19 junio 1980

Se negó a respaldar la Constitución y se abstuvo en su votación

Muere Torcuato Fernández-Miranda Hevia, el arquitecto de la Transición, leal al Rey Juan Carlos I que acabó decepcionado con la deriva de Adolfo Suárez

Hechos

El 19 de junio de 1980 falleció D. Torcuato Fernández Miranda.

Lecturas

D. Torcuato Fernández-Miranda Hevia ha fallecido en Londres víctima de un paro cardiaco, a los 64 años de edad. Fernández Miranda desempeñó importantes cargos durante el franquismo: rector de la universidad de Oviedo (1951-1953), director general de Enseñanza Media (1954-1955), de Universidades (1956-1962) y Promoción Social (1962-1966) y secretario general del Movimiento y vicepresidente del Gobierno en 1973.

Este último año tuvo que asumir la presidencia interina tras el asesinato de Carrero Blanco. Después de la muerte de Franco se la designó presidente de las Cortes. Desde este cargo fue el artífice del desmantelamiento legal del franquismo, en lo que se ha dado en llamar el triángulo del cambio: Don Juan Carlos I, Fernández Miranda y Adolfo Suárez.

Dimitió en 1977, por sus enfrentamientos con Suárez, y recibió la orden del Toisón de Oro y el título de Duque de Fernández Miranda en recompensa con sus servicios. Como senador se negó a apoyar la Constitución de 1978 y se abstuvo en la votación.

VOZ DE TORCUATO FERNÁNDEZ-MIRANDA:

20 Junio 1980

El timonel de la reforma

Pilar Urbano

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Tengo delante su última carta. De hace tres meses. Me cuenta que ha estado en Asturias y me declara su decisión de ‘no intervenir por ahora en ningún acto de la vida pública’. Destaca con trazo vigoroso, ágil y de un solo golpe de pluma, su firma, ‘F. Miranda’, con las dos aes tan reveladoras para el escrutador de escrituras: una cerrada y otra abierta: dos modos de manifestarse, gran reserva y gran expresividad.

Yo he conocido, por periodista que ronda siempre el filo de las ocasiones históricas, al impenetrable, enigmático y cauteloso Fernández-Miranda (el que siendo presidente de las Cortes respondía telefónicamente al joven y ansioso ‘candidato’ Suárez, cuando la terna de su ascensión fulgurante estaba aún sobre la gran mesa oval del Consejo del Reino: “Hay tréboles de cuatro hojas”; y horas más tarde, al os periodistas impacientes con la noticia: “Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que el Rey me ha pedido”). Y al Fernández-Miranda abierto, sincero, agudo en el humor, que me contaba la divertida historia de sus orejas grandes y adelantadas: “reconocer uno su inteligencia es como saber que tiene las orejas de soplillo”. Al Fernández-Miranda de enfado, ‘embridado pero no amordazado’ que, en la canícula de agosto hace dos años, decidía pasarse al grupo mixto del Senado y me informaba, hilo a través: “No pienso librar batallas perdidas de antemano… y se me ha puesto en la alternativa de callarme o irme”. Al Fernández-Miranda enigmático con quien coincidí ante las urnas del 15-J, en un colegio de la calle General Mola, y que me explicaba así su dimisión como presidente de las Cortes: “Para desempeñar una Presidencia de las Cortes que descansa sobre otras dos Presidencias, del Congreso y del Senado, estaba clarísimo que yo no era la persona adecuada”. Yo entonces le dije que pasaría a la historia como hombre enigma y él lo rechazón sonriendo: “¿yo? Yo soy un hombre muy claro. No soy un enigma. Yo digo las cosas como las pienso, pero se empeñan en interpretarme y en buscar otros fondos”. He conocido al Fernández-Miranda que oteaba el contexto político, como un labrador las nubes. Le recuerdo, paseando muchas veces solitario, por los pasillos de San Jerónimo, en las cien primeras horas de las Cortes constituyentes, que él ya no presidía. Observaba el espectáculo, insólito esperpéntico, de unos socialistas descorbatados y enfundados en pana, de una Pasionaria con luto de mártires soviéticos, de un Xirinachs barbarroja y delirante o de un Letamendía barbanegra y hostigante. Me acerqué a preguntarle qué le parecía todo aquello: “Prefiero no opinar… Prefiero esperar a ver los resultados… En qué quedará todo esto”.

