10 mayo 1978

Durante la última campaña Adolfo Suárez González (UCD) agitó el miedo al marxismo revolucionario para rechazar el voto a la UCD

Felipe González Márquez anuncia su propósito de que el PSOE renuncia al marxismo y a la revolución en el próximo Congreso del partido

Hechos

El 10 de mayo de 1978 D. Felipe González Márquez adelantó su propuesta para el Congreso del Partido Socialista Obrero Español.

11 Mayo 1978

El PSOE y el marxismo

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián Echarri)

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LAS DECLARACIONES de Felipe González sobre su propósito de sugerir al próximo congreso del PSOE el abandono del término «marxismo» ofrecen claras analogías, pero también notables diferencias, con la iniciativa tomada hace algunos meses por Santiago Carrillo para que el PCE abandonara el término «leninismo».En ambos casos, han sido los líderes de esas organizaciones, que son algo más que el primer secretario o el secretario general de las mismas, quienes, tras consultar con la almohada y sin previo debate en los comités responsables, teóricamente, de la fijación de su línea política, han hecho públicas tan sensacionales e inesperadas propuestas. La simetría de los dos acontecimientos no es casual. La tendencia de los grandes partidos a concentrar el poder en las personas que los encabezan, como símbolos de la identidad colectiva y como árbitros de las tendencias de todo signo, les confiere una autoridad muy superior a las que les reconocen las letras de los estatutos.

Tanto el señor González como el señor Carrillo se han enfrentado con el dilema de dar satisfacción a sus militantes o de ampliar su electorado. Sin duda, ambos líderes han sido conscientes de que la sugerencia de abandonar símbolos terininológicos, tan cargados de imágenes y con gran capacidad integradora, daría lugar a una profunda conmoción y a rechazos airados en el seno de sus organizaciones. Pero también saben que esa renuncia es la condición sine qua non para su crecimiento electoral, lo cual, si se aceptan las premisas del socialismo democrático, es la tarea prioritaria a la que han de consagrar sus esfuerzos. En el caso del PSOE, el señor González prefiere sin duda arrostrar las iras de una parte de sus 200.000 militantes antes de perder la oportunidad de incorporar nuevos votos a los más de cinco millones de sufragios -la mayoría de los cuales, presumiblem ente, no significaban adhesión alguna al marxismo- obtenidos en junio de 1977.

Ahora bien, las diferencias entre las motivaciones y los objetivos del señor González y del señor Carrillo son tan notables como las analogías. Así¡ el PCE es un partido cuyo grupo dirigente ha sido formado sin solución de continuidad desde la guerra, que dispone de cientos de cuadros seleccionados con su inquebrantable e incondicional adhesión a quienes les designaron por cooptación, que conserva los reflejos unitarios y defensivos formados en la época de la III Internacional para defender decisiones tan difícilmente justificables como los procesos de Moscú, en 1936, o la alianza entre Stalin y Hitler, en 1939, y que puede dar pronunciados virajes sin peligro de descarrilamiento. El PSOE, por el contrario, es un partido reencarnado en 1972, con una dirección joven, con una militancia más irrespetuosa, menos fideísta y no encuadrada por el sólido aparato del que disponen los comunistas. El abandono del leninismo le creó al señor Carrillo, con todo, serios quebraderos de cabeza. Pero las furibundas reacciones producidas en las bases del PSOE ante las declaraciones de Barcelona, aparte de que hablen en favor del grado de libertad existente en el seno de ese partido, son el anuncio de que las jaquecas del señor González van a ser mucho más intensas y duraderas. Cuando el señor Carrillo hizo pública su sugerencia en Nueva York, nadie dudó de que la «desleninización» era cosa hecha; no es tan seguro, sin embargo, apostar ahora a favor de que el XVIII Congreso del PSOE dará la razón al señor González.

Por contra, y esta es la segunda diferencia, los rendimientos electorales a obtener por el PSOE con su revolución terminológica podrían ser mayores de los que el PCE va a cosechar con su golpe de Estado verbal paralelo. El único riesgo que corren los socialistas es, sin duda, perder hacia la izquierda, en favor del PCE o de los partidos marxista-leninistas, parte de los votos que ganen hacia la derecha, pero es previsible que sean siempre mayores las ganancias.

