14 mayo 1977

En un acto diseñado por el franquista reformador Torcuato Fernández Miranda se pone fin al conflicto dinástico entre padre (designado por Alfonso XIII) e hijo (designado por el General Franco)

Don Juan de Borbón, Conde de Barcelona, renuncia a sus derechos dinásticos a la Corona en favor de su hijo el Rey Juan Carlos I

Hechos

El 14.05.1977 en un acto ante el S. M. el Rey Don Juan Carlos I, S. A. R. Don Juan de Borbón Conde de Barcelona, renuncio a sus derechos dinásticos en favor del Jefe del Estado.

Lecturas

El Conde de Barcelona, D. Juan de Borbón Battenberg pone el 14 de mayo de 1977 fin a la disputa que mantenía con su hijo D. Juan Carlos de Borbón (actual Rey Juan Carlos I) por los derechos sucesorios desde 1966. Ese día en un acto en el Palacio de la Zarzuela el Conde de Barcelona en presencia de su hijo, renuncia a todos sus derechos sucesores heredados de D. Alfonso XIII en favor del actual Rey. Un acto que termina con un ‘majestad, todo por España’.

La decisión de D. Juan de Borbón Battenberg supone el fracaso final de todas las gestiones intentadas por D. Antonio García-Trevijano Forte y D. Rafael Calvo Serer para que D. Juan de Borbón Battenberg liderara la oposición a su hijo.

15 Mayo 1977

Un apunte emocionado

José María Pemán

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Tendré que darle gracias a la Previdencia porque ha sido generosa con mi vida y me ha permitido, aun echando horas extraordinarias cn mis días, conocer muchas cosas de todos los reinos minerales vegetales y animales.

Me dejó estar en la orilla del río con una pasión contemplativa admnirando el lago, el bosque, el ramo de flores… Pero no bastaba esa pasividad contemplativa. No: en el zumbido de la caracola se oye el viento de la vida que busca su salida temblorosa como un débito de las cosas al aire.

Así, Don Juan de Borbón, el Conde de Barcelona, ha tenido no pocas horas de olvido pacífico, de entristecido silencio Combatió Don Juan los valores negativos de la pereza, de la vida, en explosión de vida positiva. Han sido como unos escapes de gas que se le iban escapando de entre sus propios pies…

Don Juan sabía desde el primer instante que aquel montaje sobre la base de un Príncipe presenta a toda hora y un Rey ausente a todas hora resolvería la solución del jeroglífico inevitablemente a favor del presente. Pero me daba ocasión todo esto de conocer, visto por dentro, el modo de obrar.

Habría de intentar esa operación de deformación dinástica, habría que haber planeado ese montaje de políticos desprendido del árbol de la ciencia del bien y del mal, y hubiera sido casi imposible avanzar hacia la eficacia con desdén de la justicia.

Al que ha sentido en su propia carne esas cargas explosivas, esos torrentes de moderación, de sacrificio, le habrá sido casi imposible confener sus lágrimas frente a un espectáculo humano ejemplar y brindado totalmente al Amor.

A mí, por lo pronto, me ha sido imposible contenerlas al trazar estos breves renglones sobre el episodio humanísimo que acabamos de ver.

José María Pemán

15 Mayo 1977

¡Gracias, Señor!

José María Ruiz Gallardón

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“Nunca otro ideal que entrega absoluta al servicio del pueblo español”. Con estas palabras termina la respuesta de Su Majestad el Rey don Juan Carlos de España al recibir y aceptar la cesión que su augusto padre ha hecho del sagrado depósito que recibiera de Don Alfonso XIII. Y es verdad. Ni uno sólo de los actos de la vida de Don Juan de Borbón ha tenido otra inspiración u otro objetivo: España, por encima de cualquier interés, incluso de los más íntimos y legítimos de padre. La Patria, en su unidad y en su tradición, como justificante primero, básico, indestructible, de la razón de ser de una vida a su servicio y al servicio de la Institución.

