7 noviembre 2004

La enfermedad acaba con la vida de Yasir Arafat, el polémico líder de la Autoridad Nacional Palestina

Hechos

El 12.11.2004 falleció Yasir Arafat, jefe de la Autoridad Nacional Palestina y fundador de la OLP.

29 Octubre 2004

El Legado de Arafat

Gabriel Albiac

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Arafat muere. Y no deja a los suyos más herencia que el caos. Nada que se asemeje, ni de lejos, a un Estado. Nada que no sea ese cúmulo de arbitrariedad, corrupción y crimen, que define al más siniestro de los caudillismos de la segunda mitad del siglo veinte.

No es obstáculo insalvable, el haber sido un asesino, para llegar a ser hombre de Estado. Los casos abundan. Arafat fue un asesino, por supuesto. Tal vez, el más sanguinario de los asesinos institucionales de los últimos cincuenta años. Sin duda, el inventor de la forma moderna del terrorismo. Dentro como fuera del Cercano Oriente. Sin él, ETA, Baader-Meinhoff o Brigadas Rojas hubieran sido logísticamente inviables. Sin él y sin, por supuesto, el Imperio Soviético, del cual fue peón clave. Fue un asesino. Eficiente. Que no supo qué hacer, a partir del día en que le pusieron en las manos todos los elementos precisos para construir un Estado. A partir de ese instante, fue sólo una piltrafa. Me niego a pronunciarme sobre cuál de las dos cosas resultó, al fin, más funesta.
En el verano del 2000, Bill Clinton cifraba su cuota de posterioridad en cerrar un acuerdo israelo-palestino antes de poner fin a su mandato. Obtuvo de Ehud Barak lo impensable: que Israel cediera a la Palestina de Arafat el noventa y siete por cien de los territorios ocupados; el otro tres por cien quedaría compensado con un pasillo de seguridad entre Cisjordania y Gaza. Cuando un Clinton exultante se dirige al presidente palestino para darle cuenta de que las reivindicaciones históricas de la OLP están a punto de cumplirse, choca con un muro imprevisto. El rais no va a firmar. El presidente americano le pide que haga una contraoferta. No va a hacer contraofertas. «Pero, ¿qué es lo que usted quiere?», interpela un Clinton entre estupefacto y furioso. «Todo». Clinton nunca sabrá si estaba ante un imbécil o ante un canalla. Arafat narra, de inmediato, lo sucedido a sus lugartenientes. «Nos lo conceden todo». Dahlan y Rayub le felicitan. «Nos lo conceden todo. Pero no voy a firmar». Silencio glacial. «Firmar me enfrentaría a Hamas. Y yo soy el padre de todos los palestinos». Los jóvenes delfines de la OLP le sugieren que deje el desmantelamiento de Hamas en sus manos. Arafat los fulmina. Él no es ya un político. Mora en lo eterno, que es el limbo del mito.
Alelado rehén de su propia leyenda, Arafat no ha hecho luego más que llenar de sangre inútil Palestina. Y de dinero europeo sus privadas cuentas suizas. Pudo ser el corrupto asesino que fundara un Estado. Al final, era un mitómano senil, extático en su vanidad de ser «el hombre que jamás perdió una batalla». Una, no; todas. Arafat muere. Demasiado tarde.

06 Noviembre 2004

ARAFAT: LA SUCESION ESTA ABIERTA

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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Los colaboradores de Arafat no han esperado a su fallecimiento para repartirse el poder del presidente de la Autoridad Nacional Palestina y líder de la OLP durante casi cuatro décadas. A pesar de su confinamiento en Ramala desde hace más de dos años, Arafat seguía siendo el jefe indiscutible del movimiento palestino, aceptado incluso a regañadientes por organizaciones radicales como Hamas y Mártires de Al Aksa.