Para él, Adolfo Suárez ya ‘se había equivocado en cosas muy importantes”. Me lo explicó, por lo menudo, una mañana de agosto del 78, en su casa de General Mola, 16:

“Creo que a Suárez los éxitos le han desorientado. No ha sabido resolver la pugna con la que todo político se encuentra, entre la lógica del éxito y la lógica de la verdad… Ha hecho cosas que no necesitaba hacer y en cambio no ha hecho otras que eran necesarias… Pienso que va a ser inevitable que yo publique los dos libros que tengo escritos sobre mi comportamiento en los últimos años… Le diré, Pilar, que una vez terminado aquel difícil periodo con el Referéndum para la Reforma Política, Adolfo Suárez decidió un camino nuevo, que ya no era el que habíamos proyectado de común acuerdo. Y empezó a producirse un creciente distanciamiento político”.

Sobre mi mesa, al escribir estas líneas, una fotografía que ya es estampa para la historia de mis recuerdos: don Torcuato, sentado en un pequeño sofá isabelino, en su casa: las piernas cruzadas, los ojos bajos, está hablándome. Yo, enfrente, en un sillón le escucho sin perder palabra. Sobre una mesilla baja, sus gafas de concha – las que usaba allá arriba en la cátedra de presidente de las Cortes, cuando quería saber quién era la señoría que le tendía ‘una trampa saducea’ – Me está diciendo: “No puedo, ni quiero hacer del Rey una lanza o un escudo de mi conducta”. Me está diciendo: “Creo que la Corona está vigorosamente asentada. Pero creo también que hay que explicar mejor lo que es la Corona”. Me está diciendo: “Lo decisivo no son las funciones concretas que tenga el Rey, sino cómo está configurada su autoridad… y aún se aprecian muchos recelos, nacidos de una deficiente comprensión de la Monarquía”.

Un día me expuso su opinión sobre ‘la política de debilidad de UCD’ – eran los tiempos del consenso constituyente – : “Suárez ha tenido la difícil tarea de integrar a la izquierda en la política que se iban a hacer… ello exigía conllevarse y convivir con ella. Pero potenciar gratuitamente a la izquierda e otra cosa… Y tarde o temprano tendrá que pagar el precio de la ambigüedad y el consentimiento”. También entonces se expresó que había ‘una derecha y una izquierda no marxista a la espera de encontrar sus verdaderos representantes”.

Me habló de “una derecha democrática con fuerte sentido social, que existe, pero que está sin formar y sin convocar”; me confesó sus dudas: “Entre lanzarme a una operación a corto, alistándome en algo de lo que ya hay” (Suárez estaba también en Palacio aquel día. La decisión de disolver las Cortes y convocar elecciones generales aún está en el aire)… “O a largo plazo, preparando el juego político de esa Democracia Social.

Recuerdo al gran timonel de la reforma democrática, que eso fue Fernández-Miranda, en las vísperas de acometer en el Pleno los debates sobre la ley ‘clave’ reformadora. Noviembre del 76. ‘Cuando yo servía en el Ejército – dijo – iba un día conduciendo una moto en un mal camino. El teniente que venía conmigo me decía: “Tú fíjate en el primer bache, porque si te fijas en el tercero caeremos en el segundo”. Yo, ahora trato de salvar el bache inmediato que tengo delante: el Pleno del día 16. Recuerdo al aupador de Suárez y antiguo profesor del Rey, renunciando a vivir de rentas: “No hay que exacerbar a los hijos…” me decía. Era una fría mañana de enero, este año en El Escorial. Entierro solmene del Rey Alfonso XIII. Fernández Miranda azanzaba despacio, luciendo, ese día sí, el Toisón de oro en el cuello.

No sé por qué, recordé una definición que de sí mismo me diera un día: “Más que un intelectual, más que un jurista, más que un político, yo soy un profeta… un incómodo profeta que avisa y avisa. Fue la última vez que el vi. Casualmente en el patio de los profetas.

