8 junio 2011

Siempre fue un hombre polémico odiado tanto por el PCE por 'traidor' como por la extrema derecha

Muere el ex ministro Jorge Semprún Maura, que pasó de miembro del PCE durante la dictadura a enemigo del comunismo desde posiciones socialdemócratas

Hechos

El 7.06.2011 falleció D. Jorge Semprún a los 87 años.

08 Junio 2011

El compromiso como la única forma de vida posible frente al mundo

Isabel Munera

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Vivió el horror y durante años evitó contarlo, pero cuando lo hizo adquirió el compromiso del que ha sido testigo directo de algo y pretende que nunca se vuelva a repetir.

Jorge Semprún se comprometió con la vida desde el momento en que decidió seguir viviendo, pese a que lo que le rodeaba no invitara más que a buscar la muerte.

Con tan sólo 19 años conoció lo peor y lo mejor del ser humano en el campo de concentración de Buchenwald tras ser detenido por la Gestapo en 1943: «[Allí] se arriesgaba todo en cada momento. Todo, porque no sabías nunca cuál iba a ser no sólo el mañana sino el más allá de unas horas después, porque siempre podía ocurrir algo: o de flaqueza personal (…) o el accidente de tropezar con un guardián de las SS borracho, dispuesto a ejercer su sadismo ese día contigo, contra ti».

Sin embargo, para el autor de Viviré con su nombre, moriré con el mío merecía la pena seguir viviendo porque ese sadismo iba siempre «mezclado con su contrario». «De repente un cielo azul, o una chica que pasa a lo lejos, o una conversación con un amigo, o dos frases de un libro, cosas que antes tenían su importancia, pero relativizada y ahora tienen un valor absoluto, una belleza absoluta».

Como muchos otros españoles, Semprún conoció el infierno del nazismo tras ser detenido por su pertenencia a la Resistencia francesa. Tras el final de la Guerra Civil, emprendió el camino del exilio a Francia, convencido de que el conflicto español sólo había sido la antesala de una batalla que comenzaba a librarse en suelo europeo contra el fascismo y que devolvería a España la República.

Su compromiso con los valores democráticos no había hecho más que empezar y duraría toda su vida. Jamás se arrepintió de aquella decisión porque, como no se cansaba de repetir, nadie le había «obligado a ser resistente». De hecho, añadía, eligió libremente serlo.

Y como lo hizo, como escogió resistir al fascismo, siguió haciéndolo incluso estando preso en Buchenwald, gracias a la red que formaron los resistentes en este campo de concentración. «Organizábamos pequeños actos culturales, recitábamos poesías, cosas muy pequeñas y simples que servían para animarnos. O sencillamente nos reuníamos para comer algo que se había reservado a lo largo de la semana para compartir», recordaba en una entrevista sobre aquellos días en los que aprendió a seguir viviendo pese a todo.

«Si no arriesgamos la vida por la libertad, siempre seremos esclavos. Si ningún pueblo, sociedad, grupo, minoría, hubiera arriesgado la vida por la libertad, la justicia o la fraternidad, seguiríamos en una sociedad esclavista o no habríamos salido del despotismo oriental», añadía convencido.

Tras la liberación del campo en 1945, Semprún regresó a su vida, pero con una mochila cargada de amargos recuerdos. Pensó en escribir, en reflejar por medio de palabras historias que nunca le hubiera gustado contemplar, pero finalmente decidió no hacerlo, porque eso significaba mantenerse en la memoria, y «ésa era la memoria de la muerte».

En aquel momento eligió vivir. Años después, sin embargo, en 1963, rompió su silencio con El largo viaje, se reconcilió con su pasado y le dio una patada definitiva al olvido.

08 Junio 2011

La segunda muerte de Jorge Semprún

Javier Pradera Cortázar

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Aunque frecuente contador de historias relacionadas con su etapa de clandestinidad comunista en el Madrid de los cincuenta y su expulsión -junto a Fernando Claudín- de la dirección del Partido Comunista a mediados de los sesenta, Jorge Semprún rara vez rememoraba ante los amigos su estancia en el campo de Buchenwald. Los motivos que le obligaron a elegir durante muchos años para seguir viviendo la renuncia a la recreación literaria de su estancia como interno 44.904 del lager próximo a Weimar eran probablemente los mismos que protegían en la vida cotidiana la intimidad de esos recuerdos, transfigurados mas tarde en una obra lúcida, veraz y conmovedora.

