19 marzo 1999

Muere la tonadillera Juanita Reina Castrillo

Hechos

El 19 de marzo de 1999 falleció Dña. Juanita Reina.

20 Marzo 1999

La última de peina y volantes

Antonio Burgos

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Más que española, andaluza. Más que andaluza, sevillana. Más que sevillana, macarena. Más que macarena, de la calle Parras. En el barrio, seguía siendo la hija de Miguel el Pescadero, que, como tantos padres macarenos, quería que su niña fuera artista. Cerca del Arco contaban que la Virgen tenía pelo de verdad, que era la mata de pelo que, como una saeta, se había cortado Juanita Reina para entregárselo a su Esperanza, a la que tantas veces había cantado la Salve que le escribió Quiroga con letra de León.

Juanita Reina, quien acaba de fallecer a los 73 años, fue como una Montserrat Caballé de la copla. Había empezado de Juanita y ha muerto de doña Juana, en el supremo trono de las última de las grandes estrellas de la canción andaluza, que en la época de sus grandes triunfos, de sus grandes películas, de sus grandes giras, era todavía el cuplé. Por delante, en el tiempo y en el espacio de escribirle a España una memoria sentimental, estaba doña Concha. Piquer naturalmente. Pero los macarenos de Sevilla decían que dónde se va a comparar, que la valenciana diría la copla con más perfección, pero que Juanita la cantaba con más sentimiento. Nuestra. Abría el Capote de grana y oro y era la plaza del Arenal la que estaba en aquellos escenarios que conquistó por los terrenos de adentro ante el poderío orgulloso de la Piquer. A la luz de las Cinco farolas, se iba encendiendo su propia luz de estrella, cuando ya se habían apagado las Zambras de los años 40, Manolo Caracol se había separado de Lola Flores y aún estaban naciendo las nuevas: Rocío, Marifé, Isabel. Juanita Reina, Juana Reina, doña Juana Reina son tres etapas en su personal forma de interpretar los cuplés, temblorosa la voz, majestuosa en los paseítos por el escenario. Su voz ha quedado unida a los grandes monumentos que para escribieron expresamente la triadas capitolinas de Quintero, León y Quiroga u Ochaíta, Valerio y Solano. Entre el teatro y el cine se afirmó su reinado en unas radios de cretona por las que sonaban Lola la Piconera, Yo soy esa, Callejuela sin salía y, sobre todo, Francisco Alegre. En los carteles de cine habían puesto el nombre que Florián Rey lo quiso mirar. Así, Juanita fue la muda de la promesa del camino del Rocío en La Blanca Paloma y Juanita, Juana, doña Juana Reina ya siguió de eterna Lola, que lo mismo se iba a los Puertos que era la Piconera que ponía al Cádiz de las Cortes de José María Pemán voz de copla a un romance de liberales de 1812. Un Vendaval que era Canelita en rama. Algo que, como es lógico, Sucedió en Sevilla.

Juana corrió medio mundo con su bata de cola y con su señorío. Dio la imagen perfecta de lo que se ahora se entiende por la folclórica: «De las de peina y volante qué pocas vamos quedando», cantó muchas veces en sus últimos años, y los mariquitas del gallinero le decían: «Juana, no te mueras nunca». Juana estaba de gira en La Habana el día que entró Fidel Castro. «Hermana, hermana», dijo a Loli, su telonera y compañera en Gloria Mairena, «¿por qué tirarán estos tíos tantos cohetes? ¿Qué fiesta será?». Castro había entrado en La Habana y en España habían entrado la televisión, el microsurco, el desarrollismo. La muerte del cuplé. Juanita se retiró prácticamente, se casó con Federico Casado Caracolillo, puso un restaurante en Madrid, una academia en Sevilla y le dio un hijo armao a la Centuria de la Macarena. Rescatado el género, liberada la copla por los progres de su estigma franquista, Juana fue proclamada como la Reina del género, y culminó su carrera en el Azabache de la Expo de Sevilla de 1992, con Rocío Jurado, Nati Mistral, María Vidal e Imperio Argentina.

