15 enero 2003

Polémica entre Gabriel Jackson y Vicenç Navarro por la transición española «no idílica»

Hechos

Entre noviembre de 2002 y enero de 2003 se produjo una polémica entre D. Gabriel Jackson y D. Vicenç Navarro.

23 Noviembre 2002

De la represión franquista y la verdad

Gabriel Jackson

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Desde la victoria total del general Franco en la Guerra Civil (abril 1939) hasta después de su muerte en noviembre de 1975, fue imposible para los historiadores que vivían y trabajaban en España hablar públicamente y escribir con sinceridad sobre las ejecuciones masivas, los campos de concentración, los trabajos forzados y otras múltiples violaciones de los derechos humanos cometidas por el régimen de Franco. Uno podría referirse a él como un gobernante autoritario, y comparar su régimen con el de pasados dictadores militares en España y Latinoamérica, pero su historial de represiones, comparables a las de Hitler y Stalin, ha sido una cuestión indudablemente tabú.

Durante las aproximadamente dos décadas transcurridas desde su muerte, décadas de libertad política recuperada con éxito y de aceptación admirada de la monarquía democrática por parte de Europa y el mundo en general, los historiadores españoles podrían haber escrito sobre las represiones masivas llevadas a cabo bajo el régimen de Franco, pero en general prefirieron no concentrar sus esfuerzos en uno de los aspectos más desgraciados de la historia peninsular. Así, recuerdo discusiones en 1986 en las que intelectuales españoles de la izquierda democrática explicaban a visitantes veteranos de las brigadas internacionales que pensaban que era mejor no organizar grandes «celebraciones» formales del quincuagésimo aniversario de la defensa de Madrid, no fuera a ser que inspirara a los numerosos partidarios vivos del general Franco la idea de montar una gran celebración de la victoria en 1989. Además, España, en 1986 estaba siendo gobernada pacíficamente, por primera vez en su historia, por un Gobierno de la izquierda democrática libremente elegido. Como se suele decir, es mejor que hablen los hechos más que las palabras.

Pero en los últimos años, en todo el mundo, se ha producido una clara conciencia de las terribles crueldades del siglo veinte, de los crímenes masivos cometidos por los gobiernos en todos los continentes de nuestro planeta, en nombre de la raza, la nacionalidad, la religión o la ideología secular. Ha habido numerosas exposiciones en museos, con gran éxito de público, sobre el holocausto de los judíos europeos llevado a cabo por la Alemania nazi y sus colaboradores; sobre los gulag de Lenin y Stalin en los que millones de campesinos, opositores políticos e intelectuales disidentes rusos murieron; sobre los linchamientos, y la implicación de muchas corporaciones estadounidenses en la historia de la esclavitud americana; sobre el desastroso «Gran Salto Adelante» de Mao Zedong, y los demenciales asesinatos masivos de Pol Pot.

En España tampoco existe ya el tabú sobre los horrores de la época de Franco. Por mencionar sólo unas cuantas de entre las últimas publicaciones académicas: Julián Casanova, en La Iglesia de Franco, documenta la plena implicación de la Iglesia en decenas de miles de condenas a muerte durante la Guerra Civil y poco después de terminada ésta. Francisco Moreno Gómez, en La resistencia armada contra Franco, relata la obstinada resistencia guerrillera en la mitad sur de España durante casi una década después de la Guerra Civil. Y más recientemente, Ricard Vinyes, en Irredentas, cuenta la historia de miles de prisioneras republicanas y sus hijos durante y después de la guerra. Se han organizado en museos, con un público probablemente mucho más amplio que el de los libros, exposiciones sobre los sufrimientos de cientos de miles de soldados republicanos derrotados y sus familias, y la televisión catalana recientemente mostró un documental sobre el rapto de hijos de prisioneros republicanos que involuntariamente tuvieron padres adoptivos a ciencia cierta franquistas, algo que, como sabemos desde hace tiempo, ha ocurrido en la Argentina del general Videla, pero cuya existencia en España sólo se ha conocido recientemente.

