24 febrero 1964

El director del diario PUEBLO simultanea su condición de periodista con la de dramaturgo

Emilio Romero protesta contra José Antonio Torreblanca por agredirle utilizando una de sus obras de teatro como excusa

Hechos

El 24 de febrero de 1964 se publicó una carta del director del diario PUEBLO, D. Emilio Romero Gómez, en protesta por un artículo de D. José Antonio Torreblanca.

Lecturas

El 29 de enero José Antonio Torreblanca publicaba una ‘Tercera’ en ABC contra el director del diario Pueblo, Emilio Romero Gómez por su labor de dramaturgo, sin citarle por su nombre. Este respondió con una carta publicada el 4 de febrero.

29 Enero 1964

Las personas decentes me gustan

José Antonio Torreblanca

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Imaginemos que en un teatro de Madrid a doscientos metros escasos del Palacio de Justicia, se alza el telón y aparecen en escena dos personajes. El de más edad es, a primera vista un dandy, tiene estilo personal de escrupuloso decoro y de sus labios brotan las barbaridades con una monótona fatigada indiferencia. El otro personaje, el más joven, tiene el candor inquietante del tonto vitalicio y sin poros.

En una de las escenas iniciales de la obra, cuando ambos personajes se definen, los espectadores les oyen este diálogo:

  • Dario – Mi padre quiere que yo sea juez.
  • Jaime – A tu padre tengo yo que decirle que es un animal.
  • Dario – ¿Por qué, tío Jaime?
  • Jaime – La justicia tiene varios colores; es mudable como las camisas de las serpientes, es elástica como la goma; mide de distinta manera a cada uno, según el lugar que ocupa; es implacable y severa con el pobre; acomodaticia y dingolondanga con el rico; compleja y fatigosa si el pleito es generoso en plata para chorrear sobre escribanos, abogados, chupatintas, aguaciles: y contundente si no hay de qué darlas.

Si el discurso estuviera situado en la Grecia de Aristófanes, creeríamos que el público escucha de modo impasible y respetuoso, porque lo que ante él sucede es la acción de ‘Las aves’. De un momento a otro, pues, vamos a oír que lo mejor de este mundo es tener ‘buena salud crematística’, hacerse rico lo antes posible; y pronto escucharemos también la famosa frase en que los pájaros prometen a los hombres y a los hijos de los hombres el siguiente plan de desarrollo: paz, juventud, eterna, guateques, bailes y que las gallinas den leche’.

Pero, no. Lo que el público escucha no es teatro griego. En el teatro griego, aunque no sea teatro trágico, la intensidad de la acción proviene de la intensa coloración vital que tienen las ideas y los sentimientos de los personajes. Es difícil que en una obra de imaginación en que los personajes son portadoras de afirmación y negación rotunda, deje de haber un conflicto inquietante. Y, por el contrario, es imposible que con personajes extraños a la patética indagación de la verdad, por la urdimbre demasiado tosca o demasiado irónica de sus almas, pueda suceder nada que valga la pena.

No. Fuera de toda estimación puramente crítica, el espectador no pensaría razonablemente hallarse en esos diálogos ante una creación alegórica, ni simbólica. Es necesario entender, a lo largo de toda la representación, que las extravagancias de Jaime, los balbuceos admirativos o amorosos de Darío entre la vocación judicial y la juvenil entrega a un gourgandine de siete suelas, se localizan en el Madrid de los años 1950, esto es, más o menos, cuando la España oficial inicia la rectificación de los principios autárquicos en economía y el abandono de las cartillas de abastecimiento.

¿De qué trata, en fin, esa escenificación que se desarrolla a doscientos  metros escasos del Palacio de Justicia y con menos precio tan áspero del o que el Palacio contiene?

Podría pensarse con malignidad que siempre ha de ser excluida en la honesta indagación de enigmas, si la teoría de la vida que profesan un aventurero dicaz y una golfilla contrabandista, pertenece al repertorio de la tradición anarquista ibérica. Don Pío Baroja decía que la democracia era la causa más activa de que existiera la golfería, al destruir y allanar las murallas que antes separaban a las clases sociales. “Usted es un marrajo”, dice la rabiza al caballerete. “Usted es na pajarraca”, contesta el individuo a la infradama. Bien Así como antes se logró la jerarquía por los claroscuros de la gentileza, hemos alcanzado la nivelación por la contundencia del insulto. Cada clase- decía Baroja – tiene un elemento de asimilación, el golfo o su variante femenina. Notaba el gran novelista – y España lo comprobó sobradamente – que en las reuniones anarquistas puras se trataba, casi con lágrimas en los ojos, de los derechos humanos de las mujeres de vida airada, del acceso de los adolescentes al amor sexual y de la supresión del robo particular por la fatalidad del expolio masivo.