Hace muchos años, muchos años, siendo yo un muchacho apenas ingresado en la Universidad, fui a ponerme a sus órdenes allá en Estoril, meta de tantos españoles. Me recibió en un despacho ordenado, que rezumaba laboriosidad. Me abrazó como a un hijo, como siempre hace con cualquier español. Me habló de mi familia, de mi padre, de los estudios que entonces iniciaba. Pero todas sus palabras sabían a amor a España a entrega sin distingos, con clarividencia y pasión. Don Juan de Borbón – esa es su grandeza – ha sido, sin serlo, un gran Rey. Porque sólo un Rey grande sabe conservar, para entregarlo en manos seguras, el depósito de una legitimidad que es esencia de la Monarquía.

Luego vinieron años difíciles, de incomprensiones, de persecución a su persona y a los que con él comulgábamos. Ni una palabra acerba, ni una crítica infundada, ni un gesto de desaliento. Todos sus actos, todas sus palabras delataron su innegable realeza. Tal ha sido y es Don Juan de Borbón.

Y hoy, cuando la madurez le adorna por encima de todas las virtudes con la de la prudencia, cuando el desengaño no puede hacer mella en su esforzado afán de servicio, el hombre que recibiera el último aliento de Don Alfonso XIII se sobre eleva por encima de sí mismo al entregar intacto el depósito de la Corona a su hijo, el Rey.

¡Feliz el pueblo, que como España, puede contar con tales hombres! ¡Dichoso tesoor el de la Institución Monárquica, garantía de la unidad de la Patria, de la justicia y del orden por encima de las banderizas pretensiones de los políticos!

En esta hora de culminación, quienes servimos lealmente a la Corona, rendimos el tributo y homenaje hacia la excelsa figura del padre del Rey con un muy hondo sentido e indestructible, acto de gratitud. ¡Gracias, Señor!

José María Ruiz Gallardón

10 Mayo 1977

Don Juan de Borbón

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián Echarri)

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DON JUAN de Borbón, hijo de don Alfonso XIII, padre de don Juan Carlos I, es el jefe de la dinastía española, y además de su condición de depositarlo de la legitimidad histórica de la Monarquía, el Conde de Barcelona ha sabido representar durante treinta años el símbolo de la independencia política de la Corona.El Conde de Barcelona es el protagonista de una larga travesía del desierto, en la que la opción de la Monarquía evitó el sometimiento a la dictadura. Don Juan de Borbón mantuvo la distancia respecto al régimen de Franco, manteniéndose como primera medida en el exilio, resistiendo presiones de toda especie, en ocasiones casi en solitario, frente a la inmensa maquinaria de un Estado autocrático. Así, sin un átomo de poder material, pero con una notable carga de autoridad moral, don Juan consiguió algo más que defender el papel de una. antigua dinastía europea: mantuvo una alternativa política frente a un régimen de fuerza y forzó la dialéctica de ese régimen obligándole a salir hacia una sucesión.

Fuentes normalmente bien informadas anuncian ahora que el Conde de Barcelona hará solemne cesión de todos sus derechos dinásticos en favor del Rey don Juan Carlos. La decisión evidentemente está cargada de importantes significaciones.

Para los que pensaron que Franco podría conseguir su viejo ensueño de reinar después de morir, gracias a las ataduras con las que pretendió inmovilizar a su sucesor en la Jefatura del Estado, la abdicación de don Juan fue durante muchos años el principal objetivo. La idea era que la institución monárquica quedara encerrada bajo las siete llaves del continuismo franquista; en esa azul perspectiva, el Rey don Juan Carlos se vería obligado a refrendar las decisiones de los Gobiernos post-franquistas, que mantendrían intacto el entramado de intereses resultante del régimen anterior, evitando así toda alternativa democrática con forma de Estado monárquica. Las maniobras de quienes hoy se proclaman con todo descaro, «monárquicos hasta las cachas» o «intensamente monárquicos» terminaron en un doble fracaso. Ni el Conde de Barcelona abdicó de sus derechos ni el Rey Juan Carlos comprometió el porvenir de la institución monárquica, deteniendo el reloj de la historia en la madrugada del 20 de noviembre. Esa afortunada circunstancia ha permitido que estos meses de tránsito pacífico hacia la democracia consoliden la forma monárquica de estado, excluyan la posibilidad de que ésta sirva de caución a contenidos autocráticos y cierren en el camino a otras alternativas institucionales.

