejó condecorar por ese régimen en los años cuarenta, o en los cincuenta «subvencionar» por un dictador suramericano y escribió una novela para él.

Los que hemos nacido después de la Guerra Civil y de la primera y más dura posguerra no tendríamos, en principio, apenas autoridad para juzgar lo que escribieron o hicieron quienes padecieron ambas plagas a edades ya responsables. Ninguno podemos saber a ciencia cierta cómo habríamos obrado en aquellas circunstancias, acaso habríamos incurrido en bajezas mayores, quién sabe. Lo malo para estas personas, lo malo para el filósofo, y el columnista, y el novelista, es lo mismo que es malo para el joven autor del volumen de artículos reseñado, a saber: que hay y hubo otros que no hicieron lo que hicieron ellos, en las mismas circunstancias. Y eso es lo inadmisible: lo ofensivo es que, para justificarse ellos, intenten pasar por buena la idea de que «otra cosa no se podía hacer»; o de que «se pringó todo el mundo»; o de que quien más quien menos se veía «obligado» a actuar en contra de sus convicciones y su voluntad. Luego ellos, al fin y al cabo, son como los demás.

El problema es ése: que no son como los demás. Los hubo infinitamente peores, y mejores que éstos sí son ellos. Pero también los hubo de otra pasta, y a ésos no se los puede ofender. Hubo quien no tuvo un cargo ni un puesto ni trabajo alguno precisamente para que no pudieran «obligarlo» a nada bajo la amenaza de quitárselos; hubo quien no entró en la Universidad porque ni siquiera se le permitió o porque no quiso jurar fidelidad a los principios del Movimiento, como era preceptivo; hubo quien jamás pudo volver a ejercer su profesión, de abogado, de médico, de arquitecto, de periodista; hubo quien no tuvo para comer, ni tan siquiera un mínimo sueldo, y no estuvo dispuesto a censurar y así conseguirlo; y para quien efectiva y literalmente no hubo una perra, y así lo pasó peor que el que se las sacó con argucia; hubo también quien no se puso de rodillas -quizá ni pudo elegir-, ni se plegó a ciertas condiciones y personas, quien no se prestó a escribir ninguna loa a Franco y a su cerebro y su mano, ni siquiera algo «suave», porque le estaba prohibido publicar nada en la prensa; hubo quien se quedó en la cárcel y quien se exilió para no regresar; hubo quien vivió aquí en el llamado «exilio interior», sin levantarse nunca; hubo quien vio cómo mataban a sus familiares. Y hubo quien fue fusilado o asesinado sin más, y ya no pudo seguir adelante ni hacer nada por sobrevivir, ni puede decir ahora nada para explicarse ni justificarse. Eso es lo malo. Que no sólo los hay peores con los que compararse, como parecen pretender estos autoindulgentes de hoy. Por mucho que intenten y les convenga olvidarse, también los hubo mejores. O simplemente -y vuelvo a las palabras en desuso, antiguas- más rectos, o más dignos, o más resistentes, o más orgullosos, o más escépticos, o más asqueados, o más derrotados, no sé: aquéllos a los que no quedaron acaso fuerzas ni ánimo para desear más nada, ni sobrevivir. Que sobreviva su memoria al menos, que no se borre su triste y languideciente o pasada existencia, por incómoda que resulte a los vivos o supervivientes que hacia ese espejo mejor, sin azogue y espectral y resquebrajado, nunca quieren ni se dignan mirar.

02 Julio 1999

Pleistoceno

Eduardo Haro Tecglen

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Dice ese escritor: «el antiamericanismo sistemático y generalmente desinformado que alimenta los aspavientos morales de la izquierda pleistocénica’ (Valentín Puig, EL PAÍS, miércoles 30). Por los que nos oponemos a los bombardeos de un país inerme. Qué facilidad para el desprecio, para la descalificación. Recuerda al Comité de Actividades Antiamericanas del tristemente célebre senador McCarthy: ahora pasan por Cinemanía: ‘La Tapadera’ de Woody Allen, que muestra el destrozo humano de los acusados entonces de antiamericanos. Un poco más hacia el pleistoceno, recuerdo ‘la anti-España’ de los franquistas. Y la denuncia de ‘antiespañoles’, entre los que me conté hasta el punto de que nunca más ha querido ser español: o sentirme español. Lo que pasa es que es obligatorio.

Otro articulista [Campmany & Aguinaga] me alude por un párrafo que escribí en ese tiempo: párrafo que ha ufanado ya a ocho o diez escritores de categoría nacional, como si hubieran descubierto el huevo del dinosaurio atroz; y éste opone mi supervivencia a la mucho más digna de quienes vieron fusilados a sus familiares (a mi padre le indultaron: ¿será un dato sospechoso?), ‘quien fue fusilado o asesinado sin más, y ya no pudo seguir adelante ni hacer nada por sobrevivir’ (Javier Marías, este periódico, sábado 26): no tuve yo esa suerte, y por sobrevivir he de ser juzgado por este joven duro y por esos fachas.

Y es que los hubo ‘más rectos, o más dignos o más resistentes, o más orgullosos, o más escépticos, o más derrotados, o más asqueados’. Pienso que lo dice por su ilustre padre, Julián, del que suelo decir que no está justamente valorado. El mío no pudo volver a escribir nunca más. Pudo hacer papeletas para la Real Academia, porque le ayudó Pemán; pudo dar clases de inglés en una escuela de la Asociación de la Prensa porque le ayudó El Tebib Arrumi [Ruiz Albéniz], pudo entrar en la sección de publicidad de Mercurio Films porque le ayudó Víctor de la Serna Répide, pudo hacer doblajes de películas, y en ello estaba cuando murió.

