8 abril 2001

La polémica se produce en medio de los rumores sobre la relación de Felipe de Borbón con la noruega Eva Sannum

Jaime Peñafiel (EL MUNDO) reprocha a Juan Manuel de Prada (ABC) que aleccione al príncipe Felipe sobre su elección de esposa

Hechos

El 8.04.2001 el diario EL MUNDO publicó un artículo de D. Jaime Peñafiel en respuesta a otro artículo publicado por D. Juan Manuel de Prada en el diario ABC.

02 Abril 2001

Amor real, amor fingido

Juan Manuel de Prada

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Paloma Segrelles, hija, que prolonga y completa la tarea de su progenitora, tuvo la amabilidad de invitarme al Club Siglo XXI y, unos meses más tarde, a una cena íntima en la que oficiaba de anfitriona. Asistía a aquella cena, como invitado de excepción, el Príncipe Felipe, que acudió sin corbata, dejándonos en evidencia a los demás comensales, más papistas que el Papa, que nos habíamos embutido los trajes más almidonados y seriecitos de nuestro ropero. Ignoro si fue por deferencia de la anfitriona o por designio principesco, pero el caso es que, para mi estupor, me habían adjudicado en la mesa un lugar a la derecha del Príncipe. El miedo paralizante que al principio agarrotaba mis sonrisas se fue tornando balsámica quietud a medida que comprobaba cómo el Príncipe desdeñada los anquilosados protocolos. Descubrí a un hombre igualmente ajeno a las pacotillas solemnes y a las vacuas frivolidades, de una cultura esmeradísima que, como bien se sabe, no consiste tanto en saber mucho como en saber acompasar nuestra conversación a los saberes del prójimo. Con el Príncipe hablé de viajes y de libros, esas dos formas de aventura; descubrí, primero con incredulidad, luego con alivio y exultación, que tenía un fondo de remansada delicadeza y vivísima curiosidad. Hacia el final de la cena, cuando los comensales ya se habían disgregado, todavía me quedé un rato departiendo con él al pie de la mesa; en un rasgo de patosería que me define, solté un manotazo a un candelabro que se derrumbó sobre mí, condecorándome de cera derretida. Allí tendríais que haber visto al Príncipe, convertido en siervo de su súbdito, apartando de las solapas de mi chaqueta los churretones de cera que proclamaban mi inepcia.
Este gesto hizo de mí un filípico convencido. En nuestro Príncipe concurren la aristocracia del espíritu y la llaneza de trato, en una rara simbiosis que no puede ser sólo herencia de la sangre, sino sobre todo fruto de un esfuerzo personal. Durante muchos años, el Príncipe se ha aplicado en el aprendizaje de la misión que le ha sido asignada; los preceptores que han ayudado a forjar su talante han destacado siempre en él su pundonor y su responsabilidad, también su presteza para aprender. El fruto de una educación tan minuciosa es un hombre de treinta y tantos años, consciente del papel que desempeña y libre para decidir. Pero héte aquí que, llegada su edad núbil, han surgido un enjambre de casamenteros, más papistas que el Papa, que quieren influir en su voluntad y rectificarla. Algunos moscones de este enjambre no apartan de sus labios una palabra que fue hermosa y que hoy se ha convertido en calderilla ínfima: «profesional»; afirman estos moscones que el Príncipe tiene que comportarse «como un profesional» al elegir su amor. Si estos moscones supieran de etimologías, entenderían que están pronunciando una verdad de Perogrullo, pues el amor es una fe enaltecedora e indeclinable en cualquier hombre que se precie; pero ellos utilizan «profesional» como sinónimo de farsante. Solicitan al Príncipe que finja su amor, que lo convierta en una tramoya cortesana, que lo subordine a los intereses dinásticos; por si no les bastara con sustentar ideas tan cavernícolas, invocan el ejemplo de los monarcas de antaño, que aliviaban sus fracasos conyugales con amores clandestinos y episodios peripatéticos de alcoba.
Ojalá el príncipe no tuerza nunca su voluntad ante el acoso de los moscones dinásticos. Si su figura nos enorgullece es porque, más allá de su apostura física o genealógica, descubrimos la apostura esbelta de su inteligencia, la apostura serena de sus sentimientos. Que sean esa inteligencia y esos sentimientos los que dicten el rumbo de su felicidad; porque su felicidad redundará en la nuestra y su amor sin fingimientos lo hará más puro y admirable a nuestros ojos. No hay amor plebeyo, cuando lo impulsan sentimientos patricios.

