22 julio 1979

La revista comunista LA CALLE también carga contra el artículo de Cebrián

Una tribuna de Juan Luis Cebrián (EL PAÍS) contra el Gobierno Suárez causa diversas réplicas encabezadas por el director de PUEBLO

Hechos

  • El 22.07.1979 el diario EL PAÍS publicó el artículo de D. Juan Luis Cebrián «El País que tenemos» en el numero que conmemoraba los 1.000 días de existencia del periódico de PRISA.

Lecturas

El 22 de julio el periódico El País publicaba en portada un artículo de su director D. Juan Luis Cebrián Echarri – “El país que tenemos” –  contra el Gobierno Suárez y la derecha española. El artículo genera réplicas de D. José Ramón Alonso Rodríguez-Nadales, director de Pueblo, de D. César Alonso de los Ríos, director de La Calle y D. Emilio Romero Gómez en Informaciones. Los directores de Pueblo y La Calle ambos reprochan a Cebrián Echarri su pasado franquista. El País no replica, pero reproduce parte de los artículos contra su director en su sección ‘Revista de Prensa’. En cambio Romero Gómez lo que critica es que para él el Sr. Cebrián no ha sido suficientemente duro con la figura de D. Adolfo Suárez González. En El Imparcial, el ex Delegado de Prensa del Movimiento, D. Antonio Castro Villacañas también dará su visión del artículo de Cebrián Echarri y las reacciones generadas.

Al contrario que otros proyectos nacidos en 1976, como Diario16 o Interviú, en el diario El País de PRISA, nacido en mayo de ese año, no se observa ningún interés en mantener enfrentamientos con otros medios en sus primeros años de existencia. En el período 1976-1977 el periódico El País no publicó ningún editorial sobre competidores. Ni siquiera cuando fue directamente atacado por ellos. En julio de1979 después de que el director de El País, Juan Luis Cebrián Echarri, criticara al Gobierno de Suárez por ser incapaz de finalizar el proceso democratizador aparecieron varios artículos contra Cebrián Echarri como el de José Ramón Alonso Rodríguez-Nadales en Pueblo (periódico del Estado, por tanto, gubernamental), el de César Alonso de los Ríos en La Calle o el de Antonio Castor Villacañas en El Imparcial. Cebrián Echarri, como respuesta, se limitaba a reproducir los ataques de estos en su sección “Revista de Prensa” sin publicar contestación alguna.

22 Julio 1979

El país que tenemos

Juan Luis Cebrián

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Primero fue el entusiasmo, luego la decepción, más tarde el cansancio y ahora finalmente el escepticismo. He aquí el país que tenemos: una nación dividida en pesares, aquejada de agobios, en la que apenas es perceptible un rayo que ilumine sus proyectos de convivencia. Este pueblo, al que se le prometían modelos alternativos de sociedad, se ve inmerso en la rutina y la inercia del pasado. Ni la esperanza despertada en los últimos días por la resolución del Estatuto vasco puede aliviar el desasosiego profundo de los españoles. Desde luego piensan que eso está bien, si así, al menos, se resuelve un problema que amenazaba dar al traste con las libertades políticas. Pero la cuestión de fondo sigue siendo la crisis de identidad que este país padece; nuestros ciudadanos están faltos, de nuevo, de ese proyecto ilusionante de vida en común que reclamara Ortega.¿Qué ha pasado, en definitiva, en estos cuatro años durante gran parte de los cuales EL PAIS ha sido testigo -en ocasiones excepcional- de los hechos? El periodo que va desde noviembre de, 1975 a abril de 1979, es, sin duda, una de las etapas más interesantes y cruciales de la historia de España. Hemos asistido a una transformación de las estructuras políticas, instalando un régimen de libertades a través de un método no revolucionario. Mediante la técnica del gradualismo reformista se ha operado así la increíble experiencia de la sucesión de una dictadura por una democracia formal, gracias a la aplicación de las leyes y sistemas del propio régimen autoritario. El resultado es que cuatro años más tarde de la muerte del dictador, la clase política dirigente del antiguo régimen ha sido refrendada con sus nombres y apellidos por unas elecciones democráticas.

El caso de Adolfo Suárez, trasmutado de secretario general de un partido de corte, maneras y virtualidades fascistas en líder de una formación democrática con perfiles de modernismo, no es una peripecia personal. Antes bien, define el símbolo de todo el proceso: la capacidad de transformación de la derecha española -y de transformación auténtica, pues no se trata de un simple travestismo o chaqueteo político-; su poder de adaptación a los tiempos, que la vienen permitiendo, en la guerra y en la paz. gobernar ininterrumpidamente este país desde la primera tímida aparición del idearlo liberal Y democrático sobre la Península.

