2 diciembre 1991

Mentor del director de ABC, Luis María Anson

Muere el periodista Luis Calvo Andaluz, que pasó de ser acusado de espía nazi durante la Segunda Guerra Mundial a destacado director liberal de ABC en el periodo 1953-1962

Hechos

El 2 de diciembre 1991 la prensa informa del fallecimiento de D. Luis Calvo Andaluz.

02 Diciembre 1991

En la muerte de Luis Calvo

Luis María Anson

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Era París, y el otoñal, húmero todavía de cercanos mares, envolvía mansamente a la ciudad cuando Luis Calvo empezó a enviar otra vez sus crónicas maestras a las páginas de este periódico. Después de más de nueve años de silencios – la década en que Luis Calvo fue director de ABC – aquellas palabras deslumbraron al lector español. Estaba yo en la capital francesa en viaje profesional. La lluvia de los atardeceres cuajaba los árboles de cristales, mientras una luz tibia de otoño sin fuerzas se metia en tres celajes para dolar las viejas piedras de la ciudad, Luis Calvo llevaba a sus crónicas, con la agudeza del vaticinio político y la exactitud de la información, el ambiente de aquel París de 1962 revivido por él conlejanas melancolías.

Durante nueve años, en una España que vibraba ya con irrefrenables deseos de vida y libertad, Luis Calvo figuró entre los hombres que de forma más intensa influyeron sobre la cultura española. Lo hizo con generosa liberalidad. Conocía mejor que nadie el arma de doble filo de estas columnas de ABC. Y dejaba suavemente a muchos ambiciosos y pedantes quemarse en la vanidad de escribir aquí. De un ensayista ebrio de sí mismo, con la inteligencia deformada por la egolatría, aseguraba: «Es un petulante y yo le publico por ahora las cosas que me envía para que todo el mundo se entere de que es un petulante». Conocía Luis Calvo exactamente la forma de reaccionar del lector ante los elogios y las diatribas, y sabía que, en periodismo, el ataque más eficaz es no hacer aprecio. A un redactor, indignado contra un libro intolerable, le dijo: «No sea usted tonto y no se meta con él. Elógiele diciendo que es un trabajo lleno de buena voluntad y pulcramente escrito». De un pobre hombre que escribió en este periódico para hundirse luego al perder sus páginas decía: «No es periodista. No lo ha sido nunca. Se llama escritor, un nefando e hideputa escritor, sin otro relive que la vanidad. Es como el último pedo de Azorín».

Tenía Luis Calvo, un gran desbarajuste de ideas. El fabuloso desorden de su mesa coincidía con el de su pensamiento. Pero entre tantas ideas contradictorias no encontré nunca una sola vulgar. Le recordaré siempre una noche de la feria sevillana. Estuvo genial al hablar con profunda originalidad sobre América y su cultura. Terminó regalándome sus entradas para la corrida del día siguiente porque le daba la lata ver los toros al lado de una extranjera. (La extranjera se llamaba Ava Gardner y estaba en la plenitud de su belleza).

Luis Calvo era… bueno, nadie sabemos bien cómo era Luis Calvo. Se paseaba de puntillas por las más contradictorias corrientes culturales, piadosamente, enmascarado tras una cultivada educación británica. Nadie sabía nunca por dónde iba a salir. Ni él mismo. Si se recogiera su pensamiento sobre teología y moral, se escribiría el más apasionante tratado de originalidad y heterodoxia.

