28 junio 2003

Tanto los dos diputados, como su jefe de filas, José Luis Balbás, son expulsados del PSOE

El ‘Tamayazo’ se consuma: los dos diputados expulsados del PSOE rechazan investir a Rafael Simancas como Presidente de Madrid forzando a la Comunidad a una repetición electoral

Hechos

El 28.06.2003, la investidura de D. Rafael Simancas, a la presidencia de Madrid fue rechazada al no obtener la mayoría suficiente.

28 Junio 2003

Razones de Simancas

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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El candidato socialista a la presidencia de la Comunidad de Madrid, Rafael Simancas, jugó ayer sus bazas con inteligencia: sabiendo que es casi inevitable ir a una nueva convocatoria electoral, hizo un bien articulado discurso de investidura, dirigido a retener a los electores que dieron una ajustada mayoría a la izquierda. Para ello se aplicó en dar una explicación verosímil de la crisis, relacionándola con tramas inmobiliarias de sectores interesados en que el control del urbanismo y la política de vivienda quede en manos del PP, y en presentar la hipótesis de nuevas elecciones como una opción que, aunque sea inevitable, supone, si arroja un resultado diferente al del 25-M, dar satisfacción a esos sectores y a las maniobras de los corruptos.

Un Parlamento no es un tribunal de justicia. Simancas no tiene pruebas de la implicación del PP en la trama, pero las relaciones constatadas entre los dos desertores y varios personajes del mundo inmobiliario del PP, bien relacionados con las altas esferas del partido, son demasiado intensas como para considerarlas casuales. Simancas forzó las hipótesis más desfavorables para el PP, pero no le será fácil a Esperanza Aguirre, que responderá hoy, disipar las evidentes sospechas de compadreo que se deducen de los datos conocidos. La hipótesis de una incitación directa desde el PP es poco consistente porque en ese caso los dos pájaros habrían mantenido su ausencia de la Cámara para garantizarle la mayoría; pero que este partido se aprovechó de esa ausencia -e incluso justificó su derecho a hacerlo- para alcanzar ventajas como la presidencia de la Cámara, la composición de la Diputación Permanente y la modificación del periodo parlamentario, es una evidencia que no favorece su causa.

La parte más débil de la intervención de Simancas es la que incluye las explicaciones sobre la inclusión de los diputados réprobos en sus listas. La mención al «afán de evitar conflictos» abre, más que cierra, los interrogantes. Tal vez no fuera el pleno de ayer el lugar adecuado para profundizar sobre el funcionamiento interno de la federación madrileña del PSOE, pero al menos faltó un compromiso más preciso de acabar con los «hombres del maletín» y otras misteriosas figuras ahora reaparecidas; para que sea del todo cierta la conclusión de Simancas de que los corrompidos ya están fuera (del PSOE) mientras que los corruptores siguen dentro (del PP).

Lo indiscutible es que alguien ha querido cambiar el veredicto de las urnas para que la política de vivienda siga controlada por el PP. Todo habría podido ser diferente si este partido hubiera empezado por reconocer, el día de la espantada, que la izquierda tenía derecho a intentar gobernar. Pero más bien tomaron lo ocurrido como una segunda oportunidad y han actuado luego en consecuencia. Habrá nuevas elecciones, que tendrán como riesgo mayor que se produzca una gran abstención. Y Simancas dio ayer a sus electores razones para no desertar de las urnas a pesar de todos los pesares.

29 Junio 2003

Todo más claro

EL PAÍS (Director: Jesús Ceberio)

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La sesión de investidura de Rafael Simancas como presidente de la Comunidad de Madrid ha servido al menos para poner el claro los hechos. La abstención de los diputados Tamayo y Sáez, elegidos en la lista socialista e integrados ahora en el grupo mixto, ha dejado a la izquierda a dos votos de la mayoría absoluta. Su abstención es coherente con su súbita desaparición de la sesión de constitución de la Asamblea de Madrid, que entregó la presidencia de la cámara al PP, y todavía más con la realidad de la maniobra política que impedirá la formación de un gobierno de coalición entre PSOE e IU después de que las urnas hubieran dibujado con claridad esta alternativa.