En ese sentido, cada vez van perdiendo más fuerza las razones para mantener separada la realidad institucional de la Monarquía, cuya titularidad desempeña don Juan Carlos de Borbón, y el proyecto de una monarquía democrática cuyo mantenedor durante largas décadas fue don Juan de Borbón y Battenberg. Algunos opinarán que la decisión del Conde de Barcelona se ha retrasado con exceso y que debería haberla adoptado tras la aprobación de la ley de Reforma del 15 de diciembre de 1976. Otros, temerosos de una súbita involución que pudiera arrastrar consigo al joven Rey, tal vez discutirán la oportunidad de que esa medida se tome en vísperas de las elecciones -generales y en un clima de confusión rico en maniobras de toda suerte. Entre las prisas de unos y la desconfianza de otros, digamos que el Conde de Barcelona ha dado abundantes pruebas de perspicacia y prudencia políticas a lo largo del dilatado período que nos precede; y que el país siempre le agradecerá no sólo su dignidad personal, sino el inmenso servicio que ha prestado a la sociedad española contribuyendo a buscar la fórmula que ha evitado que la sucesión de Franco terminara en una tragicómica República de Saló, o en una Monarquía antidemocrática.

20 Mayo 1977

El conde de Barcelona

Alfonso de Cossío

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A través de las pantallas de televisión, que tantas veces nos han sorprendido con la transmisión en color de actos protocolarios y vacíos, ha llegado a nuestros hogares la sombra de una ceremonia austera y llena de significación, de la que difícilmente podríamos encontrar algún precedente en la historia. Un Rey cede voluntaria y libremente sus legítimos derechos a la Corona a su hijo.Una abdicación regia ha sido normalmente, en los casos en que ha llegado a producirse, el resultado de un personal fracaso, una medida de urgencia para salvar una situación conflictiva y grave, o, a lo sumo, el fruto de una coacción externa; pero la renuncia que hemos presenciado tiene un signo completamente distinto, porque el hombre que la realiza es el que ha hecho posible, con todo el peso de su vida desgraciada, aunque llena de dignidad, que en este momento la Monarquía que representaba haya merecido el respeto de todos los españoles.

Fue hace, creo, unos doce años, al constituirse la Mesa Democrática de Andalucía, cuando tuve la honra de conocer personalmente a don Juan de Borbón, y he de confesar que llegué a su residencia de Estoril lleno de prevenciones y reservas, pero después de varias horas de diálogo abierto no quedaba en mí mas que admiración y entrega a su humanidad arrolladora, pletórica de generosidad, que había sabido mantener durante los largos años de su destierro todo su amor a España, libre de rencores y de resentimientos, dándonos a todos la gran lección de lo que debe ser un verdadero Rey, fiel a su destino y leal a los difíciles deberes de la Monarquía en él encarnada.

Yo creo que fueron las muchas horas pasadas en la soledad del mar, lejos de las terrenales impurezas, las que le permitieron mantener su espíritu limpio, que sólo se guiaba por la luz de las estrellas, completamente ajeno a los semáforos arbitrarios que convierten en ovejas de rebaño a los hombres de la ciudad. Tenía una profunda conciencia de lo que la Monarquía debía ser en aquel momento histórico, de la función superadora de injusticias que le había sido confiada, defensora, como lo fue en sus orígenes, de los derechos del pueblo llano contra los abusos de la aristocracia o de la oligarquía.

Una vida honesta, austera, elemental, en la que nunca se ha podido señalar una claudicación, un corazón abierto, que se entrega sin reservas desde el primer momento, una infinita capacidad de olvido del agravio, un acusado sentido del humor, que le ha permitido siempre eludir el juicio acerado y superar la ofensa, como sólo puede hacerlo un gran señor, categoría cada vez más rara en este pobre mundo en el que nos ha correspondido vivir. Cuando me separé de él hube de decirle: «Señor, yo nunca he sido monárquico, pero ahora empezaré a serlo, siempre que el Rey lo seáis vos.»

