21 junio 2009

El periódico de PRISA reconoce el error de basarse únicamente en el testimonio del cineasta Albert Solé, que incluyó mucha fantasía en su relato

EL PAÍS Semanal se inventa la eutanasia de Miquel Núñez: «Murió delante de una cámara»

Hechos

El 21.06.2009 el diario EL PAÍS tuvo que desmentir en su sección de ‘El Defensor del Lector’ que la información publicada sobre la muerte de D. Miguel Núñez no había sido totalmente veraz.

07 Junio 2009

La muerte digna de una vida digna

Rocío Aguirre

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Miguel era para Albert Solé un amigo. Más que eso, para él fue un héroe. De niño, sus padres le dejaron muchas noches al cuidado de Miguel y de Tomasa en algún piso secreto, de seguridad, en Barcelona. Eran unos canguros tan clandestinos como el piso. Abert Solé, el hijo de Jordi Solé Tura, desarrolló, como toda la generación de luchadores antifranquistas de sus padres, una admiración total hacia Miguel. Conocía su historia, sabía que Miguel y Tomasa, su mujer, habían sufrido muchos años de cárcel, habían sido duramente golpeados, torturados. Y ahí estaban los dos de nuevo, recién salidos de prisión, infatigables y dispuestos a luchar, con propaganda y cócteles molotov bajo el capazo de su hija Estrella.

Un día, Franco murió y llegó la democracia. Tras dos legislaturas como diputado comunista, y ante la descomposición del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), partido del que fue uno de sus fundadores con apenas 16 años, y del PCE, Miguel Núñez, nacido en el barrio de Lavapiés de Madrid en agosto de 1920, decidió irse a Centroamérica. Albert Solé lo recuperó de nuevo hace tres años cuando preparaba el rodaje deBucarest: la memoria perdida, un gran homenaje a su padre, enfermo de alzheimer, y con el que ganó el Goya al mejor documental en la última edición de los Premios de la Academia del Cine. Miguel vivía en Madrid y ya estaba muy enfermo de una silicosis que arrastraba desde los años cincuenta, cuando trabajó en las canteras de sílice en Sables de Nemours (Francia).

Sabía que se moría y que no le quedaba mucho tiempo. Así que decidió no morir en Madrid porque tenía miedo de que le afectaran los coletazos del caso Leganés, en el que el doctor Montes y su equipo de anestesistas del hospital Severo Ochoa fueron acusados de sedación irregular a enfermos terminales. Fiel a su forma de ver la vida, cerró su casa en Madrid y se trasladó a Barcelona, donde un grupo de amigos, ex camaradas de luchas políticas, le ayudaron económicamente.

Deseaba morir dignamente y necesitaba ayuda para ello. La encontró en Barcelona. Y uno de los testigos de aquella muerte dulce fue Albert Solé, que llevaba tiempo siguiendo a Miguel para la realización del documental Al final de la escapada. «Como teníamos una relación de mucha confianza, le dije que quería rodar una película sobre él. Aceptó encantado, y los dos sabíamos hasta dónde iba a llevarnos eso», explica el realizador, nacido en 1962 en Bucarest (Rumania), donde su padre era la voz de Radio España Independiente, la Pirenaica. Fue un pacto implícito, nunca lo verbalizaron, pero los dos sabían que «eso» era reflejar la muerte digna de una vida digna. «Miguel acogió el rodaje con entusiasmo, yo creo que le insufló vida, que se la alargó de alguna manera. Cuando supo que Pasqual Maragall [socialista y ex alcalde de Barcelona] también estaba haciendo una película sobre su enfermedad [alzheimer], ambos se llamaban, se contaban sus avances e incluso intercambiaban trucos de guionista», explica Solé.

Y el día llegó. Fue el 12 de noviembre de 2008, y Miguel tenía 88 años. Desde la víspera ya sabían que aquél iba a ser el definitivo. Miguel Núñez llevaba medio inconsciente 24 horas. Apenas cinco días atrás había recibido a Maragall, con quien intercambió bromas en torno a la enfermedad. «¿A que no sabes adónde voy?», le preguntó a Núñez el político socialista. «Al hospital», contestó. «¿Y a que no sabes de dónde vengo» . «De otro hospital», dicen riendo casi al unísono los dos amigos. «Se sabía que ese día iba a ser el último porque los doctores harían que fuera el último», recuerda Solé. El realizador llegó con su cámara. Allí ya estaban Elena, su compañera, y Estrella, su única hija. «Les expliqué que si habíamos llegado hasta allí en el rodaje, teníamos que continuar. Ellas, con mucho coraje, accedieron. Fue un momento duro. Yo encendí la cámara e intenté mantenerme a una distancia prudente. Fue muy difícil que la cámara no mediatizara todo». Entraron unos enfermeros e inyectaron en una vía abierta en el hombro de Miguel el líquido que le induciría a la muerte.

