30 junio 1990

EL MUNDO pagó al ex narco para lograr esa exclusiva según reconoce el periodista autor de la misma

Juan Carlos Escudier (EL MUNDO) logra la primera entrevista al narcotraficante arrepentido Ricardo Portabales, el ‘soplón’ delator de la Operación Nécora

Hechos

Los días 28, 29 y 30 de junio de 1990 EL MUNDO publicó una entrevista a D. Ricardo Portabales.

28 Junio 1990

Ricardo Portabales, el valor de un testimonio

Pedro J. Ramírez

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EL MUNDO inicia hoy la publicación de un testimonio de enorme valor documental. El narcotraficante arrepentido Ricardo Portabales expone las razones que le impulsaron a romper la ley del silencio y a contar ante el juez cuanto sabía sobre la mafia de la droga. A medida que los lectores vayan siguiendo esta entrevista, que se publicará a lo largo de varios días, irán percibiendo los perfiles de un hombre sincero, que no ha actuado tanto por interés propio como por conciencia cívica. Portabales, condenado a cinco años de cárcel, hubiera obtenido dentro de pocos meses la clasificación de tercer grado que le habría permitido vivir, de forma mucho más cómoda que ahora. Fueron el contacto en la cárcel con la miseria de la droga, llevada a su expresión más cruda en las situaciones límite, y la repulsa que a él mismo le producía la imagen de su conducta ante su familia las razones que le movieron a atravesar un corredor sin retorno, dando el paso de hablar. El testimonio de Portabales puede tener un valor enorme al haber contribuído a descubrir las ramificaciones españolas del narcotráfico. Y por lo tanto la seguridad de este hombre nos concierne, a partir de ahora, a todos, y especialmente a los poderes públicos.

28 Junio 1990

Ricardo Portabales: «Sé que me voy a caer un día; esto no va a quedar de rositas»

Juan Carlos Ecudier

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«Ponte de frente, que me gusta mirar a la gente a los ojos». Ricardo está sentado en un tresillo. Tiene una expresión triste en lo ojos. Su nariz está desfigurada por las secuelas de una de las palizas en la cárcel. Recuerda cuando se casó a los 17 años, «con una mano delante y otra detrás». Su mujer siempre acaba apareciendo en la conversación. «Yo tenía 17 años. Nos casamos de penalty, pero fue un penalty muy bonito. Los dos eramos novatos».

EL MUNDO.- ¿Qué le hizo dar el paso de contar a la Justicia lo que sabía de las redes del narcotráfico?

RICARDO PORTABALES.- Influyeron muchas cosas. La muerte de mi padre fue una de ellas. Yo siempre asumí la muerte de mi padre como mi culpa. Mi padre murió por mi culpa, lo se, por el disgusto tan grande que le di a mi familia. El nunca supo quién era realmente su hijo. Yo era una persona que tenía tres o cuatro vidas aparte. Una hora antes de morir, lo que quería era que yo estuviese a su lado para hablar conmigo y le pidió a mi antiguo jefe que le ayudara a ver a su hijo, que se moría.

EL MUNDO.- ¿Cómo se enteró de la noticia?

R. P.- Mi mujer vino a visitarme a la prisión de Pontevedra. Me extraño verla allí en un día que no era de visita. Le pregunté qué hacía allí y a ella se fe saltaron las lágrimas. Mi padre ¿no?, le dije yo. En ese momento, sentí un odio, una amargura que me quemaba por dentro. Lo único que sé es que le dí un golpe a ia puerta de cristal blindado que hay en la prisión y la astillé.

EL MUNDO.- ¿Le permitieron ir al entierro?

