27 noviembre 1993

Austral (Planeta) publica 'Federico Sánchez se despide de ustedes"

El exministro de Cultura Jorge Semprún publica sus memorias para ajustar cuentas con Alfonso Guerra al que culpa de la corrupción, del populismo y de su cese como ministro

Hechos

El 27 de noviembre de 1993 se presenta el libro de D. Jorge Semprún Maura titulado «Federico Sánchez Se despide de ustedes».

Lecturas

LAS FRASES DE JORGE SEMPRÚN EN SU LIBRO:

«Cuando Felipe González estaba de viaje oficial y presidía el Consejo de Ministros Alfonso Guerra era un desastre. No dominaba los dossiers, intervenía a trancas y barrancas y era incapaz de conducir una discusión y de hacerla progresar. Un verdadero desastre, lo repito. El Consejo de Ministros empezaba a parecerse a una clase cuyo profesor principal estuviera ausente, entregada por eso a un novato sin experiencia» (Pag. 81). «Alfonso Guerra no entabló ninguna discusión. De hecho no quería discutir. Quería meter miedo. Era así, sin duda, con aquellos métodos, como mantenía el orden, la disciplina y el silencio en los rangos del aparato del PSOE. Así era sin duda como Alfonso Guerra había bolchevizado el PSOE después de la victoria electoral de 1982» (Pag. 304).

 «Santiago Carrillo, viejo bonzo, viejo kominterniano sin escrúpulos ni memoria, que una buena parte de la izquierda hacía totalmente – y las tonterías se pagan en política – portaestandarte respetable de un marxismo renovado, ¡o irrisión! (pag. 49)».

 «En los consejos de ministros algunos decían algo, cualquier cosa, sin duda para convencerse de que existían al oír su propia voz. Algunos no decían nada, o bien porque no tenían nada que decir o bien porque preferían guardar un prudente silencio. La palma a este respecto se la llevaba sin duda el ministro de Sanidad [Julián García Vargas], un hombre afable, economista de profesión, que tenía en contra suya un molesto parecido con Groucho Marx. Lo que no tenía en contra suya eran sus palabras, sin embargo, puesto que no decía nada, apenas nada. Durante cerca de tres años no le habré oído prácticamente nunca tomar posición sobre una cuestión política de fondo. Nunca tampoco le habré oído exponer o proponer algo importante relativo a su departamento ministerial. Aunque sea difícil de pensar que no haya nada que decir sobre la salud pública durante tan largo tiempo».

 «El 2 de agosto los ejércitos de Saddam Hussein invadieron Kuwait. Felipe González instaló en La Moncloa un mini-gabinete con los titulares de las carteras de Asuntos Exteriores y Defensa, Fernández Ordólez y Serra. La ministra portavoz del Gobierno, Rosa Conde, mantenía el contacto telefónica con los demás ministros. Asombrosamente, también ella formaba parte de dicho mini-gabinete. Y lo que me asombra no es tanto el hecho en sí, como su estrepitosa inutilidad: no conozco en todo aquel largo periodo una sola declaración de la ministra que haya sido eficaz en la discusión pública que provocó la participación de España en la coalición contra el dictador iraquí» (pag. 269).

 