Ya he dicho en alguna ocasión que el hecho de que la izquierda no haya nunca asumido verdaderamente el poder en España -salvo brevísimos lapsos en tiempo de guerra- supone un trauma nacional histórico, a ratos confesado y a ratos no. Por su resolución, antes o después, pasa la estabilidad política del cuerpo social español y la reconstrucción del sentimiento nacional perdido. Los españoles tenemos derecho a ser gobernados normalmente por la izquierda política: y a entender que ello no supone una amenaza para la convivencia y las libertades públicas, ni por la actividad de la propia izquierda, ni por la contestación violenta de la derecha reaccionaria. Un eventual acceso del socialismo -aun si se definía marxista- a las responsabilidades de gobierno significaba así, en la teoría, un cambio cualitativo, no destructor, en el modelo de sociedad. Ese era uno de los puntos de referencia básicos del entendimiento popular y una de las razones objetivas que existieron antes de las primeras elecciones constitucionales para reclamar un Gobierno de coalición. Ahora la breve experiencia de poder municipal y la crisis interna del PSOE están poniendo de relieve las dificultades y la falta de madurez del primer partido de la izquierda española para asumir ese desafío.

Pero el tránsito de la dictadura a un sistema democrático parlamentario significaba, en cualquier caso, la oportunidad de ejercitar esa transformación cualitativa de la sociedad española. Coincidía con un cambio generacional profundo, en unas circunstancias de crisis económica de todo el Occidente y de definición de la nueva sociedad en un mundo cada vez más cercano entre sí gracias al desarrollo de la técnica. No hace falta referirse a milenarios taumatúrgicos para suponer que el siglo XXI puede marcar una transformación de fondo en las relaciones de la Humanidad. El concepto inmutable de la familia como célula básica de la sociedad, la propiedad privada como origen del Estado y la configuración geopolítica de las nacionalidades están siendo puestas en entredicho. La realidad es que el mundo, en todas sus -formas de protesta y represión, es hoy una continua y permanente lucha entre los que defienden la libertad -objetiva y subjetiva- como elemento básico de la dignificación y desarrollo humano y los que consideran prioritario el orden social.

La transición española se inscribe precisamente en un momento histórico del país en el que la pugna entre los deseos sociales de libertad y cambio contra la presión del aparato tecnoburocrático del poder fue recogida por los partidos de oposición a la dictadura. Popularmente se identificó con un sentimiento de vaga fidelidad a la izquierda política moderada como catalizadora de dichos deseos de cambio. El análisis que hoy podemos hacer es el de la decepción de un pueblo ilusionado primero por la transformación de su convivencia y condenado luego por su clase política a la obediencia de la estructura tradicional del aparato del Estado. Hemos vivido la metamorfosis de una aventura social colectiva con amplios horizontes, como era la construcción de la nueva democracia, en el abandono en manos de una élite dirigente que amenaza con encerrar en su exclusivo círculo de iniciados todas las expectativas posibles de desarrollo. Asistimos así a un nuevo despotismo ilustrado en nombre a un tiempo de la libertad y de la ciencia. Ello ha sido posible, entre otras cosas, por la no asunción, por parte de la izquierda, de sus responsabilidades históricas como motor esencial de los cambios sociales. Las transformaciones que el poder ha experimentado en los últimos años han sido precisamente fruto de la voluntad de adaptación de la derecha y no de una presión inteligente de la oposición, aprisionada como está entre sus banderas utópicas y el posibilismo oportunista de alguno de sus líderes. La tecnoestructura franquista ha sido capaz de asimilar y hasta de orientar el cambio sociológico operado durante la última década de la dictadura, mientras la oposición socialista no ha podido capitalizarlo. Todo ello, pese a la crisis económica y la amenaza terrorista, configura ahora un panorama de larga estabilidad de la derecha en el poder. La instalación perdurable en él de Unión de Centro Democrático supone la consolidación de las estructuras socioeconómicas del desarrollismo de la dictadura y la perpetuación de un tradicional sistema de valores en los que el peso de la doctrina católica y del aparato eclesial sigue siendo muy fuerte a la hora de tomar decisiones, lo mismo que los intereses de la alta finanza. UCD es subsidiaria tanto de esas hipotecas, como de la que se deriva del hecho de que la mayoría de sus líderes son altos funcionarios de la Administración o han vivido tradicionalmente del presupuesto del Estado. Su afición a la tecnoestructura y su veneración por «el aparato» han contribuido a su distanciamiento progresivo de las bases populares, y con ello, al restablecimiento de la clásica división entre la España real y la oficial. Es el triunfo de la tecnocracia sobre la imaginación, la concentración profesional del poder frente a la difusión social del mismo. El esclerótico Estado español sólo podrá democratizarse con el ingreso en su seno de elementos extraños, voluntariosamente decididos a romper el poderío no disputado de los burócratas. La izquierda, que no mantiene todavía compromisos pragmáticos con esta estructura, podría quizá ser capaz de lograrlo. Pero para ello resultarían necesarias, al menos, dos condiciones: el abandono de su tradicional postura de principios respecto a la intervención del Estado en la vida pública, que alimenta paradójicamente las posiciones tecnocráticas de sus adversarios; y la oferta de un cambio radical que configure una sociedad democrática basada en la distribución del poder y no en la mitificación de éste. Ninguna de las dos cosas, sin embargo, parece dispuesto a hacerlas el partido socialista. Del comunista, para qué hablar.