R. P.- Sí, pero no fui porque me querían llevar esposado. Yo les rogué que me dejaran estar sin esposas en la Iglesia y en el cementerio, pero me lo negaron. Fue lo único que me dolió. Hubo un momento en el que me entró tal veneno en el cuerpo con la Justicia que quise hacer algo malo. Parecía que estuvieran intentando que yo fuera peor. Yo no era ni un asesino, ni un terrorista, ¿por qué me tenían que llevar entonces esposado al entierro de mi padre o a la iglesia para acompañar unos minutos a mi madre? Lo que quería no era dar el último adios a la caja de mi padre. Lo que pedía era estar con mi madre, que era quien más me necesitaba, y con mi mujer, que para meter a mi padre en el nicho tuvo que quitar los restos de mi abuelo, y tuvo que estar con el saquito, sacando la caja y quitando los huesos.

EL MUNDO.- Es, posteriormente, cuando toma la decisión de delatar a los capos de la droga…

R. P.- Sí. La decisión la tomo en la cárcel, después de la muerte de mi padre y de que me requisaran mi diario. Yo tenía un pequeño diario con las cosas mas importantes de mi vida desde hace siete u ocho años. Allí contaba reuniones, números de cuentas bancarias. Allí estaban reflejados cantidad de nombres que, por respeto al secreto del sumario, no se pueden decir aún.

EL MUNDO.- Y ese diario, ¿dónde está?

R. P.- Ya quisiera saberlo. Me lo robaron en prisión.

EL MUNDO.- ¿Quién se lo quitó?

R. P.- Podría dar nombres, pero como no los vi no puedo decir nada. Cuando yo estuve en la prisión de Pontevedra, había gente gorda allí dentro. Estaba Laureano Oubiña, José Luis Charlín, Antono Carballa, Tomás Luis Carlés, etc. Alguno de ellos lo tendrá. EL MUNDO.- Se juntó, entonces, el robo del diario con la muerte de su padre…

R. P.- Sí. Empecé a recapacitar. Me dieron las primeras hostias en la prisión, Pensé. al principio, que la única manera de parar los pies a esa gente era asustarles.

EL MUNDO.- ¿Cómo llegaron a sospechar que tenía en su poder esa agenda?

R. P.- Por aburrimiento, en prisión, lo que hacía, antes de dar el primer paso y declarar ante el juez Luciano Varela, eran resúmenes del diario.» Allí estaban recogidas las mejores reuniones, los mejores trapicheos y el nombre de las personas con las que me reunía.

EL MUNDO.- ¿Que apuntaba de esas reuniones?

R. P.- Las personas que estaban, lo que habíamos hablado, los trasvases que se hacían de barco a barco. Era un resumen que yo hacía para tener un arma el día de mañana por si me hacía falta. Siempre hay que tener una baraja en la manga escondida porque nunca sabes cómo se pueden volver las cosas contra tí. Puedes ir navegando en un bote y estar el mar en calma chicha y, de repente, levantarse el levante y echarte el bote a pique si no tienes dónde agarrarte. Yo tenía que tener una baza.

EL MUNDO.- En la celda, no estaba solo…

R. P.- Estuve con uno que había trabajado con lente nuestra y que había trapicheado en algunas cosas. No voy a decir su nombre. Lo que sí puedo decir es que se cree que es conde o duque. Le llamaban el «marquesito». Siempre habla a las personas como si estuviese a un nivel superior. Está separado de su mujer. Yo no se por qué, pero se habla que el tío era medio pajarito. Lo único que se es que me ocurrieron dos casos en la celda y que no quiero volver a estar otra vez con él. Era una rata que no levantaba un palmo. Era el típico que cuando fumaba en pipa metía un trozo de hachís dentro de ella. En prisión, la droga, los billetes y las «chupas» (cazadoras) corren que es una maravilla.

EL MUNDO.- ¿Fue él quien alertó a los demás de la existencia de ese diario?

R. P.- La verdad es que en la celda comencé a tener algún problema con él. Cuando él se acostaba, yo, con el reflejo del televisor que teníamos, y con una vela, que había hecho con la piel de un queso, un cordón de zapato y un poco de aceite que había pedido en la cocina, tomaba mis notas.

