25 marzo 2010

Campaña internacional contra la Iglesia católica y el papa Benedicto XVI a los que se acusa de no haber podido impedir los crímenes de Murphy producidos treinta años atrás

Pederastia en la Iglesia: El ‘New York Times’ airea el caso del sacerdote pedófilo Lawrence C. Murphy, 12 años después de su muerte

Hechos

El 25.03.2010 el diario ‘The New York Times’ publicó que el sacerdote Lawrence C. Murphy (fallecido en 1998) había abusado de 200 niños sordomudos.

Lecturas

PEDERASTIA EN LA IGLESIA: EL CASO MURPHY SALPICA A BENEDICTO XVI

El periódico de Estados Unidos, THE NEW YORK TIMES, con influencia en todo el mundo, difundió en marzo de 2010 el ‘caso Murphy’, en el que aseguraba que un sacerdote de Wisconsin que trabajó entre 1950 y 1974 en una escuela para niños sordomudos habría sometido a abusos (tocamientos) a cientos de niños durante el periodo en el que estuvo ahí. La información de THE NEW YORK TIMES asegura que El Vaticano fue consciente de los crímenes de Murphy 12 años después, en 1996, por una carta obispo Rembert Weakland al Papa Benedicto XVI, que entonces era director de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sin que pusieran el asunto en conocimiento de los tribunales.

 Murphy, apartado de la escuela en 1974 y absuelto entonces por la Policía de Milwaukee, que no creyó a los niños sordomudos denunciantes en aquel año, falleció en 1998 sin ser condenado por tribunales de justicia. Tampoco fue sometido a ningún proceso para retirarle el ministerio sacerdotal, pues este justo se había iniciado pocos meses antes de su muerte y fue paralizado después de que este solicitara por carta clemencia debido a su mal estado de salud. En esa notificación Murphy reconocía que ‘estaba enfermo’ y pedía que se le dejara ‘morir con la dignidad del sacerdocio’.

NAVARRO-VALLS NIEGA QUE LA IGLESIA ENCUBRIERA A MURPHY

El que fuera jefe de prensa de Juan Pablo II, D. Joaquín Navarro Valls negó en declaraciones recogidas por el periodista D. José Manuel Vidal, de EL MUNDO el 11.05.2010.

José Manuel Vidal- ¿No hubo, por tanto, un sistema generalizado de encubrimiento?

Joaquín Navarro-Valls: «En mi opinión, y por lo que yo sé, no. Esto de saber y no saber me recuerda al caso del padre Murphy, lanzado por The New York Times. Lo que no se dijo es que este hombre fue acusado ante la policía de Milwaukee, que lo declaró inocente. Si fue declarado inocente por la policía, ¿se puede decir que la policía lo encubrió? Este hombre engañó a la policía y también a su obispo».

27 Marzo 2010

Lawrence Murphy, 24 años de abusos, una vida de impunidad

The Independent

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El padre Lawrence Murphy era un hombre dotado de encanto y don de gentes. Pequeño de estatura, era un irlandés sociable y carismático que tenía la rara habilidad de comunicarse con fluidez en el lenguaje de signos. Se dice que verlo oficiar con las manos era más conmovedor que si hubiera pronunciado palabras.

Fue el mentor y guía espiritual de cientos de muchachos vulnerables, y algo que aprendieron de él es que existen individuos repulsivos en el mundo de los adultos que gratifican su salaz apetito sin consideración por los demás. El padre Murphy era un pederasta predador, cuyos crímenes son aún más horrendos por la indefensión de sus víctimas. Los alumnos de la escuela St John’s, en la ciudad de St Francis, Wisconsin, eran sordos. Era un internado, así que no por las noches no había forma de escapar del indigno sacerdote que tenía el poder sobre ellos.

De cualquier modo, era el único adulto con el que muchos de ellos podían comunicarse. No recibían educación sexual, así que no tenían forma de entender lo que sucedía. Puede que algunos hayan pensado que merecían ese trato.

Steven Geier fue llevado a St John’s cuando tenía seis años, luego de quedar sordo a causa de una fiebre muy alta. Lloraba cuando sus padres se fueron; el padre Murphy le ofreció consuelo, sólo para abusar de él más tarde. Geier también presenció los abusos a los que una docena de compañeros fueron sujetos.

“Murphy tenía todo el poder –declaró Geier en una entrevista, cuatro décadas más tarde. No había escapatoria, era como una prisión. Me sentía confundido cuando Murphy me tocaba. ‘Dios mío, ¿está bien esto?’, me preguntaba.”

“Fue espantoso –comentó otra de las víctimas, Joe Daniels. Yo sentía rabia y vergüenza.”