Estos son, pienso yo, los motivos esenciales del desánimo reinante desde hace meses en la vida social española. La sensación inevitable -de que estamos contribuyendo al fortalecimiento de aquello que queríamos cambiar ha alimentado las actitudes escépticas o abandonistas. El peso del poder, encarnado ahora en su versión parlamentaria por los más antiguos insignes predicadores de la contestación, comienza a agobiar de nuevo las esperanzas de nuestros ciudadanos. Quizá inevitablemente sea así. Quizá resulte imposible buscar una respuesta intelectual y moral a un mundo preestablecido de antemano y en el que hasta los conceptos de soberanía, independencia o libertad se hallan limitados por la propia convicción de las gentes que los pronuncian.

Pero yo todavía soy de los optimistas. Soy de los que creen que existen gentes capaces de romper la red y adentrarse en un proceso creativo y regenerador de la sociedad española. Y en la medida que dicho optimismo pueda hacerse patente en las páginas de este periódico, pienso que habremos contribuido un poco, todos y cada uno de cuantos trabajamos en él, a ahuyentar la tentación cósmica de los intelectuales de nuestro tiempo: la de arrojar la toalla.

24 Julio 1979

EL PAÍS y el número 1.000

José Ramón Alonso

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La voz siempre cordial de Jesús de la Serna sonó en mi teléfono hace días para invitarme a participar en la verbena con que se festejaría el número 1.000 del diario madrileño EL PAÍS, que ha llegado a tan importante singladura con el buen éxito que es de todos conocido, como acaso el mayor fenómeno en nuestra Prensa desde los primeros meses del posfranquismo. Hay que regocijarse con sinceridad de los éxitos de los colegas, máxime cuando en una transición democrático el comportamiento de la Prensa es un hecho decisivo. Si no acudí a la verbena de EL PAÍS no es falta de afecto al colega, sino porque he dejado ese género de festejos desde antes que nos abandonase el marqués de la Valdavia y que desde que perdimos aquel MADRID pobre, pero todavía jaranero de nuestra posguerra. A un diario que se llama ni más ni menos que EL PAÍS le va bien un agasajo postinero con la crema de la intelectualidad, máxime cuando el presidente, el director y el asesor de publicaciones – es decir, Ortega Spottorno, Juan Luis Cebrián y Jesús de la Serna – son, según creo, madrileños de pura aunque reciente cepa. Es algo embriagador embarcarse en una empresa periodística y que tenga éxito, aunque sea lo cierto que los diarios más influyentes no siempre llegan a las máximas tiradas, y aquí hemos tenido el caso del sesudo EL SOL donde don José Ortega hacia los editoriales, pero que siempre perdió dinero viviendo de los ingresos del populachero LA VOZ. Quien lo dude léase ‘Las empresas políticas de Ortega y Gasset’ y comprenderá que esto es cierto. Tampoco el fallecido ‘Times’ era ni con mucho el diario de mayor tirada en Inglaterra. Aquí lo que se llama determinantes en el pensamiento anterior a nuestra guerra fueron dos simples revistas: una RENOVACIÓN ESPAÑOLA, otra REVISTA DE OCCIDENTE, que configuraron formas éticamente encontradas del pensamiento. EL PAÍS ha nacido con buena ventura y mejor viento bajo la dirección de Juan Luis Cebrián, y lo celebramos no sólo por el éxito del compañero, sino porque inició en PUEBLO sus primeras y juveniles tareas. Después vinieron otras, incluso en ‘la caja idiota’ [TVE] esa expresión feliz y cruel al mismo tiempo.