Por eso, al ver el noble gesto de su renuncia, su humilde acto de pleitesía a su hijo, que es Rey de España porque él lo ha querido, he sentido cierta congoja en la garganta y he deseado que este acto suyo, en un momento en que todos los pigmeos se aferran a la conservación de sus situaciones personales, sirva para asegurar la convivencia de los españoles, tal como él lo ha deseado siempre.

Al transmitir sus derechos a su hijo ha puesto sobre sus hombros una pesada carga y una gran responsabilidad: no sólo la que nace de las leyes de la herencia y de la sangre, sino, sobre todo, la que deriva del prestigio que él supo ganar para una institución que mantuvo siempre por encima de partidismos y de banderías, durante los años más difíciles; como símbolo de unidad. Nadie debe olvidar en estos momentos que si los hombres de la oposición democrática consideran con respeto a la Monarquía, ello se debe exclusivamente al que supo ganar para ella el Conde de Barcelona, Rey que nunca llegó a reinar, pero que pasará a la historia como uno de los más grandes de su dinastía, porque no fue conquistador de tierras, sino espejo vivo en el que todos los que le sucedan estarán obligados a mirarse.

28 Mayo 1977

El conde

Martín Prieto

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En este país sólo hay dos condes: el de Barcelona y el marqués de Santa Rosa del Río. Dicho sea sin demérito de otros blasonados, pero en honor de la realidad política. Desde el 14 de mayo sólo cuenta José María de Areilza, conde consorte de Motrico. Don Juan de Borbón, presumiblemente cansado, física e históricamente, ha soltado el ancla de su Giralda con el deje de amargura que Sainz Rodríguez imprimió a su discurso de renuncia dinástica.Resta, por tanto, un solo conde, abatido a su vez, mal que le pese, por sus soledades. José María de Areilza inspira ternura; de alguna manera le ha tocado representar el papel del antihéroe, del eterno aspirante a la Presidencia del Consejo, siempre derrotado en el último momento por el más malo de la película o, simplemente, por un contrincante demasiado joven y exultante y satisfecho de sus logros, como para obtener más dosis de simpatías populares que papeletas electorales.

¿Y por qué inspira ternura política el conde? Diría que porque no es N ixon; y además todos sabemos que, al contrario de Dicky, el tramposo, es tan brillante que ni siquiera juega a ganar. Al conde se le puede recordar -si así se quiere- hasta aquello que él mismo ha rememorado públicamente y con notable honradez: desde su amistad con Ledesma Ramos a su Reivindicaciones de España -junto con Castiella-, su primera alcaldía franquista de Bilbao, las destacadas embajadas que desbloquearon internacionalmente El Pardo, y otros largos y excelentes servicios al antiguo régimen. En el franquismo pudo ganar el pleno pero le faltaba mediocridad. Nadie dirá del conde lo que ya antes de Franco se decía de Madariaga: que era tonto en cinco idiomas. Al contrario; es un hombre de amplia cultura, calza la talla del estadista, no tiene a la política por un lúdico ejercicio intelectual, carece de prejuicios ideológicos, y tuvo -y sigue teniendo- el valor moral de apostar al número que no sale, si piensa que es el que debe salir.

Tras su embajada en París realizó una travesía del desierto que probablemente no creyó tan larga. Pero después de Ridruejo (salvando todas las distancias) fue uno de los primeros vencedores en saltar el Rubicón para ir deliberadamente a estrellarse en la otra orilla de los vencidos. Su debilidad, empero, fue la de la impaciencia. Hasta quienes más le quieren no dejan de estimar que necesita presidir un Gobierno. Y tiene prisa.

Sólo por esa premura se comprende que aceptara una cartera del Gobierno Arias Navarro sin que su talento le avisara que el ahora candidato al Senado por Alianza Popular no se había transmutado tras un 20 de noviembre, ni que las sombras de Franco poblaban aún el palacete de Castellana, 3. A tales extremos llegó la obnubilación de su instinto político que toleró que se le ayuntara junto a Fraga como el otro hombre de la reforma.. Y ya sabemos en que quedó aquella reforma, de qué va Fraga, dónde estaban las claves del auténtico intento de cambiar las cosas -aún cuando sea para que todo pueda quedar como estaba- y cómo el conde agrietó su propia peana dejándose-prohibir sus entrevistas en televisión o prohibiéndose el habla y la acción tras sucesos como Montejurra o Vitoria.