Por esa razón me resultó desconcertante escuchar la respuesta de Semprún, designado ministro de Cultura por Felipe González en julio de 1988, a una pregunta más bien trivial que le hice en su despacho oficial acerca de su reciente nombramiento, dirigida a rememorar medio serio medio en broma el contraste entre los tiempos de la clandestinidad y los actuales. No podría entrecomillar sus palabras pero sí recuerdo el argumento de su soliloquio sobre la sensación, nunca desvanecida desde su salida de Buchenwald, pero todavía más presente en esos días, de tener la muerte a sus espaldas como permanente compañía. El dramatismo de fondo de Semprún no estaba reñido con el sentido del humor ni con el gusto por las bromas del que era un genial cultivador Domingo Dominguín, el mejor amigo imaginable en su estancia madrileña. En cambio, resultaba incompatible con la insoportable concepción de la política como instrumento para el enriquecimiento personal, la satisfacción de la vanidad o el medro social, propios de la transformación en simple profesión de la vocación pública.

Semprún nunca llegó a recibir en España el reconocimiento que hubiera sido exigible en términos políticos y literarios. Si el origen dolorido y las metas transformadoras de una pasión política forjada en la lucha contra el fascismo internacional y contra el franquismo le hicieron un extraño en un planeta de técnicos secularizados en ingeniería social, la extraterritorialidad de su condición ciudadana -a caballo entre España y Francia- tampoco permite su encaje en el estereotipo exigido por los admiradores de la caspa carpetovetónica. Vivió en París desde la primera juventud hasta la muerte y se hizo universalmente famoso con una obra escrita en francés; sin embargo, nunca renunció a la ciudadanía española, ni siquiera cuando se lo exigieron para ingresar en la Academia francesa. El prólogo de Jorge Semprún al documentado libro de Evelyn Mesquida sobre La Nueve (Ediciones B, 2008), esto es, la compañía de la División Leclerc formada por antiguos combatientes republicanos que entró en París a la cabeza de las fuerzas aliadas no sólo reivindica el papel desempeñado durante la Segunda Guerra Mundial por decenas de miles de españoles que combatieron al nazismo en la resistencia y como guerrilleros sino que además ve en su lucha antifascista «uno de los primeros elementos de la actual comunidad europea»

Jorge Semprún solía citar la frase de Scott Fitzgerald según la cual la señal de una inteligencia de primer orden es la capacidad de tener dos ideas opuestas al mismo tiempo y, a pesar de ello, ser capaz de seguir funcionando. En su caso las contradicciones atravesaron su existencia diacrónicamente pero también de forma sincrónica para potenciar su creatividad. Nacido en el seno de una familia de la alta burguesía (su abuelo materno, Antonio Maura, fue ennoblecido por Alfonso XIII) que se comprometió con la Segunda República, hijo del embajador en La Haya durante la guerra, estudiante refugiado en París desde 1939, joven maquisard bajo la ocupación nazi, torturado por la Gestapo e internado en el campo de Buchenwald, militante del PCE desde la liberación, miembro del Comité Central desde 1954 y del Buró político desde 1956, expulsado oficialmente del partido en 1965, ministro de Cultura de Felipe González en la monarquía parlamentaria… La reflexión teórica, la vocación literaria y la militancia política se disputaron a lo largo de su vida la pugna por constituirse en su seña de identidad principal, sin lograr ninguna de ellas desplazar nunca enteramente a las demás. A partir de los treinta años, las relaciones entre el revolucionario y el escritor adoptaron la compleja estructura que articula a un autor con sus homónimos: aunque en ese juego de espejos Federico Sánchez fue durante su etapa de clandestinidad comunista una proyección de Semprún, muchos compañeros de la militancia comunista siguieron considerando años después a Semprún como una invención de Federico Sánchez.

En Adiós, luz de veranos (Tusquets, 1998), Semprún lanzó un emocionante mensaje que aclara en la medida de lo posible la cuestión de su identidad. Después de mencionar el cementerio de Biriatou, que sirvió de referencia a un bellísimo poema del Unamuno exiliado por la dictadura de Primo de Rivera titulado Orhoitz Gutaz (Acordaros de nosotros), Semprún evoca el pequeño pueblo fronterizo sobre el Bidasoa, como «patria posible de los apátridas» y como lugar para perpetuar su ausencia. Estoy convencido -afirma- de que la monarquía parlamentaria, vistas las circunstancias históricas, es hoy día el mejor sistema posible para garantizar la democracia, «la mejor forma de desarrollo de la res pública». Sin embargo, concluye Federico Sánchez, esa convicción es compatible con el deseo de ser enterrado en el pequeño cementerio de Biriatu «con mi cuerpo envuelto en la bandera tricolor -rojo, gualda, morado- de la República» que simbolizaría «la fidelidad al exilio» y a su dolor.

