12 junio 1985

Con el ingreso de los dos países ibéricos la unión para a estar compuesta por doce estados

Éxito del Gobierno Felipe González: España se integra en la Unión Europea (CEE) junto a Portugal naciendo ‘La Europa de los 12’

Hechos

El 12.06.1985 los Gobiernos de España y Portugal firmaron el tratado para la adhesión de ambos países en la Comunidad Económica Europea.

Lecturas

La firma de ingreso en nombre de España fue realizada por el presidente del Gobierno D. Felipe González, el ministro  de Estariores, D. Fernando Morán y el secretario de Estado para el ingreso de España en la CEE, D. Manuel Marín.

ARTÍFICES DE LA ENTRADA DE ESPAÑA EN LA COMUNIDAD ECONÓMICA EUROPEA:

JuanCarlos1985 El Rey Juan Carlos I, que presidió el acto de integración, puso su habilidad diplomática y la buena imagen internacional de la que goza en estos momentos en conseguir la entrada de España en la CEE.

FernandoMoran1985 D. Fernando Morán (PSOE), ministro de Asuntos Exteriores, su gabinete coordinó la última fase de la negociación de España con el resto de países de la CEE.

ManuelMarín_alcachofa D. Manuel Marín (PSOE), secretario de Estado para las relaciones con la CEE. Él dirigió personalmente la fase final de las negociaciones. Definió aquel proceso como la táctica de la «alcachofa», porque había que ir poco a poco, como quien quita hojas a una alcachofa.

ETA quiso estropear la celebración cometiendo un doble asesinato

El ‘Comando Madrid’ de ETA hizo coincidir la entrada de España en la CEE con un doble asesinato: D. Vicente Romero y su chofer.

12 Junio 1985

España, en Europa

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera)

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LA FIRMA del tratado de adhesión de España a la Comunidad Económica Europea (CEE) estará rodeada hoy de la solemnidad que merece ese paso irreversible para nuestra integración en la Europa de los doce. Aunque las negociaciones -inciertas, duras y prolongadas- hayan girado fundamentalmente en torno a las cuestiones económicas y laborales, nuestro ingreso en la CEE trasciende el ámbito de los beneficios materiales y se sitúa en la perspectiva de un proyecto histórico de gran alcance. Vivimos una época en que las dimensiones de los viejos Estados nacionales resultan ya estrechas e insuficientes para las tareas que el futuro reclama. Las contradicciones engendradas por la integración económica, el horizonte de las nuevas tecnologías y el desafío de Estados Unidos y Japón impulsan hacia una institucionalización supranacional capaz de adoptar decisiones en nombre de toda Europa.El acto que se celebrará esta noche en el salón de Columnas del palacio de Oriente, bajo la presidencia del rey Juan Carlos y con la asistencia de los presidentes de Gobierno o de los ministros de Asuntos Exteriores de los países miembros de la CEE, simbolizará la realización de un objetivo por el que han luchado las fuerzas democráticas de nuestros días pero que responde también a las viejas aspiraciones de nuestra tradición humanista e ilustrada.

La circunstancia de que las estructuras comunitarias diseñadas por el Tratado de Roma comenzaran a edificarse mientras España vivía bajo la dictadura franquista ha contribuido a que la idea europea se nos aparezca inextricablemente unida a los regímenes de democracia representativa y de libertades. Aunque el embellecimiento ideológico de la CEE -cimentada, sin embargo, sobre duras realidades económicas y enconadas pugnas de intereses- pudiera suscitar mañana la frustración de quienes alimenten hoy expectativas desmesuradas, continúa siendo cierto que el ingreso en Europa refuerza y consolida nuestro sistema constitucional. Y más allá de la coyuntura política, la vinculación de España -tras un larguísimo período de aislamiento- al proyecto europeo posee la significación histórica de permitirnos romper con el pesado lastre de nuestras tradiciones inciviles, parroquíales e intolerantes y de abrir nuevos horizontes culturales a las próximas generaciones.

