13 septiembre 2001

Un tercer avión se estrelló en el Pentágono y un cuarto en Pensilvania, al impedir sus pasajeros que llegara a su objetivo, el Capitolio

Masacre terrorista 11-S: terroristas de Bin Laden destruyen las Torres Gemelas en el mayor atentado terrorista de la historia

Hechos

  • El 11.09.2001 cuatro aviones de pasajeros norteamericanos fueron secuestrados estrellados en distintos puntos del país: cada una de las dos Torres Gemelas, el Pentágono y en Pensilvania. Dando por resultado la muerte de 2.992 muertos y 24 desaparecidos.

Lecturas

Atentados en las Torres Gemelas:  2.600 asesinados en el edificio, más los 150 pasajeros asesinados de los dos aviones.


Atentado en el Pentágono: 125 asesinados en el edificio, más los 64 pasajeros asesinados del avión

pentagono11S2 El Pentágono, tras el ataque

Atentado en Pensilvania: los 44 pasajeros asesinados en el avión.

pensilvania Los restos del avión siniestrado y el Capitolio, el aparente objetivo de aquel avión al que no llegó.

LOS TERRORISTAS SUICIDAS DEL 11-S

suicidas_11S Los autores materiales de la masacre, murieron en el atentado terrorista, pilotando los aviones. El jefe de los pilotos era Mohamed Atta, que pilotaba uno de los que se estrelló en las Torres Gemelas.

– Vuelo 11 de American Airlines. Estrellado contra la Torre Norte del World Trade Center en Nueva York: Mohamed el-Amir Awad el-Sayed Atta (egipcio), Waleed Mohammed al-Shehri (saudí), Wail Mohammed al-Shehri (saudí), Abdulaziz al-Omari (saudí), Satam Muhammed Abdel Rahman al-Suqami (saudí).

– Vuelo 175 de United Airlines. Estrellado contra la Torre Sur del World Trade Center en Nueva York: Marwan Yousef Mohamed Rashid Lekrab al-Shehhi (saudí), Fayez Rashid Ahmed Hassan al-Qadi Banihammad (Emiratos Arabes Unidos), Mohand Muhammed Fayiz al-Shehri (saudí), Hamza al-Ghamdi (saudí), Ahmed al-Ghamdi (saudí).

– Vuelo 77 de American Airlines. Estrellado contra el Pentágono, en Washington DC: Hani Saleh Hasan Hanjour (saudí), Khalid Muhammad Abdallah al-Mihdhar (saudí), Majed Mashaan Ghanem Moqed, Arabia Saudita (saudí), Nawaf Muhammed Salim al-Hazmi (saudí), Salem al-Hazmi (saudí).

– Vuelo 93 de United Airlines. Estrellado en un campo de Shanksille, estado de Pennsylvania: Ziad Samir Jarrah (libanés), Ahmed Ibrahim al-Haznawi (saudí), Ahmed bin Abdullah al-Nami (saudí), Saeed Abdallah Ali Sulayman al-Ghamdi (saudí).


LOS ORGANIZADORES

binladenAtef Estados Unidos señaló a los líderes de Al Qaeda, Osama Bin Laden y Mohamed Atef, como los responsables de haber orquestado el atentado del 11-S.


12 Septiembre 2001

La política del odio

Juan Luis Cebrián

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El ataque contra el corazón del poder económico y militar de la primera potencia mundial, que pasará a los anales de la historia de la infamia, abre la peor crisis a la que se enfrenta la humanidad desde el final de la Segunda Gran Guerra. No sólo por la humillación y el dolor que han generado entre los ciudadanos del imperio, sino por las inevitables consecuencias que ha de comportar, desde eventuales represalias militares, si se identifica a un Gobierno responsable o se decide designar a alguno como tal, pasando por la agudización de la actual inestabilidad económica, hasta la implantación de un clima perdurable de hostilidad, desconfianza y confrontación en las relaciones internacionales.

No es probable que la ofensiva terrorista, de tamaño y características hasta ahora desconocidos, sea imputable sólo a un grupo reducido de fanáticos, pero, aun en ese supuesto, se trataría de terroristas entrenados y con financiación, que precisarían el amparo de una importante infraestructura. Por lo demás, y sobre todo, para que existan pilotos suicidas y lunáticos criminales capaces de cometer una agresión tan salvaje e inhumana, es precisa la existencia de un caldo de cultivo previo, en el que el odio constituye el motor principal de las decisiones. Las imágenes difundidas por la televisión de un puñado de niños palestinos aplaudiendo y jaleando el derrumbe de las Torres Gemelas de Nueva York son la nauseabunda consecuencia de una política basada en el enfrentamiento entre los pueblos y el desprecio a los derechos humanos, en muchas latitudes del planeta.