De verdad, ¿no vamos a arrojar los padres unos a otros? Da un poco de vergüenza; y quizá sea mejor bajar la cabeza porque ‘otros’ murieran, o fueran más dignos o más derrotados; o no tuvieron tantas presiones, tantas amenazas. O tanta hambre. ¿Qué sabe Javier de aquel tiempo? De lo contado a lo vivo está el núcleo de la novela. Ay, esto articulistas de lo ajeno, estos odiantes, estos juececillos que no detestan lo que uno pudo hacer, o tuvo que hacer, sino lo que hace ahora, y lo disfrazan de pleistoceno. Qué cobardía, qué miseria.

02 Julio 1999

Réplicas

Eduardo López-Aranguren (y hermanos)

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El sábado 26 de junio, EL PAÍS publicó un artículo de Javier Marías (El artículo más iluso) cuyo argumento se puede sintetizar de la siguiente manera: en situaciones políticamente difíciles (como el régimen dictatorial franquista a la salida de la guerra civil), no todo el mundo reacciona igual. Hay comportamientos éticamente admirables que con frecuencia implican sufrimiento, y hay conductas éticamente reprobables que a menudo conducen al éxito social y al enriquecimiento personal. Y en una sociedad como la nuestra, carente de valores éticos, las segundas conductas son comprendidas y justificadas, cuando no celebradas, mientras que las primeras son ignoradas y relegadas al olvido. Para ilustrar los comportamientos reprobables, Marías utiliza cuatro casos: la reseña de una recopilación de artículos escritos por un joven autor, el caso de «un prestigioso columnista», el de «un muy premiado novelista» y el de «un venerable filósofo ya fallecido», incapaz, por tanto, de contestarle, a diferencia de los anteriores. Ninguna de las personas a quienes alude Marías es identificada con nombre y apellidos (pura y simple cobardía, a nuestro juicio), pero por los datos que ofrece no hay duda de que el último se refiere a nuestro padre, el profesor José Luis L. Aranguren. Y como él no puede responder a las muy graves acusaciones formuladas por Marías, lo hacemos nosotros.

En primer lugar, es absolutamente falso que Aranguren, «al término de la guerra civil, y durante años» -como escribe Marías-, ejerciese una labor delatora de colegas y compañeros opuestos al régimen franquista. Es falso sencillamente porque es imposible. Nuestro padre se incorporó a la Universidad española en 1955, cuando obtuvo por oposición la Cátedra de Ética y Sociología de la Universidad de Madrid, información accesible a cualquiera con consultar los datos biográficos fundamentales de José Luis L. Aranguren (o con hacer una llamada a los servicios de documentación de EL PAÍS). Y desde esa fecha son de sobra conocidas sus dificultades con el régimen, que culminaron con su expulsión de la Universidad en 1965.

¿De dónde ha sacado Marías los datos en que apoya tal acusación? De una supuesta revelación por el propio Aranguren en «una de esas charlas universitarias de verano». Es difícil ser más impreciso: no sabemos cuándo (en qué año) ni dónde (en qué curso universitario, en qué ciudad). No nos dice si lo escuchó él (Marías) directamente o si se lo ha contado alguien. En el primer caso, si lo escuchó él, ¿reaccionó de alguna manera?, ¿debatió con el profesor? o ¿guardó silencio para hacer esta acusación una vez fallecido el supuesto delator? Si se lo ha contado alguien, ¿quién lo escuchó?, ¿es una fuente fiable, o parcial y sesgada?, ¿ha buscado Marías corroboración o confirmación por una segunda fuente, como haría cualquier periodista, máxime si tal información va a ser la única base de una acusación tan seria?, ¿están grabadas las palabras de Aranguren, o se trata de una cita de memoria y de segunda mano? Muchos interrogantes a los que Marías, si puede, debe contestar. En cualquier caso, cuando menos, ya ha demostrado su ignorancia e incompetencia como periodista.

Inmediatamente a continuación de acusar a Aranguren de delator, en el mismo párrafo, Marías escribe que «por los mismos años cuarenta era delegado de Tabacalera en su provincia natal (una prebenda mayúscula en aquellos tiempos)». Al relacionar directamente la representación de la Tabacalera con la tarea delatora, es obvio lo que Marías quiere insidiosamente sugerir: la representación de la Tabacalera era un premio, una recompensa a Aranguren por su actividad delatora de compañeros y colegas; Aranguren se hacía rico («prebenda mayúscula», «enjundioso cargo») mientras otros corrían los riesgos inherentes a la delación. Aquí tampoco se ha preocupado Marías de enterarse de la realidad antes de escribir. La realidad es que la Representación de Tabacalera en Ávila la obtuvieron nuestro abuelo, Isidoro López Jiménez, y su primo César Jiménez Arenas, al 50%, mucho antes de la guerra civil. A la muerte de nuestro abuelo en 1941, su parte fue heredada a partes iguales por sus dos hijos, nuestro padre y nuestro tío Eduardo. En suma, el porcentaje correspondiente a nuestro padre en la representación de la Tabacalera nunca fue superior al 25%. Y fue una porción heredada que producía a nuestro padre un pequeño ingreso; lo de «prebenda mayúscula» y «enjundioso cargo» es pura invención de Marías, necesaria para su argumentación.

Esto es lo que nosotros, los hijos de Aranguren, queremos decir en respuesta al artículo de Javier Marías, independientemente de lo que puedan escribir otras personas que se hayan sentido indignadas por tal escrito. Nosotros no sentimos sino desprecio por la persona que acusa tan falsa y gravemente con razonamientos tan falaces e injuriosos.- y sus hermanas y hermanos.

