2 enero 1968
Al dentista blanco Philip Blalberg se le transplantó la viscera del hijo mulato de un bantú
El doctor Christian Barnard realiza el primer transplante de corazón en el hospital De Groote Schuur de Capetown
Hechos
El 2 de enero de 1968 el transplante de corazón a Phillip Blalberg fue noticia en los periódicos de España.
10 Enero 1968
UNOS HOMBRES VAN A MORIR
Con el cuchillo de obsidiana, teñido por sangre de otras víctimas, el inmolador azteca abría el pecho del sacrificado, extraía su corazón y lo ofrendaba – tembloroso y palpitante como un pájaro vivo – al dios Huitzilopoch.
Los nuevos sacerdotes de la ciencia (ciencia del bien y del mal la llamó sabiamente el Génesis) ¿a qué dioses sacrifican los corazones trasplantados de pecho a pecho si no es al de la publicidad? Los victimarios de Moctezuma creían aplacar así las iras de una divinidad sedienta de sangre. Más lo hacían a corriente de sus creencias, al servicio de una fe monstruosa, a nivel de unas normas establecidas. De suerte que ni alteraban su ritmo ni atentaban contra la ortodoxia de su religión.
Los cirujanos que han vaciado unos cuerpos, extrayendo el que fue su primer motor para injertarlo en hornacinas ajenas, infringen en cambio principios universalmente acatados. Y no me refiero aquí a los de orden moral, que también los hay, y de envergadura, sino a los puramente científicos, ya que tales industrias contradicen frontalmente las corrientes doctrinales de la biología contemporánea, niegan la evidencia de las estadísticas, convierten la clínica en laboratorio y rebajan al hombre a simple objeto de experimentación.
Hasta ahora, salvo los vandalismos científicos practicados en ciertos campos de concentración en la última gran guerra, no se había aplicado al ser humano una técnica, una terapéutica que no estuviese previamente ensayada en otros mamíferos superiores y respaldada por el éxito. Muy por el contrario en estos casos el hombre mismo ha hecho las veces de la rata, el conejo, el cerdo, el mono o el perro, sujetos tradicionales de semejantes pruebas.
Sería erróneo reprobar los trasplantes de corazón entre seres de nuestra especie sólo por lo que tiene de prueba, en sayo, tentativa o experimento. La gravedad de estas acciones, torpemente aireadas por la Prensa del mundo como grandes conquistas de la ciencia, estriba en la ausencia de posibilidades, en la falta de esperanza, en el resultado adverso tan conocido como ocultado.
¿Cuál es la verdad, el estado actual de la doctrina biológica en lo que a los transplantes de hombre a hombre se refiere? Digámoslo por boca del célebre biólogo francés John Rostand – hijo del no menos célebre escritor Edmond, del mismo apellido, autor de ‘Cyrano de Bergerac’ – tal como lo escribe en su inquietante obra ‘Aux Frontieres du surhumain”: “Así como un injerto es siempre posible entre dos partes del mismo individuo – transplantando por ejemplo, un trozo de piel del antebrazo a la frente – el tal injerto ESTÁ CONDENADO ALFRACASO CUANDO SE TRATE DE UN INDIVIDUO A OTRO INDIVIDUO. En este caso, la materia injertada, al cabo de cierto tiempo, perece, se descompone, y es, por último, rechazada por el organismo”.
Esta afirmación terminante, tan clara como rotunda, es a la técnica de los injertos lo que la ley de Newton a la gravedad: un órgano de hombre no puede ser trasplantado con éxito a otro hombre. El cuerpo receptor – llámese Washkansky, Blaiberg o Mike Kasperac – unirá todas sus defensas, como una ciudad sitiada reúne todos sus ejércitos, para repeler la intrusión extranjera. Estas defensas o anticuerpos actúan indiscriminadamente, automáticamente y con admirable eficacia lo mismo contra los virus de las infecciones que contra cualquier materia viva subrepticiamente introducida en nuestro solar. Y sin detenerse, por cierto a considerar si con tal oposición hace un bien o un mal al cuerpo que protegen. Les acontece lo que a Charles de Gaulle: su repulsa contra cuanto no es propiamente “lo suyo” es superior a toda convivencia; en un movimiento sordo, automático e instintivo contrario a cuanto venga de fuera. Con esto y con todo el nacionalismo de presidente de Francia es pura broma comparado con el ardor numantino del organismo humano frente a todo lo foráneo y gracias a eso vivimos; los anticuerpos, las defensas, triunfan siempre. Sólo pierden una batalla; ya que, si son vencidos, se produce la muerte.
Las excepciones a la regla son sólo dos: la de transplantes realizados entre gemelos univitelinos (que son, como dice Rostand, “un mismo individuo tirado en dos ediciones distintas”) y los efectuados con injertos que, por decirlo de algún modo inteligible al profano, carecen de vida propia, como los huesos o los tendones. Pero ninguna de estas salvedades puede aplicarse a los lances practicados en Sudáfrica y en Estados Unidos con órganos vivos, que latieron en otros pechos, al unísono del miedo, el gozo, la pena o el amor antes de ser trasplantados a individuos de distinto sexo y diversa raza.
Unos hombres van a morir. La vida que se les ha prestado es vida artificial. Los latidos que impulsan su sangre no les pertenecen. El reloj que cuenta sus minutos está fuera del tiempo. Quizá – Dios lo quiera – futuras investigaciones resuelvan algún lo que, hoy por hoy, no ha sido resuelto. Entretanto, la utilización de hombres para sustituir a perros, monos, cerdos, ratas y conejos es condenable; la metamarfosis de las clínicas quirúrgicas en laboratorios experimentales, inadmisible; la publicidad de los hechos de muy dudosa justificación ética, reprobable; las arterias de los humanos transformadas en probetas, insufrible.
