12 agosto 1977

La revista era hasta ahora propiedad de Zeta, la empresa editora de INTERVIÚ

El exnotario Antonio García-Trevijano compra la revista REPORTER y despide a su hasta ahora director, el comunista Mario Rodríguez Aragón

Hechos

El 12 de agosto de 1977 D. Mario Rodríguez Aragón anunció que dejaba de dirigir la revista REPÓRTER.

Lecturas

D. Antonio García-Trevijano Forte será columnista estrella de su revista REPORTER.

El 12 de agosto de 1977 Antonio García-Trevijano Forte compró la revista Repórter a la Editorial Zeta de Antonio Asensio Pizarro, que había fundado la publicación unos meses atrás. El cambio de propiedad ha supuesto la inmediata dimisión de Mario Rodríguez Aragón.

En la macheta del periódico (tras una interinidad dirigida por Enrique García Pons) figurará a partir de septiembre José Antonio Martínez Soler como director mientras que como empresa editora sigue figurando Ediciones Actuales S. A., pero ya no figura como presidente de esta Antonio Asensio Pizarro sin citarse ningún editor del medio, García-Trevijano ha optado por mantenerse en situación de ‘tapado’. Entre los colaboradores de Repórter en esta etapa figurarán Ramón ‘Moncho’ Alpuente Mas, Arcadi Espada Enériz o Fernando González Martín.

 

MARTÍNEZ SOLER SOBRE SU EXPERIENCIA CON TREVIJANO

Martínez Soler

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Fragmento de las memorias de Martínez Soler que reemitió a Hemeroteca del Buitre al preguntarle por su etapa en REPORTER.

El pecado favorito del diablo

En esas cavilaciones y penas andaba yo enfrascado cuando, mira por dónde, se me acercó el diablo en persona. No le reconocí, a primera vista, pues había adoptado la figura de un notario granadino llamado Antonio García Trevijano. Me atacó por la vanidad, el pecado favorito de Belcebú. Nunca falla. En algunas reuniones clandestinas, en vida de Franco, había coincidido con Antonio y otros colegas para organizar la Junta Democrática de Prensa. Conocía rumores sobre sus andanzas y corruptelas con Macías, el dictador de Guinea Ecuatorial, y numerosas críticas de sus enemigos que yo consideré entonces interesadas. La verdad es que apenas le conocía. Me pareció un tipo listo, quizás porque empezó alegrando mis oídos con abundantes halagos sobre mis presuntas virtudes: valentía, honradez, integridad profesional. No me puse en guardia frente a tantos piropos.

Acudí a su despacho predispuesto a aceptar lo que me ofreciera, con tal de salir del área Internacional de El País, donde me faltaba oxígeno y sentía que estaba perdiendo el tiempo. Quería volver a la información nacional que yo consideraba clave en aquellos momentos. Como digo, me entraron las prisas. Es posible que me afectara también una cierta nostalgia por los asuntos nacionales que cubría al frente de Cambio 16 o de Doblón, antes de mi secuestro.

Antonio García Trevijano no parecía dispuesto a dejarme salir de su despacho en La Castellana sin haberle firmado un contrato de director del semanario Reporter que acababa de comprar al grupo Zeta.

Apliqué los mismos criterios que tan buenos resultados me dieron cuando, casi cuatro años antes, firmé el contrato para fundar el semanario Doblón. Ambos tendríamos derecho de veto sobre el contenido. Antonio me dijo que sí a todo. No regateaba nada. Debía pellizcarme para persuadirme de que no estaba soñando o para descubrir dónde estaba la trampa, si la hubiera. El caso es que el notario no aceptaba un no por respuesta. De modo que, al cabo de una larga conversación, sin apenas negociación, firmé un contrato anual renovable automáticamente que prácticamente él ya tenía redactado. Añadió una cláusula con el blindaje de un año de buen salario si él decidía despedirme antes de lo pactado.

Juan Luis Cebrián no daba crédito a mis palabras. No podía comprender que un redactor jefe de Internacional de El País dimitiera para ir a trabajar precisamente con García Trevijano. Me dijo que me arrepentiría pronto de mi error. Desgraciadamente, no le faltó razón. Al subdirector Darío Valcarcel, de quien yo dependía, no le pareció tan mala idea. Pensé, equivocadamente, que se alegraba de librarse de mí. Me equivoqué. Pronto le vi merodeando por las oficinas de García Trevijano y conspirando contra Juan Luis Cebrián y contra Jesús Polanco, el consejero delegado de PRISA, empresa editora de El País, por el control del periódico.

Empleé los primeros días en formar rápidamente el equipo básico del nuevo Reporter, semanario de información general, con sede a un paso del despacho del dueño. Pronto reclutamos un buen grupo de colaboradores.