03 Julio 1999

Réplicas

Javier Muguerza

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En el artículo de Javier Marías aparecido en EL PAÍS de 26 de junio se desliza una alusión al profesor Aranguren que, pretendiendo ser discreta (pues para nada se menciona su nombre), no merecería otra calificación que la de gravemente insidiosa… si no fuera porque se trata de un puro y simple disparate. Según el articulista «el venerable filósofo ya fallecido» habría contado en un curso universitario de verano, «con su aura izquierdista de los últimos años de su vida», que «sus superiores académicos franquistas le obligaron al término de la Guerra Civil y durante años, a espiar a sus colegas y a informar de sus deslealtades o desafecciones al régimen». Difícilmente habría podido Aranguren sentirse «obligado» a desempeñar semejante «tarea delatora», habida cuenta de que no tuvo «superiores académicos», franquistas o no, hasta 16 años después de terminada la Guerra Civil; y que, cuando ganó su cátedra en la Universidad de Madrid, en 1955, lucía ya un «aura» quizás no todavía de «desleal» ni «desafecto» al régimen, ni tampoco exactamente de «izquierdista», pero sí de hombre independiente, pionero en la propuesta de superar las consecuencias de aquella contienda y procurar la reconciliación con los intelectuales del exilio, discípulo confeso de filósofos no precisamente bien vistos por esos años (como Unamuno, Ortega y Zubiri) y, para colmo de los colmos, cristiano heterodoxo, si no herético, acusado de criptoprotestante cuando no poco menos que de ateo; a lo que conviene añadir que, desde su estreno como catedrático, fue día tras día convirtiéndose en un incordio, de suerte que en lugar de «espiar» o «delatar» a nadie, sufrió él mismo un constante espionaje y no infrecuentes delaciones. Sin duda fue tal palmarés lo que, por fin, movió al régiman franquista a desposeerle de su cátedra en 1965, a los 10 años justos de haberla obtenido, privándole también con ello de la oportunidad de seguir el consejo de nuestro articulista, para quien «el profesor podía haber renunciado a su puesto en la Universidad» antes que ceder a las innobles y deshonestas imposiciones de las autoridades académicas de la dictadura.

Quiero pensar que Javier Marías ha obrado como lo ha hecho extraviado por la mala información más bien que por la mala intención, y que no estaba en su ánimo ofender con calumnias la memoria del profesor Aranguren. En cuanto a éste, nunca presumió de ser lo que no era y en todo momento reconoció que procedía de un contexto familiar y social, digamos, de derechas. A partir de ahí, podría haberse estancado o incluso involucionar (como hicieron otros colegas de dicha procedencia, y hasta algunos sedicentes de izquierdas) y también podría haber evolucionado, pero dejándose llevar por el oportunismo y en su propio provecho. Por el contrario, su evolución ideológica le reportó buen número de sinsabores y un alto coste profesional y personal. Para cuantos le conocimos bien en aquellos años, la honradez y el coraje que derrochó en la lucha por la libertad y los derechos humanos, dentro o fuera de la Universidad, constituyeron un estímulo que nunca le agradeceremos bastante.

Me imagino que Javier Marías no vería las cosas de manera muy distinta si le hubiera conocido mejor y, por lo que a mí respecta, me ofrezco a mejorar al menos su información en cuanto esté en mi mano hacerlo.

 

09 Julio 1999

Con desagrado respondo

Javier Marías

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Con desagrado respondo a las dos extensas cartas que el 3 de julio le dirigieron, como sendas réplicas a mi pieza El artículo más iluso, del 26 de junio, la familia López-Aranguren, por un lado, y don Javier Muguerza, por otro. Si la de éste era educada (cosa que agradezco), y la de los Aranguren era en cambio agresiva e insultante, ambas coincidían en el propósito de desautorizar («puro y simple disparate», para Muguerza; falsas y graves acusaciones «con razonamientos falaces e injuriosos», para esa familia) lo que yo había comentado respecto del profesor en mi escrito, sin nombrarlo. Y de ahí viene en parte mi desagrado, pues aunque sus hijos e hijas son muy dueños de considerar esa omisión «pura y simple cobardía», lo cierto es que pretendí con ella tener una deferencia, por mínima que fuese, imposible de mantener ahora.

No todo me lo desautorizaban, por cierto. Ni el uno ni los otros me desmentían que Aranguren, «en un libro de 1945», hubiera hablado del «triunfal Alzamiento» o del «jolgorio plebeyo» que acompañó el advenimiento de la República. Y si en eso no mentía, ¿por qué iba a haber mentido en lo demás? Quizá deberían habérselo preguntado los remitentes.

Los hermanos Aranguren me acusaban de haber relacionado «directamente la representación», que su padre tuvo en su provincia natal de Ávila, «de Tabacalera, con la tarea delatora» que, según mi artículo, el profesor habría reconocido, sin concederle importancia, «en una de esas charlas universitarias de verano», hace pocos años. Debo decir que tal relación «directa» la han establecido sólo ellos, no yo, que me limité a preguntarme si también a ocupar ese «enjundioso cargo» se habría visto Aranguren «obligado», como lo había sido, según él, a «espiar a sus colegas y a informar de sus «deslealtades» al régimen».

Tanto Muguerza como la familia Aranguren aducen que eso es sencillamente imposible, porque el catedrático no fue tal hasta 1955, y yo había dicho: «… al término de la Guerra Civil, y durante años…».