EL MUNDO.- El diario, entonces, lo hizo en la cárcel

R. P,- No. Yo tenía un diario en el exterior que hice traer a mi mujer a la prisión porque pensaba que era el lugar más seguro. Era una bomba. Le dije que lo trajera y lo recogí en un bis a bis. Mi mujer se lo había metido en la ropa y lo pasó sin problemas por el detector. Yo, en la celda, lo tenía pegado con esparadrapo en la taquilla.

EL MUNDO.- ¿Cuándo se puso en contacto con el director de la cárcel para decirle que querías declarar?

R. P.- Nunca me puse en contacto con el director, ni con ningún otro funcionario. No llegué a confiar en nadie. Sólo empecé a hacerlo cuando me dieron la última paliza en la prisión. Al juez, le escribí dos cartas, para que me auxiliara. Mi primera declaración fueron cuatro pliegos. Le dije a Varela que yo le planteaba algunas cosas pero que no quería testificar en un juicio. Cuando empecé a hablar, notaba que no me creían. Claro, de un hombre en mis condiciones era difícil que se lo creyesen. Estuvimos todo un día. Al acabar, el juez dio orden de guardar la declaración y de que nadie me tocara.

EL MUNDO.- Al juez Baltasar Garzón, ¿le entregó otras agendas?

R. P.- Tenía las que poco a poco fui escondiendo en la prisión de Pontevedra para dárselas a mi familia. Cuando supe que se me estaban acabando los minutos se las di ami mujer en un bis a bis y las escondió en un lugar seguro. Dos funcionarios las desenterraron. Juntoa a ellas, había dos cartas, una para mi mujer y otra para el juez. Siempre le dije que aquellas cartas y esos documentos no se abrieran nunca ante un juez gallego.

EL MUNDO.- ¿Era ese su testamento en vida?

R. P.- Era un testamento de palabra. Yo sabía que estaba acabado. Se lo quería dejar a mi mujer por si algo me pasaba. Era mi última voluntad.

EL MUNDO.- ¿Desconfiaba de la justicia en Galicia?

R. P.- No es que recelara de los jueces gallegos. Nunca he dicho que algún juez estuviera implicado en algo. Para mí, todos los jueces son legales pero yo tengo más confianza en unos que en otros. Yo no puedo decir que aquello esté manipulado, pero sí que digo que gente que trabaje en uno de estos juzgados tenga acceso o amistades con ciertas personas.

EL MUNDO.- ¿Quién le dio la fuerza suficiente para empezar a hablar?

R. P.- Fueron mis hijos.

29 Junio 1990

Portabales: «O cierras el pico, canario, o no sales de la jaula»

