25 diciembre 2002

Pasó de UCD al PDP, del PDP al CDS y del CDS al PP

Muere el político democristiano Íñigo Cavero Lataillade, presidente del Consejo de Estado y ex Secretario General de la desaparecida UCD

Hechos

El 25 de diciembre de 2002 se hizo público el fallecimiento de D. Íñigo Cavero Lataillade.

26 Diciembre 2002

Íñigo Cavero o la excelencia en política

Javier Tusell

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Le recuerdo ahora, junto a la puerta de la habitación de la clínica, impresionado y cordial, visitando al antiguo colaborador en trance de una lenta recuperación.De su imagen se desprende una inmediata y abrumadoramente palmaria realidad: Íñigo Cavero, antes que nada, era una excelente persona, un caballero en el más elevado sentido de la palabra, una persona que deja incontables amigos -lo que no es tan habitual-, y ningún enemigo, lo que parece imposible (y más aún habiéndose dedicado a la vida pública española). Había en él una especie de pasión por encontrar los resortes más íntimos de las personas, lo que le permitía conocerlas en los más variados ambientes sociales. También esa capacidad, ejercida en todos los aspectos de su vida, le permitió interpretar los avatares de la política.

A esa primera impresión se suma de modo inmediato la reflexión sobre las cualidades del hombre público. En España hemos tenido algunos personajes carismáticos, un puñado de buenos profesionales, sobra de amateurs y, sobre todo, abundancia de meteoritos que destellan un momento y ya han desaparecido. Íñigo Cavero era de otra raza.

Deja tras de sí, en primer lugar, una línea de coherencia. El mismo Íñigo que un día tuvo que retrasar su boda porque Franco le confinó en la isla de Hierro,tras la reunión europeísta de Múnich, es el que hasta su muerte ha pertenecido al PP, de algunos de cuyos modos en ocasiones discrepaba.

Pasó por muy diversas adscripciones partidistas: monárquico siempre, militó en la democracia cristiana, en UCD y en el CDS, hasta recalar de modo definitivo en el partido gobernante. Sabía que en la política democrática es imprescindible ser hombre de partido, pero lo era de un modo poco habitual entre nosotros. Nunca tuvo esa angustiosa ambición o esa exhibicionista manía de figurar que suelen ser tan habituales en el género. Era un hombre de concordia -de moderación y de centro-, tanto hacia el interior de los partidos en que militó como respecto del resto de los existentes en el resto del espectro democrático. Por eso le tocó protagonizar la gestación de varias leyes que exigían el consenso y he ahí la razón, también, de que asumiera, con conciencia de su situación crítica, el secretariado general de la agónica UCD.

Disponía para su acción política de algo de lo que muchos jóvenes de todos los partidos carecen en la actualidad. Tenía tras de sí un poso ideológico y una preocupación intelectual. Eso, si se pesa decisivamente en una persona, puede ser un estorbo en política; en él era un acicate y un bagaje. Pero, además, poseía toda una gama de virtudes aparentemente pequeñas, pero que, sumadas, le convertían en excepcional. Era un político hipotenso, capaz de tomarse la mala noticia de cada día con deportividad y actuar sin crispación. Disponía de una increíble capacidad para la flotabilidad, que es producto de la tenacidad y resulta imprescindible si se quiere dejar huella de la propia acción en el campo de la política. Era un ejemplo de polivalencia, y la mejor prueba de ello reside en la enumeración de la larga lista de ministerios y cargos que ocupó. Trabajaba pero, además, dejaba trabajar y no veía en los que le rodeaban supuestos competidores o meros instrumentos.

Todo ello es mucho, muchísimo, para lo habitual en la política española. Sin duda, Íñigo Cavero no fue un Adolfo Suárez o un Felipe González. Pero su suma de virtudes no tiene fácil parangón por más que se recorran, en una y otra dirección, las listas de protagonistas de nuestra democracia. Y muestra lo que, de verdad, es la excelencia en política.

27 Diciembre 2002

Demócrata y antifranquista

Gregorio Peces-Barba Martínez

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Con sorpresa y con serio disgusto he recibido la noticia de la muerte de Íñigo Cavero, viejo amigo, con quien he tenido, en diferentes escenarios, muchas relaciones. Primero durante el franquismo en la oposición democrática y en los organismos privados con vocación europea. Resalto este aspecto porque no he visto en estas horas que se señalase mucho. Fue Cavero un antifranquista activo y beligerante. Dentro de su ideología moderada fue un activista contra el dictador y el PP no anda sobrado de esos perfiles. Quizás por eso no se señala habitualmente desde sus filas. Lo hago yo desde un talante socialista que coincidió con él muchas veces en aquellos duros años. Nunca se escondió y nunca dejó de dar testimonio de su ideología y de su rechazo del dictador.

Ya en la democracia el encuentro con Cavero en el Parlamento fue muy grato. Su talante conciliador y dialogante facilitaba mucho las relaciones y hacía amable la acción política, sin perjuicio de los distintos papeles que ambos desempeñábamos en la mayoría de UCD y en el PSOE. Además, sus responsabilidades ministeriales coincidían con las mías como portavoz en el Grupo Parlamentario Socialista. Junto a la política parlamentaria general me ocupaba muy especialmente de los temas de desarrollo constitucional, de Justicia y de Educación, y en ellos tuve repetidos contactos con el ministro de Justicia y con el ministro de Educación. Esas situaciones siempre se resolvían en armonía y en buen ambiente. Aunque no llegásemos a un acuerdo, nunca el resultado producía tensión ni incomunicación.