La clarificación política que se produjo ayer es mérito en buena parte de Simancas, que se empeñó en presentarse a la investidura en vez de rendirse a la propuesta de Esperanza Aguirre, que daba por sentada la convocatoria de nuevas elecciones mediante un pacto de todos los partidos. La crisis institucional que vive la Comunidad de Madrid ha quedado encauzada, haciendo viable la convocatoria pero dentro de las previsiones legales, a los dos meses de la primera votación fallida, y no de forma apresurada e inmediata, acortando drásticamente los plazos, como pretendía el Partido Popular.

Tamayo tuvo la oportunidad de explicar las razones de su comportamiento, al intervenir en dos ocasiones como representante del grupo mixto, pero lo único que consiguió fue avergonzar e incluso amedrentar al auditorio con sus argumentos lúgubres y desvergonzados. No es una anécdota que el presidente en funciones de la Comunidad, Alberto Ruiz Gallardón, no pudiera soportar el exhibicionismo de la traición política y se ausentara de la sala en las dos ocasiones a la vez que lo hacían los diputados de la izquierda. Nadie le siguió en este gesto de dignidad en las filas conservadoras, donde tampoco faltaban los gestos de desagrado.

El ejercicio de claridad no alcanzó apenas, en cambio, al trasfondo de la crisis, es decir, a la especulación del suelo en la Comunidad de Madrid, a su relación con la gestión municipal y regional y con los partidos políticos, y específicamente con la fuga Tamayo y Sáez. Poco pudo aportar Simancas de lo que ya se conocía y en nada le interesaba entrar a Aguirre en esta cuestión. El debate produjo, sin embargo, algunas salpicaduras entre los dos principales grupos que tendrán su seguimiento en la comisión de investigación sobre el caso, si es que llega a formarse, y sobre todo en la campaña electoral.

Porque lo más importante es que, finalmente, habrá nuevas elecciones en la Comunidad de Madrid en otoño y la gran beneficiaria de esta maniobra será Esperanza Aguirre, que tendrá la oportunidad de intentar obtener la mayoría absoluta que le negaron los votantes y en mejores condiciones, es decir, con los votantes de izquierdas desalentados por el penoso espectáculo de la traición de Tamayo y Sáez y los argumentos sobre la desunión socialista perfectamente servidos para el PP. El debate de ayer fue en propiedad el primer acto de campaña, en el que los dos candidatos cruzaron sus armas y el desertor Tamayo prestó toda su ayuda a la candidata del PP.

Rafael Simancas no es a estas horas presidente de la Comunidad de Madrid «por dignidad y por respeto a la democracia», tal como destacó él mismo en su discurso de investidura. Por si había alguna duda respecto el destino que iban a sufrir los votos de los dos diputados traidores, Simancas se encargó de despejarla con una descalificación de su comportamiento que no podía dar lugar al voto afirmativo de Tamayo y Sáez ni siquiera para perjudicarle. Gobernar en minoría, bajo la amenaza permanente de que estos dos votos fueran a engrosar a los del PP, para bloquear cualquier votación decisiva, era sencillamente insensato. La alternativa entre devolución de las dos actas de diputado o ir a nuevas elecciones era también la más realista, porque es la que mejor sitúa a Simancas de cara a la nueva campaña electoral, mientras que una investidura manchada por estos dos votos le hipotecaba gravemente de cara a la próxima contienda.

08 Julio 2003

Filtros en la política

Virgilio Zapatero

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Escándalos como el ocurrido en la Asamblea de Madrid abochornan e indignan a la mayoría de los ciudadanos, actores, de una u otra forma, de la construcción de nuestra democracia. No menos indignante y preocupante es el efecto que pueden tener en aquellos jóvenes que han participado por primera vez en una consulta electoral. Sólo podremos limitar los daños ya producidos si, antes de las próximas elecciones -que previsiblemente se producirán en plena conmemoración del veinticinco aniversario de nuestra Constitución-, conocemos en detalle la identidad de todos los corruptores y corruptos que han atentado contra el sistema constitucional y han logrado invalidar todo un proceso electoral. Luz y taquígrafos para poder recuperar la soberanía secuestrada.

