17 junio 1993

Alegato del Papa Juan Pablo II contra el capitalismo al que culpa de los crímenes de la Humanidad

Hechos

Fue noticia el 17 de junio de 1993.

17 Junio 1993

Terrenal y espiritual

EL PAÍS (Director: Joaquín Estefanía)

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BATIDO EL comunismo, el enemigo es ahora, para el papa Juan Pablo II, el capitalismo. Pero reprocha a éste lo mismo que antes a aquél: su materialismo, que identifica con el laicismo. El discurso del Papa polaco sigue siendo fundamentalmente contrailustrado: sólo la relación con lo divino hace humanos a los hombres. Estos días lo ha repetido en España, país que visita por cuarta vez. Su mensaje combina la defensa de los derechos humanos y la apertura al diálogo interecuménico con la denuncia de los males del siglo. Pero la identificación de esos males con la descristianización de la sociedad le lleva a mezclar aspectos tan diferentes como el divorcio, la droga, el aborto, el ateísmo, la pornografía y hasta el paro.El Papa ha mantenido la idea clave de sus anteriores visitas: de alabanzas a la España histórica -la de Francisco de Vitoria, la de la convivencia de las tres grandes religiones monoteístas, la de la evangelización- y de crítica a la sociedad de hoy, cuyo alejamiento de esa tradición la ha puesto en crisis: de valores, de identidad. Ello es un reflejo de la idea básica de su pontificado: la de que no pueden existir en la sociedad valores éticos, solidaridad, ni siquiera bienestar económico, si no se vuelve a la sacralidad de antaño. El Papa actual, a diferencia de sus antecesores, niega valor moral a todo lo que signifique cultura no religiosa. En su formación intelectual no ha conectado con las corrientes de pensamiento liberal e ilustrado que fundan la modernidad. Su única relación con ésta es la de la comunicación de masas, para la que ha acreditado mucha sensibilidad, como lo demuestra, por ejemplo, el masivo acto de ayer en Madrid, o los de días anteriores en Andalucía.

Ese talento brilla especialmente en la denuncia. Pero su carácter terrenal contrasta con el espiritualismo de una respuesta, volver a Dios, que tal vez resulte demasiado poco humana para quienes padecen esos males que fustiga.

Reivindica el Papa para su Iglesia el derecho a no comprometerse con ningún régimen político concreto, pero al mismo tiempo pide a los seglares que intervengan activamente en todos los campos, incluido el político. Algunos periódicos italianos han interpretado en clave electoral esa llamada, aventurando -que estaba proponiendo la creación de un partido católico. En realidad, su llamamiento a la movilización de los seglares recuerda más bien las apelaciones del Opus De¡ al activismo de los católicos frente a la secularización en cualquier frente -económico, político o cultural- en que se manifieste.

La ambigüedad derivada de su doble función de jefe religioso y jefe de un Estado hace que cuando denuncia lo que considera males de la sociedad no se distinga si se dirige a sus fieles -pidiéndoles, por ejemplo, que no aborten o no se divorcien o no se droguen- o si está impugnando las actuaciones de un Gobierno legitimado por las urnas. Llegar a decir que los problemas del paro, de la corrupción o del terrorismo son el fruto del alejamiento de los españoles del evangelio y hacer una llamada a una cruzada para reconquistar la sacralidad de la sociedad bajo el lema de que ha llegado «la hora de Dios» deja la duda sobre si está actuando como autoridad moral de una parte de los ciudadanos o como jefe de un Estado que interfiere en los asuntos de otro.

Por otra parte, afirmar que los problemas del paro y de la corrupción son el resultado del alejamiento de Dios de los españoles y de la descristianización de la sociedad se concilia mal con la realidad. Es falso que los países más católicos hayan resuelto mejor sus problemas económicos y de corrupción. Y si no bastase el ejemplo de América Latina, ahí está el mismísimo Vaticano, con escándalos financieros como el de la quiebra del Banco Ambrosiano, que llevó a los jueces de Milán a emitir una orden de detención y captura del banquero del Papa, el arzobispo Marzinkus, y que obligó a la Santa Sede a desembolsar al Ambrosiano 260 millones de dólares como desagravio voluntario.