El 17 de noviembre de 1977 lanzamos “Madrid Reporter”, con una tirada nada modesta, casi temeraria, por tratarse del primer número sin apenas campaña de publicidad de lanzamiento. Le dije al notario-presidente que debíamos ser más prudentes con los gastos de papel e impresión si no quería arruinarse antes de tiempo. En Doblón yo tenía mando en el contenido y voz influyente en la gestión empresarial ante el propietario de la editora. En Reporter, pronto me percaté de que, una vez que firmé el contrato de dirección, el dueño no me haría ningún caso. Ni en la gestión del negocio ni en el control del contenido.

Durante el acto de presentación del primer número de “Madrid Reporter”, Antonio y yo pronunciamos los discursos de rigor. Yo repetí prácticamente los ideales expuestos en el comentario editorial. Antes de pasar a las copas y canapés, el dueño cerró el acto con un discurso político algo subido de tono que yo consideré fuera de lugar. ¿Habría bebido más alcohol de la cuenta? Pronto descubrí fatalmente que no era eso. Era la primera vez que escuchaba a García Trevijano dar una arenga, casi revolucionaria, en un acto legal que no precisaba permiso gubernativo. La presentación en sociedad de un nuevo medio de comunicación es un acto que requiere cierta solemnidad y complicidad con el perfil del lector deseado. Y, si me apuran, con el anunciante necesario para sobrevivir. Sin embargo, cuando el notario, recién convertido en editor, se vio con micrófono en mano y audiencia cautiva se creció. Como se diría ahora, “se vino arriba”.
¡Madre mía!

“Ruptura radical, nada de reformas”

El mismísimo día de aquella celebración me percaté de que me había equivocado de patrón. No podía salir huyendo ni dejar plantados a los invitados, muchos de los cuales habían venido para apoyarme en la nueva aventura periodística. Puse cara de póker. Sonrisa falsa. Aguanté la sensación de ridículo. Recuerdo una de las frases que más repitió Antonio y que fue titular al día siguiente en la prensa:

-“Reporter nace para hacer efectiva la ruptura total con el pasado dictatorial de España. Ruptura
radical, nada de reformas”.

No disimuló nada. De milagro, no habló de traer, ya mismo, la III República Española. Su tono de tribuno decimonónico y su verbo encendido presagiaban lo peor. Sus acólitos, que nunca faltaban a su alrededor, le halagaban con fuertes aplausos. Daban por hecho que el notario sería, sin duda, el primer presidente de la III República. Para los “Trevi-fans”, que conocería muy pronto, la República que preconizaba Trevijano estaba al caer…

Salí del hotel confundido, perplejo, por no haber sabido ver ni calibrar el tamaño descomunal del ego de mi nuevo jefe. Ni del mío. Tampoco mi nivel de idiotez e ingenuidad. El contrato que me ofreció el notario era demasiado bueno para que durara… Han pasado más de 43 años desde aquel día, y debo reconocer que, desde entonces, jamás me crucé en mi vida con un narcisista, casi patológico, que luciera un ego semejante al de Antonio García Trevijano. En materia de recabar piropos, era insaciable. Los compraba, casi a golpe de talonario. Si no fuera por el error dramático que había cometido, al lanzarme, ciego, a aquella loca aventura profesional, mientras esperábamos el nacimiento de nuestro primer hijo, hubiera calificado la situación de extremadamente cómica. En una tarde había dilapidado buena parte de mi crédito profesional, construido con tanto esfuerzo y rigor, con la ayuda de tantos buenos colaboradores.

En menos de un mes, había puesto en marcha, casi a la vez, cinco ediciones del semanario Reporter (Madrid, Catalunya, País Valenciá, Nuevo Reporter y Les Illes), con sus respectivas mini redacciones y equipo de colaboradores locales. Como director de la publicación, yo era el encargado de contratar y, en su caso, de despedir, al personal de la redacción. Sin embargo, desde el primer día, el dueño de la empresa editora intervino por su cuenta, y alteró los salarios acordados y el precio de las colaboraciones de manera arbitraria (siempre al alza) y sin mi conocimiento. Tuve la impresión de que Antonio era más rico de lo que yo pensaba, o bien, lo suficientemente orgulloso como para dilapidar su fortuna antes de fracasar con su nuevo juguete periodístico. Los gastos fijos y los variables (en especial, papel e imprenta) se dispararon. Los ingresos por páginas de publicidad eran muy bajos, lo que era normal para una publicación nueva y desconocida en el mercado. Era su dinero, sí, pero me dolía la forma insensata que el dueño tenía de gestionarlo. Ponía en peligro la viabilidad de la empresa y el empleo de los trabajadores.

El colmo era cuando me traía artículos y reportajes, piezas de escaso valor a mi juicio, que él mismo había comprado a sus amigos y halagadores. En una ocasión, me entregó para su publicación un artículo firmado por José María Areilza, Conde de Motrico, cuyo manuscrito yo había leído antes en El País firmado por otra persona o seudónimo, cuyo nombre ahora no recuerdo.

Mi relación con el dueño de Reporter era cada día más imposible. No me pareció persona de fiar. N