Esta proclamada alegría por los triunfos de EL PAÍS nos permite poner algunos reparos al editorial del milenario – ¡milenario de días, cuidado! – al tiempo que nos complace que un director se moje en las tareas editoriales y de pensamiento, aunque dirigir sin pluma también sea de profesionales honestos. Juan Luis Cebrián y Echarri tiene un pedigree periodístico de primer orden, y no se ofenderá si se le dice que viene de la mejor aristocracia azul, que luego ha rectificado talentudamente. EL PAÍS nació como periódico de oposición, y sigue siéndolo, aunque los ministros se matan por escribir en sus páginas, y algunos son como de ‘la casa’, bien que en ocasiones reciban sus beunas razones de estaca. ¡Pues claro que ‘los españoles tenemos el derecho a ser gobernados normalmente por la izquierda política! Pero antes esa izquierda tiene que ganarse las elecciones, lo cual aún no ha hecho. Como los periódicos ya han dejado de ser un parlamento de papel, aquí la voluntad soberana es la que nace desde el Congreso, y la democracia viene desde allí y no desde lo que nosotros queremos. Contraponer libertad con orden social es también un peligroso sofisma, porque no hay libertad sin orden ni el orden es digno sin la libertad, pero cuando el orden perece, la libertad, por lo general, muere y nuestras dos Repúblicas han sido – sin contar otros episodios – prueba de que esto es cierto. Tampoco nos parece exacto identificar al centro o a la UCD con la derecha – EL PAÍS suele insistir en esto – porque entonces marginamos o dejamos sin terreno de juego a otros grupos que declaran estar en la derecha, mientras que la UCD lo niega en una vocación acaso sincera por una integración plena en el sistema que, guste o no, ha nacido desde el consenso con la izquierda dentro. ‘Todo, pese a la crisis económica y a la amenaza terrorista, configura ahora un panorama de larga estabilidad de la derecha en el Poder’, dice el editorial del número 1.000 ciertamente bien hecho. Pero si la derecha es Suárez, ¿entonces por qué hizo desplomarse a un sistema que era auténticamente de derechas? Lo cierto es que Suárez no quiere ser de derechas ni lo ha sido desde las juventudes católicas pasando por la Secretaría General del Movimiento. Todo en el carácter y en la política de Suárez es centro. La derecha hubiera conservado al franquismo aunque fuese con naftalina. Y esto no hay quien lo niegue.

La excelente pluma de Juan Luis Cebrián sostiene también que aquí se mantiene la clásica división entre la España real y la oficial. Pero hombre, si eso lo decía Ortega a la altura de 1914 cuando dio su célebre conferencia sobre ‘Vieja y nueva política’ en el teatro de la Comedia. Hoy la España real coincide con la oficial, y creo que fue Suárez mismo quién propugnó hacer verdad oficial lo que era verdad al nivel de la calle, lo cual supuso hacer la reforma con un par de perendengues. Fue también Ortega quien dijo entonces que ‘en las épocas de crisis la verdadera opinión pública no es la expresada por los tópicos al uso’, y aquí a los tópicos del pasado hemos tenido el coraje colectivo de retorcerles el cuello. Por vez primera en muy largo tiempo es lo cierto que la España real y la España oficial coinciden aunque, aunque haya muchos diputados sin un solo periódico – por ejemplo, los socialistas – mientras un solo diputado tiene dos diarios, lo cual es ‘demasié’ pero así sucede. Como Juan Luis Cebrián, a quien conozco desde que tomaba el pelargón ‘yo todavía soy de los optimistas’, pero no de quienes creen que haya que romper la red, porque la última vez que lo hicimos caímos de bruces en el 18 de julio y en sus dramáticas consecuencias. En cuanto a la esclerosis del Estado, eso es un tópico del 98 que hoy día no tiene ninguna vigencia. Esta España de hoy tiene sus venas sanas, y son algunos de sus adversarios los que las tienen pochas y deshechas. Lo malo, Juan Luis, es que hemos leído demasiados libros, y como a Don Quijote, eso se nos pega. Por eso a veces acabamos luchando contra los molinos de viento.