El desorden de ideas le nacía a Luis Calvo de la que, a mi modo de ver, era su mayor cualidad intelectual: su capacidad para reconocer el mérito allí donde se encontrara, para señalar al hombre importante en cualquier profesión. Iba yo a Cádiz al estreno de la ‘Atlántida’, en compañía de Álvaro Domecq, y mientras dejábamos atrás los viñedos jerezanos, las tierras rojas y los cielos del crepúsculo, le pregunté si realmente Luis Calvo entendía de todos. ‘No lo sé – me contestó -. Pero le basta oírnos hablar un rato para saber exactamente quién es el torero de calidad y qué cosa es difícil hacer». Esto mismo se extendía a todos los campos políticos, científicos y culturales. Pero eso Luis Calvo suscitaba tantos odios y tantos fervores. Era un hombre que cuando se estaba a su lado uno deseaba ser querido por él, ser tenido en estimación. Se le aceptaba inevitablemente como juez, incluso por sus enemigos, y su fallo negativo provocaba grandes irritaciones. Era el hombre más descocnertante que he conocido, el más interesante, adorado por las mujeres, injusto en ocasiones – «a veces de hierro, a veces de seda», dije una vez – pero también el más humano, el más tolerante. Siempre estaba dispuesto a rectificar sus errores y a pedir erdón a quien había ofendido.

De esa gran cualidad suya, que le permitía señalar en breve tiempo, casi por intuición, a la ersona importante de cualquier profesión, se derivaba una de sus mejores virtudes periodísticas: la valoración exacta de la noticia. No dedicaba ni una línea, ni un titular, ni un recuadro que no correspondiera al interés real de cada noticia. ¡Cómo amaba Luis Calvo su vocación periodística! Con Manuel Aznar, fue el primer periodista de aquella España de los cincuenta. Las claridades del amanecer solían sorprenderle en el periódico. Allí espero, después de varias noches en vela, la muerte del Papa Pío XII, a quien admiraba, y le llamo bellamente ‘fulgor de la Cristiandad». Su labor al frente de ABC se distinguió por la apasionada sinceridad. Luchó siempre contra la vanidad de sus colaboradores; contra las presiones de los grupos políticos y económicos; contra la censura; en defensa de los ideales del eriódico y del interés del lector. Durante nueve años de apretada intensidad, supo escribir cada 24 horas la Historia Universal de un día. En su despacho perdió el sentido del tiempo y la distancia. Creo que fue en el encierro de Corrochano cuando se me acercó para decirme: «Váyase usted a Filipinas esta tarde, a las siete, que yo no voy a poder ir. Está aquí Juan Belmonte y quiero hablar mañana con él». Fue un enamorado de su trabajo. Nada ni nadie le podía arrancar de su entrega al periódico: ni fiestas, ni actos, ni cenas, ni vanaglorias, ni vanidades. En aquella época, sólo estuve una vez con él en un coctel, porque quería ver a la bella duquesa de Osuna. Todas las alabanzas del mundo se estrellaban contra ese estar de vuelta de todo que le encendía sus ojos picassianos. Pero un poco de cariño sincero le conmovía. Amaba de verdad la poesía. Tal vez porque no sabía hacerla. Una noche en Saigón, en largo paseo callejero tras el toque de queda, ante la atónita Policía Militar, me habló con fervor de Lorca y me contó íntegra, por fin, la cruel peripecia de su pasión y muerte.

Como un fogonazo que quema me lleva la noticia de la muerte de Luis Calvo en esta madrugada del lunes y apenas soy capaz de recordar, entre el temor y el temblor la imagen profunda del periodista al que tanto admiré. «Quiero decirle – me escribía en su última carta, con una generosidad de siempre, que me emocionó» – que te ha tocado crear el mejor periódico español contemporáneo. Cada día es un nuevo acierto y el de la suscripción en favor de los damnificados por la ETA me parece un acierto desde cualquier punto de vista (periodístico, humano, político)». Y concluía con letras tristes: «Me anuncias una visita tuya… te ruego que me avises el día anterior porque mis muchos achaques me suelen retener en la cama o atendiendo a un médico, o inhalando oxígeno». El pájaro negro de la muerte aleteó en su puerta antes que llamara yo a ella, pero esa última visita se la haré algún día en otros paisajes de la tierra y del alma.