27 Noviembre 1993

Un intelectual en la política

Javier Tusell

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Se espera con mucho interés la aparición en España del libro del ex ministro Jorge Semprún del que algunas revistas y diarios han proporcionado por el momento adelantos parciales. Parece que la versión que ha publicado por el momento, en francés, no será idéntica a la española, en donde quizá el autor va a incidir bastante más en los problemas de nuestra política. La versión francesa, que he leído, contiene no pocos guiños, incluso moderadamente pedantes, al público lector de aquella cultura y reviste un gran interés. Lo curioso del caso es que lo tiene mucho más desde la óptica del personaje mismo que por sus juicios acerca de la vida pública española, única materia que hasta ahora ha sido recogida en las reseñas aparecidas en la prensa. Y es que de la lectura del libro de Semprún lo que se desprende, en suma, es que su valía reside en su condición de intelectual, de escritor, y que por ello alcanza una dimensión que interesa a todos por el procedimiento de ensimismarse en sus recuerdos. Lo fundamental del libro no son las diatribas en contra de Alfonso Guerra sino, por el contrario, el reencuentro del autor con su propia infancia y con los tiempos de clandestinidad durante el Régimen de Franco. Es justo decir que pocas personas habrá que hayan estado tan en el centro de problemas cardinales de la vida política contemporánea como Jorge Semprún. Lo que, sin embargo, reviste la condición de irrepetible para el lector es la transmisión de esa experiencia vital que es el ejemplo mismo de la tragedia de nuestra España. Quien fue un día el nieto del político conservador más conocido y prestigioso recuerda una trayectoria que llevó a su padre al republicanismo y a él al comunismo y a los campos de concentración nazi. Volvió primero convertido en el principal dirigente clandestino del PCE, pero sólo de manera definitiva lo hizo como ministro en el seno de un Consejo en el que era ya, frente a lo que había sido habitual en el resto de sus días, el mayor en edad de los asistentes. Su búsqueda del tiempo pasado no contiene deseos de alterar el devenir propio, ni arrepentimientos; es evocación pura y en ello reside su valía. Nos remite, en defmitiva, al valor de la memoria como elemento definitorio de la condición humana y lo hace de una manera como sólo un gran escritor es capaz de hacerlo. Ese es el principal goce literario que se encuentra en la lectura del libro. Eso es, también, lo que define a Semprún como intelectual y no como cualquier otra cosa. Claro está que se trata de un intelectual obsesionado por la política hasta hacerla inseparable de su vida, pero el mismo contenido de la obsesión le retrata como intelectual. Lo que le interesan son las grandes cuestiones y en sus antagonistas y amigos ve retratados momentos de la trayectoria política revolucionaria del pasado. Pero cabe preguntarse hasta qué punto no modifica el presente con ese tipo de referencias. Quienes como él han pasado por el comunismo suelen caracterizarse por una tendencia al profetismo o, al menos, a la exaltación a la hora del debate político que si les hace a veces tener una visión demasiado edulcorada de las personas con las que se identifican y otra en exceso negativa de aquéllos a quienes consideran como adversarios. Eso es lo que le sucede con Felipe González y Alfonso Guerra precisamente. El primero es poco menos que un héroe capaz de encaminar a la izquierda española por la senda de la sensatez; sólo hay una sombra de duda al quejarse de su «huida hacia adelante» al no enfrentarse de manera definitiva con Guerra. Sin duda no le falta gran parte de la razón, porque González es bastante más de la visión que de él nos ha proporcionado la derecha española. Pero a Semprún se le nota seducido e incapaz de percibir la culpabilidad del presidente en buena parte de los inconvenientes que achaca en forma exclusiva a Alfonso Guerra. Lo que de él dice merece capítulo aparte: le acusa de ser caótico, demagogo, populista, sectario, infantil, falsamente culto hasta la horterez y resentido. Hay una cierta demonización en este juicio que no parece tener en cuenta, por ejemplo, hasta qué punto una situación objetiva favorece defectos como el sectarismo. En todo caso el lector se pregunta cómo no conocía Semprún quién era Guerra antes de llegar al Consejo de Ministros. En realidad esta falta de conciencia de la realidad y este juicio tan áspero de un pretendido intelectual no es sino una prueba más de que el escritor merece ese calificativo con plena justicia. Tan sólo me limitaré a señalar una discrepancia con la comparación que hace entre Guerra y Largo Caballero; la verdad es que la personalidad de este último no deja de tener una cierta altura trágica mientras que al primero le corresponde más bien todo el prosaísmo de Lerroux. Hay un factor más en el que se trasluce ese carácter y es una cierta inhabilidad para la acción práctica. En realidad Semprún dice muy poco de su gestión ministerial: se limita a defender la existencia de su Ministerio con argumentos de principio y a asegurar que es necesario el protagonismo de la sociedad civil en estas materias culturales para acabar concluyendo que estaba al principio de su tarea cuando le echaron. Pero la verdad es que la mención que hace a su propia obra ofrece, al tiempo que ideas brillantes y discutibles (contraponer a Goya y Picasso en una misma sala del Prado, por ejemplo) una indefinición programática. Frente a los necios que le acusaban de «afrancesado» hay que decir que lo criticable de su gestión ministerial puede residir en un cierto desconocimiento de la realidad de la gestión cultural en España. Pero eso mismo nos remite a la condición de intelectual del ex ministro. Estaba tan por encima de la media de los políticos españoles que necesariamente tenía que durar poco. Y hará mal en pensar que tienen remedio. Su labor como intelectual consiste en tratar de formar a la opinión pública, no en intentar que desaparezcan de la política los Alfonso Guerra que por ella pululan.