El documental no se recrea en los momentos finales. Con dulzura y elegancia, la cámara dirige su mirada a la mano de Elena que acaricia lentamente la de su compañero. No es la última imagen. Tras unos cristales se rueda el traslado del cadáver para entregarlo a la ciencia, tal y como deseaba Miguel. «Cuando él murió se vivió un momento de mucha tristeza, pero yo confieso que no pude reprimir una sonrisa de admiración. Ha muerto cuando ha querido, y, como él dice en la película, es el último derecho que nos queda. Cuando uno vive con dignidad, uno ha de tener derecho a morir también dignamente. Posiblemente es el ataque más lúcido contra toda esa hipocresía del caso Montes, que fue un auténtico intento de la derecha más reaccionaria no sólo de desacreditar la medicina pública, sino de impulsar la privada. Me impresionó que Miguel, con 88 años, fuera genio y figura hasta la sepultura, hasta el punto de querer convertir su muerte en un acto político».

La historia de Miguel es muy conocida entre los que lucharon contra la dictadura franquista. Él fue el enlace comunista entre Madrid y Barcelona. Su peripecia vital está contada en La revolución y el deseo, unas memorias donde narró sus 17 años de cárcel y las terribles torturas que sufrió. Durante la Guerra Civil estuvo en la defensa de Madrid. Detenido nada más acabar la contienda, pasó cuatro años de prisión. Es entonces cuando decidió viajar a Barcelona, donde inició su actividad como guerrillero en los bosques y ayudó a pasar a gente por la frontera hacia Francia. Años más tarde se incorporó a la guerrilla urbana y fue detenido de nuevo en abril de 1945. La suya fue una vida de cárceles y clandestinidad. La tercera vez que le detuvieron fue en 1958, un día en el que había quedado en una calle de Barcelona con Jordi Solé Tura. «En esta ocasión», dice Albert Solé, «fue salvajemente torturado por unos personajes de triste memoria, los hermanos Creix, por cuyas manos pasaron muchas generaciones». Le tuvieron mes y medio en comisaría, cuarenta y cinco días de terror que narró con pelos y señales en La revolución y el deseo. En su libro incluyó, ya desde la primera edición publicada en 2002, una foto de Antonio Juan Creix, condecorado en 1960 por sus «hazañas» en la Brigada Político-Social de la dictadura. «¿Que cómo aguantaba las torturas? ¿Cómo podía no cantar?». «Muy simple», rememora en el documental. «Yo me imaginaba un teatro y yo aparecía en el escenario, en las butacas estaban todos los compañeros que caerían si yo hablaba. Establecí ese mecanismo y así conseguí no cantar». Miguel Núñez abandonó definitivamente la prisión en 1968.

‘Al final de la escapada’ no deja de lado las contradicciones de este personaje duro y desafiante, que abandonó, harto y cansado, su militancia en el PSUC. Fueron muchas horas de conversación en las que aparecieron también los claroscuros de su recorrido vital, de los que rechazó hacer una confesión abierta. Uno de ellos fue el del abandono de Tomasa Cuevas, que se produjo nada más salir de la cárcel tras haber cumplido su última condena. «Si hay un borrón en la historia de Miguel, ése es el de Tomasa, porque, como suele pasar en tantas parejas cimentadas durante la Resistencia -pasó también con mis padres-, cuando la situación se relaja, lo primero que suele explotar es la propia pareja y además con la misma vehemencia con la que habían estado unidos». Otro de los secretos en los que Miguel Núñez no quiso entrar fue sobre sus años de lucha armada en España. «Cuando le preguntaba sobre sus acciones militares en la resistencia», recuerda Solé, «en los años cuarenta, desviaba el tema».