Queda, finalmente, una consideración ideológica. La propuesta de Felipe González significa apartar al socialísmo como proyecto político de su dependencia única de las hipótesis y teorías de la corriente marxista. Lo cual implica dos órdenes distintos de problemas: uno relacionado con el hecho mismo ae esa dependencia monopolista del socialismo respecto del marxismo, y otro con la definición misma de este último término.

Aunque no falten los audaces, como el señor Castellanos, que equiparen al marxismo con la ley de la gravedad y la física nuclear, es altamente dudoso que los escritos de Marx y sus discípulos hayan producido una teoría unívoca del mundo. No sólo esa obra padece interpretaciones teóricas múltiplemente escolásticas, sino que prácticas históricas de orientación muy diferente -desde el bizarro Kim Il Sung hasta el civilizado Dubcek, pasando por el omnipotente Ceaucescu- invocan ese nombre. Tal vez por esa razón Marx. bromeó en una ocasión y dijo que no era marxista. El invento a la moda de reunir precipitada y embarulladamente en un cajón las hipótesis y teorías de Marx para rebautizarlas como «niétodo marxista» es la última trinchera de los que no quieren renunciar a presumir de que poseen una regla de cálculo para hacer política o una bola de cristal para prever el futuro.

Si la propuesta de Felipe González significa que las concepciones marxistas no deben ser el suministro teórico exclusivo del proyecto político socialista, y que los programas para la transformación de la economía y la sociedad española no son conclusiones deducidas de un arquetipo platónico inscrito en las páginas de El Capital, estamos, evidentemente, ante una obviedad. No en vano el propio Marx, que siempre mostró una intolerancia especial hacia los semicultos y hacia los parlanchines radicales, escribió en una ocasión que se negaba a escribir recetas de cocina para los figones del porvenir. Algunos, sin embargo, se están comiendo los platos.

08 Junio 1978

Un socialismo no marxista para España

Manuel Fraga Iribarne

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Generalmente se considera que, en la actualidad, socialismo es decir marxismo; nada más lejos de la realidad, porque antes y después de Marx han existido socialismos no marxistas, y, lo que ha sido menos observado, cabe más de una interpretación no socialista del marxismo, no siendo la única la anarquista.En Europa hay dos clases de partidos socialistas (dejando aparte los comunismos, leninistas o no): los socialismos marxistas (como el francés, el italiano y el portugués) y los socialdemócratas (como el laborismo británico, y los partidos correspondientes en Alemania, Austria, Suecia, etcétera).

Estos últimos consideran que el Estado ha de extender sus fines para conseguir mayor protección de todos los cuidadanos, sobre todo de los menos privilegiados en el reparto de recursos y oportunidades; no aceptan la posibilidad de que la economía de mercado resuelva por sí sola estas cuestiones; postulan unas grandes inversiones públicas en servicios sociales (escuelas, hospitales, guarderías, etcétera), y para lograr todo ello utilizan una gama de medios que pasa por la nacionalización de sectores básicos (energía, transportes, siderurgia, banca, etcétera), sistemas fiscales de alta progresividad, política monetaria y de cambios, etcétera.

Secretario general de Alianza Popular

Guión: José Sésamo y José María Gutiérrez. Dirección: José María Gutiérrez. Fotografía: Magi Torroella. Intérpretes: Héctor Alterio, Fernando Fernán Gómez, José Sacristán, Gabriel Llopart, Luis Ziges, Quique San Francisco.Dramático. España, 1978. Local de estreno: Gran Vía.

Los socialdemócratas no persiguen, en cambio, ni el mito de una revolución total, ni una sociedad absolutamente igualitaria, ni aceptan métodos antidemocráticos (como la dictadura del proletariado o el partido único) o ilegales (como la huelga política).

Los socialismos marxistas, aun los no integrados en la Tercera Internacional (comunista) y no leninistas (es decir, partidarios de la insurrección armada, el partido único y la dictadura del proletariado) postulan la revolución total, la sociedad sin clases, la economía o plenamente nacionalizada o autogestionaria, y su participación en el proceso democrático pluralista es una etapa provisional, hasta la transformación de la sociedad. Es interesante, al respecto, la lectura del libro del último Congreso del PSOE.

Debe añadirse que el marxismo parte de una filosofía materialista, en la cual la religión es «el opio del pueblo»; por lo que los partidos marxistas están todos comprometidos en el laicismo total, el anticlericalismo, la familia puro contrato civil y, sobre todo, la escuela única, como instrumento clave para la transformación de la sociedad.