13 Diciembre 1993

El libro que Guerra no desearía

Justino Sinova

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El primer contacto con el libro produce un pequeño chasco. No ofrece el índice onomástico que en el género es tan útil para satisfacer la primera curiosidad. Hay libros que pueden leerse con la guía del índice final de nombres y éste es uno de ellos. Pero la carencia tiene su compensación. El lector tendrá que adentrarse entre las páginas y, muy probablemente, quedará enganchado por un lenguaje cautivador y una memoria sugestiva. Quizá, el autor o la editorial hayan querido forzar a la lectura y no hay que reprochárselo porque el ejercicio merece la pena. Acaso, también, la decisión de suprimir el índice haya tratado de evitar que se apreciara, al primer vistazo, que el libro tiene un protagonista principal, Alfonso Guerra, cuya presencia traumática es más relevante que la del propio memoralista en muchos episodios. Guerra pasa de ser un personaje de la historia política vivida por el autor como ministro de Cultura a ser un objetivo a retratar, y a retratar con crudeza. Este es el primer libro de un testigo que pasa factura a la arrogancia, la fatuidad y la tiranía del exvicepresidente del Gobierno, cuyos complejos y simulaciones quedan al descubierto. No es que otros no lo hayan señalado antes sino que aquí quedan descritos por un testigo excepcional, el único, por el momento, que puede contarnos, por ejemplo, que Guerra era «un verdadero desastre» y «un novato sin experiencia» como presidente del Consejo de Ministros en ausencia de Felipe González (pág. 81) o que pretendía, también en un Consejo, la sustitución de los responsables del Banco de España por «hombres nuestros» (pág. 77).

No es gratuita la obsesión de Semprún por Guerra. Los métodos del «centralismo democrático», que aplicó en un partido que había «bolchevizado» (págs. 132 y 304), chocaban con el recuerdo vivo de un ex dirigente del Partido Comunista (aquel «Federico Sánchez» clandestino en España mucho antes de que Guerra se iniciara en la política); la autoridad implantada por el miedo, que le hacía ser «respetado como la peste» (pág, 131), enojaba a su mentalidad de independiente; la cultura bricolage que se había forjado, y que había convertido a Machado en presa de su «voracidad narcisista» (pág. 229), era insoportable para un hombre verdaderamente culto. Pero es que, además, Semprún resultó víctima de Guerra en cuanto que su destitución fue consecuencia de su independencia de criterio que le llevó a juzgar, en una entrevista que le hizo el actual director de El País, el «caso Guerra» sin la servidumbre mental del militante. Lo más triste de la historia que cuenta Semprún es la confirmación de que su caída fue resultado de una opinión públicamente expresada. El 20 de agosto de 1990, veintidós días después de publicada la entrevista, González le enviaba una carta (págs. 267 y 277) en la que le sugería su destitución, que se cumpliría poco después. Al final, el ministro independiente sucumbía ante las exigencias de la disciplina militante. González no se mostró nunca firme con el «caso Guerra», ni siquiera en la ocasión de tener que pasar factura al ministro que había cometido el delito de opinar. Semprún no guarda rencor por ello al presidente, cuya capacidad política elogia sin reservas. Pero acaso le haya animado a dejar constancia de su debilidad ante el problema más claro y turbador de corrupción política: González tuvo «reflejos partidarios en vez de reaccionar como hombre de Estado» (pág. 59). No obstante, Semprún no es vengativo con González: simplemente, reclama también ante él su derecho a ser independiente en la crítica. Si lo más triste es que la independencia de criterio se pague con la destitución política, lo más preocupante es que un equipo de gobierno se deje llevar por la rencilla personal hasta el punto de que varios ministros lleguen a no hablarse o a utilizar la mesa del Consejo de Ministros como campo de batalla de sus escaramuzas. Semprún cuenta con detalle cómo Guerra y Enrique Múgica, antaño compañero de clandestinidad, le retiraron la palabra y hasta fingían no verlo (!). Tienen razón quienes dicen que las pasiones desatadas en los escenarios del poder quitarían el sueño a los ciudadanos.