Lo antedicho son los antecedentes básicos que hay que conocer para el comentario que me ocupa acerca de la declaración emitida en Barcelona el pasado 23 de octubre en la clausura del «Congreso sobre los campos de concentración y el mundo penitenciario en España durante la Guerra Civil y el franquismo». La declaración apunta a los grandes avances que se han realizado en el conocimiento «de las atrocidades cometidas durante la dictadura del general Franco», pero protesta contra «la pervivencia de símbolos de la dictadura» en edificios públicos y monumentos, así como en nombres de calles. En particular, protesta contra la existencia y la financiación parcialmente pública de la Fundación Francisco Franco, cuyo objetivo reconocido es legitimar la insurrección del 18 de julio y mantener en posesión privada documentos que deberían estar alojados en archivos públicos abiertos a todos los historiadores.

Personalmente no conozco la situación legal de la Fundación Francisco Franco, pero sé por muchos años de experiencia que gran cantidad de documentos oficiales que en los países anglosajones se consideran propiedad publica, y por tanto accesibles a los estudiosos, con frecuencia son retenidos por familias u organizaciones políticas en España. Ni que decir tiene que creo que todos los documentos generados en la función pública deberían ser puestos, después de un intervalo acordado de varias décadas, a libre disposición de todos los auténticos investigadores de historia. El aspecto que más me preocupa de lo que refiero en este artículo son las implicaciones de dos afirmaciones efectuadas en la declaración: «1) Que sea tipificada como delito la apología de la dictadura franquista; 2) la retirada inmediata, tanto de la vía pública como de las diferentes instituciones, de todos los nombres y símbolos de la dictadura».

En este punto debo insistir sobre la complejidad de la historia, y en que en materia de represiones y atrocidad existen diferentes matices del negro, por así decirlo. Hitler asesinó a seis millones de judíos sin alegar ninguna razón salvo que eran judíos. Y sus ejércitos asesinaron Dios sabe a cuántos polacos, ucranianos y bielorrusos simplemente porque quería sus tierras para futuros granjeros alemanes. Lenin asesinó a miles, y Stalin asesinó a millones, simplemente porque podrían estar albergando sentimientos antisoviéticos, según alegaron sus celosos interrogadores, quienes temían por sus propias vidas. Masacres dementes como ésas, en un sentido cualitativo, ocurrieron en España entre 1936 y 1944, con la ayuda de fanáticos religiosos, falangistas y carlistas. Pero cuando fue evidente para Franco que los aliados derrotarían a Hitler, redujo las ejecuciones en gran medida, y en la segunda mitad de su largo reinado, desde finales de la

década de 1950 hasta su muerte, fue todo lo represor que tenía que ser para mantener su poder personal, pero ya no mataba a la gente por sus pensamientos privados o su identidad étnica o religiosa.

Tampoco debe olvidarse, u ocultarse, que en los primeros meses de la Guerra Civil miles de sacerdotes, propietarios y patronos fueron asesinados en la zona republicana, y que en 1937 y 1938 las técnicas de purga de Stalin se extendieron a territorio republicano con la connivencia parcial de los comunistas españoles. Cualquiera preocupado por los derechos humanos y la conducta humana comprenderá sin duda que en tales circunstancias una gran minoría del pueblo español apoyara a una junta militar que prometió, entre otras cosas, poner fin a los paseos y las sangrientas purgas estalinistas.