Al final de la escapada no sólo es el retrato de un hombre luchador, es también el homenaje a una generación que se jugó la vida por las libertades y también un alegato a favor de la memoria histórica. «La vida de Miguel me ha servido para expresar mi opinión. Creo que en España estamos haciendo algo tremendo, trágico. En el fondo, nos guste o no, estamos esperando a que se mueran todos y entonces nos miraremos a la cara y empezaremos a rendirles homenajes y conciertos y legislaremos para que se les reconozca su contribución a título póstumo. Esto no vale. Este tema de la memoria histórica es uno de los que nos han quedado pendientes en la transición. Entiendo que en esa etapa todo el mundo tuvo que renunciar a aquello que parecía irrenunciable, y los que representaron la legitimidad republicana se tuvieron que comer sapos; lo comprendo, mi padre fue uno de ellos. Pero ya ha llegado el momento de tener una ley de memoria histórica que vaya mucho más allá de lo que tenemos, dejando a un lado esa timidez timorata. Lo han hecho en Chile y en Argentina, y aquí en España no somos capaces de hacerlo. No puede ser que el juez Garzón tenga que ser el que inicie esa tímida recuperación del mapa de las fosas y que todo el mundo lo esté torpedeando. Seguimos teniendo en España una historia de bloqueo tremendo que consiste en que ellos sí y nosotros no, en que cuando sale la ley de la memoria histórica aparece el cardenal Rouco Varela diciendo que no deberíamos abrir las heridas del pasado, mientras ellos canonizan cada año a víctimas de la Guerra Civil de su lado. Hasta que no hagamos las paces con eso no podremos diseñar el futuro. Pero advierto: aunque se nos mueran todos, que no se preocupen porque aquí estamos los hijos, los nietos y los bisnietos de los represaliados para mantener viva la memoria»

21 Junio 2009

La eutanasia filmada que nunca existió

Milagros Pérez Oliva

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«Miguel Núñez murió delante de una cámara. Porque así lo quiso. Lo hizo para denunciar la hipocresía que él veía en una sociedad que rechaza la eutanasia. Activo luchador antifranquista, eligió día y hora para poner final a su vida cuando supo que su enfermedad era irreversible». Pues no. Ni eligió día y hora, ni murió delante de una cámara. Los lectores que el domingo 7 de junio leyeron el reportaje La muerte digna de una vida digna, publicado en El País Semanal pudieron concluir que a Miguel Núñez se le había practicado la eutanasia. Del reportaje se deduce que se le inyectó una sustancia que le causó la muerte y que la cámara estaba allí cuando eso ocurrió, lo cual estaría en perfecta sintonía con el pensamiento de Miguel Núñez, miembro de la asociación Derecho a Morir Dignamente, que propugna la despenalización de la eutanasia.

Pero los hechos no ocurrieron como se ha contado. Un amigo íntimo de Miguel Núñez, el urbanista Jordi Borja, escribió el jueves a la Defensora para advertir que el reportaje contiene datos «sorprendentes e inexactos»: «Prácticamente expone que a Miguel se le practicó la eutanasia activa (el artículo dice que se filmó la inyección que le causó la muerte) en presencia de su esposa y de su hija. De ser así, sería un delito que afectaría a estas personas y al personal de la residencia. No es cierto», afirma Jordi Borja, quien asegura haber estado «en contacto permanente con Miguel desde que se instaló en Barcelona».

El viernes fue la viuda, Elena García, quien pidió amparo a la Defensora. En conversación telefónica explicó que, al día siguiente de la publicación del reportaje, ella y la hija del fallecido, Estrella Núñez, habían enviado un escrito al diario acogiéndose al derecho de réplica. Once días después, sin embargo, la rectificación no se había publicado. Elena García considera que el reportaje contiene «afirmaciones que no sólo son inexactas, sino que pueden causarnos un grave prejuicio moral y material, e incluso responsabilidades legales».

«En la página 20, por ejemplo, se narra la muerte de Miguel de una forma que falta a la verdad. Allí se afirma: ‘Fue un momento muy duro. Yo encendí la cámara e intenté mantenerme a una distancia prudente. Fue muy difícil que la cámara no mediatizara todo’. Eso no es cierto. Miguel no murió delante de la cámara. Nunca lo hubiéramos permitido», sostiene Elena García.

El reportaje, firmado por Rocío García, se basa en un único testimonio, el de Albert Solé, que ha estado filmando los últimos meses de la vida de Miguel Núñez para un documental titulado Al final de la escapada, que se presentará en otoño. «Miguel era para Albert Solé un amigo. Más que eso, para él fue un héroe», comienza el reportaje de EL PAÍS. «De niño sus padres le dejaron muchas noches al cuidado de Miguel y de Tomasa [la primera esposa de Núñez] en algún piso secreto de Barcelona. Eran unos canguros tan clandestinos como el piso», continúa. Albert Solé, hijo de Jordi Solé Tura, es autor del documental Bucarest: la memoria perdida, que fue galardonado con un Goya en la última edición de los premios de la Academia de Cine.

En ese trabajo, Albert Solé relata su infancia en Bucarest cuando su padre trabajaba como locutor de Radio Pirenaica, y muestra cómo el alzhéimer hace estragos en la mente de quien fue uno de los redactores de la Constitución y ministro de Cultura. El documental sobre Miguel Núñez pertenece a la misma línea.