Pero escándalos graves como el mencionado replantean en la opinión pública el problema de la representación. Si hay prácticas que repugnan a la opinión pública, son las prácticas corruptas conectadas a fenómenos de transfuguismo en todas sus variantes y que se producen de vez en cuando en nuestras instituciones. Cuando esto ocurre, no faltan voces que, alentadas por la indignación general, sugieren cambios profundos, incluso constitucionales, para erradicar tales comportamientos. La expulsión de las Cámaras o la devolución del acta del representante infiel suelen ser algunas de las soluciones que se nos ofrecen alegando que, en realidad, los ciudadanos lo que votamos son unas siglas y no a unas personas concretas. Al defender como solución que el escaño es propiedad del partido y no del diputado infiel o traidor, en el fondo lo que se propone es volver en cierto sentido al mandato imperativo; con la diferencia de que ahora los mandatarios serían los partidos y no los electores. Pues bien, antes de dar pasos en esa dirección, convendría pensárselo más de dos veces, porque tal vez la solución haya que buscarla -y es evidente que hay que buscar soluciones- por otros derroteros.

No es infrecuente encontrarnos con personas que entienden la representación como una relación de delegación, donde el delegado o compromisario no puede tomar decisiones de acuerdo con su criterio y convicción, sino que han de hacerlo siguiendo pura y simplemente las instrucciones de su principal. Para muchos, los parlamentarios deben ser simples delegados, como ocurría antes de la Revolución Francesa. Pero incluso antes de que Edmund Burke pronunciara su famoso Speech to the electors of Bristol contra el mandato imperativo, los parlamentos no se concebían como un congreso de compromisarios que negociaban siguiendo instrucciones de sus mandatarios, sino como asambleas deliberantes de una única nación, con un único interés que no podía ser otro sino el de la búsqueda de lo que Burke denominaba la «razón general colectiva». En las democracias representativas, el parlamentario, pues, representa a la nación soberana y no a sus personales electores o a un partido. Por eso nuestra Constitución, como ocurre en los sistemas representativos, ha prohibido el mandato imperativo.

Junto a estas razones normativas hay otras razones funcionales que explican por qué los diputados ni son ni pueden ser simples delegados de los ciudadanos. En nuestras sociedades modernas los ciudadanos carecemos de la información suficiente como para dirigir con instrucciones a nuestros representantes. Los problemas de la educación, de la sanidad, de la seguridad, de la defensa, de los impuestos… son tan complejos que las soluciones concretas las dejamos en manos de nuestros representantes, a quienes les suponemos más y mejor informados o, al menos, con más posibilidades de buscar y obtener información relevante. Por eso se ha entendido que el diputado tiene y debe tener un amplio margen de maniobra para interpretar lo que en cada caso exige el interés general; por eso el diputado más que un delegado es un agente. Lo que espera el ciudadano de su diputado no es que éste siga todas y cada una de sus opiniones, sino que cuide de sus intereses «como si fueran los suyos propios». Ya lo decía Hegel: la representación se funda en la confianza… y se tiene confianza en una persona cuando se la sabe dotada de la preparación y del ánimo necesario para manejar los asuntos del representado conforme a su mejor saber y conciencia. Es esa confianza la que fundamenta la relación entre representantes y representados.

El problema de nuestras democracias es que no es fácil para los ciudadanos conocer a los representantes que finalmente elegimos. Sólo en comunidades muy sencillas, como los pequeños pueblos, el elector tiene un conocimiento aproximado de las cualidades y condiciones de quienes aspiran a gobernarle. Pero en las grandes ciudades o en las comunidades autónomas o en una nación…, ¿quién puede realmente conocer a sus elegidos? En realidad, elegimos partidos. En tales circunstancias, la lectura de los nombres que componen cualquier papeleta electoral no ofrece garantía alguna de que a quienes votamos serán responsables y gestionarán correctamente los asuntos públicos. Sencillamente, no los conocemos. Y aquí es donde nos encontramos con uno de los problemas de nuestros sistemas representativos; esto es, cómo elegir bien a nuestros diputados en un sistema de partidos.

