30 diciembre 2001

Contando con los interinos, Argentina ha tenido cinco presidentes en dos semanas

Continúa la crisis en Argentina: Dimite el Presidente Adolfo Rodríguez Saá tras siete días en el cargo por las luchas internas en el peronismo, le sustituye Eduardo Duhalde

Hechos

  • El 29 de diciembre de 2001 Adolfo Rodríguez Saa dimitió como Presidente de Argentina.
  • El 2 de enero Eduardo Duhalde fue designado nuevo presidente del país.

Lecturas

El Sr. Rodríguez Saa asumió la presidencia tras la dimisión forzada de De la Rúa por la crisis política y económica.

El peronista Eduardo Duhalde, nuevo Presidente de Argentina hasta la celebración de nuevas elecciones, que están previstas para 2003.

30 Diciembre 2001

La pesadilla argentina

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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LA DIMISIÓN del Gobierno argentino, que ayer puso sus cargos a disposición del presidente Adolfo Rodríguez Saá, el cese, dos días después de su nombramiento, del presidente del Banco Central, David Expósito, principal impulsor del argentino, la nueva moneda en la que confían los gobernantes recién llegados a la Casa Rosada para salir de la recesión, y las violentas manifestaciones en las calles, con asalto al Congreso incluido, muestran, por si hicieran falta más pruebas, el grado de alarma que ha alcanzado la crisis económica, social y política que atenaza al país latinoamericano y las graves dificultades que existen para salir de ella.

El cese fulminante del recién nombrado presidente del Banco Central se achaca a haber desvelado que la emisión de la nueva moneda sería relativamente importante -unos 15.000 millones de argentinos-, lo que hace presumir una fuerte depreciación de esa moneda frente a los todavía inmovilizados dólares. Sin que quepa atribuir específicamente a esa presunción la nueva oleada de violencia en las calles, un hecho es cierto: la confianza en la capacidad de las nuevas autoridades para reconducir la grave situación económica se debilita por momentos. Las acusaciones de corrupción, tan frecuentes entre la clase política del país, se han centrado ahora en el jefe de los asesores del nuevo presidente, el dirigente peronista Carlos Grosso, también forzado a dimitir tras esta segunda ronda de manifestaciones y caceroladas.

Esos abandonos no serán los últimos. La dificultad para transmitir un mínimo de confianza a una población justificadamente irritada, que ha presenciado todo tipo de experimentos de política económica con resultados lamentables sobre su bienestar, va a seguir presente en esta fase de interinidad, al menos hasta la anunciada convocatoria de elecciones presidenciales el próximo marzo. Argentina tiene en la escasa credibilidad de sus instituciones y de sus dirigentes uno de los principales escollos para llegar a una cierta normalización económica y política. Las decisiones adoptadas por el nuevo presidente, Saá, son un exponente de ello.

La forma de abordar la crisis son los propios de un populismo más preocupado por sortear circunstancialmente los efectos de las revueltas en las calles que por sentar las bases para el normal funcionamiento de la economía. La introducción de la nueva moneda con la que pagar sueldos y abastecimientos públicos no es sino una forma de dosificar la devaluación a la que se enfrenta el peso frente al dólar. El Gobierno intenta convencer de lo contrario, pero sigue manteniendo la inmovilización de los depósitos bancarios de los ciudadanos, lo que no es sino una confesión de la imposibilidad de mantener la convertibilidad de los pesos en dólares.

La salida a la situación creada no es fácil ni, mucho menos, indolora. Pero la solución es justamente la contraria de la elegida por los nuevos gobernantes: la creación de expectativas sin apenas fundamento. El reconocimiento de que la liberalización del régimen cambiario nacido en 1991 va a comportar costes importantes, junto a la adopción de medidas tendentes a neutralizar las indudables amenazas inflacionistas y a reformar el sistema tributario, deben ser premisas básicas de cualquier actuación política honesta. Sobre la base de ese reconocimiento y sus consecuentes decisiones, el apoyo internacional de las instituciones multilaterales y de los gobiernos no debería tender prioritariamente a la recuperación de la deuda ahora impagada, sino a restaurar la solvencia a medio plazo del país. Que la población argentina entienda esto es básico para que el saneamiento alcance igualmente a una clase política con la solvencia más deteriorada que la de la propia nación. De lo contrario, Argentina seguirá sumida en una cada día más angustiosa pesadilla, tanto mayor cuanto menos se corresponde con las soflamas de grandeza que tratan de compensar su progresivo empobrecimiento.

