13 febrero 1999
Acusado de haber mentido en sus relaciones sexuales con la becaria
El Senado de Estados Unidos absuelve a Bill Clinton de las acusaciones de perjuicio y obstrucción en el ‘caso Monica Lewinsky’

Hechos
El 12 de febrero de 1999.
Lecturas
El 6 de octubre de 1998 el pleno de la Cámara de Representantes de Estados Unidos dio autorización al comité judicial para que iniciara una investigación ilimitada para determinar si había motivos suficientes para impugnar constitucionalmente a Bill Clinton, presidente de Estados Unidos.
La aprobación contó con el apoyo de los parlamentarios republicanos y de 31 diputados demócratas que votaron por la propuesta republicana que consistía en no limitar, ni en el tiempo ni en el contenido, la investigación de los supuestos delitos cometidos por Clinton. La investigación realizada por el fiscal Kenneth Starr acusaba a Bill Clinton de mentir durante ocho meses y alargar injustamente un proceso judicial que costó 4,4 millones de dólares. Sus conclusiones fueron que Clinton había cometido perjurio, obstrucción a la justicia, abuso de poder y manipulación de testigos, delito con ‘base suficiente para la destitución’.
El origen de los problemas judiciales de Clinton fue la salida a la luz pública de diversas aventuras sexuales del presidente. Ya en la campaña electoral de 1992 diversas publicaciones sensacionalistas revelaron detalles acerca de los desvaneos amorosos del ex gobernador de Arkansas y candidato demócrata a la presidencia. Las conquistas del presidente continuaron en la Casa Blanca y en la primavera de 1998 una mujer aportó por primera vez a la justicia una narración detallada de las actividades del presidente.
El supuesto acoso sexual denunciado por Paula Jones se produjo cuando Clinton era gobernador de Arkansas y Jones una funcionaria de este estado. Aunque la justicia desestimó la demanda, este caso fue el que indirectamente dio lugar a la eclosión del escándalo Lewinsky. Durante 1997 Mónica Lewinsky, por aquel entonces becaria en la Casa Blanca, explicó a su amiga Linda Tripp por teléfono su relación con Bill Clinton. Las grabaciones, realizadas ilegalmente Starr para iniciar el proceso. Las declaraciones de Clinton negando cualquier relación con la becaria quedaron en entredicho ante la contundencia de las pruebas por lo que con posterioridad Clinton reconoció públicamente una ‘relación inapropiada’. Mientras tanto las actuaciones judiciales en el caso Jones permitieron al fiscal acusarle en su informe de una gran variedad de delitos.
La opinión pública estadounidense se mostró dividida ante el escándalo. La opinión más generalizada consideraba al presidente culpable de haber ocultado su relación Monica Lewinsky. Pero mientras los conservadores opinaban que esta culpabilidad era causa suficiente para destituirlo, los má sliberales creían que se trataba de un asunto entramarital y no de Estado.
El impeachment es un proceso eminentemente político y según la Constitución está justificado cuadno el presidente ha cometido ‘traición, cohecho, delitos graves o mala conducta». Una vez la Cámara de Representantes ha encargado al comité judicial que asuma el papel de fiscal y elabora un sumario sobre las acusaciones se inicia el proceso. Si hay indicios claros de culpabilidad, el Senado ha de celebrar un juicio político presidido por el juez jefe del Tribunal Supremo. El presidente es destituido si dos tercios de los senadores lo hubieran declarado culpable. Por suerte para el presidente, eso no pasó y pudo terminar su mandato.