En la dirección de ABC, Luis Calvo fue audaz, tímido, inquieto, casi invisible, generoso administrador de las vanidades ajenas. DE su inteligencia, decía Ramón Pérez de Ayala: «Es una esponja, todo lo absorbe». ¡Qué amigo fue de sus amigos! Resucitó literariamente durante largos años a Ayala y a Camba, el gran egoísta. Y desde las páginas monárquicas y entrañables de este periódico rindió homenaje, en el momento de la muerte, a dos republicanos: José Ortega y Gasset y Gregorio Marañón, intelectuales, ante todo, de primera magnitud. Así fue, generoso y liberal, en la dirección de ABC. Luis Calvo, que ha cruzado ya la frontera del más allá con la pena, estoy seguro, de no poder enviar una crónica desde la otra orilla. Emocionante Luis Calvo, siempre herido. De él he aprendido yo lo mejor que sé sobre esta hermosa y dura profesión, donde no hay más éxito verdadero que el de la sabia oscuridad.

Luis María Anson

03 Diciembre 1991

En recuerdo de Luis Calvo

Eduardo Haro Tecglen

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La primera imagen que tengo de él es una fotografía con Pérez de Ayala y con mi padre, en la Embajada de Londres; don Ramón, embajador de la República, le llevó consigo. Fue anglófilo; hasta después de que ellos, en la guerra, le encarcelaran acusado de espionaje para Alemania. Ya tenía el pelo blanco. Fue fiel a aquella gran generación republicana: por lo menos, tan fiel como ellos mismos lo fueron. Ya en Abc, por cuya cabecera tuvo devoción siempre, como por el apellido Luca de Tena, aun saltó por encima de censuras, prohibiciones o amenazas para rendir últimos homenajes a sus muertos: don Pío, Ortega. La tuvo, como persona, a sus amigos, quienes fueran: dio su dinero y su conspiración pequeña para que Antonio Espina pudiera escapar de España, buscó huecos en Abc para que colaborasen y cobrasen, con seudónimo, los periodistas rojos que se iban salvando. Nada de esto quiere decir que fuera republicano, ni nada que no fuese él mismo: pero con su lealtad contaron aquellos a quienes decidió servir.Más de una vez le pedí que escribiera sus memorias; cuando ya no tenía pulso, que las dictase, que las grabase. Siempre me contestó que, si las hacía con sinceridad, heriría a personas a las que quería; y, si no eran sinceras,. no merecería la pena. No sé qué habrá hecho. Sobre todo, tuvo un espíritu muy de periodista de su tiempo: era como el día, como la actualidad. Era travieso, a veces feroz de genio, incluso cruel con quien despreciaba. Gozó en la vida de todo; y nada estaba reñido con el estudio, con la lectura. En estos últimos años de casi ceguera -la operación de cataratas no le resultó bien- se mandó traer de Estados Unidos una lupa especial, iluminada, para continuar: y me contaba por teléfono los últimos libros publicados: en el mundo.

Una vez le llevé a escuchar a Olga Ramos -haciendo tiempo para que él me llevara a escuchar a María Dolores Pradera-, que cantaba cuplés de su tiempo. Me dijo: «Qué canciones más curiosas, qué letras más divertidas! ¿De dónde salen?». Le dije que eran de su época, y me explicó que ellos no se ocupaban de aquellas cosas, ni las oían, ni las comentaban. Contradictorio, bondadoso y duro al mismo tiempo, enormemente culto a la antigua usanza -el trívium y el cuatrívium-, con un castellano crítico que hubiera debido aportar a la Academia, escribió una prosa de enorme tensión dramática: comunicaba, transmitia las tragedias que presenciaba en tomo suyo, viajando por el mundo. Yo no compartí sus ideas, pero no me importó para tenerle cariño, mucho cariño: como él se lo tuvo, y ayudó y quizá salvó, a los que atacaron las que él defendía.