30 Diciembre 2001

Argentina, También Contra La Vieja Guardia Peronista

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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La euforia le ha durado poco al nuevo presidente argentino, Adolfo Rodríguez Saá. Apenas diez días después de que una manifestación espontánea acabara con su abúlico predecesor, el estruendo de los cacerolazos ha vuelto a irrumpir en la noche porteña, dejando en su estela escenas dantescas y un Gobierno a punto de caer.

Lo que comenzó como una protesta pacífica pronto degeneró en una impresionante batalla campal entre la policía y un grupo de jóvenes exaltados que, tras ver frustrado su intento de asaltar la Casa Rosada, invadieron la sede del Parlamento. Los vándalos destrozaron el mobiliario, quemaron las cortinas y lanzaron por la ventana los bustos de sus ex dignatarios. Aunque atribuible a una minoría salvaje demasiado acostumbrada a airear su frustración en las gradas de un estadio de fútbol, este último estallido de violencia refleja también la indignación de una otrora poderosa clase media empobrecida hasta la miseria tras cuatro años de recesión. A la decisión del nuevo mandatario de mantener la congelación de los depósitos bancarios se ha sumado el pesimismo ante un futuro que se vislumbra en el mejor de los casos incierto.

Pero, además de los habituales motivos económicos, el enfado de la población tiene razones políticas. El discurso populista de Rodríguez Saá no ha calado en una ciudadanía que, con razón, exige un cambio rotundo en el modo de interpretar y practicar la política. Avidos de poder, los peronistas se equivocaron al suponer que, tras retirarle su apoyo al Gobierno radical, los argentinos les habían otorgado una carta blanca para gobernar.La frase pronunciada por una iracunda manifestante resume bien el sentimiento de la mayoría de los ciudadanos: «Estoy harta de los ladrones de siempre y de la demagogia barata».

Concretamente, la furia de la población ha tenido como objeto la política de nombramientos del nuevo presidente, quien ha cometido el grave error de rodearse de individuos vinculados a una desacreditada vieja guardia peronista. La gota que colmó el vaso fue la designación, como jefe de asesores de Rodríguez Saá, de Carlos Grosso, quien en 1991 tuvo que renunciar a su cargo como intendente de Buenos Aires por su supuesta implicación en un escándalo de corrupción.Grosso se convirtió ayer en el primer alto cargo del nuevo Ejecutivo en presentar su dimisión. Pero no fue el último. A él le siguieron, en bloque, todos los ministros.

El futuro de Rodríguez Saá dependerá de que sea capaz de rectificar y crear un nuevo equipo compuesto por funcionarios independientes, competentes y honestos. Los argentinos lo han dejado muy claro: sólo aceptarán un Gobierno que anteponga nítidamente el interés nacional a las ambiciones particulares de un partido o corriente política. Sea ésta peronista, menemista o radical.

02 Enero 2002

La Eleccion De Duhalde No Soluciona La Crisis Argentina

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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Cinco presidentes en menos de dos semanas, muertos en disturbios callejeros, el ascenso de la cacerolada a nueva categoría política, la lucha fratricida de los dirigentes peronistas que dirimen sus diferencias utilizando las instituciones del Estado como arma arrojadiza, una ruina económica sin precedentes… Es difícil imaginar qué más le puede pasar a un país, al borde mismo de la anarquía, donde la clase política está demostrando que carece de la seriedad y la responsabilidad necesarias para hacer frente a la peor crisis desde los tiempos de la dictadura militar.

El anterior presidente, el peronista Adolfo Rodríguez Saá, se vio obligado a dimitir cuando pretendía incumplir su compromiso de convocar elecciones en el plazo de tres meses y se autopostulaba para agotar el mandato que acaba en 2003. La renuncia se produjo después de que los ciudadanos asaltaran el Congreso, la Casa Rosada y volvieran a ocupar las calles mostrando su indignación contra toda la clase política argentina, sin excepción de partidos.