El Partido Comunista de España ha suprimido la expresión leninista, después de un análisis correcto (la insurrección armada es imposible hoy en una sociedad que ha erradicado la miseria, salvo la ayuda, improbable en esta zona del mundo, del Ejército soviético). Pero aclara que sigue siendo marxista y revolucionario, y en modo alguno una simple variante a la socialdemocracia.

El caso del PSOE es más complejo. Una vez seguras sus espaldas, con la acertada absorción del PSP y de los históricos, el PSOE ha comprendido que, para ser una alternativa real de Gobierno, tiene que dar algunos pasos indispensables. El primero, es dejar de ser marxista, y convertirse en socialdemócrata. El segundo, convertirse en un partido nacional y abandonar esa ambigüedad internacionalista que le ha hecho recientemente preferir los intereses de Argelia a los de España.

Y aún habría que cortar ciertos sectarismos anacrónicos, como el republicanismo, el anticlericalismo, la obsesión por la escuela única, etcétera.

Lo que hace falta es que lo que se haga se haga en serio. Ya basta de verbalismos y de componer la imagen. Hay que trabajar en serio por una izquierda viable, como por una derecha moderna y responsable.

09 Mayo 1979

¿Qué es marxismo?

EL PAÍS (Editorialista: Javier Pradera Cortázar)

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LA DECLARACION de Felipe González, casi en vísperas de la apertura del XXVIII Congreso del PSOE, en favor de que el partido que dirige abandone su definición como marxista, parece no tanto un pronunciamiento teórico como una propuesta política. Hace poco más de un año, el PCE abandonó el rótulo del leninismo por razones fundamentalmente orientadas hacia la práctica electoral. Mientras los dirigentes comunistas, preocupados desde junio de 1977 por arrebatar base social y clientela en las urnas a los socialistas, sentían como un estorbo su tradicional etiqueta, los más influyentes líderes del PSOE parecen ahora deseosos de librarse de un término que puede estorbarles en su camino hacia el poder.El abandono del PCE del leninismo y su nueva definición como partido marxista revolucionario lo aproximaba a los socialistas, no ya sólo en el terreno de la unidad de acción en los ayuntamientos y en las luchas sindicales o de la aceptación de las reglas del juego democrático, sino también en el orden teórico e ideológico. No puede extrañar que el PSOE vea con desagrado el desdibujamiento de esas lindes y que, en consecuencia, conciba la renuncia a su definición marxista dentro de una estrategia destinada a restablecer las distancias respecto a los comunistas. Su propia tradición le permite, por lo demás, realizar ese reajuste con mucho menos dramatismo y con mayor coherencia que en el caso de los comunistas. Al fin y al cabo, hasta su XXVII Congreso, en diciembre de 1976, el PSOE no incurrió en la tentación escolástica de autodefinirse filosóficamente; y en la historia de ese centenario partido abundaron los líderes y militantes cuya adhesión al socialismo nunca se dobló con una profesión teórica marxista.

La campaña para las elecciones legislativas del pasado mes de marzo mostró la decidida voluntad de UCEI de utilizar contra el PSOE las connotaciones negativas y los imprecisos temores que el término marxismo, asociado a los recuerdos de la guerra civil y convertido en religión de Estado en los países del Este, suscita en las clases medias españolas, sin cuyos votos los socialistas nunca alcanzarán el poder. En este aspecto, parece evidente que el PSOE debería aceptar hasta las últimas consecuencias los riesgos de sus apuestas. Es contradictorio y absurdo que los dirigentes y militantes del PSOE primero definan en sus congresos a su organización como marxista y luego monten más o menos en cólera y acusen de juego sucio a sus adversarios cuando se lo recuerdan a lo largo de una campaña electoral.