Siempre hay, en última instancia, un alto precio que debe pagarse por negar la verdad. Después de 60 años en que la gente sentía miedo a hablar de los sufrimientos de sus padres y abuelos, estamos siendo testigos de una reacción muy comprensible y perfectamente legítima en contra del silencio impuesto durante la dictadura y de las versiones teñidas de rosa de la transición en las décadas siguientes a la muerte de Franco. Pero sería completamente contraproducente continuar con los errores del clero, las clases medias y los funcionarios franquistas, con la exigencia de convertir en delito el hablar sobre la razón de que muchos españoles apoyaran a Franco. Y sería sencillamente una especie de venganza inversa no permitir que los gobiernos locales decidieran si el nombre de Franco debería aparecer en los nombres de las calles. Nunca he estado tan convencido como ahora de que debemos hablar, escribir y enseñar la verdad, en toda su gris complejidad. Las mentiras engendran mentiras, las exageraciones engendran exageraciones, y la ley de las consecuencias involuntarias dicta que se crearán nuevos resentimientos, errores y animosidades si no somos capaces de concentrarnos en la verdad, no manipulada por los motivos políticos del momento, por comprensibles y legítimos que éstos sean.

08 Enero 2003

Consecuencias de la transición inmodélica

Vicenç Navarro

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Como consecuencia del gran dominio que las fuerzas conservadoras tuvieron en el proceso de transición de la dictadura a la democracia en España y de la gran debilidad de las izquierdas en aquel proceso (resultado de la enorme represión llevada a cabo por la dictadura), han existido dos versiones muy generalizadas en ambientes conservadores del país de lo que fue y significó el golpe militar de 1936, la dictadura que instauró, y la transición a la democracia. Una versión considera que el golpe militar y la dictadura fueron necesarios para restablecer el orden y corregir la situación intolerable creada por la República. Esta versión está dispuesta a aceptar que la represión, en ocasiones, fue excesivamente fuerte y que el periodo dictatorial fue, quizás, demasiado largo, circunstancias que, sin embargo, no invalidan lo positivo que fue para España la existencia del alzamiento militar y de la dictadura. Esta posición está ampliamente aceptada en el establishment conservador de España aun cuando no se explicite frecuentemente en aquellos medios de información que controla. Se expresa en su resistencia a condenar el régimen franquista y en su oposición a eliminar a lo largo del territorio español monumentos al dictador o a otras figuras relevantes de aquel régimen, homenajeando frecuentemente a sus protagonistas intelectuales, políticos y religiosos. Según esta versión, la democracia, instaurada en España por el Rey nombrado por el general Franco, significó la apertura de las instituciones estatales españolas conservadoras a las izquierdas y a los nacionalistas catalanes y vascos. Esta actitud apareció claramente en la advertencia que Adolfo Suárez hizo a Josep Tarradellas, cuando, en el primer encuentro entre ambos, Suárez le recordó: «Usted fue jefe de un Gobierno de la Generalitat que perdió la Guerra Civil» (Diari de Tarradellas, 27 de junio de 1977). Su integración en las instituciones españolas tenía que reconocer y admitir esta realidad. Esta versión, por cierto, es compartida por muchos miembros del Gobierno conservador actual que, aun cuando señalan que, debido a su edad, no fueron ellos mismos parte de aquel régimen y por lo tanto no se consideran responsables de él, se enorgullecen, sin embargo, de la labor de sus antecesores biológicos que sí fueron parte de él, sin haber nunca condenado tal régimen.