Cuando llegaba la hora de volver al internado, el pequeño Arthur Budzinski se encondía debajo de la cama, llorando. Sus padres no sabían lo que ocurría; su madre, Irene Budzinski, hoy de 89 años, explicó años después: “Nunca aprendí el lenguaje de signos. Cuando uno tenía un niño sordo, la enfermera de salud pública decía: ‘Llévelo a una escuela’. Buscamos un buen lugar; ¿a quién se le iba a ocurrir que alguien quisiera hacerle daño a un niño?”

Hay una vieja fotografía de Arthur Budzinski en 1962, cuando tenía 13 años, con otros 10 niños sordos que formaban el equipo de basquetbol del colegio. Entre ellos se observa al padre Murphy ataviado con una larga sotana. Cinco de esos 11 niños fueron objeto de ataque sexual.

Budzinski observó cómo un niño de su edad, Pat Cave, sufrió abuso en el dormitorio. Volvieron a encontrarse 42 años después. Antes de ese encuentro, en 2004, Pat Cave creía que él había sido el único muchacho en haber recibido las atenciones del sacerdote. De hecho, tal vez ni siquiera fue la única víctima en su familia: tenía un hermano mayor que también fue a St John’s, a quien Murphy llamaba con frecuencia a su oficina por las noches y lo entretenía largo rato. Pat nunca habló del asunto con su hermano, quien se mató en un accidente de motocicleta a los 21 años de edad.

Nadie sabe con exactitud cuántos chicos sufrieron a manos de Murphy en los 24 años que estuvo al frente de la escuela. Pudieron haber sido hasta 200. La mayoría no lo revelaron durante años, otros nunca. James Smith se lo guardó tanto tiempo, que cuando empezó a hablar de ello, a la edad de 62 años, se puso a temblar y a llorar. “Yo estaba jugando beisbol –relató– cuando de pronto venían los muchachos y me decían que el padre Murphy quería verme. Yo me negaba, pero él me llevaba a rastras y volvía a molestarme. Jamás se lo dije a nadie; pensé que yo era el único.”

Sin embargo, otros hablaron. Entre los documentos dados a conocer por The New York Times hay un relato, escrito en 1974, de un joven que salió de St John’s apenas cuatro años antes, dispuesto a comparecer en tribunales para acusar al abusador. Estaba tan decidido a hacerse creer que se ofreció a dar una descripción del pene del padre Murphy y pidió al tribunal que verificara su testimonio.

Poco después de ser enviado a la escuela, en 1964, el muchacho se metió en problemas con alguien del personal y lo enviaron a la oficina del padre Murphy. “Primero me regañó por ser un mal muchacho –escribió. Luego me llevó a su habitación y me enseñó sobre sexo. Primero me dio un cintarazo en las nalgas y luego se puso a tocarme el pene mientras me explicaba las cosas del sexo.

Pocos días después, volvió a llamarme a su habitación y me ordenó que me quitara la ropa para tocarme el pene y volver a explicarme sobre sexo. De allí volvió a molestarme muchas veces con que fuera a su cuarto y me obligaba a hacer indecencias con él.

Es difícil imaginar de dónde sacó valor el muchacho para escribir semejante recuento de tan reciente experiencia de su niñez. En ese año, 1974, Murphy fue por fin destituido de la escuela que había gobernado desde 1950… pero eso fue todo.

26 Marzo 2010

"Dios, ¿esto está bien?"

Yolanda Monge

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Unas veces sucedía durante la confesión. Otras en medio de la noche, en los dormitorios. El padre Murphy llegaba, les masturbaba y se marchaba. Con 13 años, Arthur Budzinski se escondía bajo su cama llorando, temeroso del siguiente asalto e incapaz de pedir ayuda. El infierno de abusos sexuales en el que vivía a manos del cura al que su familia confió su educación no podía relatárselo a sus padres, que desconocían el lenguaje de signos. Budzinski era sordo e incapaz de hablar. Años después de los abusos sexuales que marcaron su vida para siempre, Budzinski, hoy pasados los 60, pudo relatar las vejaciones a las que fue sometido. Lo hizo con las manos, con el lenguaje que le enseñó su verdugo.

«No podías escapar. Era como estar en una prisión», dice uno de los menores

Un nuevo caso de pederastia sacude a la Iglesia de Roma, quien echó tierra sobre cerca de un cuarto de siglo de acosos. Más de 200 niños sordos fueron sometidos a abusos entre 1950 y 1974 por el padre Lawrence Murphy , quien impartía clases en la renombrada escuela para discapacitados auditivos de Saint John, en Milwaukee (Wisconsin) -colegio que cerró sus puertas en 1983 por razones económicas-. Ayer, el diario The New York Times llevaba a su primera página el caso y aseguraba que el Vaticano no castigó al cura acusado de abusar de los menores -a pesar de tener conocimiento de los hechos- «porque estaba muy enfermo».