Con independencia del relevante papel desempeñado por los Gobiemos centristas y por la totalidad de las fuerzas democráticas en el proceso de integración en la CEE, corresponderá a Felipe González -el primer socialista que ha llegado a la presidencia del Gobierno español en tiempos de paz- el honor y la satisfacción de rubricar, en nombre de España, el tratado de adhesión a las instituciones comunitarias, a cuyo nacimiento y desarrollo tan decisivamente ha contribuido, por lo demás, el socialismo democrático europeo. Parece obligado subrayar que el Gobierno González ha trabajado con eficacia en la persecución de ese objetivo. Tal vez los historiadores confirmen algún día la hipótesis de que la estrategia de ambigüedad calculada adoptada por Felipe González respecto a la OTAN (tan desconcertante para la opinión pública nacional y tan perjudicial para los propios socialistas) ha sido una baza importante -desdeñada por UCD- en las negociaciones con unos Gobiemos europeos poco favorables a la ampliación de las estructuras comunitarias, sometidas a una fuerte crisis interna durante los últimos años. Por lo demás, los socialistas no deben caer en la tentación de patrimonializar en exclusivo provecho partidista el ingreso de España en Europa.

La firma del tratado de adhesión significa un reto de modernización para la sociedad española, varada durante demasiado tiempo al margen de la gran historia contemporánea. Porqué llega la hora de la verdad, el momento en que una economía acostumbrada a vegetar bajo la protección del Estado tendrá que aprender a competir libremente y en régimen de igualdad con el resto de Europa si pretende sobrevivir. España firma hoy 1.200 folios que recogen el conjunto de normas que regulan las condiciones de nuestro ingreso: el tratado de adhesión, los principios declaratorios que sancionan la pertenencia al Mercado Común y los 403 artículos que componen el acta de partes: el tratado relativo a la adhesión a la Comunidad Económica Europea y a la Comunidad Europea de la Energía Atómica y el acta relativa a las condiciones de adhesión y a las adaptaciones de los tratados. A estos bloques principales se añaden 36 anexos, 25 protocolos complementarios, los textos del tratado constitutivo de la CEE y el de la Comunidad Europea de la Energía Atómica, así como varias declaraciones comunes a España y Portugal y otras tantas declaraciones unilaterales de la Comunidad y de España y Portugal.

El ingreso efectivo no se producirá hasta el 1 de enero de 1986, y ello si los Parlamentos de los países comunitarios otorgan antes de esa fecha -como el Gobierno español supone- su ratificación al tratado. En el interregno de esos seis meses y medio, España y Portugal participarán en las instituciones comunitarias como miembros interinos de la Comunidad, con voz pero sin voto.

Las fuerzas políticas y sindicales coinciden en asegurar que la integración de España resultará a la larga beneficiosa para el desarrollo económico y social de nuestro país. Pero las opiniones discrepan a la hora de apreciar los efectos del período transitorio (siete años para la industria, y 10 para la agricultura), durante el cual los sectores productivos tendrán que realizar un esfuerzo decisivo para adaptarse a los estándares europeos. La reducción arancelaria, que alcanzará en enero de 1989 al 52,5% del total, representará una fuerte pérdida de competitividad relativa de nuestros productos ante los demás países europeos. La propia Comisión Europea evalúa estos efectos negativos en tres puntos del producto interior bruto. Aunque la Comunidad -librecambista en el ámbito industrial- sea fuertemente proteccionista en el terreno agrícola, nuestras producciones hortofrutícolas no se beneficiarán de esa política durante los primeros años de la adhesión, a consecuencia de los límites impuestos a nuestras exportaciones a Europa. Ésta es la razón de que haya empezado ya a apuntar se la posibilidad de renegociar algunos aspectos concretos del tratado, a fin de paliar parte de los efectos negativos que a corto plazo experimentará la economía española.

El Gobierno socialista insiste en que el esfuerzo de adecuación a los sistemas y modos productivos de la Europa desarrollada debe ser inmediato, que no hay que perder un solo día en el aprendizaje del oficio de competir. Los empresarios, por su parte, se lamentan de la insuficiente información disponible sobre la incidencia concreta de la adhesión, a la vez que piden ayudas inmediatas para los sectores amenazados por la invasión europea. En cualquier caso, la tarea de conquistar un lugar al sol en un mercado de 320 millones de consumidores, abierto a los productos de los 12 países comunitarios, exigirá de nuestras instituciones y de nuestros agentes económicos y sociales no sólo la renuncia a los hábitos, a las inercias y a las comodidades que el aislamiento fomentaba, sino también la adopción de estilos de trabajo más imaginativos, más audaces y más racionales. Asimismo, la adecuación de nuestra legislación al derecho comunitario producirá transformaciones cualitativas en las relaciones entre la Administración y los administrados y facilitará una reforma de los aparatos estatales en provecho de la eficacia y la modernización de nuestro polvoriento armatoste público. Pero tal vez el esfuerzo mayor que los próximos años reclamarán de los españoles sea el cambio de mentalidad cultural, de forma de vivir y de costumbres necesario para ingresar en la ciudadanía europea y a esa identidad supranacional que, aunque de manera lenta y con grandes dificultades, comienza a forjarse en vísperas del siglo XXI.