La otra interpretación, también muy extendida en España, en círculos que se autodefinen como centristas, es la que asume que el conflicto de 1936-39 fue una Guerra Civil entre dos Españas, una llamada la España Nacional y otra la España Republicana, en la que los dos bandos cometieron enormes atrocidades (resultado, en parte, de un supuesto carácter español afín a la violencia) que es mejor olvidar. Como prueba de la existencia incluso territorial de estas dos Españas, esta versión divide a España en zonas que permanecieron leales a la República y zonas que apoyaron al golpe militar. En esta versión, en la que se asume una equidistancia en cuanto a responsabilidades por aquellos hechos, se considera que el establecimiento de la Constitución de 1978 significó también la desaparición de las dos Españas. Algunos autores pertenecientes a esta postura aceptan que los vencidos de aquel conflicto han sido maltratados y deben ser reconocidos e incluso homenajeados de la misma forma en que los vencedores lo fueron. Se admite así que esta equidistancia debería también realizarse en el equilibrio de la memoria, puesto que reconoce que el olvido significó una injusticia hacia los vencidos. Es a esta mentalidad a la que un editorial reciente de EL PAÍS, Desaparecidos nuestros (8-VIII-02), apelaba cuando pedía al Gobierno conservador español (asumiendo que sostenía esta visión de nuestra historia) que ayudara a los familiares de los desaparecidos entre los vencidos a encontrarlos a fin de enterrarlos, honrarlos y homenajearlos, tal como los vencedores ya tuvieron la oportunidad de hacerlo con sus desaparecidos durante la dictadura.

Ambas posiciones, sin embargo, son erróneas y su visibilidad preferente responde precisamente al gran poder de las fuerzas conservadoras en España. La realidad histórica, raramente presentada en las escuelas y en los medios de información españoles, es distinta. La República Española fue uno de los intentos más profundos de modernización de una de las estructuras sociales más oprimentes existentes en Europa en los años treinta. En sus reformas, afectó intereses corporativos (terratenientes, grupos empresariales, la Banca, la Iglesia, el Ejército y muchos otros) y a las clases sociales de renta alta y media alta, que respondieron, a través del Ejército, con un golpe de Estado que interrumpió la modernización de España, imponiendo un gran retraso económico, social, político y cultural al país, que dañó enormemente el bienestar de la gran mayoría de la ciudadanía española, como lo demuestra que cuando el dictador murió el Estado del bienestar español era el más subdesarrollado de Europa. No fue, por lo tanto, una mitad de España contra otra mitad, sino una minoría frente a la mayoría de la población. De ahí que las fuerzas golpistas, para mantenerse en el poder, tuvieran que recurrir a una gran represión y terror contra la mayoría de la ciudadanía que continuó durante los cuarenta años de la dictadura, y que ocurrió también en las zonas que erróneamente se considera que apoyaron al golpe militar. En tal régimen dictatorial, atrocidades llevadas a cabo por el régimen nazi alemán, el régimen fascista italiano, el régimen militar chileno y el régimen militar argentino (todas ellas denunciadas hoy), se dieron con creces. Es cierto que durante la República también hubieron casos graves de violación de los derechos humanos, pero por lo general tales actos fueron espontáneos como resultado de la indignación popular por el golpe militar de 1936 y en respuesta a las brutalidades realizadas por el bando franquista, sin que tales actos de represalia, sin embargo, contaran con el apoyo del Gobierno de la República, que protestó e intentó interrumpirlos. No así en el caso de las fuerzas golpistas y de la dictadura, la cual hizo del terror una política de Estado a fin de mantenerse en el poder. Sería justo y necesario para mejorar la cultura democrática del país condenar el régimen franquista y prohibir que se le homenajeara. Algunos autores, como Gabriel Jackson, han protestado tal prohibición acusándola de revanchista (De la represión franquista y la verdad, 23-XI-02). Revanchista, sin embargo, sería pedir el enjuiciamiento, encarcelamiento o expulsión de los responsables de aquel régimen, justicia a la cual las izquierdas renunciaron cuando, con gran generosidad, aceptaron la amnistía (excusando el terror y la corrupción que caracterizó a aquel régimen). Prohibir el

homenaje al franquismo, sin embargo, no es revanchismo, sino mera exigencia democrática, puesto que aquel régimen interrumpió brutalmente un régimen democrático. El hecho de que ocurrieran también violaciones de los derechos humanos durante la República no justifica -como Gabriel Jackson asume- que se considere errónea la petición de prohibición de homenaje a los que interrumpieron la democracia, de la misma manera que las violaciones de derechos humanos realizadas por las tropas aliadas en la Segunda Guerra Mundial (tal como el bombardeo de Dresde) no fue razón suficiente para que la Alemania democrática dejara de condenar y prohibir monumentos al nazismo. La condena y prohibición del homenaje al franquismo no implica tampoco que deba ocultarse la verdad de lo que ocurrió durante la República, incluyendo sus aspectos negativos.

