22 julio 2013

Abdica el Rey de Bélgica Alberto II, reemplazado por Alberto

Hechos

El 21.07.2013 Felipe asumió el cargo de Jefe de Estado de Bélgica.

22 Julio 2013

Ejemplo a tener en cuenta

Jaime Peñafiel

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Este año pasará a la Historia como el de las abdicaciones. Hasta hoy, la reina Beatriz de los Países Bajos, de 75 años, el 30 de abril. El emir Hamad de Qatar, de 61, el 25 de junio. Alberto de los belgas, de 79, ayer. Hasta el Papa Benedicto XVI, «monarca electo» (Pérez Maura dixit), de 86 años, el pasado 28 de febrero.

Y es, por tanto, el año de los nuevos titulares: Guillermo, de 45; Tamin, de 33; Felipe, de 53, y Francisco, de 76. Además, dos plebeyas se han convertido en reinas consortes: Máxima y Matilde. Y, desde ayer, una segunda niña, Isabel, de 12 años, pasa de ser heredera del heredero a heredera del rey. La primera fue Catalina Amalia de Orange, de nueve años, heredera del rey Guillermo de Holanda.

Ello no quiere decir que las abdicaciones sean obligatorias. En nuestro país, por supuesto, hasta que el rey muera, lo debe seguir siendo, a pesar de los irresponsables que piden que siga el ejemplo de sus colegas.

España y Bélgica son dos países con muchas similitudes. En ambos casos, la forma política de Estado es la monarquía parlamentaria. Y ambos tienen similares problemas territoriales, con la tensión entre flamencos y valones en Bélgica, y el nacionalismo vasco y catalán en España. Por ello, el leit motiv del discurso de abdicación de Alberto II fue la unidad. Con voz emocionada, pidió que todos se esfuercen en mantener la cohesión del país y que apoyen a su hijo, el nuevo rey.

A diferencia de España, donde hasta la consorte se permite decir que cuando ella sea reina muchas cosas van a cambiar, Felipe –no el nuestro, sino el de los belgas– no quiere cambios absolutos sino continuidad modificada con reformas pertinentes, nunca con cambios revolucionarios». Con ello demuestra no sólo sentido de responsabilidad y reconocimiento de que su padre ha sido un buen rey, sino inteligencia. Del heredero español se dice que es el «mejor preparado de todos los príncipes». A Felipe de los belgas siempre se le ha cuestionado su preparación.

Sólo un detalle de la injusticia de tal rumor: Felipe, en la época de duque de Brabante –título del heredero belga, equivalente al de Asturias para el español– era un habitual del club Bilderberg, al que acuden las personalidades más prestigiosas del planeta: altísimos ejecutivos de los principales bancos de inversión del mundo, líderes de parlamentos, abogados prestigiosos de Europa y Estados Unidos, estadistas, senadores, líderes de opinión y miembros de casas reales. La Reina Sofía, entre ellos. En sus reuniones anuales suelen tomarse grandes decisiones que mueven el mundo.

El nuevo rey de los belgas no lo va a tener fácil. Para empezar, se encuentra en vísperas de unas elecciones cuyos resultados pueden afectar profundamente a la Corona. Será la piedra de toque del soberano. Sus conversaciones, entre flamencos y valones, serán difíciles y complicadas. Como su padre, tendrá que descender desde el trono al ruedo de la política para coger el toro por los cuernos, a riesgo de ser empitonado. Las consecuencias serían demoledoras.

Pienso que el rey Alberto, título que sigue conservando, le será de gran ayuda, el más importante y leal de sus consejeros en la sombra. ¡Dios salve al rey!

22 Julio 2013

Bélgica anticipa a España

Jean-Marie Colombani

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Bélgica se ha adelantado a España: su nuevo rey se llama Felipe. Como en España, aunque no con tanta gravedad, esta ascensión al trono enmascara una profunda división del país, cuya unidad está amenazada. Bélgica sufre en efecto las consecuencias de la exacerbación de un conflicto político, económico y lingüístico entre los dos países que la constituyen: Flandes, al norte y Valonia, al sur. Entre uno y otro, se encuentra Bruselas, una ciudad cosmopolita de mayoría francófona (mayoría reforzada por la afluencia de los “ricos” llegados de Francia tras haber escogido el exilio fiscal) que, como todos sabemos, es la capital de Europa. La Unión Europea, el papel de Bruselas y el rey Alberto han sido, hasta hoy, los tres elementos que han impedido la fragmentación de Bélgica.