Y es sobre este triunfo del odio, anclado muchas veces en el fundamentalismo ideológico o religioso, y que encuentra su mejor campo de acción entre los desheredados de la tierra, los que no tienen nada que perder porque ya lo perdieron todo, sobre el que se vienen estableciendo conscientemente, desde hace años, las bases de un llamado nuevo orden mundial, que amenaza con consolidar el lenguaje de la violencia como el único posible en las relaciones entre los hombres.

La ofensiva terrorista de ayer constituye la puesta en escena, de manera abyecta y brutal, de algunas de las peores características que definen el nuevo milenio. El siglo XX se inauguró con la última guerra romántica de la historia, en la que los hombres defendían su patria a punta de bayoneta y en el cuerpo a cuerpo de las trincheras de Europa. El siglo XXI, apenas recién nacido, abre su dietario de enemistad y muerte bajo el signo contradictorio de un vocablo tan manoseado y poco sutil como el de la globalización. Las pasiones estériles, bienintencionadas o no, que el debate sobre ésta ha suscitado pueden servir para poner de relieve o llamar la atención acerca de algunos de los problemas acuciantes de nuestro mundo, pero la falta de un diálogo racional entre los líderes de los países desarrollados, y el egoísmo ciego de muchos de ellos, no excusa el entusiasmo gratuito de quienes jalean, mancillando el nombre de la justicia, a un puñado de tiranos de los países pobres, hábiles manipuladores de los sentimientos de millones de personas abandonadas a su suerte. Hace tiempo que un pensador tan honesto como Edgar Morin pusiera el dedo en la llaga al señalar que, en realidad, la globalización alcanza ya a todos los habitantes del planeta, aunque a unos como víctimas y a otros como verdugos. Occidente no puede seguir, por eso, negándose a reconocer que las enormes distancias en el desarrollo de los pueblos, con sus secuelas de sufrimiento y desesperación para quienes sobreviven en el subdesarrollo, son no sólo un pretexto, sino también un motivo que facilita hasta el extremo la tarea insidiosa y criminal de los propagandistas del odio. Pero eso no significa perder de vista que los países democráticos, con los Estados Unidos a la cabeza, pese a todas sus desviaciones, a los abusos e injusticias que cometen, representan también una concepción única y valiosa de la convivencia, basada en las libertades individuales, en el respeto a los derechos de las personas y en el mantenimiento de instituciones políticas representativas. Precisamente por eso es doblemente lamentable que sus dirigentes se muestren tan incapaces para enfrentar cuestiones como las planteadas por los flujos migratorios, las hambrunas de las naciones pobres, o el desprecio a la vida y a los derechos de sus ciudadanos, perpetrados por regímenes opresores instalados en esas sociedades.

Los llamamientos a la calma que las autoridades mundiales prodigan ahora no servirán de nada si esas mismas autoridades no son capaces de retomar el camino de la cooperación y la solidaridad entre los gobiernos. Para devolver la confianza y seguridad a los ciudadanos americanos, y con ellos a millones de habitantes de este mundo, no es preciso sólo, aunque resulte urgente, identificar y castigar a los culpables. En este sentido, nadie le puede negar al Gobierno de Washington su recurso legítimo a la fuerza, y hay que felicitarse por el tono a un tiempo mesurado y firme del presidente Bush en sus primeras declaraciones después de los horribles sucesos. Pero, sobre todo, hace falta recuperar los valores morales de la democracia en el tratamiento global de los problemas globales, y renunciar a la demagogia y a la divulgación de la ignorancia. Es preciso un esfuerzo coordinado y persistente de los gobiernos, y que los ciudadanos de los países ricos no contemplen los programas de solidaridad como una manía de los tiempos, sino como el único antídoto posible contra el odio. Para que nunca más veamos a nadie, niños o mayores, celebrar el asesinato de ningún inocente.