Dos son, decía Hamilton, los fines de toda constitución política: en primer lugar, conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el bien público; en segundo término, tomar las precauciones más eficaces para mantener esa virtud mientras dure su misión. A lo largo de los tiempos la atención se ha puesto en este segundo objetivo, preocupándonos más de establecer controles a posteriori sobre nuestros gobernantes que de imaginar los mejores mecanismos para su selección. Algo se ha hecho en punto a la eliminación de algunas trabas históricas que excluían de la posibilidad de acceder a los puestos de gobierno a ciertos sectores en función de la riqueza, el sexo, nacimiento o religión. Pero nada o muy poco se ha avanzado en punto a establecer las condiciones positivas que deberían reunir nuestros representantes.

Y es aquí -a la vista de la experiencia ya en exceso reiterada- donde se aprecia la insoslayable necesidad de los partidos a la vez que su responsabilidad. Si los partidos, como dice nuestra Constitución, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular, lo hacen no sólo articulando programas de gobierno, sino también ofreciendo los equipos que, desde los órganos de representación y gobierno, ejecutarán dicho programa. Tan importante como el programa son las condiciones, cualidades y estilo de quienes se ofrecen para administrarlo. Por eso, una de las funciones capitales que desempeñan los partidos políticos, además de elaborar los programas, es la de asegurar a unos ciudadanos que no tienen tiempo ni posibilidades para conocer el currículo de los aspirantes, que «sus» candidatos reúnen las condiciones que les hacen merecedores de la estima y la confianza ciudadana. El nombre de un partido, el de su líder, el logo, las siglas… son la imagen de marca que ampara lo que hay detrás de las mismas. Los partidos políticos cumplen con el mandato constitucional al certificar la honradez de «sus» candidatos; al ofrecer el aval de que quienes están bajo sus siglas no sólo comparten un programa, sino que, a su juicio y tras el oportuno escrutinio, son personas honorables y dignas de confianza para el ejercicio de la función pública.

Especialmente importante es el desempeño de esta función de seleccionar (bien) los candidatos cuando se aplica un sistema de listas cerradas y bloqueadas. Tal vez otras fórmulas pudieran mejorar, en teoría, nuestro sistema de representación; pero ello comportaría, en unos casos, una profunda reforma electoral para la que dudo que haya el necesario acuerdo, y en otros, una reforma constitucional que, por otras razones, tal vez no sea ni urgente ni conveniente. Por ello, y en tanto no se modifique el vigente sistema electoral, cuando se producen fenómenos de corrupción (en activa o en pasiva) o deslealtades graves al programa en las filas de un partido, una buena parte de la responsabilidad política es imputable al partido que avaló la honorabilidad y seriedad de quienes, siguiendo su consejo, elegimos como nuestros agentes. Las listas cerradas y bloqueadas suponen un enorme poder en manos de los partidos para determinar el tipo de representación que tenemos; pero también un grado máximo de responsabilidad de los partidos cuando dicho poder se ejerce mal o negligentemente.

Escándalos como el de la Asamblea de Madrid no sólo indignan a la mayoría de los ciudadanos y alejan a los jóvenes de nuestras instituciones, sino que hacen saltar las alarmas y alientan la imaginación de los legisladores con nuevas medidas punitivas de corruptores y corruptos. Tómense este tipo de medidas si se creen necesarias. Pero no son medidas ex post las que más necesitamos. Mejor los controles a la entrada que a la salida. Lo que precisamos son medidas preventivas; procedimientos y mecanismos que vigilen la entrada en la política; buenos guardianes que criben y seleccionen a los aspirantes. Porque la calidad de nuestra representación depende más del escrutinio que hayan realizado los partidos al seleccionar a sus candidatos que de la capacidad -más bien limitada- de los ciudadanos para calibrar la honorabilidad de sus representantes.