Ese es, en efecto, mi único error. Un error de fechas. Escribí de memoria, recordando con inexactitud la información de Abc y de Diario16 del 21 de agosto de 1993, con los siguientes y respectivos titulares: «Aranguren: «El régimen franquista me obligó a informar sobre intelectuales en el exilio», y «Aranguren fue obligado a colaborar con Franco». En una y otra noticia se ampliaba más o menos de la misma forma (Antonio Astorga, en Abc; Servimedia, en Diario16; cito del primero): «El filósofo José Luis Aranguren… aseguró que durante la Guerra Civil fue obligado a colaborar con el régimen franquista redactando informes sobre algunos intelectuales españoles en el exilio exterior, entre ellos Xabier Zubiri. …Aranguren explicó que, tras simular una enfermedad para evitar que los nacionales lo enviaran al frente, fue destinado… a una oficina en la que colaboró, etc. …Dichos documentos señalaban la posible peligrosidad o no del regreso de algunos intelectuales contrarios a Franco, que… ya se encontraban fuera de España».

No tengo inconveniente en pedir disculpas por ese error de fechas que, con todo, quizá dejaba al profesor Aranguren en levemente mejor lugar que la cita de ahora, pues si esa clase de «informes» traían graves consecuencias en la postguerra, en plena guerra solían resultar fatales. Es sorprendente, sin embargo, que Javier Muguerza no reconociera en su carta dicho error mío y no se limitara a corregírmelo. Lejos de eso, mi alusión a su maestro no merecería «otra calificación que la de gravemente insidiosa… si no fuera… puro

y simple disparate». Resulta muy sorpredente porque las ahora citadas declaraciones de Aranguren tuvieron lugar en El Escorial, dentro del curso de la Complutense Herencia y recuperación del exilio filosófico español de 1939, dirigido por… el profesor don Javier Muguerza.

¿Más? Más. El 6 de agosto de 1995, en entrevista a EL PAÍS, Aranguren reconocía (los subrayados son míos): «Después de la guerra desempeñé por poco tiempo un trabajo que consistía en informar sobre los colaboradores de la República en San Sebastián». Así que quizá tampoco mentí ni erré, a la postre, al decir «al término de la Guerra Civil».

¿Aún más? Más todavía. El 16 de octubre de 1990, en entrevista a Cambio16, Aranguren afirmaba (subrayados, también míos): «Lo que nos ocurrió a todos fue que nos hubiera gustado más un régimen que no fuera ni el republicano de Negrín ni el de Franco; pero ¿cuál triunfó? Pues triunfó Francisco Franco, ¿no?, entonces si son éstos los que vencen ¡qué le vamos a hacer! Hay que estar con los que vencen. Es decir, lo que hicimos todos, resignarnos y aceptar«.

Era justamente esa actitud niveladora, esa falacia igualadora, lo que yo reprochaba en El artículo más iluso: no las actuaciones más o menos reprobables de unos y otros durante la guerra y la postguerra, sino la actual autoindulgencia de los que en mayor o menor grado estuvieron «con los que vencen», la cual lleva aparejada la máxima ofensa a quienes no estuvieron con esos en modo alguno, ni voluntariamente ni «obligados» por las circunstancias. «Lo que hicimos todos«, dijo Aranguren; yo me limité a señalar que precisamente eso no fue así, y que no todos hicieron lo que él, o el «prestigioso columnista» o el «muy premiado novelista» a quienes también aludí, sí hicieron.

Los hijos del profesor, por otra parte, son tan ingenuos o tan desinhibidos en su carta como para alegar que la Representación de Tabacalera en Ávila ya la había obtenido su abuelo y un primo de éste «mucho antes de la Guerra Civil», y que «a la muerte de nuestro abuelo en 1941, su parte fue heredada a partes iguales por… nuestro padre y nuestro tio Eduardo». ¿No se dan cuenta acaso de lo que significa eso? En esas fechas mucha gente era expropiada por el Gobierno de Franco, sus bienes eran confiscados, a muchos se les prohibió volver a ejercer sus profesiones liberales, de médicos, abogados, maestros, periodistas. Que nada menos que la representación de un monopolio estatal como Tabacalera fuera confirmada en 1941 a don José Luis y don Eduardo López-Aranguren indica lo bien vistos que tenían que estar entonces por el régimen franquista (y claro que en aquellos tiempos de hambre general se trataba de una «prebenda mayúscula», como dije), y lo bien que ellos tuvieron que ver a ese régimen.

Tanto como para que el profesor, en su mencionado libro de 1945, también utilizara expresiones como «a poco de terminar

victoriosamente nuestra guerra», o escribiese que cuando D’Ors redactaba Decretos al frente de la Jefatura Nacional de Bellas Artes (esto es, en 1939), «nunca las columnas de la Gaceta o el Boletín Oficial han hablado a los españoles con tan solemne y habitual dignidad».

No busquen estas citas en la reedición de ese libro. La filosofía de Eugenio D’Ors, de 1981, porque ahí están convenientemente alteradas o expurgadas. Lo cual contradice la afirmación de Javier Muguerza de que, además de todo, Aranguren «nunca presumió de ser lo que no era». Resultaría quizá más creíble si no hubiera desenterrado sus viejos escritos, para maquillarlos y censurarlos.

Concluyo como empecé, con desagrado. Pero tal vez la familia Aranguren debiera dirigir el «desprecio» que siente por mi persona hacia otra parte, no sé cuál, alguna.