¿Fue un oportunista del último Gabinete Arias? En absoluto. Fue un optimista histórico, pero carente de la astucia táctica de los marxistas. Después de aquella larguísima tarde del 3 de julio en su casa de Aravaca, con los periodistas en la puerta hasta que su televisor le dio la noticia de que el Ministro Secretario General del Movimiento había sido nombrado presidente por el Rey, entró en una lógica «tristeza» política que le condujo a situaciones tan desairadas como las que le deparaban los no desmentidos comentarios semipúblicos de Osorio: «A Areilza hay que colocarle en su lugar y ofrecerle el puesto quince en las listas electorales de Madrid.» ¿Qué puesto habría que ofrecerle -me pregunto- a Osorio?

Tras su salida del Partido Popular y su defenestración del Centro Democrático, parece buscar las pistas perdidas de su segunda travesía del desierto. Sus seguidores se frotan las manos. «Aún tiene por delante unos cuantos buenos años -vienen a decir- y debe dedicarse en los próximos meses a aglutinar a la auténtica derecha democrática española. Y eso es lo que va a hacer.»

Pocos dudarán de que tal es su cometido y hasta su obligación. Pero vuelve a aparecer como políticamente presuroso e irresignable al papel de patriarca no ejecutivo de la derecha democrática, que, acaso, todavía podría desempeñar. En este mismo periódico ha justificado su ausencia de las elecciones y ha descalificado con su habitual brillantez los comicios de junio. Le sobran razones y le falta la razón. No comprende que a las elecciones hay que llegar. Desde sectores democráticos ya se ha dicho lo que será el 15 de junio. En esa denuncia residía una obligación moral. Pero, por encima de todas las legítimas objeciones que se puedan poner sobre el proceso electoral, hay que llegar a él; particularmente cuando tantos intereses se centran en que el 15 de junio no sea un día de urnas.

Cuando hasta la izquierda del PCE -no legalizada por el Gobierno- sale a la calle a buscar votos y pese al injusto trato recibido, no rechaza las elecciones, Areilza se aúpa en un pedestal de pureza de dudosa eficacia.

Se diría que el conde, purificado en sus sufrimientos políticos -comprensibles y hasta compartidos por muchos- pretendiera transitar por un sendero de pétalos, único impoluto en la mezquina historia que ahora se cuece, y aspirante a conciencia moral de la nación o de las derechas que van a votar socialista. Es una ingenuidad indigna se su experiencia e inteligencia.

El conde perderá previsiblemente sus próximos años de vitalidad política y desperdiciará la posibilidad de erigirse en el Catón de la derecha democrática de este país. Podría inspirarla desde su Colombey-les-deux -Eglises,junto a Motrico, recordando los pilotos de altura de su viejo pueblo vasco; pero prefiere aspirar a dirigir el cabotaje de la política española de 1978.

Con todas las reverencias que merece este español ilustre, inteligente, internacional, legítimamente ambicioso y merecedor de mayor fortuna, alguien debiera indicarle con el índice el último camino tomado por el conde que le precede en el rango.

14 Mayo 1977

El último capítulo

EL PAÍS (Director: Antonio de Senillosa)

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Con la renuncia a los derechos de don Juan de Borbón, conde Barcelona, se pone fin a un largo proceso que el franquismo inició ya en 1945. A raíz del manifiesto de Lausanne, en el que el hijo y heredero de Alfonso XIII trató de ofrecer una alternativa de salida de la dictadura que, sin ser revolucionaria ni suponer la revancha de la guerra civil, significara el paso a una situación democrática, comenzó el desarrollo de la maniobra. En el dramático momento en que la segunda guerra mundial, perdida por los fascismos europeos, iniciaba desde su contexto victorioso la comprometida situación del franquismo, la oposición de don Juan de Borbón se perfiló como una racional solución que evitara el aislamiento y la hostilidad internacionales. El general Franco, que instintivamente adivinó ese peligro para su permanencia en el poder, tramó una estrategia defensiva con el propósito de impedirlo y la puso en práctica inmediatamente de forma metódica y paciente.