08 Junio 2011

Alejado de todos los credos

Juan Goytisolo

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En mayo de 1962, a mi paso por Madrid, enviado por el semanario France Observateur para cubrir de forma anónima la oleada de huelgas que sacudía España a partir del movimiento de protestas de los mineros de Asturias, uno de mis contactos con los organizadores de aquellas, el novelista Armando López Salinas, me llevó a una terraza de la Castellana en la que, como evoqué más tarde, nos esperaba Federico Sánchez, perfectamente adaptado a su papel de burgués desenfadado y ocioso: su increíble aplomo, en unos momentos en que era el hombre más buscado por todas las policías de España, me impresionó en la medida en que se ajustaba cabalmente a su leyenda de invisible y burlón pimpinela escarlata.

Había conocido a Jorge Semprún meses atrás, en las reuniones de Orientación Cultural Marxista, celebradas en el domicilio parisiense del escultor Baltasar Lobo, a las que asistí más de una vez en calidad de «compañero de viaje» del PCE clandestino. Aunque por aquellas fechas nadie me había informado de la verdadera identidad del misterioso Federico Sánchez, no tardé en atar cabos y adivinarla. A diferencia de sus camaradas de militancia, cuya estricta formación política e ideológica les convertía en meros portavoces de la anquilosada doctrina oficial, Semprún, como su colega en la dirección del partido Fernando Claudín, mostraba un gran interés por los temas literarios y artísticos y, cuando a instancias suyas pasé a formar parte del comité de redacción de Realidad, la revista cultural del PCE, integrada por ellos, Francesc Vicens, Juan Gómez, Jesús Izcaray, el pintor Pepe Ortega y otros cuyo nombre no recuerdo, nuestras afinidades personales y políticas se afianzaron y convirtieron en una verdadera y durable amistad.

En 1963 Jorge y su esposa Colette, junto al matrimonio Claudín, devinieron comensales asiduos de las cenas organizadas por Monique Lange en el faubourg Poissonnière. Fue así como, bajo la traza del militante y del Robin Hood urbano, descubrimos que se ocultaba un gran escritor. Monique le convenció para que le pasara el manuscrito de El largo viaje, y su lectura nos impresionó. La experiencia condensada en el libro de su incorporación juvenil a la resistencia antinazi, y su detención y siguiente deportación a Buchenwald, es el mejor testimonio de un autor español -aunque escritor en francés- de la barbarie hitleriana, y fue recompensado meses después con el premio Formentor, por su denuncia de aquella y su excepcional calidad literaria.

No voy a referir aún las vicisitudes de su oposición y la de Fernando Claudín a la línea oficial del partido, descritas ya en Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Evocaré tan solo una anécdota reveladora del sectarismo y arbitrariedad de la difunta Unión Soviética, en cuanto que le concierne. Según me contó en 1965, uno de los niños de la guerra, durante mi viaje a la URSS invitado por la Unión de Escritores, tenía a cargo la preparación de una antología de literatura española para una editorial soviética, y un cuadro del partido le ordenó que incluyeran en ellas unas páginas del recién editado libro de Jorge. Meses después, el mismo cuadro se presentó en la redacción de la editorial para exigir que la suprimieran, sin dar explicación alguna de tan sorprendente cambio. Aquello me demostró que el mecanismo de demonización del disidente funcionaba en la URSS de idéntica forma a la de la España de Franco.

La creación literaria de Jorge Semprún, elaborada a partir de su cuádruple experiencia de exiliado republicano español, resistente francés, deportado a los campos nazis y conocedor de los entresijos de un PCE no expurgado todavía de las escorias del estalinismo, se enriqueció posteriormente con novelas de la envergadura de El desvanecimiento La segunda muerte de Ramón Mercader, hasta alcanzar con Aquel domingo esa dimensión histórica, ética y cultural que la convierte en una obra de referencia en el ámbito de la mejor novela europea. Frente al provincianismo imperante no solo en España sino en otros países del viejo continente -este petit contest del que habla Milan Kundera-, Semprún encarna como pocos una mezcla fecunda de experiencias ajenas a todo credo nacional o ideológico, y que funda en ella su propia ejemplaridad. La reflexión política recogida en la pasada década en El hombre europeo Pensar Europa corona su labor de persona y escritor a todas, como pedía Manuel Azaña, testigo sereno de los horrores y grandezas de la época convulsa en la que vivió.

Mi estima y amistad por él abarcan un lapso de casi medio siglo. Ninguna fundación estatal, provincial ni autonómica podrá adueñarse del legado de Jorge: lo que pervive en el ánimo del lector, ligero e inasible como el aire o la nube, no se deja atrapar.