19 Agosto 1998
La oportunidad de Clinton
El presidente Bill Clinton mintió cuando dijo que no había tenido relaciones sexuales con la ex becaria de la Casa Blanca Monica Lewinsky, según reconoció en la madrugada del martes en una alocución televisada, y presumiblemente también en su declaración pocas horas antes a un gran jurado, que estudia la eventual recomendación de que se le procese por obstrucción a la justicia. De nada vale que en su estilo inimitable haya calificado Clinton esa mentira de conducta inapropiada y que sostenga contra toda razón que legalmente no mintió, sino que no dijo toda la verdad. Las primeras reacciones de la opinión pública siguen siendo mayoritariamente favorables a que se ponga fin a esta persecución organizada, en la que una conducta que debería ser de consideración estrictamente privada se ha convertido, a causa de una mentira dicha en una declaración testifical -en el caso de Paula Jones, quien acusaba al presidente de acoso sexual- en una cuestión de Estado. Sin embargo, el parecer del establishment liberal norteamericano es el de que Clinton ha perdido una oportunidad de pedir perdón sin ambages, de reconocer su culpa y de apelar al buen sentido de la ciudadanía desde la contrición culpable.
Al contrario, el presidente, según una línea ya bien conocida de su personalidad, ha querido pagar el mínimo precio político por su indiscutible error: no dije toda la verdad, pero tampoco mentí. Sólo desde un cinismo leguleyo son compatibles ambos propósitos.
Éste es un caso en el que todos, salvo Hillary Rodham Clinton, que ha dado pruebas de una serenidad, lealtad y dignidad más allá de toda ponderación, salen extraordinariamente malparados. Primero, está una coalición de hecho de enemigos irreconciliables del presidente, formada por ultraderechistas para los que la moral es una vía angosta de imposible tránsito hasta para los ángeles, intereses económicos a los que no gustaba que Clinton pensara en excentricidades europeas como la pretensión de establecer una seguridad social para todos y oportunistas del partido republicano que aspiran a maniatarle durante el resto de su segundo mandato para dificultar la posibilidad de que otro demócrata, el vicepresidente Al Gore, le suceda y encontrarse así con la amenaza de hasta 16 años seguidos de presidencia en manos del partido rival.
A continuación está el propio Clinton que, seguramente, tenía buenas probabilidades de pasar página, como pretende ahora, si hubiera reconocido a tiempo su affaire con Lewinsky y se hubiera excusado por ello, o cuando menos, no hubiera hecho espectáculo de su desmentido. Pero su innata facilidad para salir de todo tipo de embrollos ha sido mala consejera esta vez, y la mentira pública, comprensible desde una óptica puramente humana, pero imposible de justificar en ese punto de tan difícil establecimiento en el que la vivencia personal se confunde con la actuación oficial, le perseguirá con toda seguridad durante el resto de su mandato. Pero, por último, lo peor de todo es el efecto que un asunto que la habitual tolerancia europea en cuestiones de moral íntima calificaría seguramente de trivial, ha causado ya un daño irreparable a la presidencia de Clinton. El semanario Time hablaba ya, inmediatamente antes de la deposición del hombre de la Casa Blanca, de un mandato «con las manos atadas en el exterior y una agenda destruida en lo interior». Sin comerlo ni beberlo, el proceso de paz árabe-israelí, la profusa complicación de los Balcanes, la pelea sostenida de Estados Unidos con Irak y la propia expectativa del África negra, que Clinton tanto decía llevar en el corazón, son cuestiones hoy dejadas de la mano de Dios, o en las que, más grave aún, puede darse una intervención presidencial guiada antes por conveniencias domésticas -en sentido estricto y en el figurado- que por razones más objetivas.
A la espera del informe que el fiscal especial del caso, Kenneth Starr, deberá redactar teniendo en cuenta las opiniones del gran jurado, es prematuro juzgar qué probabilidades hay de un proceso político contra Clinton, que pudiera derivar en su separación del cargo. La opinión no parece hoy inclinada a extremosidades, aunque el mañana está siempre por escribir. De lo que no cabe ninguna duda es de que un presidente tan cargado de ambición y de promesas ha malgastado ya gran parte de su capital simbólico. Una verdadera tragedia americana: tan casera pero tan universal.