17 Julio 1999

Que el lector juzgue

Eduardo López-Aranguren (y hermanos)

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En su Con desagrado respondo (EL PAÍS, 10 de julio), Javier Marías se ve obligado a reconocer que en su escrito El artículo más iluso (EL PAÍS, 26 de junio) escribió cosas que no eran ciertas sobre nuestro padre, José Luis L. Aranguren. Para empezar, Marías se justifica diciendo que escribió «de memoria». Grave ligereza y falta de profesionalidad, ciertamente, el acusar públicamente a alguien de delator («tarea delatora» es el término que él emplea) citando «de memoria». Mas sigamos analizando su respuesta. Marías escribe que su «único error» fue «un error de fechas». ¿Es eso cierto? En respuesta a nuestra exigencia de precisión, Marías cita algunas informaciones aparecidas en diarios españoles en 1993 y 1995. ¿Y qué es lo que encontramos allí? Encontramos a un soldado (sujeto, por tanto, a la disciplina militar, y, además, en tiempo de guerra) en San Sebastián a quien sus superiores militares le ordenan que redacte algunos informes sobre exiliados españoles que han solicitado volver a España, utilizando para ello los datos de que disponen las propias autoridades -¿dónde si no los podría obtener un soldado, y en plena guerra civil? (A propósito, nuestro padre siempre dijo que sus informes fueron sin excepción favorables a los solicitantes, y no hay razón ni información objetiva alguna para dudar de su palabra). Comparemos a este soldado que cumple órdenes redactando unos informes sobre personas que desean regresar a su país con el profesor universitario, sobre quien escribe Marías, que delata a compañeros y colegas sospechosos de oposición al régimen franquista. ¿Es esto un simple «error de fechas»? ¿Es que Marías no ha entendido lo que él mismo cita? No sólo son las fechas distintas; lo realmente importante es que son totalmente diferentes las acciones del acusado, la situación en que se halla y las circunstancias que enmarcan esa actividad. Que el lector juzgue si esto es o no, cuando menos, manipulación tergiversadora de la realidad por parte de Javier Marías. Acerca de la conexión entre la actividad delatora de Aranguren y la representación de Tabacalera -económicamente muy provechosa, según Marías-, responde que somos nosotros, y no él, quienes hemos establecido esa relación directa en nuestra réplica anterior. Como aquí la cuestión se reduce a leer e interpretar unos textos, nuestra única reacción es sugerir al lector todavía interesado en este tema que relea ambos, el primero de Marías y nuestra contestación (EL PAÍS, 3 de julio), y decida por su cuenta.

Queremos subrayar que la fuente original de los datos supuestamente tan comprometedores que Marías maneja en respuesta a nuestra crítica de imprecisión es el propio Aranguren. Aquí no ha habido investigación periodística por parte de Marías ni de ningún periodista; estos últimos se han limitado a reproducir, con mayor o menor exactitud, las palabras de Aranguren en conversaciones o entrevistas. Muestran estas palabras a un hombre que voluntaria y públicamente, con toda honestidad y transparencia, cuenta acontecimientos de su vida, lo que ha hecho y por qué lo ha hecho, cómo y por qué han cambiado y evolucionado sus ideas y actitudes políticas, aun a riesgo de que lo que dice sea distorsionado. Por mucho que se esfuerce Marías, ahora o en el futuro, en echar borrones sobre el nombre de nuestro padre, la realidad es que son innumerables las personas de toda clase, condición y origen territorial que sienten un profundo respeto cuando no una gran admiración por Aranguren y por lo que ha significado y representado en la sociedad española en el último tercio de este siglo.

Son ya dos los escritos de una y otra parte sobre la conducta de Aranguren que Marías ha hallado tan reprobable. Pensamos que el lector tiene suficiente información para juzgar tal comportamiento, y también, de paso, la conducta e intenciones de Javier Marías. No deseamos, pues, continuar esta discusión, a la que nos hemos visto forzados porque Marías ha preferido esperar a que nuestro padre hubiera muerto para censurar su comportamiento. Pero, naturalmente, nos reservamos el derecho a una nueva respuesta si así lo requiere una nueva carta de Marías que EL PAÍS decida publicar.- y sus hermanos y hermanas.

17 Julio 1999

Por alusiones

Javier Muguerza

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Como a Javier Marías (EL PAÍS, 10 de julio), también a mí me resulta desagradable seguir dándole vueltas al asunto de sus ataques al profesor Aranguren, pero de nuevo, al igual que él, no tengo más remedio que responder a las alusiones que me hace en nuestro cruce de réplicas y contrarréplicas.Tras leer la suya, me mantengo en mi afirmación de que la acusación inicial de Marías según la cual Aranguren habría declarado: «Al término de la guerra civil, y durante años, sus superiores académicos franquistas le obligaron a espiar a sus colegas y a informar de sus deslealtades o desafecciones al régimen», es un solemne disparate. Javier Marías reconoce ahora su equivocación, pero pretende minimizarla y reducirla a un simple «error de fechas», toda vez que «Aranguren no accedió a la Universidad hasta 1955» (es decir, 16 años después de concluida la guerra), y añado yo, por mi cuenta, a nadie que conozca su trayectoria desde entonces se le ocurriría acusarle de haber sido un «delator». En vista de lo cual, Marías retrotrae las actividades de «espionaje» e «información» de Aranguren a la ciudad de San Sebastián en plena guerra, y se muestra «sorprendido» de que yo las ignore «porque las declaraciones de Aranguren admitiéndolas tuvieron lugar en El Escorial, dentro de un curso de la Complutense dirigido por… el profesor Javier Muguerza».

Vayamos por partes. En el curso de verano de la Universidad Complutense que dirigí en 1993 bajo el título Herencia y recuperación del exilio filosófico español de 1939, Aranguren dijo en público aproximadamente algo del siguiente tenor (no conservo grabación de sus palabras, pero tengo hoy por hoy buena memoria y confío en que muchas de las personas que asistieron al curso las recuerden a su vez): «Cuando fui trasladado desde el frente de Aragón a San Sebastián, se me destinó, como soldado que era, a una oficina militar de la retaguardia en la que se expedían salvoconductos de entrada en la llamada zona nacional a quienes solicitaban volver a España desde el extranjero. Entre los expedientes que pasaron entonces por mis manos, se encontraba la solicitud de mi antiguo profesor Xavier Zubiri. Aunque mi protagonismo fue mínimo, pues no pasaba de ser un soldado raso, tuve ocasión de hacer saber a mis superiores que se trataba de un filósofo eminente, y me hago la ilusión de haber ayudado de este modo a facilitar en alguna medida su retorno». Ni más ni menos.