Su probable muerte inminente ha suscitado una abierta lucha de poder entre sus delfines. La persona con más posibilidades de sucederle es Ahmed Qurea, el actual primer ministro, que ayer asumió las competencias de política exterior y Hacienda del presidente.Qurea quiere asegurarse el control de las cuentas de Arafat en Suiza, cifradas en más de 200 millones de dólares, que también son disputadas por su esposa. El principal rival de Qurea es el veterano Mahmud Abbas, conocido por Abu Mazen, que fue también primer ministro hasta que rompió con Arafat. Abbas es el número dos de la OLP, lo que le confiere muchas posibilidades, aunque suscita rechazo en un amplio sector por sus posiciones moderadas, partidarias de pactar con EEUU. El tercero en discordia es Mohammed Dahlan, jefe de la Policía de Gaza y personaje ambicioso con muy pocos escrúpulos.

Mientras los colaboradores de Arafat mueven ficha entre bastidores, trece organizaciones radicales palestinas -entre ellas, Hamas, Al Fatah y la Yihad- se reunieron ayer para crear una dirección colegiada, que será el interlocutor de la Autoridad Palestina en la fase de transición.

La Ley Básica establece que, cuando Arafat fallezca, el nuevo presidente provisional tendrá un plazo de 60 días para convocar elecciones. Pero resulta difícil de creer que, en un pueblo dividido y virtualmente en guerra con Israel, esos comicios puedan ser democráticos. Todo indica que el nuevo presidente de la Autoridad Palestina saldrá de un pacto entre el núcleo dirigente de la OLP, el brazo político de Arafat.

La gran incógnita es cuál va a ser la respuesta de Ariel Sharon, el primer ministro de Israel, a la muerte de Arafat. ¿Dará una tregua a sus adversarios o aprovechará el vacío de poder para intentar destruir a sus enemigos? Arafat no ha dejado sucesor ni unas instituciones que puedan amortiguar su desaparición, por lo que el futuro se avecina más que complicado.

12 Noviembre 2004

Arafat

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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El ‘rais’ ha muerto. A los 75 años, Yasir Arafat, primero líder guerrillero y al final de su vida primer presidente de la Autoridad Palestina, nacido, según él, en Jerusalén -aunque probablemente vio la luz en El Cairo-, falleció ayer en un hospital militar de París. Una enfermedad de la sangre de naturaleza imprecisa con la que ha agonizado durante dos semanas ha puesto fin a su último cautiverio. El Gobierno israelí de Ariel Sharon había autorizado su evacuación para seguir tratamiento médico el pasado 29 de octubre, desde su decrépita residencia de la Mukata, arruinada a bombazos, en la que llevaba casi tres años confinado por el ocupante. Ha sido un último viaje para morir lejos de Palestina, a la que volverán este fin de semana sus restos mortales, tras lo que ha sido una penosa y, quizá, artificial prolongación de su vida, sostenida por la más moderna tecnología médica, que ha servido de arma arrojadiza entre su esposa, Suha, y sus más íntimos lugartenientes, que debatían a la vista del público sobre la vida y muerte del rais.

La negativa israelí a consentir que fuera enterrado, como deseaba, en la Explanada de las Mezquitas, en Jerusalén, donde las fuerzas de seguridad se hallan en estado de alerta máxima, ha inducido a celebrar hoy, viernes, un funeral en El Cairo, donde se le rendirán honores de jefe de Estado, para trasladar mañana su cuerpo a Ramala y recibir allí sepultura. A las exequias de Egipto asistirán el Alto Representante de la UE para la Política Exterior, los ministros de Asuntos Exteriores europeos y sólo Suecia estará representada por su primer ministro, algo que ha disgustado especialmente a los palestinos. Estados Unidos enviará al subsecretario de Estado William Burns, en consonancia con la emoción mitigada que suscita en la Casa Blanca la desaparición del líder palestino. En su primera reacción, Ariel Sharon ni siquiera ha llegado a pronunciar el nombre de Arafat ni a ofrecer condolencias, pero ha hablado de un momento de inflexión para un cambio histórico.