12 Septiembre 2001

La Otra Guerra Mundial

Luis María Anson

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“La III Guerra Mundial no será una guerra convencional – escribió el filósofo de la Historia, Arnold J. Toynbee poco antes de morir, en 1975 – Se hará la guerra del terror. Nadie es capaz de hacer frente a los ejércitos de los aliados. Pero las naciones débiles tienen un camino para que las potencias atiendan sus necesidades y sus exigencias: el terrorismo. En eso consistirá la nueva guerra mundial de desgaste”. Estados Unidos es capaz de protegerse de los misiles intercontinentales. No de un avión secuestrado por terroristas estrellan contra los altivos rascacielos de Nueva York. Ésa es la fuerza del terror, ése es su poder.

En Libia, Siria, Irak, Yemen, Cuba, Yugoslavia, Afganistán, aparte de la Unión Soviética y sus satélites, se ha protegido o se protege a los grupos terroristas que, en todos los continentes, atentan contra el mundo capitalista. Las feroces desigualdades que separan cada vez más a las potencias occidentales del Tercer Mundo están en el origen no ya del terrorismo, también de quienes atizan, organizan, entrenan, amparan y financian a los terroristas. Pero rechazar ciertas formas de capitalismo salvaje exige a la vez la condena rotunda y sin fisuras de cualquier manifestación de violencia terrorista

El horror de ayer, golpeando el Imperio en pleno corazón, provocará enseguida, sobre las heridas sin cicatrizar, una reacción de consecuencias incalculables. El terrorism no es el camino para hacer más justo el mundo. El más imaginativo director cinematográfico de acción no hubiera construido una historia como la que ayer asoló a Nueva York y Washington. Pero el Imperio, con el cuchillo entre los dientes, contraatacará y se acrecentará el sufrimiento de los hombres todos de buena voluntad. Ayer no se vio otra cosa en la televisión que tragedia, llanto cenizas, pavor, desolación, muerte, muerte, muerte…

Luis María Anson

12 Septiembre 2001

UNA INFAMIA QUE CAMBIARA EL MUNDO Y MARCARA NUESTRAS VIDAS

EL MUNDO (Director: Pedro J. Ramírez)

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Los símbolos del capitalismo americano y de su poderío militar quedaron ayer reducidos a cenizas en una dramática jornada que puede cambiar el curso de la historia. La dantesca imagen de las Torres Gemelas envueltas en fuego, el éxodo de miles de personas de un Pentágono pasto de las llamas, el cierre de Wall Street y el desalojo de decenas de edificios del sur de Manhattan, la clausura de los grandes aeropuertos estadounidenses, la evacuación del Congreso, la Casa Blanca y el Tesoro en Washington y el terror, en suma, que asoló ayer EEUU constituyen la breve película de unos hechos que quedarán grabados para siempre en la retina de miles de millones de personas del planeta y que serán vistos con perplejidad y asombro por las generaciones venideras.

Las acciones terroristas contra Nueva York y Washington marcan un hito histórico que desborda abrumadoramente en importancia a la invasión de Kuwait o al asesinato del presidente Kennedy. Habría que remontarse al ataque japonés sobre Pearl Harbor en 1941 para encontrar un acontecimiento con un impacto similar sobre la nación estadounidense. E incluso, si cabe, la conmoción fue ayer mayor, ya que en Pearl Harbor murieron 2.500 personas y ahora se estima que las víctimas ascienden a unas 10.000. A diferencia de lo sucedido hace 60 años, los fallecidos han sido esta vez civiles, la tragedia se ha producido en el corazón de dos grandes ciudades americanas y retransmitida en directo.

Nada será igual a partir de hoy. Si el magnicidio del archiduque Francisco Fernando en 1914 en Sarajevo desencadenó el inicio de dos terribles guerras en el siglo XX, los atentados de ayer van a marcar probablemente el nuevo siglo bajo el estigma del miedo y la incertidumbre provocados por un nuevo tipo de terrorismo.

El FBI informaba anoche de que aún carece de indicios sólidos para atribuir la autoría de la masacre. Una primera hipótesis apunta al enemigo número uno de EEUU, el millonario saudí Osama Bin Laden, que declaró hace unas semanas a un diario árabe editado en Londres: «Haré algo espectacular que los americanos no olvidarán durante años». Laden -al que un tribunal estadounidense culpó de los atentados de las embajadas en Kenia y Tanzania que causaron más de 200 muertos- cuenta, sin duda, con los medios humanos y económicos para una acción de esta envergadura, cuidadosamente planeada durante muchos meses. Hamas, la Yihad y otras organizaciones palestinas se desvincularon de los atentados, que coinciden con el 23 aniversario de los acuerdos de Camp David, por temor sin duda a unas represalias que pueden ser durísimas.