20 Diciembre 1998
Injusto, pero merecido
ACUSADO DE perjurio y obstrucción a la justicia, Bill Clinton se convirtió ayer en el segundo presidente de EE UU en 130 años que será procesado por el Senado para su eventual destitución. La Cámara de Representantes así lo decidió ayer. Resulta insólito que los congresistas hayan debatido y votado una decisión de tamaña magnitud cuando el presidente se halla dirigiendo una operación militar contra Irak, pero tan insólito es que Clinton la haya lanzado cuando estaba a punto de decidirse su procesamiento. La cuestión es ahora: ¿debe el presidente dimitir o, como pretende, aguantar dos años más y el juicio en el Senado, donde, hoy por hoy, no se dan los dos tercios necesarios para destituirle?Los arquitectos de la Constitución de EE UU limitaron el impeachment de un presidente, u otros altos cargos, a actos de «traición, cohecho, crímenes graves o fechorías», para delitos cuya naturaleza derive del cargo ejercido. Nada de esto se aprecia en este caso. Todas las acusaciones -pues la Cámara rechazó procesar al presidente por su testimonio en el caso Paula Jones y también la acusación de abuso de poder- se refieren al caso Lewinsky. ¿Lewinsky? Pero si la larga y costosa investigación del fiscal especial Kenneth Starr -siempre apoyado por grupos de la derecha americana más reaccionaria- partió del caso Whitewater y, pasando por otros, llegó a la conclusión de que no tenía ninguna prueba contra Clinton en los casos investigados, salvo en lo de la becaria. Clinton es acusado de mentir en un asunto civil. Aunque a un presidente haya que pedirle rectitud en su palabra y sus actuaciones, pocos casos de perjurio en asuntos civiles han llevado a causas criminales en EE UU. No es lo mismo que mentir u obstruir la justicia, como en el caso de Nixon y el Watergate, para tapar la investigación sobre espionaje político. El objeto del perjurio de Clinton poco tiene que ver con la política o con el ejercicio correcto de su cargo, aunque sí podría reprochársele, si se prueba, haber recomendado a la becaria para un empleo público. Su proceso podía haber esperado a que hubiera acabado su mandato.
Por otra parte, no parece políticamente muy adecuado, aunque sea legal, que una Cámara saliente -tras las elecciones de noviembre, el nuevo Congreso se inaugurará en enero- sea la que haya tomado una decisión de tal alcance. En parte, la culpa le corresponde a Clinton, que pensaba que la actual Cámara le favorecía. Pero en unos días el ambiente ha vuelto a cambiar, en su contra. Los congresistas han acogido el inicio de los ataques contra Irak como un intento de Clinton de ganarles por la mano y retrasar la votación. El hecho de que el ataque, en contra de lo anunciado, prosiga, e incluso se intensificara ayer, después de iniciado el Ramadán, cuestiona el valor de la palabra de Clinton. Finalmente, la renuncia de Bob Livingston a presidir la nueva Cámara, tras hacerse pública una relación adúltera, volcó a los republicanos dudosos a favor de recomendar el impeachment. Todo esto demuestra que esa democracia no puede funcionar con tal grado de interferencia de los asuntos sexuales sobre la política. No es compatible.
Aunque después del ataque contra Irak pueda haber la tentación de apoyar la dimisión de Clinton, es necesario mantener estos dos asuntos separados, por mucho que el propio presidente haya contribuido a mezclarlos; incluso ayer, cuando el jefe del Pentágono informaba de las operaciones mientras la Cámara votaba. La propia mezcla demuestra que el mundo iría mucho mejor con un presidente de EE UU que no estuviera procesado. A corto plazo, le vendría bien al mundo que Clinton dimitiera y dejara su puesto al actual vicepresidente, Al Gore. Pero con su dimisión la democracia americana perdería. Salvo que la situación se haga insostenible para Clinton, y se mostrara incapaz de seguir gobernando la mayor potencia del mundo por tener que dedicar un tiempo precioso a un largo y complicado juicio, es comprensible que el presidente aguante e intente un compromiso con el Senado que le evite una deshonra y sea una «respuesta proporcional», como afirmó anoche. Algo que la Cámara le había rechazado al echar abajo la propuesta de un voto de censura.