Cuenta Aristóteles cómo en la Atenas del siglo IV antes de Cristo funcionaba una institución denominada la dokimasía. Como los cargos de la Administración eran elegidos mediante sorteo -salvo los diez estrategos, que lo eran por votación-, había que proceder previamente al examen de su elegibilidad. Éstos debían responder a cuestiones como su filiación, el demos del que formaban parte, si participaban en algún culto y en qué santuarios, si tenían tumbas y dónde estaban, si pagaban los impuestos o si habían cumplido el servicio militar. No se trataba de calibrar la aptitud o ineptitud profesional para el cargo, sino si el candidato reunía las cualificaciones cívicas y morales. En tales procesos, según explicaba Lisias, el sometido a examen no tenía que defenderse de unas acusaciones, sino que debía «dar razón de toda la vida». Por supuesto que a la salida del cargo debía responder de sus actos; pero antes se preocupaban por todos los medios de controlar la entrada.

No era mala institución esta de la dokimasía, que poco o nada tiene que ver desgraciadamente con el funcionamiento de los comités de listas electorales de los partidos. Pero es evidente que aquella función de «filtro» de la que hablaba Aristóteles corresponde hoy a todos y cada uno de los partidos políticos. Suya es la función y suya es la responsabilidad. Y estoy convencido de que, si se lo toman en serio y se hace con rigor la selección de los candidatos, no será difícil encontrar entre tantos miles de ciudadanos a ese puñado de representantes que, lejos de abochornarnos a todos, permitan celebrar el veinticinco aniversario de la Constitución reconciliando a los jóvenes con la política y recuperando la soberanía hoy secuestrada.

01 Julio 2003

Debates cruzados

Javier Pradera

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Los ruidos, interferencias y cacofonías proyectados por la frustrada investidura madrileña de Rafael Simancas -condenada de antemano al fracaso dada la negativa del candidato socialista a aceptar los votos de los diputados tránsfugas Tamayo y Sáez- sobre el debate de política general iniciado ayer en el Congreso no fueron resultado del azar sino de una deliberada estrategia del PP dirigida a contaminar el pleno del estado de la nación (que concluirá hoy) con las basuras aireadas en la sesión de la Asamblea regional (que anoche celebró su última votación). Nada obligaba a la presidenta Dancausa a convocar a matacaballo el pleno de esa investidura, cuya única virtualidad era poner en marcha el plazo de dos meses necesario para la disolución automática de la Cámara y la celebración de nuevas elecciones; el fin de semana veraniego y el arranque de las vacaciones de julio hacían todavía mas disfuncional el intencional cruce de dos debates parlamentarios de tan diferente propósito y ámbito territorial. Para el PP resultaba tentador, sin embargo, canibalizar la deslealtad de los diputados fugados del PSOE, que ha desmoralizado dramáticamente a los militantes socialistas no sólo por haber perdido el Gobierno de la Comunidad de Madrid sino también por actualizar los recuerdos de corrupción y división internas que les llevaron a perder el poder en 1996.

El debate de investidura de la Asamblea de Madrid desmintió de forma taxativa a los dirigentes del PP que habían dado por segura la investidura de Simancas con ayuda de los votos tránsfugas: no sólo el candidato socialista ratificó en su primera intervención la decisión de no ser elegido presidente de esa manera sino que además Tamayo y Saez se abstuvieron. Pero Aznar hace suya la cínica retranca del pintor de retablos pueblerinos a la hora de equivocarse: si con barbas San Antón y si no, la Purísima Concepción. Cuando el presidente del Gobierno hace honor a un compromiso o acierta una quiniela, no se cansa de elogiar el valor de su palabra de castellano viejo o de sus dones adivinatorios; pero si incumple una promesa o se equivoca en un pronóstico, niega la evidencia de los hechos y agrede al incauto que se atreve a recordárselo. Más grave todavía es la impavidez de Aznar para sostener una mentira: sirva como sangrante ejemplo su juramento de Santa Gadea sobre las armas de destrucción masiva iraquíes.