No salgo de mi asombro al comprobar cómo semejante declaración ha podido dar lugar a todo este revuelo. Desde luego, su contenido no coincide sino muy vagamente con el de las entrevistas aparecidas en la prensa de ese año, o de años posteriores, que Marías aduce en su última carta. Aranguren, desgraciadamente, tenía por costumbre no rectificar otras inexactitudes que las incluidas en textos que llevasen su firma, y ni siquiera sabemos si llegaría a leer las entrevistas de marras. Pero si Marías disponía del dossier que airea ahora, y la cuestión le apasionaba tanto como parece dar a entender, se me ocurre que podría haberse dirigido pública o privadamente al propio Aranguren, mientras vivía, con el fin de constatar la veracidad del mismo. Por lo que a mí respecta, no creo que ningún periodista haya tergiversado intencionadamente las declaraciones de Aranguren, pero no sería extraño que éstas hubieran dado lugar a malentendidos. Y pese a que nadie se atrevía a decírselo por temor a herirle, los cercanos al Aranguren de esa década, familiares o amigos, nos sentíamos a menudo sobresaltados por su locuacidad y veíamos con tristeza cómo en él se alternaban momentos de extraordinaria lucidez con otros en los que literalmente se le iba la cabeza, lo que le llevaba a confundir fechas y acontecimientos. No sé si sería mucho pedir que Marías reservase al menos parte de la indulgencia que prodiga a los errores en que él incurre para aplicarla a los de un anciano de más de 80 años que no estaba ya en la plenitud de sus facultades.

Por lo demás, Aranguren no participaba por casualidad en mi curso de verano de 1993, sino que estaba allí con más merecimiento que ningún otro de los intervinientes, puesto que había sido el primero en proclamar, en un sonado artículo de fecha tan temprana como 1953, la necesidad de una reconciliación con nuestros intelectuales del exilio, que por aquel entonces representaban la Anti-España para el régimen franquista. Ese Aranguren era el mismo que en 1945, en su libro sobre D»Ors que Marías cita, hablaba del «triunfal Alzamiento» de julio del 36 o del «jolgorio plebeyo» que acompañó el advenimiento de la República. Pero había empezado a comprender que la dictadura del general Franco basaba su supervivencia en la perpetuación de la división entre los españoles, y eso es lo que le llevaría, andando el tiempo, a oponerse y luchar contra la dictadura. Para muchos antifranquistas, entre los que me cuento, esa oposición y esa lucha comportaban invariablemente la reivindicación de una reconciliación nacional (una reivindicación en la que coincidieron, entre otras, voces tan diferentes como las de don Juan de Borbón, el Partido Comunista en la clandestinidad o ciertos sectores de la Iglesia, y a las que se sumaron las de no pocas personas que, procedentes del propio régimen, acabarían contribuyendo a hacer posible nuestra todavía insuficiente transición a una España democrática). ¿De veras piensa Marías que se puede pasar por alto la contribución de Aranguren a dicha empresa? Antes de «expurgar» aquellas expresiones en la reedición del citado libro sobre D»Ors en 1981, Aranguren las había ya «purgado» sobradamente con la pérdida de su cátedra y su expulsión de la Universidad, consumando su reconciliación con el exilio al convertirse él mismo en un exiliado más. Lamento que haya quienes, ellos sabrán con qué derecho, se consideran autorizados a prolongar su purgatorio y, de pasada, la división entre los españoles que el franquismo procuró perpetuar con tanto ahínco.

Pero no quisiera concluir sin invitar de buena fe a Javier Marías a recapacitar sobre la falta de sentido de discusiones como ésta. Como alguna vez se ha dicho, en una guerra civil no hay nunca vencedores, ni siquiera vencedores morales, puesto que en ella todos pierden, perdemos, de un modo u otro. Reconocer tal cosa no es incurrir en ninguna falacia igualadora, y lo que sería de desear que nos igualase es precisamente la voluntad de enterrar esa fatídica discordia que hasta hoy mismo, como vemos, continúa dividiéndonos.