Juan Carlos Ecudier

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«Al final los palos no te dolían». Ricardo Portabales está hundido en el tresillo. De vez en cuando apura a pequeños sorbos un vaso de vino blanco y revive su larga temporada en prisión. «Al final -insiste- no me dolía nada» EL MUNDO.- Usted ingresa en prisión por posesión de droga y tenencia ilícita de armas… RICARDO PORTABALES.Por tráfico de drogas, no, porque yo no vendía. La pistola que me encontraron no era mía. No encontraron mis huellas ni en la pistola ni en los cartuchos. La Policía dice que encontró un cartucho en un cazadora, que además era de mi hijo. EL MUNDO.- En el juicio, dijo algo que pudiera hacer pensar que iba luego a contar lo que sabía? R. P.- Absolutamente nada. Le dije al juez que la droga me la había vendido un gitano. Me condenaron a cinco años y seis meses de cárcel y a una multa de más de 150 millones de pesetas. ¿Cómo iba a pagar yo 150 millones si aparentemente no tenía nada? Mis cuentas estaban en números rojos. Lo único fue que me engancharon con cien mil pesetas en el bolsillo. Pero eso era normal. ¿Quién hoy en día, trabajando legalmente, como también lo hacía yo, no tiene esa cantidad? Además era primero de mes. El fiscal lo presentó diciendo que había sido detenido con una fuerte suma de dinero. En el juicio, recuerdo que el abogado se levantó la sotana esa que llevan, se metió la mano al bolsillo, sacó una suma parecida y dijo: «Que conste señor fiscal que yo tengo este dinero y no es producto dé la droga». EL MUNDO.- ¿Cuándo empiezan sus problemas en la cárcel? R. P.- Yo había prestado declaración ante el juez Varela, y al mes y medio salió un bombazo en la prensa diciendo que se implicaba a la hija de Franco, a Pío Cabanillas y al Cordobés en la empresa Cieisa, que era donde yo trabajaba. EL MUNDO.- ¿Les había mencionado en su declaración? R. P.- Sí. Cuando yo trabajaba corría el rumor de que eran accionistas y como ellos muchos otros más. EL MUNDO.- Ahí comenzaron sus problemas… R. P.- Sí. Me habían requisado dos cartas que yo mandaba al juez, ,una de ellas para que me auxiliara porque veía mi cabeza en la picota y comencé a sufrir agresiones. EL MUNDO.- ¿Quién participó en estas agresiones? R. P.- La primera vez, me dieron de hostias y me tiraron por las escaleras. En la segunda de ellas fue directamente el «capo» de los zapatos grandes. EL MUNDO.- ¿Qué ocurrió? R. P.- Yo estaba en el patio tomando un café y se me acercó uno de sus bufones. No sabía que salía una noticia en la prensa con parte de mi declaración, aunque sin mencionarme a mí. Estaba hablando con un muchacho de la cárcel, que también estaba allí por posesión de droga, cuando se acercó el bufon. Repito lo de bufón porque es lo que es esa gente. En mi tierra se les llama «cheira cus», los que andan al olor, lameculos en una palabra. Para mí son una escoria, porque son personas que no tienen iniciativa. El estaba detenido por agresión a la autoridad. Era el más joven de ellos, el más rubito. Me dijo: «Oye Ricardo, que te llama una persona». «¿Y qué me quiere esa persona?» le contesté yo. «Vete a verle que quiere hablar contigo». Subí arriba y me acerqué a la puerta de la enfermería que era donde estaba mi celda. Entonces vino hasta donde estaba yo, me dijo que quería hablarme y nos fuimos a la parte de la lavandería. Estaban allí cuatro o cinco bufones más. Uno de ellos era el «cabo varas», como se llaman en prisón a los hombres de confianza. Tres de ellos habían antes «evacuado» la zona , y empezaron a montar guardia. Fue entonces cuando el «capo» de los zapatos blancos (Ricardo no da su nombre por estar implicado en el sumario) me puso el periódico en la mano y me dijo: «¿Tú no harías esto?». EL MUNDO.- ¿Qué decía el periódico? R. P.