Los hechos eran así un día cualquiera. «Me encontraba en la cancha jugando al baloncesto y los chicos venían y me decían: ‘El padre Murphy quiere verte», explicó James Smith, cuando ya de adulto pudo enfrentar sus demonios. «Intentaba no ir, escaparme, pero finalmente el padre me arrastraba a su oficina y abusaba de mí», contó Smith. «Una vez más», puntualizó. «Nunca se lo dije a nadie», declaró una de las muchas víctimas de Murphy. «Pensé que estaba solo». No le faltaba razón.

Porque no sólo las autoridades vaticanas fracasaron a la hora de hacer justicia. En el caso de pederastia de la Iglesia de Milwaukee que ahora salpica al Vaticano también la justicia ordinaria ignoró por completo las denuncias de las víctimas durante demasiado tiempo. Tres sucesivos arzobispos de Wisconsin supieron que el padre Murphy abusaba de los niños de Saint John, pero nunca lo reportaron a las autoridades civiles, según el Times, que ha obtenido todos los documentos para escribir su artículo de los abogados Jeff Anderson y Mike Finnegan, letrados de cinco de las víctimas del sacerdote católico que han demandado a la Archidiócesis de Milwaukee. Ni la policía, ni la fiscalía. Nadie. Nadie, hizo nada.

La ronda nocturna del sacerdote a veces incluía el abuso de más de un niño en sus camas. «Casi nunca decía nada», relató Steve Geier, sobre quien los abusos comenzaron cuando tenía siete años. A veces, cuando otros pequeños veían cómo el reverendo abusaba de sus compañeros, se tapaban la cabeza con las mantas, se abrazaban y sollozaban juntos. «Murphy era muy fuerte y poderoso», recordó Geier para el periódico local Milwaukee Journal Sentinel en el año 2006. «No podías escapar. Era como estar en una prisión», declaró en la entrevista. «Me sentía muy confundido, el padre Murphy me manoseaba y yo preguntaba: ‘Dios, ¿esto está bien?».

El padre Murphy nunca fue castigado. Arrepentido de sus pecados -admitió haber abusado de al menos 30 chicos, según una trabajadora social que le dio apoyo psicológico-, fue trasladado discretamente en 1974 a una diócesis al norte del Estado. Allí pasó sus últimos 24 años de vida. Rodeado de niños en las parroquias, en los colegios y en un centro de detención juvenil donde predicaba.

Murphy murió en 1998 a los 72 años y fue enterrado con su hábito de cura. Su familia desoyó las instrucciones del arzobispado de Milwaukee de que su funeral fuera pequeño y que el féretro se mantuviera cerrado. Cuanto menos se hablara del caso, mejor. Para muchos, el padre Murphy era casi un santo. Un hombre dotado para entender a los sordos, comunicarse con ellos a través de su particular lenguaje y con grandes dotes para recaudar fondos para su causa. Sólo los abusados sabían lo que sucedía cuando el reverendo de cara redonda los hacía llamar a su despacho; o los toqueteaba en su coche; o en la casa de campo de su madre. Existe una fotografía de 1960 de 11 chicos ataviados con sus uniformes de baloncesto. En el margen izquierdo de la instantánea, el padre Murphy, vestido con su sotana, sostiene la pelota junto a sus muchachos. Al menos cinco de esos jóvenes han admitido que fueron abusados por su confesor y preceptor. Al menos.

05 Julio 2010

Dios y el césar

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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Los casos de pederastia que persiguen a la Iglesia católica son una seria amenaza para la Santa Sede, más allá del escándalo que producen. Al rechazo social que genera el goteo de evidencias y el encubrimiento sistemático de los delitos por parte de la jerarquía católica le han seguido ahora dos graves desencuentros diplomáticos con Bélgica y Estados Unidos. El caso belga estalló el pasado 24 de junio, cuando por orden de la fiscalía la policía hizo varios registros, uno de ellos en la catedral de Malinas, donde los agentes se incautaron del ordenador del ex primado belga Godfried Daneels y buscaron en la tumba del apóstol de la unidad belga, el cardenal Joseph Mercier, pruebas de abusos sexuales a menores. Los agentes, mientras tanto, retuvieron a los prelados presentes, a los que previamente se les requisó los teléfonos móviles. Cuatro días más tarde, el Tribunal Supremo de Estados Unidos daba la razón a un juez de Oregón, que ha negado la inmunidad diplomática a la jerarquía eclesiástica, acusada de encubrir a un cura pederasta ya fallecido. El propio Papa figuraría como último responsable.