En Sudáfrica, en California, unos hombres van a morir.
Torcuato Luca de Tena
02 Junio 1970
La ventura de errar y el riesgo de acertar
No hay cultivador de géneros literarios que esté tan espectacularmente sometido al riesgo o a la ventura de acertar o de errar cara a la opinión pública, como el escritor de periódicos. Mi ya larga dedicación a enjuiciar desde las columnas de los diarios los sucesos del momento, me ha permitido el milagro de acertar… alguna vez. Con esto he adquirido una curiosa experiencia que es común a todos los de mi oficio: comprobar cómo hartas veces, se aplauden nuestros yerros y se combaten nuestros éxitos. Si modestos y mínimos fueron, en ocasiones, determinados aciertos míos, no tuvieron la misma índole de iracundias que provocaron.
El francés Jean Cau publicó semanas atrás en BLANCO y NEGRO un sabrosísimo artículo: «Barnard devorado por la fama». Su lectura me ha traído a la memoria el revuelo provocado a raíz del que escribí para ABC el 10 de enero de 1968 con motivo de los primeros trasplantes de corazón realizados en África del Sur por este hábil y temerario cirujano. Mi artículo se titulaba «Unos hombres van a morir». ¡Nunca hasta entonces se había acumulado sobre mi mesa de trabajo tantas y tan airadas protestas! No obstante, mi pronóstico no era tan arriesgado como muchos quisieron suponer. Ni el furor viajero, ni la voracidad fotográfica de Barnard, ni sus audacísimas declaraciones a la Prensa podían anular un principio biológico (que quizá algún día sea superado por un descubrimiento nuevo), pero que entonces estaba, Y AÚN SIGUE ESTANDO vigente. Este, que en palabras de Jean Rostand cité en aquella ocasión: «Así como un injerto es siempre posible entre dos partes del mismo individuo, el tal injerto ESTÁ CONDENADO AL FRACASO CUANDO SE TRATE DE UN INDIVIDUO A OTRO INDIVIDUO. En este caso, la materia injertada al cabo de cierto tiempo parece, se descompone y es, por último, rechazada por el organismo».
En los días que mediaron entre la entrega original y su publicación en ABC falleció el receptor del primer corazón injertado: un polaco llamado Washkansky. El mismo número que divulgaba mi escrito contenía la noticia de la muerte del segundo, un bombero retirado, Louis Block, intervino en Brooklyn (Estados Unidos). El tercero, un niño operado en Nueva York por el doctor Kantrowite, rendía su último aliento seis días más tarde. El cuarto, Mr. Kasperak, fenecía en San Francisco díez días después. Ciento cincuenta injertos semejantes han sido realizados desde entonces. ¿Cuántos de estos corazones trasplantados laten todavía?
No se me oculta que otros muchos periodistas españoles más avezados que yo por su edad y experiencia podrían aportar anécdotas de más valor que las mías para corroborar la escasa relación que existe entre el aplauso público y el diagnóstico acertado de un hecho. Por lo general, cuanto más ajustado a la lógica, es un juicio que se enfrenta con nobles pero vanas fantasías o anhelos populares, más crudas y violentas son las reacciones que provoca Reacciones que el profesional de la pluma debe desoír si la rectitud de su conciencia le inclina a servir a la verdad y no a la popularidad.
Torcuato Luca de Tena
El Análisis
En diciembre de 1967, el mundo asistió a un acontecimiento médico que parecía salido de la ciencia ficción: el sudafricano Christiaan Barnard realizó el primer trasplante de corazón humano. El paciente, Louis Washkansky, sobrevivió apenas 18 días, pero aquel acto quirúrgico abrió una puerta que nunca volvió a cerrarse. En los meses y años siguientes se multiplicaron los intentos en hospitales de Estados Unidos y Europa, muchos de ellos con resultados decepcionantes: pacientes que vivían solo días o semanas. Fue entonces cuando surgieron voces críticas: Jean Rostand, biólogo y moralista francés, consideró que se trataba de un gesto temerario más que de ciencia, mientras en España Torcuato Luca de Tena sentenció que todo trasplantado moriría inevitablemente poco después. La idea de “cambiar un corazón” era vista casi como un sacrilegio médico y ético.
Y sin embargo, la historia fue otra. La clave estaba en el rechazo inmunológico: los primeros pacientes no morían por la operación en sí, sino porque su organismo atacaba al corazón trasplantado. A partir de la década de 1970, con la introducción de inmunosupresores más eficaces y especialmente con la ciclosporina en los años ochenta, los trasplantes dejaron de ser un experimento y se convirtieron en una opción terapéutica real. La supervivencia comenzó a medirse no en días, sino en años y décadas, y con ello la incredulidad inicial se transformó en respeto científico y en esperanza para miles de pacientes con insuficiencia cardíaca terminal.
Hoy el trasplante de corazón es una práctica consolidada en hospitales de todo el mundo, con tasas de éxito impensables en los sesenta. El escepticismo de Rostand y de Luca de Tena queda como reflejo de una época en la que la ciencia avanzaba más rápido que la imaginación de la sociedad. Barnard no solo trasplantó un órgano: trasplantó la convicción de que la medicina podía desafiar límites que parecían absolutos. Medio siglo después, su audacia demuestra que muchas veces los pioneros no son quienes obtienen el mejor resultado inmediato, sino quienes abren un camino donde antes solo había incredulidad.
J F. Lamata