08 Junio 2011

'Rojo español'

José María Ridao

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Jorge Semprún pagó un alto precio por disponer de un excepcional talento literario y, a la vez, de una irreducible vocación política. Hablar de él en el país al que el exilio, en lugar de alejarlo, lo unió con lazos más fuertes que los del nacimiento y la lengua, era evocar inevitablemente al dirigente comunista y al ministro de Cultura de un Gobierno de Felipe González, no al escritor de un puñado de obras imprescindibles para entender los dramas del siglo XX. No solo los dramas colectivos de los que dan cuenta los libros de historia sino también, y sobre todo, el drama íntimo multiplicado por innumerables hombres y mujeres que un día descubrieron, y no se lo ocultaron, que habían combatido por la buena causa, sí, pero desde ideas que resultaron monstruosamente equivocadas.

Percibido en España como político y no como escritor, su figura, reconocida en Europa con todos sus matices y su fascinante y misteriosa complejidad, quedó a merced del sectarismo que se ha ido adueñando de la vida pública hasta convertirla en el cenagal del que abominaba, pero del que jamás se desentendió. Tanto, que de manera cada vez más firme durante los últimos años de su vida pareció construirse un país propio en el que la expresión «rojo español», más allá de su significado literal, empezó a resumir la totalidad de su inagotable experiencia, elaborada y reelaborada hasta el límite en su fecunda obra literaria y en el inmenso placer que encontraba en la conversación.

Jorge Semprún se recordaba como un rojo español cuando, siendo un muchacho, debió abandonar España al acabar la Guerra Civil. También cuando, en la Francia ocupada, se alistó en la Resistencia. Y también cuando cayó en manos de la Gestapo y fue torturado e internado en Buchenwald. Y cuando escuchó un Padrenuestro en español al primer y sobrecogido soldado norteamericano que entró en el campo en el momento de la liberación, un negro de origen hispano. Y cuando cruzó incontables veces la frontera desde Francia para organizar el Partido Comunista clandestino, citándose con Javier Pradera. Y cuando fue expulsado junto a Fernando Claudín por defender la evidente necesidad de la reconciliación. Y también, definitivamente también, cuando en los últimos tiempos muchos más jóvenes que él creyeron que la expresión «rojo español» encarnaba todas las virtudes olvidando, sin embargo, todas sus miserias. Reconociéndolas, expiándolas, combatiéndolas, y haciéndolo, además, cuando eso conllevaba la soledad y el anatema, no el aplauso de la mayoría, fue como Jorge Semprún quiso dotar a esta expresión de la dignidad serena y consciente que fue adquiriendo en su vocabulario y en ese país a la vez imaginario y real que quiso que fuera España.

Ignorando en gran medida al escritor y recordando sobre todo al político, el país al que consagró infatigablemente sus esfuerzos se ha privado durante demasiado tiempo de un legado que está a la altura de los más clarividentes testimonios de los dramas que padeció el siglo XX. Dramas españoles y europeos, y también universales, sobre los que Jorge Semprún, un rojo español, no dejó de interrogarse hasta el último aliento.

12 Junio 2010

Semprún, memoria de Europa

Juan Cruz

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Fue clandestino en su país cuando vino como Federico Sánchez a organizar a los suyos contra Franco. Y era casi clandestino en nuestra televisión, donde solo se han emitido algunas entrevistas con él, algún reportaje. Ahora, este domingo, En portada (La 2, 22.00), retrata la biografía de Jorge Semprún en un largo reportaje de Pilar Requena. El equipo de TVE le siguió en los últimos tiempos por París, lugar de su exilio y de su escritura, por Berlín y por el sitio en el que él residencia lo más tremendo de su memoria de Europa, Buchenwald, el campo de concentración nazi en el que vivió años de su juventud en guerra.

Daba escalofrío ver a Semprún, de nuevo, en aquel sitio que fue parte del «archipiélago del infierno nazi». Ante las cámaras, asustado de la memoria, dolorido porque su cuerpo ya no es el de Federico Sánchez, Semprún reconstruyó aquella memoria con la lucidez que Requena destaca como una de sus experiencias «inolvidables» como periodista. «Siempre le agradeceré», dice Requena, «su memoria, su lucidez, su capacidad de autocrítica».

En el reportaje, Semprún es como en sus libros: cuanto más metafórico, más directo. Fue estalinista, él hizo aquellos versos en honor de Stalin. «Y ahora», nos dijo ayer, «tengo de aquel Federico Sánchez, que ya no es estalinista, la fe en que las cosas pueden ser mejores». En Jorge Semprún, memoria de Europa, el autor de La escritura o la vida habla de la clandestinidad (que vivió en la casa del poeta Ángel González), de su salida del PCE (y de su convivencia con Carrillo, Pasionaria y Fernando Claudín), y de su etapa como ministro de Felipe González, que fue «muy entretenida», incluido su enfrentamiento con Alfonso Guerra.

Ayer, Semprún estaba en Estrasburgo, hablando de literatura. «Dolorido, pero con esta energía vital con la que me ven algunos amigos».