Por lo demás, esta es una cuestión ideológica, y desde un punto de vista exclusivamente teórico, la polémica resulta tan irreal como todas las discusiones que giran en tomo a preguntas mal planteadas o carentes de sentido. La palabra «marxismo» no rotula un cuerpo cerrado y fijo de doctrina, como el «marxismo-leninismo», sino que remite a una tradición de pensamiento vasta, compleja y contradictoria, a un continente de teorías e hipótesis sobre la sociedad humana, y sobre el modo de producción capitalista, atravesado desde hace más de un siglo por pugnas entre escuelas rivales, y a veces encarnizadamente enemigas, que invocan con iguales derechos los nombres de Marx y Engels. Esos conflictos han tenido como escenario, en el plano teórico, las cátedras, los libros y las revistas, sin que sea fácil, en ocasiones, determinar lo que tienen en común unos marxistas con otros. Pero también las banderas del marxismo han servido como estandartes de cruentas batallas entre partidos y entre países, desde la Revolución de Octubre de 1917 hasta la intervención vietnamita en Camboya o la invasión de China de la República de Hanoi, y han sido esgrimidas como justificación de dictaduras, purgas sangrientas y violación de los derechos humanos.

Pero la discusión sobre el marxismo no pertenece sólo al terreno teórico. Ese término se halla también emocionalmente coloreado de valores, asociado a décadas de lucha y de combate y relacionado con postulados éticos y objetivos políticos. Lo cual ayuda a explicar que su abandono sea interpretado por algunos sectores del PSOE, sobre todo, como síntoma de renuncia en terrenos ajenos al nivel teórico, a metas y propósitos que han Í constituido las señas de identidad del socialismo español a lo largo de su historia.

El éxito o el fracaso de Felipe González en su propuesta al XXVIII Congreso dependerá de su capacidad para diferenciar esos dos niveles en la polémica. El abandono del término marxista para calificar al PSOE es, desde un punto de vista teórico, un paso obligado para la clarificación de una organización política en la que militan hombres y mujeres de muy diversas concepciones ideológicas, que busca los votos de millones de ciudadanos que se limitan a desear una sociedad más justa y más libre y que se alimenta de ideas y teorías procedentes no sólo del legado del marxismo. La definición del PSOE como marxista no sólo es la respuesta a una pregunta que carece de sentido, sino también un gratuito regalo a sus adversarios. El verdadero problema socialista no está en esa querella bizantina, sino en las emociones y pasiones que se hacen oír disfrazadas de razones, y que deben tener como objeto real de discusión el programa, la organización y la estrategia del PSOE para los próximos años.

15 Mayo 1979

El PSOE, en la encrucijada

Carlos Zayas

(Miembro del Comité Federal del PSOE)

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El PSOE se encuentra, tras los dos procesos electorales recientes, en una nueva y delicada coyuntura de su larga y gloriosa historia. Los resultados de los comicios, hasta cierto punto contradictorios, podrían aportar una mayor dosis de desconcierto a sus afiliados y simpatizantes. La decepción del l-M le arrincona en lo que puede ser un largo cuatrienio de oposición en el gobierno del Estado y seguramente también de la mayoría de los entes preautonómicos. Por otro lado, el éxito desigual de las elecciones municipales le lleva a conseguir, con el PCE y otras fuerzas progresistas, la administración comunal de dos terceras partes de la población, y en todo caso de su sector más joven y dinámico.

El PSOE se encuentra, pues, ante un doble reto: cómo llevar a cabo una oposición parlamentaria enérgica y, al mismo tiempo, responsable y constructiva; y cómo ejercer los gobiernos municipales con eficacia y espíritu innovador que pongan fin al caos y al empantanamiento en que se encuentran la inmensa mayoría de los ayuntamientos.

Pasadas ya las pruebas electorales, uno puede ya declarar que no creía que el PSOE hubiera estado en disposición de ejercer, ni aun en coalición, el gobierno del Estado, principalmente por las dificultades que hubiera encontrado entre las organizaciones sindicales, a quienes les era, y aún hoy les es, difícil asimilar que nuestro país, más todavía que el resto de los europeos, tiene que entrar por un período de austeridad

Peligro de radicalización

Un partido que debido a su crecimiento vertiginoso no ha hallado todavía su punto interno de equilibrio ideológico ni de solidez organizativa, es lógico que se encuentre perplejo ante la complejidad de la labor política a realizar. Como partido de oposición puede tender a radicalizarse y a volcarse sobre sí mismo, enfrascándose en un debate ideológico que pudiera hacer predominar actitudes demagógicas, creadoras de ensueños y de rencores, sobre los que podría ser muy difícil construir una alternativa política seria. Una escalada en este sentido haría más penosa la relación con el partido de los pequeños empresarios, de los trabajadores autónomos, de los cuadros profesionales y funcionariales, que ya hoy día nadie puede decir que tengan la vida fácil en una organización entre cuyas bases prevalece con excesiva frecuencia el verbalismo pseudoizquierdista, y cuyas cúpulas flotan en la indefinición ideológica.