El presidente del Congreso, Eduardo Camaño, asumió ayer la jefatura del Estado de forma provisional y convocó a la Asamblea Legislativa para elegir al quinto presidente en menos de dos semanas. La elección finalmente recayó en Eduardo Duhalde, el peronista que perdió las elecciones frente a De la Rúa y que es, cómo no, un político con oscuro pasado y enriquecimiento vertiginoso. Horas antes los herederos de Juan Domingo Perón el corralito en la jerga argentina se encelaron en una discusión acerca de si es mejor convocar elecciones o agotar el mandato. Alegaban los partidarios de esta última tesis, entre ellos el propio Duhalde, que Argentina no soportaría un proceso electoral en las actuales circunstancias.Un argumento sin sentido, porque mucho peor que unas elecciones es el espectáculo que ya están soportando los argentinos por parte de sus dirigentes políticos.

La única salida son las urnas de las que pueda brotar el Gobierno firme y con credibilidad que necesita el país. Si el corralito peronista y los radicales consienten que el nuevo mandatario se instale en la Casa Rosada hasta 2003, se confirmarán las peores sospechas de que la caída de De la Rúa fue una especie de golpe blando del peronismo para llegar al poder sin pasar por unas elecciones. Y, sobre todo, a Duhalde le puede pasar como a Rodríguez Saá. Porque los argentinos no han guardado las cacerolas.

03 Enero 2002

A la quinta, el vencido

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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Como quinto presidente en dos semanas, el Congreso argentino ha optado por Eduardo Duhalde, el justicialista (peronista) al que Fernando de la Rúa derrotó en 1999 y que el pasado mes de octubre fue elegido senador por la provincia de Buenos Aires con el 37,5% de los votos. Su designación ha unido al menos de momento a la clase política en torno a un Duhalde que en su primera alocución ha anunciado el fin de la paridad peso-dólar. Se desconoce cómo hará la devaluación y la cuantía que acabe fijando el mercado, suponiendo que deje flotar al peso.

Argentina vive una crisis económica sin precedentes, debida, en gran parte, a una carencia brutal de liderazgo político. Necesitaría un Gobierno fuerte para tomar decisiones que a corto plazo resultarán impopulares, pero que resultan inevitables para sacar al país del marasmo económico e institucional en el que se halla sumido. Quizá hubieran sido mejor unas elecciones anticipadas, pero al menos Duhalde cuenta con dos años por delante bajo promesa de que no se presentará a la reelección, y el apoyo de radicales, peronistas y una parte del Frepaso. El Gobierno de unidad nacional es necesario, pero tampoco podrá obrar milagros. Este gran pacto político necesita el respaldo de los poderosos gobernadores regionales, los sindicatos, la patronal y el sector bancario, que habrá de afrontar numerosos impagos privados.

La paridad entre el peso y el dólar, instaurada por ley en 1991 y que debe deshacerse por ley, tuvo éxito en un primer momento para acabar con la hiperinflación de los ochenta, pero su perpetuación socavó la competitividad de la economía argentina, especialmente frente al gran vecino, Brasil, cuya moneda se ha devaluado un 60% en dos años. Duhalde ha prometido una salida ordenada. Su Gobierno de concentración presentará mañana un plan económico que tratará de acompañar la devaluación monetaria con la creación de algunas redes de seguridad para los sectores más desamparados.

El nuevo presidente, que no ha ahorrado ciertas dosis de populismo en su discurso, ha prometido medidas inspiradas en la doctrina social de la Iglesia católica, como si ésa fuera la referencia que requiere Argentina. Debe aclarar qué hará con los corralitos, las restricciones en la disposición del dinero en depósitos, que tanto irritan a los argentinos al no poder acceder a sus ahorros. Duhalde ha reconocido que el 40% de la población está por debajo del índice de pobreza, y que la clase media ha visto desplomarse el suelo bajo sus pies.

A estas alturas no se puede pedir a una Argentina en quiebra que pague la deuda pública, pero en su programa económico debe indicar cómo planea devolverla. Así podría aspirar al necesario apoyo de las instituciones financieras internacionales y de la propia UE, que examinarán con lupa ese programa.

En otros tiempos, los militares ya habrían intervenido. Ahora, no sólo les espanta la idea de hacerse cargo de un país en bancarrota, sino que piden garantías antes de intervenir para proteger bienes públicos. Eso ha ganado Argentina. Duhalde no es el presidente que querían los argentinos que forzaron la dimisión de De la Rúa, y si la clase política sigue por sus derroteros no es descartable que surjan populistas al estilo Chávez. Duhalde está obligado a convencer a los argentinos de que no hay salida sin dolor.