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TIGRE DE PAPEL

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Bush prometió que el FBI, la CIA y las Fuerzas de Seguridad estadounidenses no descansarán hasta castigar a los culpables. Pero su rápida comparecencia ante los medios de comunicación no logró disipar la patética imagen de fragilidad del poder de EEUU ante el resto del mundo.

En su monumental obra sobre el declive y la caída de Roma, Edward Gibbon describía minuciosamente cómo la extensión geográfica y la diversidad de intereses del Imperio habían terminado por socavar su fortaleza. Las imágenes de la tragedia de ayer, vistas por televisión en todo el mundo, suscitan la reflexión de si EEUU, como Roma hace veinte siglos, no es sino un gigante con pies de barro, con numerosos enemigos extramuros que esperan un signo de debilidad para atacar a la gran potencia.

Mao, muerto hace 25 años, afirmó que el capitalismo se asemeja a un «tigre de papel». Sus palabras pueden ser interpretadas como una premonición a la vista del derrumbe de las Torres Gemelas y de las nubes de humo negro que sepultaron ayer el sur de Manhattan, el centro financiero del capitalismo mundial.

EEUU emergió de la Segunda Guerra como una potencia mundial, conquistó el espacio, inundó el planeta con sus productos y su tecnología y ganó la Guerra Fría, pero no ha podido evitar el dolor y la humillación de una jornada en la que miles de millones de personas pudieron visualizar la fragilidad del imperio estadounidense y, más allá, de la propia condición humana.

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UNA NUEVA PESADILLA

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La memoria colectiva de tres generaciones está poblada por los sueños apocalípticos difundidos por el cine y los medios de comunicación acerca de la pesadilla nuclear que gravita sobre la Humanidad desde Hiroshima y Nagasaki. El inolvidable doctor Strangelove de Kubrick nos acercó en las pantallas al borde de la catástrofe atómica.

Las impresionantes escenas de horror y destrucción de ayer muestran qué equivocados estaban los políticos, intelectuales y militares que han teorizado desde hace medio siglo sobre el equilibrio del terror y la posibilidad de una guerra atómica entre las grandes potencias.

El derrumbamiento de las Torres Gemelas pone de relieve que la amenaza contra EEUU y el mundo occidental no viene tanto de misiles intercontinentales instalados a miles de kilómetros de distancia como de la audacia y la falta de escrúpulos de un puñado de terroristas, capaces de burlar los sistemas de seguridad de las fronteras y los aeropuertos. EEUU está probablemente preparado para un gran conflicto a escala mundial, que exigiría movilizar cientos de miles de hombres y un costoso y sofisticado armamento, pero es incapaz de garantizar la seguridad de los habitantes de Nueva York o Washington. La retórica del Pentágono, la CIA, el FBI y las cabezas pensantes de la Casa Blanca quedó ayer en evidencia.

Bush tiene ante sí un reto histórico: devolver el orgullo a una nación que ayer sufrió su más duro golpe desde Pearl Harbor. Ahora, como hace 60 años, debe demostrar al mundo su capacidad de reacción que pasa, en primer lugar, por encontrar y castigar a los culpables de esta atrocidad.

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LA RESPUESTA

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Las consecuencias en el plano internacional y económico de la negra jornada de ayer no se van a hacer esperar. Si, como resulta presumible, el atentado ha sido instigado y ejecutado por Bin Laden o algún grupo islámico extremista, la respuesta política y militar de EEUU puede tener una importante incidencia en Oriente Próximo y, concretamente, en el conflicto entre Israel y los palestinos.

No hace falta decir que la zona es un polvorín y que una intervención de EEUU podría desencadenar una reacción militar de países como Siria, Libia, Irak e Irán, defensores de la causa palestina y con regímenes que han fomentado el antiamericanismo. España tiene más razones que nadie en Europa para sentirse inquieta por una posible escalada bélica en Oriente Próximo, ya que EEUU tiene en nuestro territorio dos bases militares de carácter estratégico para una hipotética intervención en la zona. La OTAN a la que pertenecemos tampoco podría permanecer neutral en un conflicto vital para los intereses del mundo occidental.

Desde el punto de vista económico, el shock también ha sido tremendo. Las Bolsas europeas cerraron ayer con fuertes pérdidas, mientras se disparaba el precio del barril de petróleo por encima de los 31 dólares. La Reserva Federal garantizaba la liquidez del sistema financiero, una medida encaminada a evitar el colapso del crédito y a tranquilizar a los mercados de capitales. Los atentados no van a contribuir a relanzar a la economía americana ni a fortalecer el dólar. Por el contrario, pueden acelerar la llegada de esa recesión que empieza a aparecer en lontananza.