- Hablaba de ellos, involucrados en un cargamento de cocaína. Eran parte de la declaración que yo había prestado voluntanamente y a escondidas ante el juez Varela. No sé de dónde saldría la información. Tal vez de la Audiencia Nacional o de otro departamento que hubiera tenido acceso a ellas. EL MUNDO.- ¿Qué ocurrió con el «capo»? R. P.- Me preguntaba si había sido yo quien lo había soltado, pero ya tenía una mano en el cuello y había empezado a arrinconarme contra una pared. Físicamente es una mole, un hombre muy pesado y muy bruto. Yo le dije que estaba loco, que cómo iba a decir yo eso. Me largó dos o tres puñetazos que intenté esquivar. Uno me dió en el cuello y otro me dejó una marca en la cara. Así estuvimos hasta que uno de los bufones, alias «El Galindo», un ex paracaidista que estaba vinculado a Antonio Carballa, dio el grito de «agua», que era la señal de que se acercaba un funcionario, y se separó de mí. El funcionano me metió directamente en la celda. Yo le decía que no había pasado nada pero se dió cuente de todo lo que había ocurrido. EL MUNDO.- ¿No pidió medidas de seguridad en la cárcel? R. P.- Sí. Solicité hablar con el director de la prisión, pero no estaba en ese momento. Al jefe de servicio le dije que estaba en peligro allí y que me tenían que pasar a otra zona de la cárcel de mayor seguridad. Lo que hicieron fue dejarme donde estaba, en la enfermería, pero ya prácticamente 24 horas al día, sin salir de la celda para nada, ni para comer. En mas de una ocasión, en la comida vinieron objetos raros: alguna colilla, hasta esputos. Yo nunca dije nada. Lo que hacía era tirar la comida o comer sólo la fruta y el pan. Así estuve 20 días, tomando sólo el chusco de pan y el plátano o la naranja. Había días en los que sólo bebía agua. EL MUNDO.- ¿Tenía miedo a que quisieran envenenarle con la comida? R. P.- Sí. Los funcionarios no podían vigilar todos los platos que se servían. Llegué a adelgazar casi 10 kilos en unos días. No hay palabras para explicar el miedo que tema encima. Nadie puede imaginarse las patadas a la puerta de la celda, los gritos de «hijo de puta», «mamón», «te vamos a rajar, chivato». Lo que más me dolía eran las cosas que decían de la familia. EL MUNDO.- -¿Hubo más palizas? R. P.- La tercera fue la peor. Yo estaba en la cama de la celda de la enfermería. Serían las diez de la mañana o las once. Conmigo, estaba otro muchachito, también refugiado allí pero por la violación de una chica. El decía que no la había violado y yo no sé si lo hizo o no. En prisión, un preso no tiene que juzgar a otro; para eso, están los jueces. Ricardo baja los ojos y comienza a hablar de la vida en prisión. «¿Sabes que en la cárcel sólo se meten con los violadores y con los chivatos?», dice. Ha bajado el tono de voz, normalmente alto. «Una vida puede costar cinco duros, que es lo que vale un pitillo». El muchacho había salido a los locutorios. La puerta tenía que estar permanentemente cerrada y de ello se encargaban los funcionarios. Yo me había puesto los cascos en los oídos para escuchar las noticias, que es lo único que se podía oir allí. Estaba medio adormiladao porque nos habíamos acostado muy tarde después de jugar a las damas. Me tapé y me puse mirando a la pared con la radio puesta. Al poco de haber salido mi compañero de celda noté que echaban algo en la cabeza. Me arrastraron fuera de la cama y me patearon. En un momento que pude sacar las manos y separarme la toalla, levanté la cabeza para ver quienes eran, pero me dieron un pisotón en la cabeza y me volvieron a cubrir con la toalla. EL MUNDO.- ¿Quiénes eran? R. P.- No pude verles las caras. Sólo llegué a ver unos zapatos, muy especiales, que sólo a una persona se los había visto puestos. Las voces sí que las conocí. Eran de ciertas personas, cuyos nombres no puedo decir ahora. En medio de las patadas y de los golpes, pude escuchar como me decía uno: «O cierras el pico, canario, o no sales de la jaula». Enseguida, otro dio