Cavero valoraba y amaba al Derecho como un cauce para dirimir las discordias y para organizar la convivencia y amaba también a la Universidad como la fuente del saber y del espíritu científico. Esos dos amores compartidos nos identificaban y ayudaban mucho a que nos comprendiéramos mejor. En la Universidad pública fue un buen profesor, siempre entusiasta y siempre dispuesto. Hizo compatible ese talante con su arraigo en una buena universidad privada, San Pablo-CEU, porque perteneció a aquel grupo de la Asociación Católica de Propagandistas de Abelardo Algora, de Antonio Fernández Galiano y de Landelino Lavilla, entre otras excelentes personas. Nunca hubiera tratado a la Universidad pública con la falta de respeto con la que recientemente ha sido tratada.

Cuando fue nombrado presidente del Consejo de Estado, después de la victoria del Partido Popular, coincidió con los últimos meses de mi padre como consejero permanente, ya enfermo y progresivamente deteriorado. Junto con el resto de los consejeros le cuidó, le protegió y le apoyó hasta su muerte, y lo mismo estuvo presente en la muerte de mi madre, en abril pasado. Aquí exceden las dimensiones políticas y académicas y entran también las relaciones personales. Mis hermanos y yo le hemos agradecido muy sinceramente esas muestras personales de su bondad, que sin duda en él tenía una raíz religiosa de la que nunca alardeó.

Fue un adversario político que hacía la política desde la amistad cívica, término que acuñó Jacques Maritain, sobre quien hice mi tesis doctoral y que él tanto admiraba. Fue también un amigo que significó una constatación que tengo muy asumida: amigos hay en todos los rincones ideológicos. La amistad no es un coto vedado a los adversarios políticos. Íñigo Cavero ha sido un ejemplo vivo de esa verdad. Tenía amigos a montones y muchos en el partido socialista. Yo me honraba en ser uno de ellos.

28 Diciembre 2002

Cavero, patricio

Miguel Herrero Rodríguez de Miñón

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«Individuo que, por su nacimiento, riqueza o virtudes, descuella entre sus conciudadanos». Es la cuarta acepción que de patricio da el DRAE y es la más exacta definición de Íñigo Cavero Lataillade como hombre público.

De la cortesía supo hacer un instrumento de cordialidad. Sus buenas maneras las empleó para ser un admirable componedor de posturas concordes y muñidor de consensos. Quienes convivimos con él en UCD sabemos que muchas de las más conflictivas e ineludibles medidas de aquella época, mientras estuvieron en sus manos, no provocaron polémica alguna, porque Cavero quiso ser permanente puente de entendimiento, no siempre bien utilizado, entre posiciones diversas. Con la misma elegancia actuó después, tanto para integrar como para discrepar sin nunca cortar las vías del entendimiento e, incluso, para amparar posiciones que no compartía, pero que sabía respetar e, incluso, valorar.

Sus caudales le sirvieron para mantenerse independiente de cualquier prebendalismo alienante y comportarse con una generosidad sin par, de la que también da cuenta la historia, aún por escribir, de la crisis de UCD. Como de los honoratiores, esa especie de la fauna política desdichadamente en extinción, decía Max Weber, pudo vivir para la política sin tener que vivir de ella.

En cuanto a sus virtudes públicas quiero destacar tres. Primero, el realismo que le hizo posibilista («no se deben dar más batallas que las que se pueden razonablemente ganar», le oí decir), pragmático, pactista y modesto también. Un temprano y constante opositor al autoritarismo, de impecable trayectoria democrática, no tenía empacho en reconocer en público: la oposición democrática de derechas era tan fuerte que hubo de concurrir a las primeras elecciones en las listas del secretario general del Movimiento. Pero esa misma actitud le permitió ser un activo permanente de la política española, presente en ella durante un cuarto de siglo con un balance positivo allí por donde fue.

Segundo, la coherencia. Democristiano desde la juventud, nunca renegó de su posición ni pretendió saltar fuera de su sombra, y si militó en ocho formaciones políticas distintas dentro del mismo espectro político, a todas ellas llevó su impronta ideológica. Y una pizca de saludable escepticismo le hizo, además, evitar cualquier dogmatismo y ser tolerante y comprensivo con toda discrepancia.

Tercero, su apasionada y más que desinteresada dedicación a la cosa pública, tanto en sus aspectos políticos como sociales -del Gobierno a la Univer-sidad-. Nunca la necesitó como medio de vida o trampolín en la escala social, pero se entregó a ella con una pasión desbordada en frenética actividad. Para mí, que me honré con la amistad de Cavero durante muchos años y que trabajé con él -en la coincidencia y la distancia, en las Cortes y la Administración-, había en su actitud un mucho de juego sublimado en honesto servicio. Pero ésa es, precisamente, la actitud patricia por excelencia, la entrega lúdica y fecunda a lo público. Lo que se entiende por interés de la Ciudad.

Descanse en paz Íñigo Cavero, pero no dejemos sepultar sus virtudes, tanto más valiosas cuanto escasas.