08 Abril 2001

La profesionalidad

Jaime Peñafiel

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En un artículo, publicado el pasado lunes en ABC, Juan Manuel de Prada, ese enfant terrible de las letras españolas, al menos eso pretende, reconocía que acababa de convertirse en un «filípico» (?) convencido. No por sentimiento ni por la buena imagen del Heredero, como hombre serio, sensato y responsable que «pretende ganarse el puesto todos los días», sino porque Su Alteza Real «apartó de las solapas de mi chaqueta los churretones de cera» que la caída de un candelabro le produjeron después de una cena con el Príncipe Felipe. ¡Ay de esos conversos que lo son porque el Rey les ha saludado, dándoles no la mano sino apretándoles el antebrazo! Y no digamos si posa su real diestra en tu cogote. ¡Juancarlista para toda la vida!

Pero lo que más me ha sorprendido del artículo de De Prada ha sido su ataque y descalificación a los que defienden la «profesionalidad» de quienes, por vía de consorte, pueden convertirse en miembros de la Familia Real. Posiblemente, Juan Manuel, a quien admiro como escritor y articulista, se olvida que el dichoso término «profesional» lo acuñó Su Majestad el Rey cuando José Luis de Vilallonga le preguntó, en el transcurso de las charlas con el Soberano para el libro biográfico El Rey: «Señor, ¿cómo definiríais a la Reina en pocas palabras?». «La Reina es una gran profesional, una gran, gran profesional. Lleva la realeza en la sangre», respondió Don Juan Carlos. «¿Qué significa profesional exactamente?», inquirió el autor. «Significa que se toma su oficio muy en serio y Dios sabe que no es un oficio descansado… Doña Sofía nunca olvida que es la Reina… No basta con subirse a un pedestal para inspirar respeto».

Doña Sofía respondió a ese calificativo del Rey y esposo con estas palabras, en el libro La reina: «Si con esa definición se habla de una dedicación, de echarle horas, de prepararse los temas, entonces sí me considero una profesional… y serlo, ser Reina, te obliga al servicio y te obliga al sacrificio. Servicio y sacrificio».

Falta de profesionalidad.
Casualmente, casi coincidiendo con el artículo del estimado compañero, se publica una noticia que demuestra cómo la falta de profesionalidad ha colocado a una joven, incrustada por matrimonio en la familia real británica, al calificar ésta a su suegra la reina Isabel de «vejestorio»; a la reina madre «de esa vieja»; al jefe del Gobierno, Tony Blair, «de ser demasiado presidencial»; a su esposa Cherie de ser «una mujer absolutamente fea» y «deforme» al jefe de la Oposición, William Hague. La opinión pública ha visto con horror cómo Lady Di aparece reencarnada en la irresponsable Sofía Rhys-Jones, condesa de Wessex y esposa del príncipe Eduardo, que no ha dejado títere con cabeza. Estimado Juan Manuel de Prada, exigir a un miembro de la familia real, cualquiera que sea esta familia, un mínimo de «profesionalidad» no es pedirle «sea farsante», para ti sinónimo de profesional, sino la obligación de asumir que el hecho de ser nuera o hija política del rey o de la reina no es un privilegio sino una servidumbre, no un regalo sino un sacrificio.

Por último, no se trata de que «el Príncipe tiene que comportarse como un profesional al elegir su amor», nadie lo ha dicho sino que la mujer de la que se enamore y a la que enamore (pasaron los tiempos en los que los príncipes y plebeyos elegían como si estuvieran en el salón) lo sea. No sólo que lo parezca. Profesional como Doña Sofía. Profesional de la cosa real amén de mujer, esposa y madre, en su día. Y una aclaración por si tienes alguna duda.No soy moscón dinástico sino juancarlista que aspira a convertirse el día de mañana en felipista que no «filípico». Y, como tú, también deseo que el Príncipe se case enamorado. Siendo así, muchos matrimonios acaban como acaban, si no lo están, el fracaso está cantado.