El libro colma el apetito de la curiosidad mediante una claridad cruel a veces, como cuando Semprún retrata a Santiago Carrillo («viejo bonzo, vieja veleta, viejo kominterniano sin escrúpulos ni memoria», pág. 49), a Rosa Conde (a quien atribuye «estrepitosa inutilidad» como miembro del minigabinete de crisis durante la guerra del Golfo, pág. 269) o a Julián García Vargas (de quien destaca sus silencios en el Consejo de Ministros, pág. 74). Pero Semprún incluye también juicios positivos. Subraya la firmeza democrática del Rey, que él comprobó personalmente antes del golpe del 23-F (pág. 194), y elogia largamente la política de Carlos Solchaga y Claudio Aranzadi (que «eran el blanco preferido de las campañas de rumores y de descrédito organizadas bajo cuerda por ciertos responsables guerristas del aparato», pág. 275). El estilo narrativo de Semprún es un permanente «flashback» que le permite actualizar su memoria y traer a primer término de la atención episodios lejanos de su vida, su estancia clandestina en España, sus visitas a la URSS, sus recuerdos mínimos. Esa técnica es la que ya usó en otros libros, sin ir más lejos en su Autobiografía de Federico Sánchez, sus memorias del Partido Comunista, absurdamente disfrazadas de novela (aunque no gratuitamente, ya que le valieron el premio Planeta y una promoción notable), de las que éste es su continuación. El constante cambio de escena y tiempo, con las consiguientes repeticiones para conectar el argumento, llega a hacerse agotador, pero la fatiga del lector queda compensada por la información que recibe adornada por un tono descriptivo y un lenguaje elegantes. No hay que dejar de señalar, con todo, algunas repeticiones y el uso inadecuado del verbo cesar como transitivo (págs. 306 y 307), en lugar de destituir, que contrastan con la pulcritud que busca el autor. Pero el argumento esencial del libro es su actividad ministerial en un departamento, como el de Cultura, tan resonante y al tiempo tan etéreo, y rodeado de un partido, como el Socialista, tan controlado y tan incapaz de entender la necesidad de su renovación. Esa renovación tendría que haber empezado en 1989, tras su tercera victoria electoral. Las consecuencias de no haber sabido actuar a tiempo se están sintiendo ahora. El relato de Semprún deja un tenue poso de frustración, una sensación de que la política, al fin

15 Diciembre 1993

El miserable libro de Jorge Semprún

Martín Prieto

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Jorge Semprún ha escrito un libro indigno de su demostrado talento. Sus tan jaleadas remembranzas de los años de ministro de Cultura en un Gobierno de Felipe González, constituyen una erudita nadería entre dos platos rematada por un definitorio colofón: «¡Que me quiten lo bailado!». No se me alcanza la alharaca ante estas memorias de baratillo por la supuesta revelación perjura de la confidencialidad de los consejos de ministros: el autor retrata en dos brochazos la mínima parafernalia del cónclave y, desde luego, no ha faltado a su palabra dada por las veniales infidencias de mucamo que adornan su relato. Si éste es el gran alegato contra Alfonso Guerra que se quería presentar cabrá suponer que el vicesecretario socialista tiene larga vida política aún por devanar. Semprún es un personaje fascinante, renacentista, proteico, intelectual y hombre de acción que realmente ha vivido su época hasta las heces sin perdonarla nada y asumiendo sus contradicciones terribles. Felipe González, a quien le encantan los floreros, le llamó a su Gobierno donde ni las circunstancias ni el tiempo le permitieron dejar una huella inmarcesible. A Semprún, para Malraüx, le faltó serlo, dinero, De Gaulle y chauvinismo ambiental. Pero confieso haberme sentido muy distanciado de mis conciudadanos que durante su mandato afrancesaban su apellido, ninguneaban su biografía y mostraban a la postre el lado ríspido, envidioso y aldeano del hondón del alma de este pueblo. Tres años de ministro de Cultura ni siquiera le permiten un retrato al minuto de la clase política española: pellizcos de monja a Rosa Conde a la que tilda celosamente de boba; papirotazos de pupitre al pobre García Vargas, por afásico y amnímico, cuando fue un ministro de Sanidad bastante aceptable; desparramamiento de elogios, sin duda merecidos, sobre Carlos Solchaga, retratado en su brevete como el delfín; unas loas a Felipe que ya las quisiera para mí en la primera fase de mi enamoramiento; y no más de cuatro o cinco tironeos de la cadena del retrete sobre Alfonso Guerra que le sirven de obsesivo hilo conductor del discurso de quien está encantado de haberse conocido. Que Guerra, sin pretender imponer su criterio, lamenta los nombramientos de Mariano Rubio y Luis Angel Rojo en el Banco de España, por no ser partidarios. Pues es criticable y hasta censurable. Que Guerra, ejerciendo de presidente en funciones se resiste a subir el precio de la bombona de butano por ser el consumo energético de los más pobres. Pues no sé a cuento de qué le vamos mandar a fusilar por eso. Que Guerra llegaba siempre el primero a las reuniones ministeriales y desayunaba solo. Pues será un misántropo puntual. Que nuestro hombre se empecina en no vestirse de etiqueta. Hombre, yo tampoco y espero que no despeñen precisamente por eso, circulando peores y aviesas manías estrafalarias por ahí. Que Guerra filtra a la Prensa del corazón sus avatares sentimentales, la existencia de sus dos familias, para vestir la imagen de transgresor antiburgués. ¡Qué villanía! Quien soportó con ignorancia las depuraciones estalinistas y luego fue capaz de denunciarlas, aún no se puede desprender de los reflejos primigenios y delatores del sicario.