Roma ha apelado a la inmunidad diplomática de la cúpula eclesiástica para intentar frenar las causas abiertas. Pero la justicia civil acumula demasiadas pruebas de cargo como para hacer la vista gorda o seguir confiando las investigaciones a estamentos controlados por la propia Iglesia. De ahí que la policía se incautara de los 475 informes que poseía la comisión de investigación patrocinada por la Conferencia Episcopal belga y que, tras una década, apenas había hecho avances. La comisión, ofendida por tal intromisión, se disolvió al día siguiente.

La reacción de la Santa Sede es contraproducente. Exigir para los prelados un trato distinto del que hubiera recibido cualquier ciudadano en un registro policial o apelar a la inmunidad diplomática para delitos comunes denota una exasperante resistencia a la persecución de los delitos. La jerarquía católica, en su huida hacia adelante, se aferra a ese antiguo y perdido poder geoestratégico que le ha permitido mantener un estatus de privilegio en la escena internacional (es miembro de la ONU y la Santa Sede está reconocida por 174 países) y desarrollarse como un Estado dentro del Estado. Ha tenido que ser un democristiano, el primer ministro belga Yves Leterme, quien le haya recordado que es competencia de la ley civil la persecución de los delitos y que hay separación de poderes entre la Iglesia y el Estado moderno.

Los escándalos sexuales están erosionando la autoridad moral de la Santa Sede, la más importante de una institución religiosa. Su ciega estrategia defensiva solo sirve para sacudir aún más los cimientos sobre los que se asientan sus relaciones con el mundo. Ratzinger, tras cinco años de papado, ha emprendido una renovación de la curia que es, a todas luces, un gesto irrelevante frente al tamaño de los desafíos que tiene por delante.

22 Septiembre 2010

Pederastia clerical

EL PAÍS (Director: Javier Moreno)

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El relativismo de la Iglesia ante los abusos de menores escandaliza y ultraja a las víctimas

El papa Benedicto XVI ha lamentado durante su reciente viaje al Reino Unido que la Iglesia no haya sido «suficientemente vigilante, veloz y decidida» para atajar los numerosos casos de abusos sexuales de menores por parte de miembros de clero. Bienvenido sea ese reconocimiento, aunque llegue demasiado tarde y ya no tenga efecto alguno sobre unos hechos abominables que han dejado un reguero de víctimas inocentes y de familias destrozadas.

Lo que cabría esperar de la Iglesia es que esa falta de contundencia fuera cosa del pasado y que no se perpetuara en el presente: admitiendo que los abusos sexuales de menores no son simples errores o pecados que la Iglesia puede perdonar sino graves delitos que deben ser perseguidos por la justicia y cuyos autores merecen ser castigados. Solo desde esa perspectiva puede confiarse en que su promesa de que «en el futuro seremos más sinceros y transparentes» va más allá de la retórica.

En el escándalo de pederastia que afecta a la Iglesia belga, como antes a la de Estados Unidos e Irlanda, la actitud de la jerarquía católica ha sido su encubrimiento sistemático y, cuando ha sido imposible su ocultamiento, la estrategia ha consistido en excusar este tipo de conductas y despojarlas de su gravísima dimensión delictiva. Se trata de la misma jerarquía que clama contra el relativismo moral que, a su juicio, caracteriza a la sociedad moderna y que, entre otros males, provoca la destrucción de la familia. Pero, ¿qué mayor relativismo moral que el de la Iglesia católica, restando gravedad a los abusos sexuales a menores en su seno y qué mayor destrucción de la familia que la agresión sexual a sus miembros más débiles? Ese relativismo moral explica la actitud ambigua de la Iglesia belga ante los padecimientos infligidos durante décadas por decenas de religiosos a cientos de niños y adolescentes en parroquias, centros educativos e instituciones de acogida: un vago mea culpa que no es ni siquiera una condena moral y que queda lejos de la justicia y de la reparación debidas a las víctimas y a la sociedad.

Los abusos sexuales de menores son delitos comunes perseguibles ante los tribunales de justicia y frente a los que no caben jurisdicciones canónicas ni inmunidades vaticanas. La justicia belga ha decidido investigar y lo que se espera de la jerarquía católica es que colabore en la investigación del delito y la identificación de los autores. Con todas las garantías de la ley, pero sin privilegios ni componendas.