13 Junio 1986

El último día histórico.

Antonio Izquierdo

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Miércoles 12 de junio de 1985: jornada histórica de inequívoca factura. España firmó en Lisboa el tratado de adhesión a la CEE. Por la noche se celebró, en el Palacio Real de Madrid, una réplica protocolaria de la ceremonia portuguesa. Existe, según TVE, un general fervor por la épica hazaña de haber puesto, en lugar de una pica, una firma en Bruselas. El Gobierno de S. M. entiende poco de picas, aunque no ande sobrado de plumas, por eso supone que hasta ayer no pertenecíamos al continente europeo. Se han dicho muchas sandeces: gruesas, grotescas, incultas, ridículas, pero lo que no se ha revelado aún son las condiciones de nuestro ingreso en la lonja comercial. Salvo de ese beneficio de poder considerarnos europeos – cuestión que a Suiza, Suecia o Noruega, por lo que se ve, les trae sin cuidado – de los bienes materiales no se sabe palabra. No fue, pues, un día de alegría popular – aunque lo fuese de alegría oficial – porque el proletario anda a la gresca, corpo los hombres de las zonas agropecuarias. Todos teníamos la idea de que en las regiones de España se comía bastante mejor que en cualquier otro pueblo de Europa, pero ahora resulta que nuestras vacas producen una leche fatal, nuestros olivares un aceite impresentable, nuestras vides unos caldos insoportables, nuestros agrios son de baja calidad y nuestras industrias, aquel potente e ilusionado esfuerzo que puso en pie de competición por vez primera a España, no ofrecían nada aceptable.

El Presidente de la Comunidad de Madrid suspendió los fuegos artificiales previstos para tan fausta solemnidad. No se sabe si tan sublime decisión se adoptó en señal de duelo o para evitar sobresaltos cardiovasculares en los pacientes vecinos de la Villa y Corte. En realidad del ruido y de la ceremonia de la sangre se encargó la Guerra Sucia. Cayeron un Coronel y su conductor (9.45), un policía nacional resultó muerto, destrozado al intentar desactivar un coche bomba situado en un aparcamiento público junto a unos grandes almacenes (12,28). Su cadáver fue recogido a trozos, en tanto que sus compañeros salían gravísimamente mutilados: pánico en los almacenes a pesar de la serena templanza con que sus empleados se hicieron con el público y le llevaron hasta la calle sin el menor daño: en Portugalete (15.05) cayó abatido un Brigada de la Armada. Demasiado ruido. Demasiada sangre. Demasiado luto. El suficiente para llorar, en las víctimas de la barbarie, por la España que, cubierta de harapos se cuela, menesterosa, por un resquicio del Mercado Común.

Antonio Izquierdo

13 Junio 1985

El enemigo común europeo

Ismael Medina

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“No son flecos, sino faldones”, comentó un diplomático cuando, echadas las campanadas al vuelo tras el nihil obstat de los diez padrinos de la camorra europea, se adujo que todavía quedaban algunos flecos por negociar. Han transcurrido el tiempo y nos hemos dejado la piel de la soberanía en las tronchas del bandidaje mercantilista. Se ha consumado el Waterloo del 12 de junio. Y aún queda por renegociar las cuestiones más letales para nuestra maltrecha economía. A fuerza de nuevas y ominosas dejaciones, se logró en última instancia acortar la agenda de los temas pendientes, tan numerosos que CINCO DÍAS tituló una reciente información sobre el trajineo bruselense: “El acuerdo tiene más flecos que un mantón de Manila”. Envuelto en el mantón de Manila, y hasta con peineta, firmó Felipe González la condena de España a remar en las galeras mafiosas del mercado común europeo.

Cientos de páginas precisadas de renegociación, tal que si estuvieran en blanco, se incluyen en el voluminoso legajo de encarcelamiento de España en la CEE, también conocido como el acuerdo de las dos grandes emes, por aquello de la iniciales de Morán y Marín, sus negociadores, y el idóneo valor simbólico  que entre pudibundos tiene la eme. A la eme se fue España el día 12 de junio por las bajantes del retrete europeo ante el jolgorio afrancesado de los fuegos de artificio.