Semprún desde el título de sus penúltimos recuerdos, despide a Federico Sánchez (su nombre de guerra en la clandestinidad comunista) de nosotros. Como el libro está escrito en francés y, salvo añadiduras, para franceses, supongo que se estará despidiendo de ellos. La pasión política devora su vida y todavía nos debe Federico Sánchez otros ajustes de cuentas, empezando por alguno consigo mismo. Hay muchas formas, y más influyentes, de hacer política que siendo ministro de un país o siquiera militando en un partido. Semprún con este libro lo viene a demostrar una vez más. Es una pedrada a Guerra en su momento de declive, y el ejercicio de ilusionismo de que en España o en el PSOE no hay otra corrupción reciente que la del «hermanísimo» y su despacho de Sevilla. Federico Sánchez seguirá poblando entre nosotros. Sólo espero que lo haga con más provecho para todos y que amplie sus contactos y sus restaurantes. En España, además de Javier Pradera y «La Ancha», hay otros amigos y otras terrazas de conspiración.

10 Octubre 1994

La vuelta de Semprún

Pablo Sebastián

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El ex ministro de Cultura Jorge Semprún continúa sacudiéndose la tierra monclovita de los zapatos. Ahora la ha tomado con Felipe González a quien, a buenas horas, le acusa de ser «el responsable de la corrupción del PSOE». El ex ministro dice que el presidente del Gobierno es responsable por no haber sabido atajarla a tiempo y cita el caso de Juan Guerra y Alfonso Guerra, como si fuera el único o el mayor. Como si González no hubiera sido cómplice y encubridor de otros asuntos.

Semprún no dice toda la verdad. González no hizo nada, es cierto, en el caso de los Guerra, ni en el de Filesa, ni en el de Ibercorp cuando se descubrió hace cerca de tres años. Ni tampoco en el de Luis Roldán cuando aparecieron las primeras informaciones sobre el ex director general de la Guardia Civil, quien continúa jugando al escondite con el ministro Juan Alberto Belloch. Semprún sabe todo esto y posiblemente más, pero no quiere ir más lejos en sus afirmaciones. Es su pequeña venganza contra Felipe González porque lo echó del Gobierno «por hablar demasiado» y sobre todo, y parece que es lo que más le duele, porque no le ha llamado después para restablecer una vieja amistad o una relación que califica de «inexistente».

¡Qué desagradecido es el poder! Lo echaron del Consejo de Ministros por decir la verdad y denunciar la corrupción. Y en la pelea fratricida González-Guerra fue un adelantado. Semprún fue quien encendió la mecha del «caso Guerra» y de la crisis del PSOE con aquellas declaraciones al diario El País en las que decía sin titubear: «Despacho oficial, hermano del vicepresidente, y enriquecimiento rápido». Verde y con asas, la corrupción. La misma que González había querido zanjar (Rosa Conde así lo dijo: «El caso está «zanjao»») poniendo toda su carne en el asador con lo de «dos por el precio de uno».

Bueno, pues Semprún pide ahora desde Francfort que se cumpla la profecía y señala con el dedo a la cabeza del número uno. Y abre el turno de duras declaraciones -puro despecho, dirán en Moncloa- sobre González por parte de quienes estuvieron muy cerca de él en la cúpula del poder. Sobre Guerra lo tiene dicho casi todo en entrevistas y en su último libro. Desde peronista a responsable de la corrupción, pero le faltaba González y empezó.