No es, por tanto, una exageración afirmar que nuestras vidas y nuestro mundo quedarán marcados por la infamia de los autores de esta masacre, cuyo terror dibuja siniestros presagios sobre el nuevo siglo.

12 Septiembre 2001

Un gigante con pies de barro

Javier Ortiz

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Por supuesto que ignoro en qué acabará todo esto. Como todo el mundo. Pero se me ocurre que hay ya algunos puntos que merecen consideración.

Primero: hay quien está comparando lo ocurrido ayer con el bombardeo de Pearl Harbour. El símil no me parece válido. En aquella ocasión, fue un Estado -Japón- el que lanzó el ataque. Además, asumió la responsabilidad. Aquí no creo que haya ningún Estado al que quepa culpar pero, en todo caso, doy por hecho que ninguno va a admitir la paternidad de lo sucedido. Es cierto que la organización del operativo terrorista ha sido de una frialdad y un cálculo impresionantes, pero no necesitaba de medios especialmente complejos. A diferencia de Pearl Harbour, esta vez los kamikazes también los ha puesto el atacante, pero la flota aérea la han proporcionado los EEUU.

Segundo: aunque no se encuentre pruebas de que ningún Estado haya intervenido en la planificación del crimen, doy por hecho que los EEUU tomarán represalias. Mucho me temo que Bush se creerá obligado a hacer algo espectacular, por razones de consumo interno. Lo cual puede meter al mundo entero en una escalada bélica extremadamente peligrosa.

Tercero: en contra de lo que se está diciendo, el ataque terrorista múltiple de ayer no revela en absoluto que el plan de escudo antimisiles de Bush tenga sentido. Lo que evidencia es más bien todo lo contrario: los EEUU pueden tener la protección más poderosa contra un ataque bélico convencional, pero estar simultáneamente desprotegidos contra una ofensiva terrorista no convencional de este género.

Cuarto: una acción terrorista de enormes proporciones como la de ayer sería incomprensible sin contar con dos factores: de un lado, la insoportable arrogancia de la política del tándem Israel-EEUU en el Oriente Próximo, que ha generado un clima de humillada desesperación en cientos de jóvenes nacionalistas árabes, dispuestos hoy en día a cualquier cosa, incluyendo la autoinmolación, y, del otro, la existencia de un mercado negro de armas y explosivos que se beneficia de la falta de control del comercio internacional que ha surgido como corolario de la globalización.

Un primer resumen: EEUU -el conjunto de Occidente- es un gigante con los pies de barro. O vamos pensando entre todos en cómo poner cimientos sólidos a esta sociedad enloquecida o el disparate puede conducirnos al hundimiento general. Más vale que nos tomemos el hundimiento del World Trade Center como una trágica y sangrienta parábola.

12 Septiembre 2001

El terror y el éxtasis

Francisco Umbral

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El terrorismo internacional es, sin duda, una de las plagas de este milenio. Volvamos al diagnóstico de Cioran: «La rebelión de los pueblos sin historia». Esa rebelión, que le da temperatura a nuestro tiempo, llegó ayer a su éxtasis con la destrucción de Nueva York y Washington. Pero tengamos en cuenta que el terrorismo no ha destruido más que símbolos: el Pentágono, el Capitolio, las Torres Gemelas de Manhattan. El símbolo del militarismo, el símbolo de la diplomacia, el símbolo del capital. El éxtasis terrorista de ayer no pasa de ser un juego de símbolos, aparte de los miles de muertos.

El terrorismo, en casi todas partes, está ateniéndose al símbolo porque no tiene fuerza real contra los poderes. El terrorismo, en puridad, sería una guerra de signos, inútil contra la realidad de los Estados y los ejércitos. Los terroristas se exaltan destruyendo, en el mundo entero, pero sólo destruyen, digamos, las maquetas de la realidad, que aguanta casi indiferente. El dinero, el poder, el tráfico de las cosas, legal o ilegal, sigue su curso. Lo de ayer puede traer una Tercera Guerra Mundial sólo si Bush quiere, pero esa guerra no hace ninguna falta y las represalias correspondientes son previsibles. El terrorismo internacional ha escenificado una guerra que nunca va a tener lugar porque no hay enemigo, con lo que las víctimas son casi siempre inocentes. Falta mucho para que Rusia y China se conjuren contra las torres de Nueva York.