La Cámara ha votado básicamente siguiendo líneas partidistas, alejándose del concepto de imparcialidad que tendría que haber dominado su decisión. Le corresponde ahora al Senado, con sus componentes actuando como jurado prácticamente silencioso, juzgar al presidente en lo que será, por definición, un juicio eminentemente político, el juicio del siglo, que pondrá a partir de enero de nuevo en marcha el circo de los testigos y abogados. Cuanto antes se acabe esto, mejor para todos. De todas formas, Clinton se puede salvar de la destitución, pero su presidencia ha quedado absolutamente mancillada.


13 Febrero 1999
Final de partida
El SENADO ha sacado bandera blanca y el proceso político del siglo se ha terminado. Como se anunciaba, Clinton ha escapado del verdugo. Las acusaciones de perjurio y obstrucción a la justicia ni siquiera consiguieron la mayoría simple (51 votos) y quedaron muy lejos de los 67 necesarios para su destitución. La «condena moral» tampoco prosperó. Finalmente exculpado, el hombre más poderoso del planeta mostraba anoche por última vez su contrición ante sus conciudadanos -los artífices de su permanencia- y Washington recuperaba la relativa normalidad que nunca debió perder. Pese a sus heridas, William Jefferson Clinton es tan popular como casi nunca lo fue un presidente: el 77% de los estadounidenses le aprueba.En el año largo de la tragicomedia sexual Clinton-Lewinsky, la justicia y la ley han jugado un papel relativamente menor. Los verdaderos protagonistas de la saga han sido hombres y mujeres obsesionados, que proyectaban sus ambiciones y frustraciones en una lucha por sobrevivir. Es una historia sin héroes y sin lecciones, donde los Clinton, Starr, Gingrich, Lewinsky, Paula Jones, Linda Tripp y los propios legisladores han chapoteado en el barro del oportunismo o las mentiras durante 13 meses de excesos. Pocos quedan indemnes tras un holocausto de vanidades que ha dañado seriamente el respeto por la clase política estadounidense, con el presidente a la cabeza.
Si cabe sacar alguna conclusión del caso cerrado ayer por los aliviados senadores de EE UU, ésta es que el procedimiento de destitución iniciado por el fundamentalismo de la mayoría republicana no ha funcionado en sintonía con lo previsto en 1787 por los padres fundadores.
Es cierto que a Clinton le ha sacado los colores el Congreso, pero no lo es menos que las víctimas finales del tinglado son los propios perseguidores. En una guerra dominada por el partidismo más exacerbado, los republicanos salen del choque debilitados y sin rumbo. Su intolerancia compromete sus posibilidades electorales para el año próximo. También la figura del fiscal especial, creada en respuesta al Watergate y encarnada por el iluminado Kenneth Starr (cuatro años y medio de cruzada, 50 millones de dólares de dinero público), ha quedado desacreditada. El Congreso deberá cambiar el espíritu y los poderes de un cargo que ha recordado demasiado a Torquemada.
Hay otra moraleja evidente. Y decisiva. La mayoría de los estadounidenses, como reflejan los sondeos, creen que Clinton cometió perjurio y obstruyó a la justicia. Pero, a pesar de ello, quieren que continúe al frente del país; se han apiñado detrás del hombre innecesariamente acorralado. En noviembre trasladaron a las urnas este sentimiento, cuando, contra todo pronóstico, fortalecieron en el Congreso a los demócratas. Tienen otra buena razón: sus bolsillos están llenos como nunca. La economía de EE UU vive una bonanza desconocida en 40 años. Desde que estalló el escándalo, desempleo e inflación han seguido cayendo, mientras el crecimiento se situaba en su nivel más alto en una década. El senador demócrata Robert Byrd ha resumido para la historia este prosaico argumento: «La gente piensa en el bolsillo cuando responde a las encuestas; ningún presidente puede ser destituido en estas circunstancias».