Pilar Urbano

21 Junio 1980

Cuando muere la esperanza

Emilio Romero

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La muerte en Londres de Torcuato Fernández Miranda no puede quedar reducido a la triste noticia y a los datos biográficos de este singular político español contemporáneo. Ha sido uno de los personajes clave en la transición del largo régimen personal del general Franco hacia la Monarquía parlamentaria y democrática. Su libro de Memorias parece que está a la espera de publicación, pero las cautelas de un político que no había perdido la esperanza, y de una lealtad probada al Rey, habrán dejado en el tintero algunas cuestiones decisivas para comprender mejor este tiempo, y habrá perdido probablemente la Historia páginas muy atractivas. Torcuato Fernández Miranda era un profesor de ciencia política en la Universidad: primero en Oviedo y luego en Madrid. Su cátedra de Madrid la celebramos en un resonante acto en el hotel Mindanao, donde comenzaría la fulgurante marcha de este político excepcionales. Pero sus comienzos fueron en una Dirección General del Ministerio de Educación y Ciencia, después de Ibáñez Martín, y en aquellos momentos era designado preceptor de quien es hoy el Rey de España, para aquellos asuntos de su especialidad. Después pasaría por el Ministerio de Trabajo fugazmente, y en la célebre crisis del 69, cuando ya era una figura relevante en el equipo de intelectuales del Movimiento, como Manuel Fraga, Jesús Fueyo y otros, sería nombrado ministro secretario general. Se llevaría con él a dos hombres jóvenes, José Miguel Ortí Bordás y Gabriel Cisneros, y comenzaría a lucir la camisa blanca del pluralismo en el seno del Movimiento mismo, y al poco tiempo formularía en Valladolid un programa en el que figuraba un socialismo de ‘integración nacional’. La vieja estampa del falangista radical o histórico en aquella casa de la calle de Alcalá cambiaba ante la presencia de un intelectual brillante y de un constitucionalista en alza, que tampoco repudiaba el pasado. Precisamente estaba allí para meter ‘por la senda constitucional’. Pocos años después, el almirante Carrero lo llevaba a la Vicepresidencia del Gobierno, manteniendo la rectoría del Movimiento Nacional, cuando el reformismo sacudió al antiguo régimen en las dos Cámaras de la Nación, y cuando avanzaba la contestación contra el régimen en la Universidad, en la calle, en la literatura política, en la Prensa y en las tribunas. Pero en este tiempo Torcuato Fernández Miranda no fue el estímulo de todo esto, sino la creencia – por parte del almirante Carrero – de ser un valladar por la gran explicación intelectual del rigor; y su intervención en las Cortes, donde mando a la posteridad su célebre afirmación de las ‘trampas saduceas’, y en el Consejo Nacional haciendo rectificar a la Cámara su pronunciamiento por el pluralismo asociativo, fueron dos grandes sucesos que acreditaban a Torcuato Fernández Miranda como un personaje directamente sorprendente. El antiguo régimen sólo tuvo otro personaje de las mismas características, y que no llegó tan alto, como fue el profesor Adolfo Muñoz Alonso. La elocuencia parlamentaria de estos dos personajes era un suceso de prestidigitación y de pirotecnia. No hay antecedentes de esta magnitud ni siquiera en el siglo XIX.

EL caso es que en 1973, tras el asesinato del almirante Carrero, asume como vicepresidente la responsabilidad pública de aquellos días, con el acompañamiento del almirante Pita da Veiga, y se produce la sorpresa de la designación de presidente, por parte de Franco, de Carlos Arias Navarro – cuando estaba casi nombrado el almirante Nieto Antúnez – que era en esa fecha ministro de la Gobernación. Hay dos militares vivos que saben esto muy bien: el aviador Gavilán y el marino Antonio Urcelay; las dos figuras más próximas a Franco durante aquellos días. Estaban claros dos rechazos a Torcuato Fernández Miranda: el del Consejo del Reino, con una gran mayoría de gentes tradicionales, en el régimen político, y la personal y familiar de Franco, siempre inseguro con los intelectuales y más próximo a las gentes mejor vistas en la Casa. De esto también podría hacer una buena referencia Pío Cabanillas, secretario entonces del Consejo del Reino, y hoy barón de UCD.