Sin excusas para la negociación

¿Qué significa en el frente político la desaparición de quien era ya mucho más un mito que un político de carne y hueso? Cabría concluir que, aparentemente, su muerte levanta la hipoteca establecida por el primer ministro israelí y el presidente de EE UU, George W. Bush, cuando ambos dieron en negarle el carácter de interlocutor en el conflicto. El ex general israelí no tiene ahora excusa para oponerse a reanudar las negociaciones, y el titular de la Casa Blanca puede tratar de aprovechar la oportunidad de influir en el nombramiento del sucesor del rais. Aunque la neta victoria de Bush en las elecciones presidenciales del 2 de noviembre le da una autoridad renovada para mediar entre las partes, el pueblo palestino no parece inclinado a contemporizar; nada por debajo de las exigencias de Arafat hallaría suficiente apoyo en la opinión: retirada israelí a las líneas anteriores a 1967 -lo que incluye la Ciudad Vieja- y retorno o compensación negociada a varios millones de refugiados palestinos.

Antes, en cualquier caso, de que Bush prepare lo que ya ha anunciado -un plan para hacer que resucite la llamada Hoja de Ruta para la negociación-, cabe preguntarse: ¿qué va a ocurrir en Palestina? Con todas sus limitaciones, corruptelas y turbio manejo de las palancas del poder, sólo Arafat concitaba una cierta unanimidad de su pueblo, que podía criticarle, pero no por ello deseaba ver a nadie en su lugar. Y recuérdese que fue él quien llevó a la OLP a la aceptación de la existencia de Israel con la firma de los acuerdos de septiembre de 1993. Y si el terrorismo volvió pronto a ocupar la primera página de las relaciones palestino-israelíes, sería absurdo responsabilizar de ello directa y exclusivamente al rais fallecido.

El traspaso del poder parece razonablemente estructurado. Mientras el presidente de la Asamblea Legislativa, Rouhi Fatú, asumirá una presidencia puramente formal por un periodo máximo de 60 días, en el curso de los cuales deberá convocar elecciones presidenciales, Mahmud Abbas -que emerge como primus inter pares- toma la dirección de la OLP, Ahmed Qurei continúa en la jefatura de Gobierno y, finalmente, Faruk Kadumi, el ministro de Exteriores histórico de la OLP, pasa a dirigir el movimiento guerrillero Fatah. Claramente hay un plan de división internacional del trabajo. Abbas y Qurei, que Estados Unidos acepta y Sharon difícilmente puede rechazar, para ver de negociar, y Kadumi, el radical, anunciando -como también amenazan los terroristas de Hamás- que no hay que renunciar a la lucha armada si la posición israelí se enroca en la negativa a aceptar sólo una mínima retirada de Cisjordania y nada de la Jerusalén árabe, como incesantemente ha repetido Sharon. Lo verdaderamente decisivo, sin embargo, sería saber quién será el candidato oficial a la presidencia, sin cuyo conocimiento es poco probable que Washington o Jerusalén vayan a querer sentarse a la mesa de negociaciones.

Arafat comenzó a luchar a mediados de los cincuenta por la constitución de un Estado palestino. Hace menos de 10 años logró, con la firma de los acuerdos de Washington en 1993, alcanzar la presidencia de la Autoridad Palestina, una entelequia con muy poco territorio y menos poder, que hoy sigue tan lejos como entonces de convertirse en un Estado independiente. Ése era el sueño del rais. Como el gran antepasado de los pueblos semitas y conductor legendario del Israel del antiguo Testamento, Yasir Arafat ha sido el Moisés palestino, que alcanzó a ver la Tierra Prometida, pero no pudo llegar a poner pie en ella.

12 Noviembre 2004

El padre de una nación

Simón Peres

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Los palestinos ven en Yasir Arafat al padre de su nación. Como un padre, Arafat ha hecho mucho por sus hijos, pero a menudo ha sido también un padre superprotector.

Arafat es una figura difícil de enjuiciar. Hizo más que cualquier otro líder para forjar una identidad palestina única y distinta. Fue la voz y el símbolo de la causa palestina, que, gracias a sus incesantes esfuerzos, se colocó en estos cuarenta años en un puesto de privilegio en la agenda internacional. Conquistas que a menudo obtuvo con la espada. Combatió duramente contra Israel y contra los israelíes. Se manchó con atentados crueles que dejaron una triste estela de familias destrozadas y vidas martirizadas. Y es que, a pesar de que prometía continuamente cambiar, nunca abandonó realmente el terrorismo como un instrumento para mantener viva la causa palestina.