Viene todo esto a cuento de que, para elogiar a EL PAÍS y sus méritos – al igual que los de su director – no queremos caer ni en adulación rastrera ni menos aún en tópicos maniqueos. A Cebrián no le gusta Suárez, y está en su derecho, pero luego resulta que es en su periódico donde Suárez hace declaraciones y donde los ministros se matan por un elogio, aunque sea pequeño. Cebrián sabe muy bien que defender al sistema – al sistema digo, con socialistas y hasta comunistas dentro – es mal oficio, porque aquí nadie da las gracias ni por un sahumerio y los políticos practican el noble arte del desgradecimiento. En cambio la crítica constante es rentable y los poderosos se ponen cachondos cuando les sacuden. Eso no lo ignora Juan Luis Cebrián, que sabe el desagradecimiento con que algunos de su familia fueron tratados desde el viejo sistema. ¡Sacude que algo queda! A nosotros la envidia nos pone algo verdes, pero desde un órgano del Estado hemos de tener ciertos miramiento y repartir los elogios a Suárez, que los merece, con un trato cordial a los demás partidos representados en el Parlamento. Somos periódico institucional y eso nos veda ciertas críticas que ¡ay! En ocasiones apetecen. Enhorabuena a EL PAÍS por su milenario en días y por sus éxitos, y nos sumamos a muchas enhorabuenas. Para los que ni pueden ni quieren usar de la estaca, queda siempre el desagradecimiento cuando no el desprecio. Es duro oficio el nuestro.

José Ramón Alonso

24 Julio 1979

Decepción, cansancio, escepticismo

Emilio Romero

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Como se ve, el director de EL PAÍS se ha despachado a gusto. Mis elementos de corrección a su artículo son estos:

  • Quien ha traído la democracia a nuestro país ha sido el Rey y nos las generaciones, y no las derechas y no las izquierdas. Suárez ha sido instrumento de la Corona para hacer un régimen homologable con el mundo y para acabar con las marginaciones y los exilios y que convirtieran ‘la política’ en una cosa de todos.
  • El Rey no ha tenido la fortuna de tener un programador de la democracia de los años ochenta, sino una colección de improvisadores, y por ello todo va saliendo a su aire. Lo que han hecho los improvisadores en una democracia ingobernable.
  • La izquierda no podía revolucionar nada porque no era todo el país, sino una parte de él: aproximadamente la mitad. Tenía que adaptarse en una democracia de tipo europeo, como correctora social de la economía de mercado y del sistema liberal – capitalista y de los valores tradicionales y hasta como correctora cultural – El poder tenía que alcanzarlo a través del método de este modelo de sociedad. No había otro. La Constitución de 1978 no autoriza otra cosa; ni podía haberse hecho otra Constitución.
  • La izquierda, efectivamente no ha sido una oposición. Se ha reducido a amenazar y no dar a Suárez; al tiempo que Suárez amenazaba y no daba a la izquierda. Eran valores entendidos para sobrevivir ambos. Se acuestan juntos, porque entre todos han fabricado una cama.
  • No es exacto que la izquierda en nuestro país, no haya gobernado nunca, excepto durante la guerra civil y en su zona. Gobernó de 1931 a 1933 y desde febrero de 1936 hasta julio de 1936, más toda la guerra civil en su zona, donde suprimió a todos sus adversarios políticos; exactamente como suprimieron ‘los nacionales’ a los suyos. Si hubiera ganado la guerra civil, seguramente habría hecho otro tanto que Franco: represión y autoritarismo. Por otro lado, la izquierda en nuestro país – como fuerz asumible –es una cosa de este siglo. EL socialismo, el comunismo y un agnosticismo liberal – religioso y político – son sus ingredientes.
  • No hay tal continuismo entre antiguo régimen con su derecha titular y la derecha de ahora. Esta derecha en el poder es puro oportunismo. Ha sido el fantástico juego de manos de 1976. La derecha real no ha salido todavía de su estado de perplejidad. Pero el método es el mismo, con menos calidad y más hermético. Una izquierda que ha venido a ‘adaptarse’, ha permitido a los oportunistas gobernar y no han sabido ahcerlo. Les ha faltado realmente imaginación, rodaje del Estado, valor y grandeza. Los que accedieron al Gobierno y a la oposición lo hicieron por arte de magia. Esto era para ellos – que salían del cascarón – glorismo, fantástico, desconocido y nuevo.
  • La decepción, el cansancio y el escepticismo son, en general, porque esto no funciona. Y ‘esto’ es el Gobierno, el Parlamento, los partidos y todo lo que es el ejercicio de los poderes del Estado y sus consecuencias sociales. Estamos delante de un país conflictivo, desempleado, arruinado, inseguro y que además está dentro de un túnel. La decepción, el cansancio y el escepticismo, por razones políticas e ideológicas de corte intelectual, por ‘cómo es el poder’, ‘por lo que no ha hecho la izquierda’, está reducido a actores juveniles, ingenuos, honestos, fervorosos, inocentes, que se consideran estafados.

