21 septiembre 1998

La muerte repentina de la atleta Florence Griffith-Joyner (Flo-jo) reabre las sospechas de dopaje en torno a su carrera

Hechos

El 21 de septiembre de 1998 falleció Florence Griffith.

Lecturas

El mundo del deporte quedó conmocionado ayer por una de las noticias más impactantes que pudieran producirse en su seno: la muerte, a los 38 años y a causa de un incidente vascular descrito como ataque cardiaco o ataque de apoplejía según las diferentes versiones que anoche circulaban, de Florence Griffith-Joyner.

Incluso las personas desinteresadas por el deporte recuerdan a esta atleta que en el curso de dos meses del verano de 1988 destrozó los récords mundiales de 100 y 200 metros. Después de 10 años, esas marcas permanecen vigentes y aisladas en su majestad inconmovible, pese a la fulgurante aparición de Marion Jones en el panorama atlético.

La de Florence Griffith es una de tantas historias dramáticas de atletas estadounidenses de piel manchada. Ella, en realidad, exhibía en su notable atractivo físico una mezcla de raza blanca (irlandesa), negra e india. Sus padres, un electricista y una maestra de escuela, trajeron al mundo 11 hijos en la ciudad de Los Angeles. Ella era la séptima.

En el duro suburbio de Watts, Florence sorteó un cuantas trampas: «No me di cuenta de cómo era el vecindario hasta que fui un poco mayor. Doy gracias a Dios por haber pasado, sin caer en ellas, a través de las bandas y las drogas que andaban alrededor».

El atletismo sería su elección para escapar de la miseria física y moral de los guetos. Empezó a competir cuando contaba siete años, en un programa para niños necesitados. Abandonó la niñez, pero no las penurias. Se vio obligada a dejar la competición cuando sus aptitudes auguraban prestaciones notables y entró a trabajar en un banco. De él la rescató Bob Kersee, un entrenador legendario, técnico ayudante en la Cal State Northridge University, donde había conocido a la atleta. Kersee le proporcionó una beca para la Universidad de California en Los Angeles (UCLA).

Desde esa Universidad, la más importante deportivamente de California, Florence empezó a despegar atléticamente. Fue cuarta en los 200 metros del primer Campeonato del Mundo, el disputado en Helsinki en 1983. Alcanzó la plata, en la misma distancia, en los Juegos Olímpicos de Los Angeles en 1984, beneficiándose del boicot del bloque oriental. En 1986, sin embargo, era una atleta semirretirada que, por las eternas razones económicas, había regresado al banco y, al mismo tiempo, trabajaba como esteticista.

Volvió en 1987 a los entrenamientos y logró la plata, siempre en el doble hectómetro, y el oro en el relevo 4×100 en el Campeonato Mundial de Roma de 1987.

En 1988 se produce su explosión. Durante las pruebas de selección para los Juegos de Seúl, corre, en Indianápolis, el 16 de julio, los 100 metros en 10.49. Al día siguiente, en las semifinales y en la final, logra, respectivamente, 10.70 y 10.61, marcas ambas también por debajo del primado anterior de Evelyn Ashford (10.76). En septiembre, durante la disputa de los Juegos, gana los 100 con 10.62. En los 200, su demostración es devastadora. En la misma jornada bate, en la semifinal y la final, el récord de 200. Primero detiene el cronómetro en 21.56. Más tarde, en 21.34. Logra su tercera medalla de oro en el relevo 4×100. Tiene 27 años. En aquellos Juegos, dominados por el dopaje de Ben Johnson, corrió el insistente rumor de un positivo de Florence. No se confirmó y la deslumbrante atleta, apodada Flo-Jo, se retiró meses más tarde, incólume oficialmente, pero siempre bajo sospecha (quizá más ahora, tras esta muerte tan inesperadamente extraña).

Como Bob Beamon después de sus 8,90 metros en salto de longitud en los Juegos Olímpicos de México en 1968, nada podía esperarla más allá de esas hazañas asombrosas. Ella misma se había condenado al destierro, aunque su abandono repentino desencadenó toda serie de suspicacias en alta o baja voz.

Se dedicó con notable éxito al diseño de ropa deportiva, no solamente la referida al atletismo. «Me excitan los colores», afirmaba para explicar la audacia y brillo de sus creaciones.

Casada con Al Joyner, destacado saltador de triple -campeón olímpico en 1984-, al que conoció en los propios Juegos de Los Angeles, su imagen física era impactante. Bella, exótica, musculosa, de opulenta cabellera rizada y con aquellas inolvidables uñas, larguísimas y curvadas como alfanjes, fue, en cierto modo, una avanzada de los atuendos coloristas y atrevidos en el deporte.

Su prematura muerte, en un momento en el que el debate sobre las consecuencias del dopaje caracteriza en gran medida al deporte mundial, abre un nuevo frente en este vidrioso asunto.

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