Las razonables conjeturas expuestas por Simancas en la Asamblea de Madrid el pasado fin de semana acerca de la trama de corrupción político-inmobiliaria que podría explicar la deserción de Tamayo y Sáez (los argumentos político-ideológicos de los implicados son una broma) no fueron respaldadas por los extractos de cuentas corrientes, los documentos firmados, los testimonios veraces y las confesiones de los acusados que los tribunales exigen para dar como probada la dádiva o promesa del cohecho. Los contactos telefónicos y los negocios de los diputados socialistas tránsfugas con varios militantes del PP desbordan las fronteras de la causualidad pero no llevan necesariamente a la conclusión -sin descartarla- de que la fuga de Tamayo y Sáez haya sido diseñada, puesta en marcha y controlada desde la plana mayor del Partido Popular. Porque tampoco cabe excluir la hipótesis alternativa de una trama de corrupción transversal al PP y al PSOE organizada por especuladores inmobiliarios y por cargos públicos venales de segunda fila emboscados en ambos partidos. En cualquier caso, hay un dato clave que alimenta las sospechas contra el PP: la deserción de los socialistas tránsfugas trata de impedir la llegada al Gobierno de Madrid de la coalición formada por el PSOE e IU y apuesta por la continuidad de las políticas urbanísticas del PP.

Todavía con el recuerdo vivo de la zafia actuación de Tamayo en el pleno parlamentario de Madrid, una pesadilla para los humillados y ofendidos electores del PSOE, Aznar no mencionó durante su primera intervención -como un cazador al acecho- a los tránsfugas socialistas sólo para descargar en su réplica toda la responsabilidad de ese conflicto sobre Zapatero: el tiempo dirá si el silencio de ayer del presidente del Gobierno en torno a las extrañas casualidades que relacionan a militantes del PP dedicados a negocios inmobiliarios con ese turbio asunto fue una confesión de ignorancia o una mentira por omisión.

27 Octubre 2003

Pues sí, ganó la democracia

Luis María Anson

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La Federación Socialista Madrileña acuñó un eslogan certero en su campaña electoral: ‘Para que gane la democracia’. Y eso es lo que ha ocurrido. El pueblo de Madrid ha rechazado de plano no al Partido Socialista, sino la operación profundamente antidemocrática que intentó Rafael Simancas tras el 25 de mayo: para asegurar su investidura pactó con el Partido Comunista, enmascarado tras IU, la entrega del 50 por ciento del poder. Pero los madrileños habían reducido al os comunistas al 8 por ciento de los votos. Gracias a que los diputados Tamayo y Sáez se rebelaron porque Simancas travasó las cuotas de poder de los Renovadores de la Base a favor de los comunistas, el pueblo madrileño pudo desbaratar ayer, a pesar de la frenética campaña de EL PAÍS y los gabilondos de la SER, convertidos en periódico y radio de partido, la operación antidemocrática que intentó Simancas al conceder al Partido Comunista la mitad del poder. La verdad, aunque escueza decirlo, es que, sin Tamayo y Sáez, los madrileños estarían hoy gobernados a cincuenta por ciento por los comunistas.

Y no, los madrileños no quieren que les gobiernen los comunistas. Desde la caída del Muro de Berlín, el comunismo es un muerto de cuerpo presente. En una buena parte de Europa ya está enterrado y no sobrevive ni el nombre. En España, un grupo de nostálgicos mantiene las siglas del Partido Comunista. Pero el ciudadano medio está contra la revolución de los años treinta, contra la lucha de clases, contra la vociferación callejera, contra el matonismo sindical, contra el vandalismo urbano, contra el apoyo a las aventuras separatistas del PNV, contra la manipulación de la cultura y los artistas, contra la violencia sobre las sedes de los partidos democráticos. El pueblo español ha colocado al Partido Comunista en su sitio, en el lugar que le corresponde, pero ellos, los comunistas, siguen impertérritos hablando en nombre de un pueblo que les ha reducido a la mínima impresión.

Luis María Anson