Emilio Romero

25 Julio 1979

El país, según Cebrián

César Alonso de los Ríos

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Juan Luis Cebrián ha celebrado el número mil de EL PAÍS con un artículo inefable. El hecho carecería de relieve si no fuera porque en él se ofrece una fórmula maravillosa para arreglar España y porque el artículo resulta esclarecedor sobre la línea de fondo de un diario de indudable influencia.

Paso por alto la sintaxis torturada, la construcción torturadora del discurso, aunque uno piensa que la forma tiene una gran importancia. La falta de claridad suele responder a un empeño deliberado o a un mecanismo inconsciente del alambicamiento para permanecer en una cierta indefinición. (Lo que nada tiene que ver con la independencia de criterio) Pero lo más imperdonable es que un articulista político se olvide del lenguaje político y desconozca los mecanismos del juego democrático para querer vendernos remedios caseros, sociológia barata, ungüentos de curandero. Pasó la época de los arbitristas que, en cualquier caso, hicieron gala de gran imaginación.

En el artículo de Cebrián (‘El país que tenemos’, 22-7-79) hay varios mensajes. El primero de ellos es vendernos el gran panel de UCD, de la derecha española, a la que en un juego tartufesco zahiere para que la tesis cobre credibilidad. El segundo es decirnos que a la izquierda no hay nada. El tercero es la tesis del ungüento.

En efecto: Cebrián parte de la premisa siguiente: “Las transformaciones que el poder ha experimentado en los últimos años han sido precisamente fruto de la voluntad de adaptación de la derecha y no de una presión inteligente de la oposición”.

Así pues, para Cebrián, la legalización de los partidos y las sindicales, la amnistía, la Constitución y ahora, los estatutos (nada menos que la transformación del Estado centralista) son un don de la derecha española.

A consecuencia de esto, dice, nos encontramos gobernados por una clase política con gran veneración por la tecnoestructura (término que invoca con frecuencia como a la bicha sin explicar su contenido de clase y político). ¿Cómo salir de esta situación? En un alarde de imaginación política, Cebrián recomienda la entrada en el poder de otras gentes. Dice así “El esclerótico Estado español sólo podrá democratizarse con el ignreso en su seno de elementos extraños…”

¿De dónde pueden proceder estos elementos extraños?

“La izquierda podría lgorarlo”, escribe Cebrián, pero inmediatamente establece un par de condiciones que el Partido Socialista es incapaz de cumplir. Así pues, esos elementos extraños no pueden provenir del PSOE al que líneas más arriba había ya descalificado por incapaz; “La breve experiencia de poder municipal y la crisis interna del PSOE están poniendo de relieve las dificultades y la falta de madurez del primer partido de la izquierda española para asumir este desafío” (se refiere al Gobierno de coalición que el articulista había preconizado otrora).

¿Y qué dice Cebrián del PCE? Cinco palabras: “Del comunista para qué hablar”. Por supuesto, el director de EL PAÍS se olvida de las minorías vasca y catalana. El está obsesionado por otras ‘gentes’.

Y uno, a medida que termina el largo discurso se pregunta: “¿Será tan cruel Cebrián para dejarse en la más negra de las noches, sin un puntillo de esperanza?” Al final llega la esperanza, aunque no la luz. Después de hacer profesión personal del optimismo añade: “Soy de los que creen que existen gentes capaces de romper la red y adentrarse en un proceso creativo y regenerador de la sociedad española”. Inmediatamente pone a disposición de estas gentes providenciales el diario que dirige y al os que en él trabajan, que contribuirán ‘a ahuyentar la tentación cósmica de los intelectuales de nuestro tiempo: la de arrojar la toalla”.

Un artículo malo lo escribe cualquiera, pero la ausencia de toda lógica y rigor demuestran la tal de honradez intelectual. Y ésta cobra mayor peligrosidad si va unida al mesianismo. Hedor de un pasado no bien curado que termina por emanar. Y de qué manera.

César Alonso de los Ríos