24 Julio 1999

Con hastío respondo

Javier Marías

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Con hastío respondo a la nueva tanda de extenuantes cartas que me han dedicado la familia Aranguren y don Javier Muguerza, el 17 de julio, como réplica a mi réplica del 10 de este mes. Flaco favor, a mi juicio, están haciendo al profesor Aranguren sus hijos y su discípulo, respectivamente. Yo escribí una pieza, El artículo más iluso (26 de junio), en la que ni siquiera lo mencioné. Hablaba de ciertas actitudes autoindulgentes comunes hoy -y también dañinas- en nuestro país, y, sin nombres -insisto-, presentaba cuatro o cinco casos como ejemplos ilustrativos de esas actitudes. De haber querido señalar al profesor Aranguren, no habría dicho que fue «delegado de Tabacalera en su provincia natal», como hice, sino «en Ávila»; no habría hablado de «un venerable filósofo», sino de «un catedrático de Ética»; no me habría referido a «un libro de 1945», sino a «un estudio sobre D’Ors», por ejemplo. Y la misma reducción de datos identificatorios apliqué a los otros casos. Es obvio que para los hijos y el discípulo, Aranguren resultó identificable, pese a todo. No lo resultó, sin embargo, para la mayoría de los lectores, y la prueba es que, antes de las cartas de aquéllos, fueron numerosísimas las personas que, con curiosidad sana o malsana, me preguntaron, sobre todo, por la identidad del filósofo aludido. Con un incomprensible afán de protagonismo, los Aranguren y Muguerza revelaron el 3 de julio esa identidad, y, tachándome de despreciable, falso, cobarde, falaz, injurioso, insidioso y qué no, me obligaron a buscar las «pruebas documentales» de mis comentarios previos. Lo hice con desagrado y sin más remedio, y me cupo al menos el alivio de poder satisfacer sus demandas sin echar mano de ningún relato ni opinión de terceros, sino tan sólo con citas del propio Aranguren en 1945, 1981, 1990, 1993 y 1995.Podría aportar más citas, entre ellas alguna de Eduardo López-Aranguren -principal firmante de las cartas familiares-, o del profesor entrevistado por el mismísimo Muguerza (citas no demostrativas, pero sí muy significativas). Resultaría inútil. Los Aranguren y Muguerza serían capaces de desautorizarse a sí mismo o de acusar de tergiversación a los impresores, visto que no han tenido reparo -ya que a mí no pudieron desmentirme- en desautorizar a su propio padre y maestro, respectivamente. (Además de confundir y mezclar, unos y otro -hay que imaginar por tanto que intencionadamente-, las citas y fechas que yo proporcioné con toda precisión el 10 de julio.) A los unos no les resulta válida como «fuente original de datos» lo dicho por su padre, y el otro arguye que en la década de los noventa al profesor, a veces, «se le iba literalmente la cabeza». Así que lo que Aranguren declarara públicamente ahora resulta que no cuenta, o que no cuenta lo que a sus supuestos defensores no conviene que cuente. Fácil y cómodo, pero inadmisible expediente, que implica en todo caso el descrédito de su protegido. Quizá no sea yo precisamente quien «echa borrones» sobre su nombre. Tal vez sean más bien sus paladines.

No tengo nada en particular contra Aranguren (un ejemplo ente varios), ni contra sus vástagos -bueno, empiezo a tener una pésima idea-, ni contra Muguerza. Lo que resulta en verdad grave es que, a un año de que se cumplan veinticinco de la muerte de Franco, todavía no se pueda hablar de lo que pasó durante y después de la guerra, sin que a uno le lluevan los anatemas. Son gente como la familia Aranguren y Muguerza quienes, con su negación irracional de hechos ingratos, su aplauso a las biografías ficticias o maquilladas que tanto han abundado aquí desde la transición, su empecinamiento en seguir metiendo bajo la alfombra cuanto pueda ser molesto para sus intereses o sus cuentos de hadas, perpetúan la falta de salud moral que aqueja a España y a su vida pública desde hace tiempo.

Una puntualización última: por cuarta vez, con todas las letras o implícitamente, se me ha llamado «cobarde» en estas páginas (una, contribución espontánea del señor Haro Tecglen). Ahora, los Aranguren insisten en que «Marías ha preferido esperar a que nuestro padre hubiera muerto para censurar su comportamiento». Ni siquiera son veraces en eso, podrían ellos documentarse un poco: que consulten mi artículo «Nada importa», incluido en mi libro Pasiones pasadas (Alfaguara). Es de 1988, y, salvo posible desmentido de sus hijos y su discípulo, el profesor Aranguren estaba por entonces vivo, y siguió viviendo otros seis años.

A diferencia de su familia, que anuncia su tercera carta «ante una nueva de Marías que EL PAÍS decida publicar», yo anuncio que no replicaré más. No voy a seguir discutiendo con quienes no quieren escuchar ni leer ni pensar. Y si pertenecen a la multitudinaria clase de españoles que se toman al pie de la letra lo de «tener la última palabra» -es decir, sólo en sentido ordinal-, creyendo que eso equivale a tener razón, en lo que a mí respecta pueden soltarla tranquilamente en la seguridad de que no les responderé ya más. Pues por mucho que sean ellos quienes la tengan y digan, no por eso van a asistirlos, en este caso, la verdad ni la razón.