Comenzó su guerra particular contra el presidente al que había apoyado tanto y tan a fondo, en la política económica neoliberal, contra los sindicatos, en la entrega del Nobel de Literatura negándose a acompañar a Camilo José Cela, en la Guerra del Golfo Pérsico -que no se termina- con aquellos debates apasionados en televisión -«minutéeme, señorita Remolí, minutéeme», decía Semprún-, o con el cese fulminante de los pacifistas del Ministerio de Cultura por quien ahora recibe un premio de la paz.

Semprún ha vuelto, va y viene, y no descarta volver a la política. De momento le acusa a González de ser responsable de la corrupción y de no haber cumplido las promesas de las elecciones de 1993. A lo mejor Semprún está esperando otra oportunidad para cuando estalle el PSOE por las batallas internas, en las que Alfonso Guerra lleva todas las de perder como se vio en Sevilla con la fuga hacia el felipismo que más «coloca» de su capitán Copete.

Quién sabe si Semprún acepta un día encabezar el partido liberal. Libertad es la palabra que más le gusta al autor de aquella oda a Pasionaria, cuando afirma que la prioridad no es la vida sino la libertad. En eso coincide con su antigua musa: «Más vale morir de pie, que vivir de rodillas..» O con Lenin, su ídolo de antaño, en el artículo «Libertad para qué». A lo mejor lo que Semprún se está quitando de los zapatos, o de las zapatillas, no es sólo tierra sino la arena sevillana, el albero de la Moncloa que a lo mejor trajo Juan Guerra, y no para despedirse sino para ponerse cómodo por si tiene que volver a torear.

11 Octubre 1994

A Semprún le falla la Historia

Pilar Urbano

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No calcula bien Jorge Semprún, cuando pone el arranque del culebrón de la corrupción en el caso Juan Guerra. Eso es tirar a bulto, groseramente, sin muñeca. Se ve que él andaba por la rive gauche del Sena, sin enterarse.

La «corrupción en el PSOE» -como él la llama, y de la que responsabiliza a Felipe González «por no atajarla inmediatamente»- empezó muchísimo antes. So pretexto de darle de comer al partido. Aquellos maletines que llenaban entre Willy Brandt y herr Flick, y que traía la freulan Nelkenn o el amigo Dietter Konieczky. O los que el propio Felipe portaba en mano, entrando por Barajas, después de visitar a Carlos Andrés Pérez. O los sobres con liras que Alfonso Guerra le sonsacaba a Nerio Nessi. O las «mordidas» calientes que bien pronto, 1979, empezaron a derivar desde los Ayuntamientos socialistas hasta el apartamento de Emilio Alonso, en Centro Colón. Eso tienen que saberlo Leguina, Barrionuevo, Zapata, Aymerich… ¡Vamos a dejarnos ya de disimulos! Como lo sabía Tierno Galván. Y Alonso Puerta, que lo denunció.

Pero si lo que quiere Semprún es fijarse en un PSOE que ya gobierna la nación, ¿cómo no ha situado el arranque «de la corrupción más corruptora» en diciembre de 1983: cuando comienza el GAL? ¡Ah, qué imperdonable olvido, monsieur Semprún de la France! A partir de eso, cualquier Gobierno tiene ya el alma negra y la conciencia ciega.

Luego vino la reprivatización de Rumasa. Otro «despiste» de Semprún. Para ilustrar a mis paisanos, apuntaré un simple detalle: la fábrica de porcelanas La Cartuja de Sevilla se vendió por ocho mil pesetas. ¿Qué se hizo de Javier del Moral, director del Patrimonio Nacional? ¿Cuál de las dos firmas del acta «repetida» del Consejo de Ministros era la falsificada: la del ministro de la Presidencia, Javier Moscoso; o la del de Economía, Miguel Boyer? ¿Por qué Solchaga, que entra en plena orgía reprivatizadora, se opone, terco, a que este oscuro capítulo se investigue?

Aun antes del affaire de Juan Guerra, nos llegan pestilentes vaharadas de «tráfico de influencias», por hache o por be ininvestigables, con José María Calviño, Joan Majó, Rafael Escuredo, Donato Fuejo, Julio Feo y Manuel del Valle en el dramatis personae.