A partir del testimonio de Solé y el tráiler del documental que éste le entregó a Rocío García, el reportaje de EL PAÍS explica: «Miguel Núñez vivía en Madrid y estaba muy enfermo de silicosis. (…) Sabía que se moría y que no le quedaba mucho tiempo. Así que decidió no morir en Madrid porque tenía miedo de que le afectaran los coletazos del caso Leganés. (…) Deseaba morir dignamente y necesitaba ayuda para ello. La encontró en Barcelona, y uno de los testigos de aquella muerte dulce fue Albert Solé».

Una muerte dulce no es necesariamente una eutanasia y puede conseguirse en cualquier parte de España. Sólo requiere unos buenos cuidados paliativos. Pero los equívocos continúan: «Como teníamos una relación de mucha confianza», relata Albert Solé, «le dije que quería rodar una película sobre él. Aceptó encantado; los dos sabíamos hasta dónde iba a llevarnos eso».

Y el día llegó. Fue el 12 de noviembre de 2008. Miguel tenía 88 años, prosigue el relato. «Se sabía que ese día iba a ser el último porque los doctores harían que fuera el último. (…) Cuando él murió se vivió un momento de mucha tristeza, pero yo confieso que no pude reprimir una sonrisa de admiración. Ha muerto cuando ha querido», relata Solé.

El tráiler muestra una escena en la que unos enfermeros inyectan una sustancia al enfermo. En el reportaje se dice: «Entraron unos enfermeros e inyectaron en una vía abierta en el hombro de Miguel el líquido que le induciría a la muerte». Elena García niega categóricamente tal extremo y también el sentido general de la narración. «Se da a entender que fue a morir a Barcelona porque allí podrían practicarle la eutanasia, cuando no es así. Quería morir en Barcelona porque había vivido allí y allí había donado su cuerpo para la ciencia. Estaba en una residencia, pero entraba y salía constantemente del hospital. En julio tuvo una recaída. Amparándose en la Ley de Autonomía del Paciente, pidió que le retiraran todos los tratamientos y entró en el programa PADES, el programa de cuidados paliativos del Servicio Catalán de la Salud. Se le administraba morfina a través de un catéter varias veces al día. La imagen de los enfermeros corresponde a una de esas inyecciones. Ni siquiera es la última».

Rocío García asegura que tanto las afirmaciones que pone en boca de Albert Solé como la explicación de los hechos que ella asumió como ciertos fueron objeto de grabación. «Lamento mucho lo ocurrido, pero yo no soy una periodista irresponsable. Reproduzco lo que se me explicó», dice. La frase de presentación, que orienta la lectura de todo el artículo, tampoco es suya, sino de un editor del semanal, que lo dedujo del texto. Elena García no expresa acritud hacia la periodista, pero lamenta que no se pusiera en contacto con la familia para corroborar los datos. Tanto ella como Estrella Núñez habían colaborado en la grabación del documental. A la vista de lo publicado, sin embargo, decidieron que el tráiler no se emitiera, como estaba previsto, en el homenaje que se le hizo a Miguel Núñez en el teatro Romea de Barcelona el pasado día 11.

Esta Defensora se ha puesto en contacto con Albert Solé para recabar su versión. Éste asegura no recordar exactamente los términos en que se expresó en la entrevista con Rocío García -«tendría que oír las grabaciones», dice-, aunque tampoco consta que hiciera precisión alguna sobre lo publicado en el reportaje. En todo caso, se muestra conciliador con la viuda y dispuesto a colaborar para restituir la verdad. Y la verdad es que lo que aparece en el documental es una inyección de morfina; que las imágenes de la muerte son del último día, pero no de la agonía, pues están grabadas por la mañana y Miguel Núñez murió por la tarde; que el enfermo llevaba varios días prácticamente inconsciente y, por tanto, no pudo fijar ni el día ni la hora de su muerte; y que no murió porque le inyectaran ninguna sustancia letal, sino en el curso de un protocolo de sedación del programa PADES. Como mueren miles de pacientes en Cataluña y en el resto de España.

El caso pone de manifiesto que una sola fuente no es suficiente, y menos tratándose de un tema tan delicado. La delgada línea que a veces separa realidad y ficción en el cine, puede haber viciado en este caso el único testimonio en que se basa el reportaje. Un documental no deja de ser en cierta medida una ficción. Este tipo de cine se basa en la realidad, pero admite licencias que el periodismo no se puede permitir. Si en una secuencia aparecen unos enfermeros que inyectan algo al paciente y la siguiente muestra a unos celadores retirando el cadáver, es fácil deducir una relación de causa efecto y hasta resulta poético. La elipsis es un buen recurso cinematográfico. El relato funciona. Pero en periodismo, el relato, para ser veraz, tiene que corresponderse exactamente con la realidad. No caben elipsis. O es o no es.