30 Junio 1990

Portabales: «Para gente que da un paso como el mío tendría que haber una salida legal»

Juan Carlos Escudier

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«Ricardo, ¿quieres otra cosa de comer que no sea un sandwich?». Portabales apaga otra cigarro en el cenicero, ya a punto de desbordarse. «No quiero nada especial. Yo como lo que vosotros, pero como serán pequeños, si es posible, que sean dos». Unos minutos después, uno de los agentes de seguridad entra con la bandeja. Ricardo se disculpa: «Es que soy un atracador… de comida, se entiende» EL MUNDO.- ¿Siente que ha traicionado a alguien? RICARDO PORTABALES.No, jamás he traicionado a nadie. Yo cuando trabajaba para estas personas era legal y nunca les fallé. Por eso, siempre me buscaban a mí y me consideraban un hombre de su máxima confianza. Estaba en el meollo del huracán. EL MUNDO.- ¿Cuál era su misión dentro de la organización? R. P.- Yo lo que hacía era facilitar el transporte de la droga, y buscar personas que quisieran invertir su dinero en comprar la mercancía y otras que buscasen capitales para invertir en sus negocios, para blanquear los beneficios. EL MUNDO.- ¿Nunca tuvo que ir, entonces, a descargar la droga en la playa? R. P.- No, yo nunca fui bracero de nadie. Nunca fui a la playa a cargar o a descargar. Y si mi lo hubieran pedido tampoco lo hubiera hecho, aunque no se me cayeran los anillos. EL MUNDO.- ¿Tampoco hizo de correo? R. P.- Jamás he transportado encima el material. Yo lo que hacía era ir a un país, conocía a gente del ambiente o a otras personas que no lo eran, pero que podían ayudar en otras cosas. Podría decirse que era un enlace. EL MUNDO.- Usted asegura que llegó un momento en el que empezó a sentirse mal con este trabajo. R. P.- En algunos momentos sí; en otros, no me importaba. Si otras personas, pensaba yo, lo hacían por qué no lo iba a hacer yo; si otros se aprovechaban, por qué yo no iba a hacer lo mismo. Luego, me jodía cuando por la calle veía a una persona tirada o a una chiquita en una parada del autobús pidiendo dinero para meterse el pico. Lo que sí puedo jurar es que jamás toqué la heroína. Y me lo propusieron. Me habían ofrecido un transporte de heroína en barco desde Turquía. Esto está expuesto en mis diarios. EL MUNDO.- ¿Cree que Galicia se ha convertido en un paraíso para la droga? R. P.- No sólo mi tierra. Galicia es una de las zonas del litoral por donde entra mucha mierda, quizás el 80 por ciento de la mierda de este país y, desde allí, corre por las carreteras y por las vías marítimas hasta Europa o desde Asia hasta América. El enlace es España, que es el paraío de esta gente. Ahora mismo es cuando yo, que lo estoy viendo más de cerca, soy consciente de que los medios que existen son bastante eficaces. No estamos al nivel de esas personas para combatir o para combatirnos, lo que hicimos y lo que estamos haciendo -bueno, yo ya no estoy haciendo nada, pero lo que ha ocurrido es todo un signo. EL MUNDO.- ¿Se acabaría el narcotráfico encarcelando a sus cabecillas? R. P.- No. Hoy en día, un capo hace más trapicheos, más enlaces, más portes en prisión que estando en la calle. En la cárcel se hacen las mejores operaciones, con inmunidad completa. Cualquiera, otro capo, un empleado suyo, puede visitarles en prisión y recibir instrucciones de lo que hay que hacer, de con quién hay que contactar. A mí, estando en prisión, me han pedido direcciones de bancos y de personas. EL MUNDO.- Entonces, ¿qué ha querido conseguir con todo esto? R. P.- Que sirva de muestra a mucha gente de lo que realmente había. Que no todo fuese ni una novela ni una película montada como se ve en televisión. Esto es muchos más que una película. EL MUNDO.- ¿Se está aún a tiempo de acabar con esto y desmantelar esta mafia? R. P.- No. EL MUNDO.- ¿Ya no existe remedio? R. P.- Hablamos de desmantelar… ¿A quién vamos a desmantelar? La mafia no es el que transporta la droga, ni el que la produce, ni el que la consume. La mafia es quien lava todo el dinero que se obtiene con su venta. EL MUNDO.- ¿Quiere decir que existe alguna estructura o alguna persona por encima de los capos? R. P.