El presidente Bush sabemos que lo ha hecho muy mal en el cercano Oriente y Palestina no puede perdonarle. Su complicidad con los israelíes llega a ser un poco obscena. A veces piensa uno si Bush no quiere o sí quiere su Tercera Guerra Mundial, por la manera abrupta que tiene de resolver los problemas con Oriente. Bush nos ha vendido durante mucho tiempo sus escudos antimisiles como un imperativo de la seguridad de Occidente. Ahora vemos que un doméstico avión de pasajeros puede traspasar dulcemente todas esas barreras espaciales para estrellarse con alegría suicida contra los grandes rascacielos, echándolos abajo como si fueran decorados de película.

Este gran fallo en la seguridad puede costarle la carrera a Bush o llevarle a una guerra rabiosa que lo ponga todo peor. Las Bolsas han bajado como dibujos animados y la Unión Europea y otros inventos políticofinancieros se quedan en suspenso para mucho tiempo. Los terroristas han jugado al fin del mundo, pero la poderosa realidad americana sigue ahí y a los yanquis se les da una oportunidad, desde su requemado Pentágono, de imponer el pensamiento único mediante las armas, que suelen ser el último recurso intelectual. Los palestinos, por ejemplo, tienen razón, pero los yanquis y los israelitas tienen el mundo. Aparte víctimas personales, ya digo, lo de ayer ha sido muy espectacular pero no cambia nada. En todo caso, encrespa el mapa político mundial. La rebelión de los pueblos sin historia tiene que realizarse de una u otra forma, pero mejor mediante la eficacia minuciosa que mediante la espectacularidad televisiva, porque todo esto estaba pensado para la televisión. La indiferencia de Occidente ante los últimos crímenes contra Palestina ha llevado a los aliados del cercano Oriente a secundar el más insólito aventurerismo terrorista.

14 Septiembre 2001

El enemigo en la sombra

Javier Valenzuela

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La CIA enseñó durante la guerra de Afganistán a Osama Bin Laden muchas de las sofisticadas técnicas terroristas que el ominoso millonario saudí está combinando con el fanatismo islamista suicida en su guerra santa contra EE UU. Ahora, la CIA y los otros dos grandes servicios de inteligencia norteamericanos -el FBI y la Agencia Nacional de Seguridad, NSA- se enfrentan al doble reto de proporcionarle a George W. Bush blancos para sus represalias y evitar nuevos ataques antiamericanos. Tras sembrar el terror en el corazón de EE UU con aviones secuestrados convertidos en proyectiles, Bin Laden podría estar planeando acciones con armas químicas, biológicas e incluso nucleares.

EE UU se enfrenta a un enemigo en la sombra, un pequeño, eficaz y anónimo ejército terrorista que ha sido capaz de sortear todos los sistemas de detección, desde el del informador de carne y hueso a la interceptación de conversaciones telefónicas por satélite, pasando por el rastreo de Internet de programas como el sofisticado y polémico Carnivore. El comprensible afán norteamericano por castigar pronto y duramente a los autores del apocalíptico ataque del martes tiene un primer obstáculo de envergadura: identificar el blanco. Aunque las sospechas se centren en Bin Laden, permanece la gran pregunta: ¿dónde está el millonario saudí convertido en caudillo de la yihad(guerra santa)? ¿Cuál es su centro de operaciones, si es que tiene alguno fijo en Afganistán? ¿Quiénes son sus padrinos?

El fracaso de la CIA, el FBI y la NSA es estrepitoso. Estos servicios de inteligencia llevaban años señalando a Bin Laden como el principal peligro para EE UU y advirtiendo de que el saudí soñaba con una ‘gran acción’ contra el país al que tantos árabes y musulmanes identifican como el valedor de Israel y su política de represión de las revueltas palestinas. En diciembre de 2000, en vísperas de las celebraciones del nuevo milenio en Nueva York y Washington, el FBI y la CIA hicieron pública la advertencia de que Bin Laden planeaba una sangrienta operación en suelo norteamericano. Se incrementaron las medidas de seguridad y un argelino fue detenido con explosivos en la frontera entre Canadá y el Estado de Washington.