Los miles de páginas emborronadas que el Gobierno ha firmado sin tiempo material para leer las más de ellas, desasosegaban a un viejo europeísta, teme por sus convicciones, durante una de esas reuniones de alto copete por las que se pirran los socialistas engallinados en el poder. Las aireaba de continuo ante los ojos de un capitoste del Estado de las autonomías, que no los apartaba de las nalgas de una liberada. Hasta tal punto se hizo pesado el europeísta con sus acusaciones, que el epicúreo socialista de la joven democracia debió apartar la mirada de su persistente objetivo, para responder malhumorado: “Grecia firmó con doscientas páginas en blanco y ahí tenéis a Papandreu”.

Grecia se nos aparece, en efecto, como espejo de la nación encanallada en el que miramos. Todo le ha ido de mal en peor desde que la raptaron los democratizadores. Y más aún desde que entró en Europa por el tobogán de análogas claudicaciones que España. Con un paro del 12 por ciento, que en el zoco ateniense – hace ya siglos que los turcos borraron todo rastro cultural y sanguíneo del agora – consideran terrorífico, con una inflación desbocada por la dinamita del IVA, con una industria en regresión reconversora, con una agricultura bloqueada, con unas exportaciones a Europa disminuidas, con unas importaciones de Europa en constante crecida, con una renta nacional y per cápita en declive, con los problemas de identidad nacional más agrestes que nunca y con una pavorosa corrupción en todos los ámbitos, los liberalista-socialistas del apátrida Papandreu han vuelto a refrendar en las urnas el esterilizador totalitarismo democrático, confirmando la sospecha de que las masas son masoquistas y que les gusta la marcha. Y más todavía los orientales. Fantasiosa y deudas del pathos se dejan seducir fácilmente por cualquier pícaro sacamuelas de la feria política y le compran un peine de plástico deleznable, convencidas de que se trata realmente de un prodigioso artilugio de cien cuchillas con inefables posibilidades. Luego gritarán, laceradas por la realidad, y soltarán venablos contra los estafadores. Pero a la feria siguiente se dejarán seducir de nuevo por el sacamuelas de turno y le comprarán otro peine del mismo o peor plástico.

Con un rimero de páginas más dañinas que si estuvieran en blanco nos admiten en la Europa de los mercachifles a reserva de lo que digan luego los Parlamentos tras purgar durante diez años el pecado capital de haber salido del subdesarrollo alpargatero sin alifafes democrátizadores y de habernos puesto en condiciones de tutear a la petulante vecindad ultrapirenaica. También en este punto se cumplen los pactos de Estoril, Biarritz y de Lausana. Entonces, cuando en pleno éxtasis desarrollista de Occidente y con una España en vigoroso crecimiento económico, podía ser rentable el ingreso en la CEE y estaba prácticamente logrado, los convenidos en la conspiración democratizadora consiguieron de sus compaders socialistas y democristianos europeos que bloquearan el acuerdo, en la presunción de que así acabarían con Franco, importándoles un bledo la suerte de los españoles. Era lógico que los europeos accedieron tan gustosos como cuando la conspiradores visigodos acudieron a Traik y sus posteriores réplicas históricas a Luis XIV. Napoleón o Stalin. No podían esperar mejor noticia los padrinos sionistas de la Europa de los mercaderes. Se les ponía gratuitamente en la mano la consumación de la venganza que, en su nombre, postulaba uno de los más íntimos colaboradores de Carter, convertida en carta magna del Estado de las autonomías por los amanuenses del orden constituyente. Aprobaron felices: “Entrará España en nuestra colonia europea cuando vuelva a ser plenamente democrática”. Y escribió el secretario de actas del Tribunal de los Trece: “cuando la Sefarad cristiana vuelva a ser un corral de renegados”.

Me llamó el otro día un pariente que, muy joven, combatió ardorosamente en el Quinto Regimiento y suspiraba por la llegada de la democracia: “No te lo creerás, pero me he hecho franquista. Esta gentuza nos ha robado todo lo mucho que los trabajadores habíamos ganado con Franco. Por si faltara algo, ahora nos entregan a la colonización del enemigo común europeo”. Y tras de enumerar los males sin cuento que “estos golfos nos han traído” concluyó quejumbroso: “Lo peor es que no tenemos un Franco al que seguir ni al que votar, si es que las urnas sirven para algo que no sea la trampa”.

También nosotros llegamos a donde Grecia, con cuatro años de retraso y en peores condiciones. Podemos gritar, cual corresponde a los pueblos desalmados: ¡Viva el enemigo común europeo! ¡Vivan las cadenas! ¡Viva la gran m…!

Ismael Medina