Entre tanto, tiburonean por aquí tipos de la especie Giancarlo Parretti. Y los Enriques, Sarasola o Ballester, se forran en lo que canta un gallo. Que servidora lo tiene esto muy rastreado. Y cualquier tarde, monsieur Semprún, le ofrezco una clasecita, en francés. Y con Cointreau.

En paralelo, Guillermo Galeote, Carlos Navarro, Luis Oliveró, Josep Sala, Aida Alvarez, Ornia y demás parientes montan Time Export, Filesa, GMP, GAMF, y un mogollón de sociedades raras cuya especialidad es arramblar millones de donde los haya, fingiendo que se elaboran unos carísimos informes. Conecta todo ello con la Renfe y con el Ave: Equidesa, Siemens, Althoms… Que se lo cuenten a usted García Valverde y Barrionuevo. Ellos saben.

Y aún no habíamos llegado ni al bakalao de los gastos reservados «para uso personal», de los que tienen mucho que decir Corcuera, Vera y Roldán. Ni a las golferías multimilmillonarias de Mariano Rubio y su jet de compañía. Ni a la Expo de Pellón. Ni al Focoex de Gloria Barba y su favorecido pupilo Jesús de Polanco.

¿Y nos cita usted al hemmano? Seamos serios, monsieur Semprún: hablábamos de cosas de comer; y no de alpiste para el canario.

12 Octubre 1994

Semprún

Javier Ortiz

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LA simple y mera observación biográfica me ha llevado a una terminante conclusión sobre Jorge Semprún: es un señor que sólo descubre la mierda cuando le echan de ella.

Jorge Semprún fue hombre de confianza de Santiago Carrillo en unos años en los que para estar en la dirección del PCE hacían falta unas tragaderas de aquí te espero. Y no hablo de tragaderas políticas -despistados ha habido muchos, y en muchos bandos- sino éticas. Porque Carrillo y los suyos hicieron auténticas atrocidades para liquidar a quienes no comulgaban con su línea política en el interior del PCE. Hay libros por ahí -me acuerdo de uno de Líster, otro que tal baila- en los que se cuentan cosas que ponen los pelos de punta. Y no veo cómo Jorge Semprún/Federico Sánchez pudo arreglárselas para estar trabajando mano a mano con Carrillo y no darse cuenta. ¿O se dio? Sólo después de muchos años de estrechísima colaboración con él se decidió a criticarlo por algo: por «subjetivista». Carrillo lo expulsó, y eso que tildarlo de subjetivista venía a ser como acusar a Stalin de no saber de cocina. Pues bien: fue entonces, y sólo entonces, cuando Semprún se apercibió de que el ex camarada secretario general era un bicho de mucho cuidado.

Fijémonos ahora en su paso por el Ejecutivo. Cuando decide aceptar la cartera de Cultura, él ya sabe que entra en el Gobierno de los GAL. Y cuando se desencadena la Guerra del Golfo, es él quien monta la «purga» -de nuevo la escuela de Carrillo- de altos cargos de la Administración opuestos a la intervención. Item más: éste que habla ahora en contra de la corrupción y de González es el mismo que, según reconoce, defendió entusiásticamente en el Consejo de Ministros a Mariano Rubio frente a Alfonso Guerra.

Dicho lo cual, y en contra de un criterio muy generalizado, yo prefiero con mucho que Semprún se dedique a la política. Porque mientras ejerce de político queda neutralizado como guionista de cine. Los actos de un político de su talla -de su falta de talla, quiero decir- son superficiales, pasajeros y rectificables. ¿Quién se acuerda ya de lo que hizo o dejó de hacer este hombre en Cultura? A cambio, su paso por la cinematografía ha dejado tras de sí un reguero de maniqueísmo difícilmente borrable. Reparen ustedes: ¿cuál es el mejor filme que ha dirigido Costa Gavras? Estado de sitio. Justamente aquel cuyo guión, al no poder encargarse Semprún de hacerlo, Gavras se lo pidió a Franco Solinas. Y Franco Solinas -guionista también de aquella maravilla que fue La batalla de Argel- no escribió una historieta de buenos y malos, sino una historia compleja, abierta e inteligente.

Semprún es incapaz de ver la vida sino como un espectáculo de buenos y malos. Una visión que, si en todo caso es un error, resulta doblemente imperdonable en el suyo. Debería darse cuenta de las muchas veces que ha estado del lado de los malos. Y de las muchas que ha sido él, directamente, el malo.