Arafat es amado y respetado por su gente. Este amor le llenaba de orgullo. Llevaba una vida modesta y pedía poco para él. Vivía para su pueblo. Desde su posición de liderazgo allanó el camino hacia la histórica solución del problema de la división de la tierra entre un Estado hebreo y otro palestino.

Rompiendo con el pasado, dio pruebas de valentía. Aceptó un compromiso doloroso con Israel basado en las fronteras trazadas antes de 1967, dejando de lado el mapa propuesto por Naciones Unidas en 1947 con la Resolución 181, que, en aquella época, los palestinos rechazaron. Arafat se dio cuenta de que la situación había cambiado.Pero nunca quiso ir demasiado lejos. Entre el amor de su gente y la lucha por mejorar las condiciones de vida de su pueblo, a menudo optó por lo primero. No quiso arriesgarse a perder popularidad y reputación en nombre de decisiones amargas que consideraba demasiado controvertidas. Una vez me dijo entristecido, tras la firma de los Acuerdos de Oslo: «Mira lo que me habéis hecho.Yo era un personaje popular entre mi gente y me habéis transformado en una figura controvertida a los ojos de los palestinos y de todo el mundo árabe».

En definitiva, la popularidad pudo siempre con su ambigüedad.Sus decisiones políticas eran valientes, pero nunca las llevó hasta el final. No le dio la espalda al terrorismo y al odio.Traicionó las esperanzas de muchos y perdió credibilidad con los que podrían haber hecho más para apoyar su causa. Mientras vivió, Arafat tenía sueños y esperanzas para el pueblo palestino que no podían realizarse en este mundo. No puso las bases del doloroso pero necesario proceso que cualquier individuo y cualquier nación están llamados a afrontar: echar por la borda los sueños de grandeza que sólo conducen a la desesperación y aprender a vivir, a amar y a ser felices en este mundo. Tenía que elegir entre el sentido de la negociación y el del terror y el de la violencia. Habría hecho mucho más por los palestinos y por su causa si realmente hubiese abandonado el terror y hubiese optado por el camino de la negociación.

Era un hombre de talento. Agudo y perspicaz, pocas cosas se le escapaban. Sentía curiosidad por las costumbres de Occidente, que sin embargo consideraba irrelevantes para su causa. Sabía sacar provecho de las situaciones de anarquía. Reinaba sobre un sistema arcaico y profundamente centralizado, manteniendo firmemente las riendas de los grupos armados y de los flujos financieros. A los países donantes que le pedían una gestión transparente de las finanzas públicas, les respondía tajante: «No soy una bailarina del vientre». No estaba dispuesto a aceptar exhibición indecente alguna. Lo dejaba perplejo la caótica democracia israelí. Una vez me dijo: «Dios mío, ¿quién fue el listo que inventó la democracia? ¡Porque mira que es extenuante!». Tenía una memoria impresionante para los nombres de la gente, aunque también sabía olvidar muchas cosas cuando le convenía.

La desaparición de un padre es siempre causa de un profundo dolor.Pero también ofrece una oportunidad para crecer y llegar a la edad madura. El mundo mira hoy al pueblo palestino que se ha quedado huérfano, espera que asuma el control de su propio destino, que diga adiós a los sueños de juventud y que muestre la valentía necesaria para aceptar la realidad, en vez de seguir deseando la luna.

Los palestinos tienen que reconocer que Israel está aquí para quedarse. El pueblo hebreo está profundamente vinculado a la Historia de esta tierra, pero también desea vivir en paz. Tenemos que repartirnos este pequeño territorio. El pueblo hebreo tiene un código moral. Nuestra tradición y nuestros valores nos obligan a aprender a vivir juntos en paz.

Un pueblo crece cuando aprende a reconocer y a vivir junto a otros pueblos. No importa lo diferentes que sean tanto los pueblos como sus respectivos sueños. Crece cuando aprende a compartir.Cuando abandona la ira por la efectiva voluntad de hacer un mundo mejor para todos.

Esta es hoy mi oración para todos nosotros (palestinos e israelíes, hebreos y árabes): que miremos al futuro. Que aprendamos a desear lo que más cuenta en la vida. Nada más ni nada menos. Una vida termina. Para otras muchas es tiempo de comenzar.