Bin Laden piensa a lo grande, aunque era difícil imaginar que organizase algo como las escenas del fin del mundo de las Torres Gemelas y el Pentágono. Es algo que ha aprendido de los norteamericanos. Fue la CIA la que le enseñó audacia en los años en que el saudí y los estadounidenses fueron aliados en la guerra contra la ocupación soviética de Afganistán. Fue también la CIA la que le instruyó en los trucos de la guerra clandestina: cómo mover el dinero a través de sociedades fantasmas y paraísos fiscales, cómo preparar explosivos, cómo utilizar códigos cifrados para comunicarse con sus agentes y sortear la detección, cómo replegarse a una base segura tras un golpe feroz…

‘Bin Laden es un producto de los servicios americanos’, declaró ayer enTribune de Genève Richard Labévière, autor del libro Les dollars de la terreur, les États Unis et les islamistes. El primer contacto se produjo en 1979, cuando el recién licenciado por la Universidad de Yedah entró en contacto con la Embajada norteamericana en Ankara. Con la ayuda de la CIA y los servicios de espionaje de las Fuerzas Armadas de EE UU puso en pie en los primeros años ochenta una red de recogida de fondos y reclutamiento de combatientes para los muyahidin afganos que combatían a los soviéticos. Lo hizo desde Peshawar, una ciudad paquistaní próxima a Afganistán. Parte de esta actividad, germen de la actual red Al Kaeda (La Base) de Bin Laden, se financió con la producción y tráfico de morfina, la base de la heroína.

La ruptura definitiva entre Bin Laden y sus aliados norteamericanos se produjo en 1990, cuando, en su combate contra el Irak de Sadam Husein, EE UU desplegó tropas en Arabia Saudí, la tierra de los lugares sagrados musulmanes de La Meca y Medina. Pero muy en la línea del moderno integrismo islámico, que digiere con entusiasmo la tecnología occidental y rechaza sus valores laicos y democráticos, Bin Laden, como el Hezbolá libanés y el Hamás palestino, combina las técnicas norteamericanas con el fanatismo de los desesperados de los campos de refugiados y los suburbios pobres del norte de África y Oriente Próximo.

Los servicios de inteligencia norteamericanos creen que sus agentes son palestinos, libaneses, jordanos, egipcios y habitantes de la península Arábiga que igual pueden vivir en las cercanías de Ammán o en el Brooklyn neoyorquino. Son gente que conoce bien EE UU. Y, aunque poseídos por un espíritu kamikaze, por la creencia de que el suicidio en un ataque contra israelíes o norteamericanos es la llave del paraíso, muchos de esos agentes tienen formación técnica y científica. Son informáticos, ingenieros, médicos y hasta pilotos de aviones.

Las primeras investigaciones del FBI indican que los autores de los atentados eran árabes con gran conocimiento de EE UU. Dos de ellos hasta habrían estudiado cómo volar en una escuela privada de Florida. Actuaron, según John Ashcroft, fiscal general de EE UU, en grupos de entre 3 y 6 personas por avión, burlando las medidas de seguridad de los aeropuertos de Boston, Newark y Washington-Dulles y armados con cuchillos e instrumentos para abrir cajas. En el futuro pueden usar otros métodos. Según publicó The New York Times, el pasado enero, las gentes de Bin Laden ya han ensayado en su campamento afgano de Abu Jabab el uso de gases mortíferos contra perros y conejos.

Bin Laden y sus asociados utilizan Internet de modo muy hábil para comunicarse a escala internacional, según informaron la pasada primavera los servicios secretos estadounidenses. No sólo emplean el correo electrónico, evitando escribir palabras que puedan despertar la sospecha de programas de rastreo como Carnivore, sino sobre todo los miles de chats del ciberespacio. En cuanto a teléfonos móviles, usan los de tarjetas prepagadas, que incluso en caso de localización hacen difícil identificar al usuario. Y se desembarazan de esos móviles rápidamente, como si fueran pañuelos de papel.

Esta red mueve mucho dinero, el de la fortuna personal de Bin Laden, cifrada en unos 300 millones de dólares (unos 55.000 millones de pesetas), y el que vaya recaudando. Pero todo el poderío estadounidense no ha podido todavía localizar y desentrañar la tela de araña de sociedades fantasma y cuentas opacas por las que circula ese dinero. Aún más inquietante para la seguridad norteamericana y occidental, Bin Laden tiene buena información. En el caso del ataque con una lancha suicida contra el barco de guerra estadounidense US Cole, en Yemen, Washington imaginó que el soplo provino de algún empleado del puerto de Aden simpatizante con la causa de la guerra santa. Pero eso no despeja la principal incógnita: ¿tiene esta red apoyo de algún servicio secreto estatal? Muchos especialistas así lo creen tras lo ocurrido el martes. ¿Pero de cuál? Desencadenar represalias militares inmediatas es difícil para Bush, porque es difícil que algún Estado haya dejado huellas claras en los audaces ataques suicidas de Nueva York y Washington.