Pero contra la interpretación nihilista de cuanto ocurre al ‘dandy’ al a corrompida y al aspirante a la Judicatura, hay dos argumentos incontestables: Todo escritor auténtico – y el autor de la travesura lo es y lo profesa con singular talento – actúa unitariamente, sirviendo en campos distintos de la creación los principios que arman el entramado de la sociedad en que está instalado o aquellos todavía no vigentes que desea traducir en formas futuras de vida. Además, cuando el incisivo personaje por él creado, el dandy dice a su sobrino “Las personas decentes me dan miedo porque son inhumanas”, y añade que le aterra un juez, un cabo de la Guardia Civil, es después de aconsejar al ‘juececito’ – denominación absurda, pues un juez en diminutivo, ya no es juez – que no robe poco, “porque le llamarán robaperas”, sino que debe robar mucho para que le llamen hombre de talento. Y esto, en definitiva, no es propaganda nihilista de nivelación, sino inducción a la mangancia Eso no arruina la jerarquía de un orden, sino que lo aclara tirando una raya para abajo. Esto es una simple anécdota de corrupción de menores.

Esto es simplemente antiguo. Se dirá que el Arcipreste de Hita vapuleó a los abogados de romance y compuso burlas muy donosas contra el formalismo procesal. No ha de faltar la cita de Quevedo que metió en los infiernos a los malos escribanos y aguaciles. Pero las licencias del conde Jimmy sólo alcanzan la antigüedad aldeana, imitativa, de aquellos tipos del XIX que creyeron en la posibilidad de transformar y purificar el mundo antiguo partiendo de un estado personal de aburrimiento y no de la insatisfacción religiosa de la persona creyente y de la desesperación activa del héroe. Rimbaud fue un genio a los 17 años, dejó de escribir para siempre a los 19 y murió rabiando. Veraline se destruyó. Wilde fue eliminado de la sociedad británica en el momento eleigdo por ella. Todos los bigardos agnósticos de casino, divagantes ociosos, acabaron en la delincuencia o en el empleito. La ironía ha probado su total esterilidad. Las grandes fuerzas que es preciso domar, no la entienden. Es inmotivado, fuera de tiempo, paleto, tratar de componerse el decoro o la elegancia del estilo personal ‘estando de vuelta’, negando un orden verbalmente desde posiciones de ingenio y no desde radicaciones en la conciencia.

Es precisamente la conciencia lo que tiene actualidad y futuro. Recuerda José Luis Pinillos en el último número de CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO, aquel retorno a la razón moral con que don Miguel de Unamuno cifraba en la afinación de la conciencia el progreso efectivo de los hombres. Se ha puesto tan técnicamente compleja la vida, que no hay margen en la economía del lujo para bromear con las personas decentes. El ‘dandy’ está con su rabiza bajo la luna, y de un momento a otro llega el camión de la basura y se lo lleva. A la sociedad no se le hacen gracias a lo Bartolo, saltándose un ojo. La justicia admite apelaciones, pero no pitorreos. Las personas decentes se aburren cada día menos y se ríen de otro modo. Han perdido respetabilidad, miedo, y el miedo que inspiraban a los rebeldes. Se diría que las personas decentes son ahora más jóvenes. En fin, a mí, en el mundo que tratamos de hacer, las personas decentes me gustan.

José Antonio Torreblanca

24 Febrero 1964

CARTA DE EMILIO ROMERO

Emilio Romero Gómez

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Resulta increíble – por lo menos para un escritor – el artículo publicado recientemente  en ese periódico y firmado por José Antonio Torreblanca ‘Las personas decentes me gustan’. En ese artículo se reproduce un fragmento de mi comedia ‘Las personas decentes me asustan’ con la intención deliberada por parte del señor Torreblanca de denunciante ante la justicia por supuestas injurias a tan noble ejemplar e inatacable función. Resulta elemental que las opiniones del escritor no se traducen, necesariamente, en cada personaje de una ficción, porque entonces la obra testimonial – en el caso de que pretendiera serlo – resultaría falsificada. El escritor descubre la realidad, y los personajes son como son, por encima de nuestros juicios; se definen mediante un repertorio de reacciones que proceden de su psicología, que les caracteriza dentro de una sociedad en la que representan una peculiaridad, a veces una excepción, pero en todo caso, un modo de ser, de pensar y de comportarse que la observación objetiva pone de relieve. El escritor o el autor no están en el escenario. Su cacería allí no resultaría un entretenimiento serio. Razónense sobre si esos personajes no son verdaderos , y entonces los reproches pueden ser viables.