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Simon Peres

12 Noviembre 2004

Mi evocación de un líder llamado Arafat

Jorge Dezcallar

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Conocí a Abu Amar -su nombre de guerra- hace ya muchos años, allá por mediados de los años 80, y debo decir que desde el primer momento fue una persona que me impresionó por el enorme carisma que emanaba y que hacía que se sintiera hacia él cualquier cosa menos indiferencia. Nunca los términos medios, o calor o frío, jamás templado. La prueba son los ditirambos y diatribas que sobre él se están escribiendo estos días. Yo me limitaré a algunos recuerdos personales.

Cuando Paco Fernández-Ordóñez fue nombrado ministro de Asuntos Exteriores en 1985, me llamó para que formase parte de su equipo como director general de Política Exterior para Africa y Oriente Medio. Cuento esto porque al nombrarme me encargó, como primer trabajo serio, que comenzase a preparar el escenario para el establecimiento de relaciones diplomáticas con Israel, empeño que fructificó el 17 de enero de 1986 en una ceremonia en La Haya en la que no faltaron elementos pintorescos que no es ahora momento de relatar. El caso es que una de las cuestiones que entonces más nos preocupaba era la posibilidad de que la Liga Arabe tomara represalias políticas y/o económicas contra España en su sesión de marzo de aquel año, que se celebraba en Túnez.Así que allí nos fuimos a explicar nuestras razones -que eran muchas y buenas- en una agotadora sesión nocturna previa a la votación de una propuesta siria dirigida a imponer a nuestro país un boicoteo comercial por parte de los árabes. Al final logramos enervar esa propuesta, defendida con ahínco por iraquíes, argelinos y libios, entre otros, gracias en buena parte al apoyo que obtuvimos de los jordanos, los marroquíes y los palestinos, principalmente. La opinión de estos últimos, como potencialmente mayores perjudicados por nuestra decisión, tuvo un peso decisivo en la votación final.

Conocí a Arafat cuando fuimos poco después a agradecerle esta ayuda. Nos recibió en una villa de un barrio residencial de la capital tunecina en medio de enormes y comprensibles medidas de seguridad y de esa primera reunión recuerdo su simpatía personal, un regalo consistente en un cuadrito con un portal de Belén de nácar y unos guardaespaldas que hacían entrechocar ruidosamente sus metralletas kalashnikov con la bandeja en la que nos servían el té de menta azucarado propio de la región, amenazando con volcárnoslo encima a cada paso. Fue el primero de muchos otros encuentros.

Abu Amar había fundado Al Fatah en 1959 con el objetivo declarado de echar a los judíos al mar y recuperar toda la tierra de Palestina.Este maximalismo era reciprocado en especie y también en teoría por los israelíes, que en aquellos años negaban que los palestinos existieran. Lo había dicho en público a principios de los 70 la primera ministra Golda Meir con admirable concisión y claridad: «Los palestinos no existen, son árabes». Lo mismo le dijo Shamir a Fernández-Ordóñez durante la primera visita de un ministro español de Exteriores a Israel en septiembre de 1986.

Afortunadamente mucho ha llovido desde entonces y aunque ni hay aún paz ni proceso de paz digno de este nombre, las partes enfrentadas se reconocen y admiten ambas la posibilidad, al menos teórica, de compartir en dos estados el viejo mandato británico de Palestina, sin necesidad de negar la existencia del otro ni de echar a nadie a las aguas del Mediterráneo.

Algo ha tenido que ver Arafat en esta evolución de los suyos a partir del histórico congreso de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) celebrado en Argel en 1988 y que marca la aceptación por los palestinos de la existencia de Israel. Parece algo de cajón, pero no lo fue durante muchos años.

Desde entonces ha habido varios problemas que han impedido que se avanzara de forma decidida hacia una paz justa y duradera.El primero lo han constituido los intransigentes de ambos bandos, los que no quieren devolver la tierra que no les pertenece, alegando inverosímiles promesas bíblicas y los que asesinan a inocentes creyendo que se puede defender algo de esa manera. Los extremistas se han impuesto siempre a los moderados con sus exigencias maximalistas que hacían aparecer como debilidad o, peor aún, como traición cualquier concesión que se hiciera a la otra parte en el marco del proceso negociador. Por eso a veces tiende uno a perder la esperanza de que dejados a su suerte vayan a ser capaces, los israelíes y los palestinos, de llegar a un acuerdo y se incline por la fatalidad de que éste acabe teniendo que ser impuesto desde fuera, con la garantía de las grandes potencias.