En el verano de 1998, tras los atentados terroristas contra dos de sus embajadas en África, Bill Clinton se enfrentó a un dilema semejante. La CIA y el FBI le adjudicaron de inmediato las matanzas a Bin Laden, pero, cuando en una reunión de su Consejo Nacional de Seguridad el presidente pidió a estas organizaciones y al Pentágono blancos para una represalia, empezaron los problemas.

Como contó The New York Times, la inteligencia estadounidense se vio obligada a facilitarle con rapidez a Clinton dos lugares para bombardear a distancia. Uno fue un campamento guerrillero de Afganistán, vinculado a Bin Laden. Pero el afilado y siniestro jefe terrorista no estaba allí cuando cayeron los proyectiles. El otro fue una factoría próxima a Jartún donde la CIA sospechaba que se fabricaban armas químicas. La CIA tenía esa pista de una muestra de tierra recogida por un colaborador local poco fiable, y el objetivo alcanzado resultó ser una fábrica de productos farmacéuticos que trabajaba con organizaciones humanitarias internacionales.

Franklin D. Roosevelt no tuvo problemas para decidir su respuesta al ataque aeronaval contra la base de Pearl Harbor. Las cosas no son tan fáciles para Bush en esta primera guerra internacional del tercer milenio. EE UU ha sufrido un nuevo Pearl Harbor, y en su propio territorio continental. La respuesta inmediata es crear una amplia coalición internacional, con países de la OTAN y árabes, como en la guerra del Golfo, para una acción bélica que no se limitaría al bombardeo a distancia con misiles Tomahawk, sino que incluiría fuerzas terrestres, empezando por los comandos SEAL de la Marina y la Delta Force de la Infantería.

13 Septiembre 2001

La guerra de hoy

Eduardo Haro Tecglen

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Perdón, pero esto no es terrorismo, ni se puede mirar con el provincianismo de Aznar, Rajoy o Arenas y su consigna de que todo terrorismo es igual. Éste es un episodio singular de una guerra -claro que toda guerra es terrorista e inhumana: pero el vocabulario tiene su importancia- que se recrudece desde la caída del muro de Berlín, y es la guerra del Tercer Mundo, con doctrina económica y política en lo que se llama globalización y probablemente no ocurra otro parecido nunca más. Primero, por la reacción de defensa de quienes se creían invulnerables. Segundo, porque el enemigo no tendrá capacidad para repetirlo. No es fácil encontrar cinco pilotos de Boeing, acompañados por los soldados santos suficientes para efectuar el secuestro, decididos a morir. Tengo la sensación de que no llegaban de fuera, sino que estaban adiestrados en EE UU. La guerra del Tercer Mundo es una guerra de contención de la miseria: la del Golfo, los bombardeos sobre Irak, los de Belgrado, la utilización de Israel, forman parte de la que ha bombardeado Nueva York y Washington.

Somos vulnerables: nuestras sociedades, nuestras aglomeraciones urbanas, nuestras técnicas refinadas, nuestra creación cada vez más delicada de material ligero y nuestras finas redes nerviosas por cable y satélite son terriblemente frágiles, y se vio ayer por primera vez. No es que nada sea nuevo: los camicaces salían de una civilización elegante, nuestras bombas atómicas sobre Japón salieron de nuestros mejores sabios, Pearl Harbour fue ya Nueva York y cultura exquisita, filosófica y artista, de Alemania. Ganar aquella guerra, ganar la de la URSS, eliminar el comunismo, nos hizo creer (el plural no me representa, sino que me incluye en esta parte del mundo y en esta vulnerabilidad, todos somos neoyorquinos y me da miedo ser civil) que la historia había terminado. Toda la soberbia de esa idea salió de quienes perdieron contra el inerme Vietnam y se les olvidó. Esta guerra de ahora es también de nuestra civilización: contra los civiles, contra los inermes. La relación de las bajas de ese ejército -quizá quince o veinte perso-nas- con las nuestras -¿diez mil?- son económicamente rentables. La cuestión está en que la histeria, el lenguaje de los duros, se acabe pronto y empiece el del pensamiento. No será fácil. Nunca una guerra ha contado con el pensamiento: lo ha eliminado antes o mientras.