31 Julio 1999

Con desaliento respondo

Javier Muguerza

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Con desaliento respondo a la que promete ser última carta de don Javier Marías (EL PAÍS, 24 de julio) con ésta, que también querría que fuese la última por mi parte. Aunque Marías parece creer que la ilusión de mi vida se halla puesta en protagonizar un culebrón veraniego como el que nos traemos entre manos, en nuestra ya enojosa correspondencia no me ha movido el menor «afán de protagonismo» ni tampoco he intervenido en ella para nada como «discípulo» de Aranguren (quien nunca pretendió crear escuela ni, por tanto, tener discípulos), sino sencillamente como amigo suyo, un amigo alarmado ante las gravísimas insinuaciones sobre su conducta que en un principio atribuí a la desinformación de Javier Marías, pero que finalmente él mismo reconoce que formaban parte de un malicioso jueguecito de adivinanzas: «Ha llevado a numerosísimas personas a preguntarme, con curiosidad sana o malsana, por la identidad del filósofo aludido». Mi opinión sobre los que practican esta clase de juegos con el buen nombre de personas difuntas prefiero callármela, para que el señor Marías no diga que le insulto, le ofendo o le falto al respeto, cosa de la que en ningún momento podrá quejarse de que haya hecho en mis cartas anteriores. Marías renuncia ahora a «la última palabra», pero quiere tener, en cambio, nada menos que «la razón». Veamos. Por lo que se refiere a nuestra discusión, Marías comenzó sosteniendo que Aranguren había sido, desde la guerra civil y durante años, un «delator» de sus colegas en la universidad. Creo haberle demostrado que se trataba de una acusación disparatada y carente de todo fundamento. Abandonando, pues, su primera acusación, Marías se refugió en otra no menos disparatada e infundada; a saber, la de que Aranguren había confesado ser un «espía» en una oficina militar de San Sebastián en plena guerra, confesión supuestamente hecha en un curso de verano dirigido por mí en la Universidad Complutense. Naturalmente, se trataba de nuevo de un infundio y así se lo hice ver. Por último, Marías proclama que ya es hora, a los casi 25 años de la muerte de Franco, de que «se pueda hablar de lo que pasó durante y después de la guerra, sin que le lluevan a uno los anatemas». Por descontado que sí, pero siempre que uno no se invente la historia, ni para hacer de ella un cuento de hadas ni para convertirla en una sarta de patrañas difamatorias. No sé el valor que los historiadores concederán a «pruebas documentales» como las entrevistas de prensa concedidas por Aranguren, en la década de los noventa, que Marías insiste en aducir en su última carta. Pero hasta al más profano en la materia se le alcanza que tales entrevistas, si no han sido debidamente supervisadas por el interesado, pueden contener errores. Por lo demás, no veo por qué la observación de que algunos de dichos errores pudieran deberse al Aranguren de esta década, cuya memoria y otras facultades le fallaban en ocasiones por desgracia, tendría que «echar un borrón» sobre su figura. Que ocurra aquello es algo tan doloroso como natural y, no hay que decirlo, ni Marías ni yo estamos a salvo de que nos pase un día.La entrevista a Aranguren, de la que soy autor, citada por Marías, fue supervisada por el entrevistado no menos de tres veces, y ni siquiera así descarto que en ella haya errores, suyos o míos. Se encuentra en el Retrato de José Luis L. Aranguren que compusimos conjuntamente Eduardo López-Aranguren, José María Valverde y yo para el Círculo de Lectores en 1993: Aranguren se retrata en esa entrevista sin el menor ánimo de hacer hagiografía de sí mismo, presentándose como alguien que, excesivamente sumiso en sus comienzos, se inició luego en el aprendizaje de la insumisión y acabó transformado en maestro de insumisos (que es lo que fue, sin proponérselo, en la universidad o fuera de ella desde los años cincuenta en adelante). Con los inevitables defectos de un entrevistador aficionado que está lejos de dominar el género, intenté en mi entrevista recoger lo que Aranguren creía ser y quería ser, que a grandes rasgos coincide con lo que para muchos, yo entre ellos, era realmente.

Nunca he sido partidario de «negar irracionalmente hechos ingratos», «aplaudir biografías ficticias o maquilladas» o «meter bajo la alfombra cuanto pueda resultar molesto», todo lo cual podría, en efecto, contribuir a «perpetuar la falta de salud moral que aqueja a España y a su vida pública desde hace tiempo»; si bien no tanto, miren ustedes por dónde, como la calumnia, que lo viene haciendo desde tiempo inmemorial.

¿Tiene o no la razón Javier Marías? Para empezar, «la» razón no existe, sino que sólo existen «razones» mejores o peores, y las que aporta en su última carta no pasan de ser, para decirlo con un refrán popular, «las tres razones de Marías: una vana y dos vacías». Por lo mismo que acaba de decirse, la razón no «se tiene», sino a lo sumo «se ejercita». Eso es lo que modestamente quise hacer en este cruce de cartas, tratando de hacerme cargo de los «argumentos» ajenos, si los había, y tratando a mi vez de «argumentar», esto es, de «dar razón» de mis propios puntos de vista. Inútil tarea con quien se niega a darse a razones y se limita, como lamentablemente hace Javier Marías en su última carta, a insultar, ofender y faltar al respeto a sus interlocutores.

De ahí el desaliento con que respondo y pongo por mi parte punto final a esta controversia. Dada la época del año en la que nos encontramos, el desaliento parece, en cualquier caso, preferible al acaloramiento. De modo que feliz verano, y aquí paz y después gloria.

31 Julio 1999

En algo estamos de acuerdo

Eduardo López-Aranguren (y hermanos)

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En su artículo original (EL PAÍS, 26 de junio), y en lo que se refiere a nuestro padre, JavierMarías hacía básicamente una afirmación y una insinuación:

1. En la Universidad, Aranguren había actuado como delator de colegas desleales u opuestos al régimen franquista. Está ya más que probado que esta acusación es falsa (EL PAÍS, 3 y 17 de julio), aunque Marías, persona de soberbio carácter, se niegue a reconocerlo.

2. Aranguren había sido recompensado por el régimen con la representación de la Tabacalera en Ávila, representación con la que se había estado enriqueciendo. También hemos demostrado lo tremendamente equivocado que estaba Marías en este aspecto (EL PAÍS, 17 de julio).

Deseamos que quede claro que nosotros nunca hemos negado la pertenencia del profesor Aranguren a una familia de derechas, hecho, por otra parte, reconocido por él mismo en multitud de escritos y conferencias. Lo que negamos tajantemente es que dicha pertenencia haya tenido la más mínima influencia en acontecimientos generales o particulares ocurridos durante la guerra o la posguerra civil española. Y lo que afirmamos, también tajantemente, es que la revolución ideológica operada en nuestro padre a partir de 1939, al igual que en otros intelectuales en las mismas circunstancias, fue honrada, valiente y poco rentable.

En algo estamos de acuerdo con Javier Marías. Al igual que él, prometemos no redactar ninguna otra contestación, sea a propósito de nuestro padre o de cualquier otra persona que pueda ser objeto de las diatribas que, desde su bien ganada y reconocida autoridad moral, pueda lanzar en el futuro.