- Es que no hay jefes. No hay uno que se sitúe por encima de los demás. Es una organización generalizada. Todos queremos comer, y cuanto más comamos, cuanto más tengamos, más poder. El dinero mueve el poder. Y estas personas, cuanto más se embolsan, más parcelas de poder van cogiendo. Cuanto más levantado estás, mejor ves la calle. Si estás en un piso de diez plantas, cuanto más arriba se esté, mejor se ve la ciudad. Pero no se puede decir que haya alguien en el décimo piso o en la terraza, porque no lo hay. Todos intentan llegar arriba y ser uno, pero nadie ocupa ese puesto ahora mismo. EL MUNDO.- Su arrepentimiento por haber estado dentro de esta mafia ¿es total? R. P.- Si no estuviese arrepentido de verdad, no hubiera dado este paso. Repito de nuevo que cuando me decidí a hablar no pedí nada a cambio. Y Baltasar Garzón y los fiscales que me asistieron son testigos. Yo sé que voy a volver a prisión de nuevo. Dicen que puede haber algo, una salida legal, para gente que da un paso como el mío. Ojalá lo hubiese, ya me gustaría. EL MUNDO.- De momento, ya le han indultado… R. P.- Porque sabían que mi vida en cualquier prisión corría el máximo peligro y que las celdas de seguridad ya no servían de nada. Me he estado volviendo loco en la cárcel. Muchas veces, me he tirado 23 horas al día dentro de una celda. Cuando estaba en Carabanchel, por ejemplo, durante un permiso de Navidad, llegó a la cárcel de Galicia un perso de Pontevedra y nada más llegar preguntó al ordenanza si conocía a un tal Portabales, que era cabrón y que había delatado a mucha gente. Yo en aquel entonces estaba de ordenanza en celulares. Los compañeros que estaban conmigo sabían lo que tenían que decir. Joaquín, un chiquito brasileño, que estaba en la cárcel por tráfico -era porteador (transporta encima la droga)- le dijo que yo no había estado allí nunca, pero uno de los etarras sí le dijo que me conocía. Se corrió rápidamente la voz entre los funcionarios. Cuando volví a la cárcel me sacaron de ordenanza y me metieron en una celda. Desde entonces, ya no tuve más libertad en la prisión. Porque estar de ordenanza es una libertad… EL MUNDO.- ¿Le gustaría poder empezar de nuevo? R. P.- Eso sería un sueño. EL MUNDO.- ¿Cómo era su vida antes? ¿En qué trabajaba antes de entrar en la mafia? R. P.- He trabajado de relaciones públicas en una discoteca, aunque no constara, porque no tenía nómina. Yo estaba allí como relaciones públicas, como personal de seguridad, como portero. A esa local iba la «créme» de Pontevedra. EL MUNDO.- ¿A quién pertenecía? R. P.- La discoteca se llamaba Danil, y era de los hermanos Osorio, unos constructores de Pontevedra. Eran buenos jefes, grandes trabajadores. Son personas que tienen al empleado como amigo. EL MUNDO.- ¿A qué otras cosas se ha dedicado? R. P.- He hecho trabajos submarinos. He hecho muchos rescates de ahogados, aunque nunca he cobrado un duro. En total, fueron 27 rescates, en los que he sacado 18 o 19 cuerpos del mar. La primera vez fue una impresión enorme, pero la única vez que he pasado miedo, fue enel Puerto de Marín, en el rescate de un hombre al que le dio un ataque epiléptico y se cayó al agua junto a un buque de 50.000 toneladas. Como el puerto tiene poco calado, el barco estaba a 50 centímetros del fondo. Iba con mi amigo Raúl y, al final, fue él quien encontró el cadáver. Estaba en la repisa del muelle, prendido con un alambre. Fue la primera vez en mi vida que tuve miedo a tocar un muerto. Mi amigo me pedía que le echara una mano, pero yo no podía. Algo me impedía agarrar aquel cadáver. Raúl era un amigo con todas las de la ley. Hemos hecho juntos buenos trabajo y hemos ganado mucho dinero y también nos los hemos gastado. Tiene muy mal genio. A veces, rompíamos nuestras relaciones y él se iba por un lado y yo poor otro pero al final, siempre acababamos unidos. EL MUNDO.- ¿Ha pasado por alguna situación económica difícil en su vida? R. P.- Claro que la pasé. Al principio de mi matrimonio, lo pasamos realmente mal. Nos habíamos casado con una mano delante y otra detrás. Llegamos a pasar hambre. Y todo por no decir a mi familia que necesitaba dinero. Yo tengo mucho orgullo. Mi mujer y yo hemos llegado a comer macarrones pasados por agua, sin pan y sin sal, estando ella embarazada.