Así comenzó una sistemática denigración de la enorme figura de don Juan de Borbón, llevada a cabo con cinismo desde las instancias del poder franquista. Los peores dicterios de la época -masonería, extranjería, vida disoluta, pactos y contubernios con la revolución- fueron acumulados contra su persona por las plumas de alquiler, mientras que sutilmente se institucionalizaba la forma monárquica de Estado en un aparente referéndum. Encuentros de alto nivel sin resultado posible en orden al acercamiento político entre don Juan y Franco versaban sobre los detalles de la educación y estudios del príncipe de Asturias para mantener la difusión en el problema y neutralizar la actividad de don Juan.

Mientras tanto, el monarquismo juanista, que servía de aglutinante a un amplio espectro de oposiciones políticas, desde la derecha hasta el socialismo, era duramente perseguida por los servicios de seguridad, y en sus casilleros de información anotaban la condición de monárquico juanista junto a la de otras gentes de la más sospechosa conducta.

Con el paso del tiempo, la operación eliminatoria del conde de Barcelona como alternativa realista y posible para llevar España a un sistema democrático fue concretándose en formas más definitivas. Lo que en los años sesenta pudo ser una salida racional y pacífica hacia un sistema plural político y sindical, basado en la soberanía popular y en el sufragio universal realizado en periodo de prosperidad económica europea, se convirtió en obsesiva preocupación en la mente del almirante Carrero Blanco, enemigo visceral de don Juan de Borbón, y de cuantos eran seguidores suyos, hasta el punto de considerarlos verdaderos traidores a la Patria. En esa persecución tomaron parte los muchachos de la Presidencia, en su mayor parte tecnócratas del instituto secular que trataban de hacer méritos políticos para seguir trepando hacia los puestos más codiciados, con un ramillete de cabezas degolladas de recalcitrantes e insumisos juanistas. Así se llegó a la ley Orgánica del Estado, y a la designación del príncipe como sucesor en la Jefatura del Estado.

La eliminación del conde de Barcelona estaba cuasi consumada. Con la muerte de Franco se produjo el curioso, pero inevitable, fenómeno de que la monarquía de don Juan Carlos aceptara para sustituir el mismo programa y contenido político de don Juan de Borbón, a fin de instaurar un sistema democrático en nuestra vida pública. Lo que en los años sesenta se pudo hacer en tiempos de prosperidad, hubo que intentarlo ahora, en época de grave crisis, con mucho mayor riesgo y costo social.

Faltaba la renuncia final, la que legítima al rey don Juan Carlos desde el punto de vista dinástico, como el voto popular deberá legitimarlo desde el punto de vista democrático. Se lleva a cabo ahora la renuncia, en pleno fragor electoral, quizá para añadir un elemento más en la nutrida canastilla nupcial del presidente Suárez en sus bodas con la candidatura de la Unión del Centro Democrático.

Con todo, estos episodios menores, de pequeña política diaria, no prevalecerán en la historia de una institución con 1.200 años de servicio al país. La Corona es un conjunto de aciertos y de errores, pero sobre todo, de servicio a la estabilidad nacional, en la que no cuentan a la postre las pequeñas anécdotas ni las maniobras, sino un enorme sustrato histórico y humano vinculado hasta hoy, inevitablemente, a don Juan de Borbón. Porque por encima de la legitimidad dinástica -parvo título en el siglo XX, pero indispensable en las monarquías-, el conde de Barcelona transfiere a su hijo algo mucho más visible y necesario hoy: la independencia y la dignidad de la Corona, que él supo mantener contra viento y marea.

La más noble figura de nuestra historia contemporánea se esfuma de la escena política que tan dignamente ocupó, para salvar la imagen de la monarquía de la contaminación fascista. Más de uno de los colaboradores del difunto almirante dibujará en sus labios una sonrisa cínica al contemplar la eliminación definitiva del conde de Barcelona de la vida pública española, objetivo que tantos trabajos, tantas intimidaciones, tantas calumnias, tantas heridas y tantas delaciones han costado.