Otro problema capital, en mi opinión, ha sido la incapacidad que ha mostrado Arafat a lo largo de estos años para inspirar algo de confianza en los israelíes, una especie de tribu en pie de guerra que sigue pensando que en realidad los palestinos nunca han renunciado al proyecto de acabar con la existencia del Estado de Israel. ¿Paranoia? En todo caso este ha sido un grave error estratégico por su parte ya que, en definitiva, los fuertes son en este caso los israelíes, que mal pueden sentirse inclinados a negociar sin claras garantías de futuro, por más que, como bien señala Avi Schlaim en El muro de hierro, Israel sólo parece entender la negociación desde una previa posición de fuerza avasalladora.En cierta ocasión, el presidente Herzog me resumía esta falta de confianza de forma muy gráfica y no exenta de humor cuando me dijo en Tel Aviv que él nunca le compraría un coche usado a Arafat.

La propaganda israelí le acusaba de no dejar pasar ninguna ocasión de equivocarse y lo cierto es que Arafat pareció empeñado en darle otra vez la razón cuando se puso de parte de Sadam Husein en 1990, tras la ilegal invasión y ocupación de Kuwait por las tropas iraquíes. Acompañé nuevamente entonces a Fernández-Ordóñez a Túnez para tratar de convencerle de que aquello era un error gravísimo que le iba a costar muy caro, que el escenario era otro, que la URSS y la bipolaridad ya no existían y que un nuevo mapa se iba a dibujar en el Próximo Oriente en el que los países iban a ser puntuados por la actitud que tomasen en relación con la operación Tormenta del Desierto. Abu Amar me pareció entonces muy cansado cuando contestaba que su pueblo había elegido, que le había madrugado, y que él no podía ponerse en contra de su decisión, a lo que Ordóñez le respondió acaloradamente que los verdaderos dirigentes son los que marcan el camino y no los que se dejan arrastrar. Hubo un momento en el que los dos gritaban al mismo tiempo sin ceder un ápice en las respectivas argumentaciones.Creo que nunca he visto tan enfadado a nuestro ministro, que con su olfato habitual veía el alto coste que esta decisión iba a tener para el inmediato futuro palestino y para su capacidad de inspirar confianza.

A pesar de todo, lo cierto es que la derrota iraquí y la consiguiente liberación de Kuwait abrió eso que se ha dado en llamar una ventana de esperanza que se plasmó en la Conferencia de Paz para Oriente Próximo, celebrada en Madrid a partir del 30 de octubre de 1991, donde se inició un proceso que continuó en Oslo (agosto de 1993), entró en coma con el asesinato de Rabin por un terrorista israelí y feneció en julio de 2000 pese a los esfuerzos de Bill Clinton, dando lugar a la segunda intifada con un rebrote de violencia irracional que sólo favorece a los intransigentes de ambos bandos y hace sufrir indeciblemente a los dos pueblos.

¿Qué falló entonces? A mi juicio fue sobre todo un problema de desconfianza recíproca, pero tuve ocasión de hacerle esta pregunta al propio Arafat algunos años más tarde, en una sesión del Foro Formentor que anualmente organiza Repsol, cuando me contestó con cierta vaguedad que todo fracasó «por culpa de Jerusalén y del texto propuesto sobre el Muro de las Lamentaciones». Siempre me he preguntado por qué, con lo ancha que es la tierra, todo el mundo se ha empeñado en apelotonarse en los mismos sitios para rezar, pues lo mismo ocurre en Damasco con la maravillosa mezquita de los Omeyas, que ha sido sucesivamente templo a Baal, templo a Júpiter, basílica bizantina y ahora mezquita que guarda en su seno nada menos que la cabeza de san Juan Bautista.