De este modo se produciría el primer exilio interior de Torcuato Fernández Miranda, puesto que el Gobierno le llevaría como agradecimiento de consolación a la Presidencia del Banco de Crédito Local. Me visitaba frecuentemente en el periódico que yo dirigía y nos cambiábamos reticencias políticas sobre la situación, en un permanente y distraído ejercicio de la sátira intelectual. Ya dije en mi libro ‘Prólogo para un Rey’, que a lo largo de dos años ‘estuvo silencioso como un banquero para no alarmar; astuto como un zorro para que nadie vigilara sus visitas a la Zarzuela; y fue prudente como una avutarda para ver el peligro desde lejos; y huyo de locuacidades o de definiciones. Era una poderosa cautela expectante. Tenía añoranzas de poder y esperanza en el Rey. Podría haber sido entonces presidente de Las Cortes – en la intención del Príncipe Juan Carlos – pero a Alejandro Rodríguez de Valcárcel le quedaban dos años de mandato y era un personaje que gozaba de la confianza de Franco. Precisamente la vacante de esta presidencia se produciría tras la muerte de Franco; entonces el Rey Juan Carlos nombraría en seguida presidente a Torcuato Fernández Miranda. Con él empezaría la operación transición, la marcha hacia la democracia. A Adolfo Suárez se le puso en el quicio de la situación, haciéndole ministro secretario general del Movimiento. Adolfo era otro prodigio, pero solamente de maniobra. El Rey necesitaba para el período próximo ardillas y no dinosaurios, y Fernández Miranda se dispuso a facilitar espacio para la ardilla. Pero la operación – en ese momento – estaba en las manos de Torcuato. Tendría que producirse el cese de Carlos Arias – que tendría lugar unos meses después – y la primera gran estrategia de Fernández Miranda fue la de incluir en la terna del Consejo del Reino para la presidencia del Gobierno a Adolfo Suárez. Fue la primera mágica realización del presidente de Las Cortes. Por ninguna cabeza de situación pasaba la idea de hacer presidente a Adolfo Suárez. La ardilla ya estaba en el árbol. La segunda gran operación sería la de desmantelar el antiguo régimen a manos del régimen mismo, en una operación de hipnotización colectiva en cuya realización habría que remontarse a la Grecia espartana, o al mundo oriental, y no podía hacerse en otro lugar que en las Cortes y en el Consejo Nacional, en esas dos Cámaras del Parlamento, que hoy se llaman Congreso y Senado, y donde se aglomeraban todas las especies del franquismo político y sociológico, el clásico, el renovador y hasta el pos-franquismo. Adolfo Suárez llevaría una ley de reforma política que defendería eficazmente Fernando Suárez, luego tratado sin piedad por Adolfo. Tenía sus mismos apellidos ‘Suárez’ y ‘González’, era catedrático, joven, parlamentario y la gran promesa del pos-franquismo: y todo el entramado de esta operación estaba a cargo de Torcuato Fernández Miranda; unas veces mediante la gestión personal, y otras, con una utilización ingeniosa y brillante de las leyes y de los reglamentos. La aprobación de aquella ley de reforma política abriría el camino a la democracia.

Pocos meses después Torcuato Fernández Miranda presentaba la dimisión como presidente de Las Cortes, porque la situación ya era otra, venía otros personajes y establecerían otros métodos. Pensaba Fernández Miranda que Adolfo Suárez era un presidente de paso, el gran frontón de la Transición, y después, en la estabilidad, ocuparía su lugar, aquel que Franco no quiso otorgarle. El Rey eligió a un presidente para la transición que fue el profesor Hernández Gil. A Torcuato Fernández Miranda le hijo Duque de Fernández Miranda y le impuso el Toisón, las más altas distinciones que un Monarca puede otorgar a un hombre público. Y se ufe a su casa de la calle General Oraa a esperar.

Pero Suárez le ganó la partida de la permanencia. Había puesto de su parte al Rey, y después pondría de su parte un partido y dos votos. Torcuato empezó a consumir recuerdos, melancolía y cierta amargura de corte intelectual. Allí le vi más de una vez. Y mi referencia era esta: su fidelidad al Rey no aparecía quebrada y su disconformidad con el sesgo de la situación política era completa. Suárez – decía – ‘había fabricado una izquierda poderosa’. En un determinado tiempo se atrevió a decir algo de esto en algún artículo y después el silencio. Se le seguía suponiendo como un personaje en reserva ante el naufragio grave de una situación. Pero eran hipótesis de los demás. Rechazó aparecer en alguna candidatura de Coalición Democrática, en el 79; advertí una refriega interior entre los deseos de volver a la política, y la imposibilidad de hacerlo. En el fondo, tristeza. Había sido designado en la primera legislatura constituyente de 1977 senador real y, como buen constitucionalista, no estaba de acuerdo con algo; ahora ya no estaba en ninguna parte, ni siquiera en la esperanza. La paradoja de todo esto es que Torcuato Fernández Miranda estaba preparado espectacularmente para los procesos constituyentes; era un parlamentario fulgurante, un gobernante con autoridad, y un ideólogo original y moderno; su efigie política no se correspondía con la del político a la americana, ocurrente, agradable, sonriente y falaz; tenía la severidad del profesor y el escepticismo del intelectual. Derrochaba ingenio y cultura. La noria que había fabricado para alzar a Suárez le trituró. Con Suárez no prosperarían nunca los que enseñaban, y su lista de víctimas está a la vista. Por otro lado Fernández Miranda había enseñado al Rey ciencia política, pero no arte, ni instinto. Esto lo tenía el Rey por sí mismo. Fernández Miranda ha sido un personaje decisivo en nuestra Historia contemporánea para pasar de una orilla a otra orilla. Solamente por eso su nombre debe estar grabado en los libros de los grandes hechos, pero aspiraba a prefigurar y consolidar esta nueva aventura del siglo XX. Sus temores eran fundados. Suárez tenía disposiciones personales para establecer la democracia, pero no sabía fabricar el Estado. Este tiempo ya no era de ardillas. Por eso me decía otro profesor que el corazón acostumbra a pararse cuando muere la esperanza.

Emilio Romero