Va a ser arduo para el PSOE atraer hacia sí a los sectores intermedios de la compleja sociedad española actual, que no se consideran obreros, bien por su empleo como cuadros en el creciente sector de servicios públicos o privados, bien por ser propietarios de sus modestos medios de producción. Tenemos que ser capaces en el PSOE de analizar con profundidad y realismo la estructura social y económica de nuestro país, sometido a uno de los desarrollos más desiguales y brutales, por un capitalismo financiero que ha actuado sin bridas ni contrapesos por parte de una administración pública que hasta la muerte del dictador estaba enteramente a su servicio.

Según el entender de numerosos militantes del partido, de algunos que lo declaran y de muchos más que no osan manifestarlo ante las intemperancias de otros, dedicados a ponerse más a la izquierda que nadie -una vez muerto el dictador, ello es verdad-, la terminología y los métodos marxistas, en sus múltiples interpretaciones, no agotan los instrumentos de análisis político y económico. Son precisas nuevas formulaciones más áctuales y conceptualmente más rigurosas e imaginativas, para encontrar las fórmulas superadoras de la crisis en que se encuentran todas las sociedades, occidentales o comunistas, ricas o subdesarrolladas, sometidas a la penuria energética y de materias primas, al desequilibrio demográfico y a un desempleo creciente.

Se echa de menos no sólo en los programas electorales de la izquierda, sino en las elaboraciones a medio plazo, audacia e imaginación a la vez. No basta con las fórmulas hechas de «profundización de la democracia» y de «cambiar la vida». Hay que adentrarse por estos caminos y reconocer francamente la necesidad de una revolución de las mentes, de una revolución cultural que haga posible la práctica de nuevos valores de solidaridad, de trabajo voluntario en servicio de la comunidad, de una sensibilidad y crítica cultural al margen del consumismo. Pero mal podrá el PSOE propugnar estos nuevos valores y módulos de conducta a la sociedad si antes o coetáneamente no consigue que sean difundidos y practicados dentro de sus propias organizaciones. Una cosa es predicar y otra dar trigo, dice el refrán. Como socialistas debemos empezar por ser capaces de autocriticarnos y de considerar desapasionadamente nuestras propias estructuras.

El crecimiento espectacular de las organizaciones socialistas y su enorme apoyo popular requiere que respondan a estas expectativas de renovación y de apertura que las gentes esperan de ellas. Para los que nos hemos dedicado prioritariamente a la labor organizativa es muy patente que el esfuerzo realizado en ese sentido ha sido francamente insuficiente. No hemos sido capaces de integrar y de educar políticamente a muchas decenas de miles de ciudadanos idealistas que se aproximaron a nosotros tras el 15 de junio de 1977. Y ello constituye el principal reproche a un partido que ha dedicado especial atención al juego paraparlamentario y al consensus constitucional, produciendo una real defraudación a muchos ilusionados ciudadanos que ven en él el mejor instrumento de cambio social y económico. Dentro del partido es un lugar común la conciencia generalizada de la insuficiente formación de los afiliados, de las carencias de la prensa socialista, de la desproporcionadamente baja incidencia del partido en los medios de comunicación social y, sobre todo, de que el partido no ha sabido insertarse en las diversas comunidades donde, paradójicamente, sigue teniendo una fuerte incidencia electoral.

Estratégicamente, nunca quedó ,bien claro si había, de parte de la dirección del PSOE, una auténtica voluntad de salir de ser una organización de cuadros para constituirnos como una organización de masas, capaz de proyectarse y diversificarse en los múltiples aspectos de la vida de una comunidad tan compleja como la española actual. Para muchos ha prevalecido la impresión de que la dirección del partido ha visto éste, sobre todo, como un simple aparato electoral, y nunca como una organización de masas, donde los afiliados participan continuamente en todas sus instancias. Los hechos están ahí: conflictos constantes de competencias entre los órganos comarcales, regionales y provinciales; inexistente debate político en el seno de las organizaciones, sustituido por enfrentamientos de grupos y clanes; casas del pueblo que en demasiados casos no han sabido injertarse a la comunidad a la que debían servir.