Pero volvamos a lo nuestro. Otra versión insiste en que los palestinos se sintieron engañados al creer descubrir que EEUU no era interlocutor honesto sino que arbitraba a favor del equipo de Israel. Cuando encontré a Dennis Ross, principal mediador norteamericano en Camp David, le comenté esto y aproveché para preguntarle su opinión al respecto. Su respuesta fue muy dura: en su versión lo que de verdad falló en aquella crucial ocasión fue el liderazgo de Arafat y su capacidad de hacer las concesiones que son consustanciales en todo proceso negociador y más aún si se trata de la paz de los valientes. La verdad es que entonces se llegó a un acuerdo que prácticamente cubría el 90% de las diferencias, aunque no lo es menos que el 10% restante era precisamente el más complicado.En todo caso fue una ocasión perdida y a Arafat le supuso, encima, el despilfarro de la poca confianza que desde siempre le habían tenido los norteamericanos.

En todo caso nadie le puede quitar a Arafat haber sido capaz de guiar a su pueblo durante un largo exilio que para unos comenzó en 1949 y para otros en 1967, años en los que los palestinos han pasado por momentos muy difíciles y dolorosos como el septiembre negro de Jordania 1970 o el drama de Sabra y Chatila, tras la invasión israelí de Líbano en 1982, hasta lograr su regreso a tierras de Cisjordania y de Gaza con la creación de la Autoridad Nacional, embrión del futuro Estado palestino. Tampoco entonces faltaron momentos complicados e, incluso, dotados de un cierto sentido épico, como el asedio sufrido durante meses en la Muqata.A decir verdad, quizás estuviera mejor equipado para la tarea revolucionaria y mesiánica que para dirigir un Estado independiente.

Cierta noche, ya tarde, viajaba con Simón Peres en un pequeño avión desde Bruselas a Madrid y tras un par de copas me animé a preguntarle su opinión sobre Arafat. Peres nunca ha ganado elecciones pero es un hombre de gran inteligencia y extraordinariamente brillante. Con su característica voz cavernosa y profunda me preguntó a su vez si yo conocía la historia del pueblo israelí, a lo que le contesté que más o menos sí porque en mi época los niños todavía estudiábamos en España la Historia Sagrada, lo que por cierto nos permitía entender buena parte de la pintura del Museo del Prado, sin ir más lejos. Peres me habló entonces de la esclavitud del pueblo judío en Egipto, de Moisés, de las siete plagas, de la huida de las doce tribus, del cruce del mar Rojo con el ejército del Faraón pisándoles los talones y de los 40 años que vagaron por el desierto del Sinaí alimentándose del maná y del agua que Moisés hacía brotar de las rocas con su cayado.Pues bien, cuando ya llegaban a la tierra prometida, Yahveh permitió a un Moisés ya muy viejo y enfermo ver las feraces llanuras de Israel desde lejos, desde la cima del monte Moriah, «y entonces», sentenció Peres, «Dios, con Su suprema sabiduría, puso a otro al frente de la expedición». Le respondí, provocador, que si estaba comparando a Arafat con Moisés y contestó riendo que eso lo decía yo y no él.

Creo estar de acuerdo con este análisis. Arafat ha sido mejor como dirigente capaz de aglutinar y dirigir a su pueblo durante los años duros y difíciles del éxodo que como presidente de Palestina, donde ha mostrado poca flexibilidad para adaptarse a los cambios que se han producido en el mundo y para gobernar con democracia y gestionar con transparencia, independientemente de lo poco o nada que le han ayudado los dirigentes que se ha dado Israel y cuyo último ejemplo, si es que hace falta alguno, es el Muro que está levantando el actual primer ministro, Ariel Sharon, haciendo oídos sordos a cuantas críticas -y son muchas- se han hecho sobre su ilegalidad manifiesta. Y es que, como me decía en cierta ocasión Saeb Erekat, uno de los más próximos colaboradores del rais durante todos estos años, «era mucho más romántico y heroico hacer la revolución que lograr que funcione un estado moderno, con sus alcantarillas y sus funcionarios». En mi opinión, Arafat estuvo infinitamente mejor dotado para lo primero que para lo segundo.

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Jorge Dezcallar