LA DIMISIÓN irrevocable que presentó ayer Gustavo de Arístegui como embajador de España en la India es consecuencia lógica del escándalo destapado por EL MUNDO sobre sus labores de consultoría para empresas privadas a cambio de jugosas comisiones. Con este gesto, habitual en otros países de nuestro entorno cuando la sombra de la corrupción mancha a un cargo público, el diplomático vinculado al Partido Popular ha puesto de manifiesto que algo está cambiando en España, donde hasta hace muy poco tiempo se miraba hacia otro lado ante las conductas no ejemplares de nuestros representantes públicos.
En una misiva enviada al ministro de Exteriores, Arístegui –que niega haber cometido irregularidad alguna– explicó que ha tomado esta decisión para «no perjudicar ni al Gobierno ni a su presidente en plena campaña electoral». Lo cierto es que las informaciones publicadas por este periódico sobre el papel del ya ex embajador como comisionista y del número dos en las listas populares por Segovia, Pedro Gómez de la Serna, habían desatado los nervios en el PP en los últimos días por miedo a las repercusiones electorales que el escándalo pudiera tener ante unos comicios en los que la corrupción está más presente que nunca en los debates. De hecho, el PP ya había abierto un expediente disciplinario a ambos y Hacienda también había iniciado un expediente para investigar lo ocurrido.
Tras el paso dado ayer por Arístegui, sería de esperar que De la Serna hiciera lo propio. Con las listas ya cerradas, el PP no puede arrebatarle el sillón de diputado si sale elegido, con lo que debe ser él quien renuncie a representar en el Congreso a una ciudadanía que ya no tolera la corrupción de sus representantes.
La dimisión de Arístegui era el único desenlace aceptable para un país que está luchando por renovar sus instituciones. Era necesario que se apartara de la vida pública por higiene democrática.