Pero la mayor disfuncionalidad del PSOE como organismo democrático la ha constituido el insuficiente flujo de información entre sus diversas instancias. La opacidad de la organización, de la que han dado ejemplo los más destacados órganos, como la comisión ejecutiva federal y el comité federal. No voy a extenderme ahora en explicar el sentimiento de frustración extendido entre la simple «base parlamentaria» de las Cortes Constituyentes ante los acuerdos consensuados por las cúpulas de los partidos, que hacían de los parlamentarios meros figurantes en los plenos del Congreso. En nuestro partido hay una excesiva tendencia a reservarse todo tipo de información relevante, conscientes las diversas instancias de que información es poder. Las bases, parlamentarias o no, desinformadas no están en medida de realizar una evaluación seria y objetiva y continuada de la labor política de sus dirigentes.

Lo expuesto anteriormente es causa del patente desinterés de las bases del partido (simpatizantes, afiliados, cotizantes o militantes) por la vida del mismo y su muy insuficiente participación. Esta extendida sensación de alienación explica las dificultades existentes no sólo para movilizar a las bases en las campañas electorales, sino incluso para realizar el hecho más elemental de cualquier organización: el cobro de las cuotas. A unos companeros que durante excesivo tiempo se han sentido al margen de la vida política del partido, difícilmente se les puede pedir que participen entregando trabajo voluntario.

Insuficiente transparencia

La insuficiente transparencia en la vida del PSOE no se proyecta sólo en la dificultad de plantear un debate político que trascienda de las simples agrupaciones locales, sino que tiene especial relevancia, al considerar el procedimiento de selección de los candidatos a los órganos de dirección. Al elevarse el escalón organizativo, aparecen más intensas las interferencias de la comisión ejecutiva federal y de las comisiones federales de listas, que de hecho han actuado en dependencia casi absoluta de la comisión ejecutiva federal, aunque de derecho fueran una emanación del comité federal. Ello pudiera ser debido a que éste, por la insuficiente madurez política de bastantes de sus miembros, y debido al procedimiento de trabajo adoptado -no conocer con suficiente antelación los temas y la documentación a considerar-, ha actuado como una mera caja de resonancia de la comisión ejecutiva federal, algunos de cuyos más significados miembros se han mostrado muy poco receptivos y excesivamente susceptibles a la crítica que unos pocos miembros del comité federal hemos realizado en su seno.

Para que la democracia, principal timbre del orgullo del PSOE, que lo distingue de las otras grandes opciones políticas, se realice en la práctica, es urgente clarificar el procedimiento de selección de los candidatos a los diversos órganos del partido, y especialmente a los órganos decisorios federales. Para ello es indispensable que con la suficiente antelación, y no en pasilleos nocturnos, como en el XXVII Congreso, se conozcan los nombres y los programas de los diversos equipos que aspiran a dirigir el principal partido político del país.

Aquí topamos con la específica prohibición estatutaria de constituir tendencias dentro del PSOE. Pero la realidad, manifestada en la vida de los otros partidos socialistas europeos, es que, si no tendencias -que suponen la existencia de cotizaciones, locales y hasta prensa paralelos-, en todos ellos se dan corrientes o sensibilidades diferentes protagonizadas por sus propios líderes.

Cabe argüir que en un partido en vías de consolidación la aparición explícita de estas corrientes podría poner en peligro su cohesión interna e incluso su unidad. Pero muchos nos preguntamos si correr este riesgo no es mejor que la situación actual, donde la lucha por el poder tiene lugar en base a planteamientos tácticos más que ideológicos y se lleva a cabo de un modo soterrado, de, forma que donde, en definitiva, la secretaría federal de organización, colocando sus antenas y sus hombres de confianza en las federaciones clave, actúa como la única tendencia con posibilidades reales de imponerse en los Congresos.

Una clarificación táctica, ideológica y organizativa parece necesaria y urgente para quienes desde hace años propugnamos un PSOE pluralista en lo ideológico, abierto y no excluyente en lo social y transparente en lo organizativo. Si el próximo XXVIII Congreso es capaz de encararse francamente con este múltiple reto, se sentarán las bases para que los socialistas de las diversas corrientes -no tendencias-, construyamos entre todos una organización de amplio espectro social y electoral, capaz de protagonizar la transformación de las injustas y anquilosadas estructuras económicas y sociales de nuestro país, y ponerlo al nivel de otras sociedades europeas occidentales, donde la socialdemocracia constituye la fuerza política determinante de todo progreso.