Si este ejemplo del señor Torreblanca cundiera y pudiéramos sentirnos agraviados por las opiniones que una ramera pueda tener de la virtud, o un ladrón de la honradez, o una persona sin ideales de los idealistas, o un libertario de la autoridad, la función del escritor no sería posible, y mucho menos en un mundo como el actual, donde el escritor engage ha saltado todas las barreras del esteticismo y de la evasión, y se ha comprometido con una sociedad, o con su tiempo, mediante el testimonio, la denuncia o el compromiso.

En la comedia ‘Las personas decentes me asustan’ hay un personaje que dice algunas cosas desenfadadas sobre la justicia, ni más ni menos que como están escritas en páginas inmortales a cargo del arcipreste de Hita, de Quevedo, de Platón o de Pascal, con la diferencia de que las opiniones de aquellos eran directas, y no por un personaje de fábula, como en este caso. Pero se cuida muy bien el señor Torreblanca, con evidente malicia de ocultar la réplica que este personaje recibe de otro, afirmando que sin justicia no podemos vivir y con un comportamiento social de elevados tonos.

La tesis de la obra tiene un alto significado moral, puesto que seres activamente inmortales por propia constitución o por las responsabilidades de una sociedad se conducen hacia soluciones de una elevada estimación personal en una búsqueda afanosa de nobles justificaciones. Una mera alusión a la justicia, sin declaraciones concretas, sino como desahogo de un pícaro, ha excitado la sensibilidad social del señor Torreblanca, mientras que ha permanecido callado con dos recientes traducciones constitucionalmente  inmorales como ‘La Carraca’ y ‘El hombre, la bestia y la virtud’, al tiempo que con tantos pecados sociales a la luz del día se entretiene todos los domingos en la pantalla pequeña con aburridos itinerarios en los que el escritor se evade de su contorno con una complicidad casi erótica, como señalaría Sartre. “En el mundo que tratamos de hacer – dice el Sr. Torreblanca – las personas decentes me gustan”. Lo insólito es presentar este argumento como original que los demás no podamos compartir. Las personas decentes nos gustan a todos, aunque algunas no sean decentes porque todos sabemos que con las personas decentes se funda una familia, emerge una ciudad, se ordena una nación y prosperan todos los valores de la convivencia. Nadie ha tratado de bromear con las personas decentes; lo que ocurre es que a veces las personas decentes se disfrazan de eso, de decentes, o se pasan de rosca en su intolerancia, o se agarran a sus egoísmos indecentes y, entonces, un pícaro, desde sus pecados oficiales y público, apostrofa a las personas decentes de boquilla. Todos sabemos – por ejemplo –eso de que hay hombres capaces de ser fieles a una sola. EL mundo de las personas decentes es muy complicado y anda un poco revuelto; por eso Francois Mauriac se despachó diciendo: “En París uno esconde mejor sus vicios; en provincias, uno enseña mejor sus virtudes”.

Resulta triste aceptar que somos un pueblo deficiente constituido para la crítica, mientras que nos gusta más la acción violenta sobre áreas donde no se puede pasar sin daño para la persona humana, como es la autonomía de pensamiento. Esto es particularmente grave perpetrado sobre el escritor. Somos más aficionados a quemar libros y a mandar herejes a la hoguera que a dialogar con otro hombre en un régimen de respeto mutuo. Todo el mundo sabe la gran responsabilidad social del escritor, pero el que mejor lo sabe es el propio escritor. No hay, señor director, ningún ataque a la justicia en mi comedia, puesto que la admiro y respeto como una de las manifestaciones objetivas más prestigiosas de nuestro país, y la más ejemplarmente impermeable a las acciones de nuestra sociedad agresiva.

La inhabilitación de la ironía por parte del señor Torreblanca ha constituido para mí otra decepción. Contra la ironía siempre se ha batido la mediocridad. El máximo correctivo social es la burda, y no hay un solo escritor importante sin el auxilio de la sátira de regocijo, hasta tal punto que no hay literatura clásica sin ella.

Me gustaría que todo esto se comprendiera, aunque conozco esa especie de sordos que no quieren oír, para los cuales toda razón es inútil. En cualquier caso esta carta es para usted y los lectores desapasionados de ese periódico. Confío en que la publique en el lugar y el día que más le acomode.

Con afecto y gratitud.

Emilio Romero