La fractura es profunda y tiene manifestaciones absurdas. Por ejemplo, si usted toma el tren en Bruselas, comprobará que los anuncios se hacen en los dos idiomas y pensará que todo va bien. El tren se pone en marcha hacia el norte y, apenas tres minutos después de su partida, todo cambia: ya solo le hablan en flamenco. Y arrégleselas. El mismo revisor, que acababa de dirigirse a usted en francés, ya solo sabe neerlandés, que únicamente los flamencos comprenden… Así pues, en solo unos minutos y sin salir de la circunscripción bruselense, acaba usted de cruzar una frontera lingüística redhibitoria.

En Flandes, la mayoría de la población está a favor de la reducción de los poderes del rey y, por supuesto, de su “lista civil” —presupuesto de la Casa Real—. Sin embargo, el rey ya apenas tiene poderes al margen de su papel de representación y de la autoridad moral que se le reconoce, que, de hecho, ha sido muy útil durante los largos meses de negociaciones y batallas que han privado a Bélgica de gobierno. En cambio, las zonas francófona y bruselense permanecen apegadas a la unidad y, por tanto, apoyan su símbolo: la monarquía. Esta parece hoy el último factor de equilibrio de un país minado por las reivindicaciones flamencas y permanentemente aguijoneado por un partido de extrema derecha: el Vlam Belang.

Esta es una paradoja europea. Hace algunos años, la reivindicación regional de una mayor autonomía parecía inscribirse en un proceso natural acorde con el avance de la construcción europea. Esta parecía estar llamada a instaurar un mejor reparto de papeles entre los tres principales niveles de toma de decisiones: el nacional, el europeo y el local. Hoy, sin embargo, esas reivindicaciones han adquirido otra connotación. De hecho, en lo esencial, han cambiado de naturaleza.

Ayer, el federalismo belga podía ser señalado como ejemplo. Y la organización española parecía ser una fuente de inspiración. Así, en Francia, aquellos que abogaban por una fuerte descentralización regional invocaban a menudo el caso español: una nación formada por nacionalidades. Y cabe considerar que, en Gran Bretaña, las reformas institucionales decididas por Tony Blair y su Gobierno, que condujeron a un nuevo reparto de poderes entre el Gobierno británico y las autonomías galesa y escocesa, se inspiraron ampliamente en el modelo español.

Pero hoy resulta difícil separar las reivindicaciones regionales, como las que se expresan en Flandes, del populismo reinante. Este es uno de los reflejos engendrados por la crisis, que es un factor de ahondamiento de las desigualdades y provoca resistencias cada vez más graves hacia los mecanismos de solidaridad. En pocas palabras: los ricos no quieren pagar por los pobres.

Esto es flagrante en Flandes, una región próspera y sin paro, mientras que Valonia sigue sufriendo el fin de la era industrial que, gracias a la industria siderúrgica, permitió su prosperidad. Y lo mismo podría decirse de la Liga del Norte italiana y su famosa reivindicación de independencia de Padania. O del UKIP, un partido que quiere sacar a Gran Bretaña de la Unión Europea. O de otras reivindicaciones que surgen por toda Europa. No todas ellas siguen el modelo de la protesta flamenca. Por ejemplo, Escocia, que es más pobre que el resto de Gran Bretaña e intenta aprovechar la debilidad y las dificultades actuales de Inglaterra. El caso de Cataluña es particular, como también lo es, en Francia, el de Córcega, que figura entre las regiones más pobres y cuya reivindicación es profundamente identitaria.

De todo esto se desprende que habrá que dedicar la mayor atención al futuro del reino de Bélgica. Sobre los hombros del nuevo rey, cuya imagen no es muy brillante, recae el peso de un reto capital: el de la unidad de Bélgica, que atañe a todos los europeos.