Surgió la resurrección y rescate de la copla, pero había ya pasado el tiempo de Juanita: «De las de peina y volante, qué pocas vamos quedando». Muerta ella, puede decirse que ninguna. Los lorquianos mariquitas de las azoteas llorarán hoy porque aunque le decían «Juana, no te mueras nunca», ha muerto la última de las de peina y volantes. La Reina ha muerto. ¡Viva la copla!

25 Marzo 1999

Juanita Reina

Francisco Umbral

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Era más íntima que Lola Flores, más de patio interior con geranios y tortuga, aquellas tortugas que habían llegado de Africa cuando nuestra última guerra colonial, en el hombro desnudo de un legionario. Ahora ya no hay tortugas en los patios secretos de Madrid ni se oye a Juanita Reina por la radio de la coronela del tercero.

Porque Juanita Reina era eso, una artista de radio, no de televisión ni de cine, aunque hiciera de todo, «se pué saber de qué y por qué la María Amparo vive en Sevilla, se pué sabé el cuál y el qué de lo que oculta tras la mantilla». Domingos sin cine y mucha Juanita Reina en todas las radios de la casa. Veranos en los pinares, con una novela Pueyo, colección Pueyo, novelas selectas, y el Francisco Alegre de Juanita Reina, «En los carteles han puesto un nombre que no lo quiero mirar, Francisco Alegre y olé, Francisco Alegre y olá…»

Así de intensos fueron los primeros cuarenta, así de encerrados en sí mismos y en nuestro corazón autárquico de lectores del Arriba, porque venían mejores firmas que en el ABC. Al fin y al cabo, el fascismo era una cosa más moderna que la monarquía. Juanita Reina es la tonadillera con un solo lado, anterior al griterío de Lola Flores y el bellezón de Paquita Rico, todas con su diminutivo en una España que se metía en el chiscón de la portera por ser más España, más recoleta y de carbón de encina.

Juanita Reina se retiró pronto y en su entierro no ha tenido las colas de gente y los ramos de flores de doña Lola, aunque algo de fervor popular sí ha habido. Saberse a Juanita Reina es como saberse a Plotino en lugar de a Platón, como saberse al general Aranda, entre los de Franco. Juanita Reina es pura paleontología del franquismo, una urna griega con bata de cola y una capa geológica de la memoria y el cerebro reptiliano. Qué ahogo de pasado presentísimo, «torito bravo no me lo mires de esa manera».

Se ha pasado la vida, se han pasado los siglos franquistas y nos habíamos olvidado de Juanita Reina, que hasta dijeron que tenía lepra, cuando la retirada, pues España tiene esas salidas de un surrealismo brutal, salvaje, pero ella tenía cara de Virgen de rifa, una belleza sin erotismo, una folklórica para El Pardo, la española más decente de la década, sólo le faltaba una capilla en el barrio de Santa Cruz, algo que concretase su alegría de Semana Santa, su tragicismo de enamorada, el faralae que le puso a la Ser. No saquemos consecuencias, no barroquicemos la columna, no politicemos el tema. Juanita Reina es un golpe de melancolía profunda, enfermiza, de la mala, como esa tuberculosis que ahora vuelve, y que es la misma que yo tuve mientras leía a Julían Marías -a mejorarse de la pierna, maestro- y escuchaba a Juanita Reina, «torito bravo, ten compasión, que entre el bordao, lleva enterrao, Francisco Alegre y olé, mi corazón».

Aquella España pequeñita y ni siquiera fascista, por falta de grandiosidad, no por falta de ganas. Mi querido Juan de Avalos burilaba el Valle de los Caídos, Eugenio Montes escribía páginas como de un latín ultraísta, yo robaba ristras de bacalao en los comestibles y Juanita Reina era la alegría enlutada de un corazón sin salida: el mío, el nuestro, el de todos.