La verdad en España ha estado oculta por la amnesia que acompañó a la amnistía y que ha dañado enormemente a la cultura democrática del país. Es cierto que ahora comienzan a aparecer libros, sobre todo en el ámbito académico, que documentan la naturaleza represiva de aquel régimen, pero su difusión es muy limitada, resultado del abismo que existe en España entre el mundo intelectual académico y la cultura popular, la cual está predominantemente influenciada por los medios televisivos, en los cuales el silencio sobre tal pasado continúa existiendo. El documental Los niños perdidos del franquismo, que documentó que las barbaridades ocurridas durante las dictaduras argentina y chilena (tales como el robo de niños hijos de padres demócratas asesinados) se dieron también con creces en la España del franquismo, no ha sido presentado en ninguna comunidad autonómica excepto en Cataluña, en el País Vasco y en Andalucía, donde se emitió (por Canal Sur) de madrugada. Y sólo recientemente se ha presentado un documental sobre el exilio, patrocinado por la Fundación Pablo Iglesias. Por lo demás, el silencio televisivo es ensordecedor.

La falta de compromiso político para recuperar la memoria histórica ha empobrecido enormemente la democracia española, disminuyendo su cultura democrática, con un gran coste político, tal como lo demuestra el que según una encuesta reciente (EL PAÍS, 19-X-02) nada menos que el 36,8% de la juventud española (de 12 a 18 años) cree que una dictadura puede ser necesaria en ocasiones o que tanto da que tengamos dictadura o democracia siempre y cuando haya orden y progreso (el eslogan del franquismo). Otro indicador, entre otros muchos, de esta democracia incompleta es lo ocurrido a los familiares de los desaparecidos del bando republicano. Durante veinticinco años de democracia tales familiares pidieron al Rey y a los presidentes de los Gobiernos democráticos que les ayudaran a encontrar a sus familiares sin que ninguno de ellos respondiera satisfactoriamente a esta petición de ayuda, lo cual debería haber motivado al editorialista de EL PAÍS (que escribió el editorial al cual me referí anteriormente) a titular su editorial Vergüenza nacional, señalando, como lo hizo recientemente The New York Times (11-XI-02) el bochorno que suponía para la democracia española que los familiares de los desaparecidos demócratas todavía estuvieran buscando hoy a sus muertos sin que el Estado democrático hubiera respondido positivamente a su petición de ayuda, forzándoles a denunciar tal hecho a la Agencia de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Por fin, las Cortes Españolas han aprobado una resolución en la que se insta al Gobierno español a ayudar a tales familias, reconociendo a las víctimas del franquismo. Es prueba, sin embargo, del enorme poder que las fuerzas conservadoras todavía tienen en las instituciones democráticas que tal resolución (además de no condenar explícitamente y por su nombre el alzamiento militar y la dictadura, haciéndolo sólo indirectamente) instruye que se evite utilizar el reconocimiento de las víctimas para «reactivar viejas heridas y remover el rescoldo de la confrontación civil» asumiendo erróneamente que se puede homenajear a las víctimas sin denunciar a los que los mataron.

Supongamos, sin embargo, que España hubiera tenido otro tipo de transición, resultado de la derrota del franquismo o su colapso, tal como ocurrió en otras dictaduras europeas -como las comunistas del Este de Europa- sin derramamiento de sangre. En este caso, es probable que hoy tendríamos en España una república en lugar de una monarquía; con una cultura antifranquista democrática bien establecida; con unos medios de información y persuasión menos conservadores y más plurales; con una memoria histórica viva (enseñándose en todas las escuelas lo que fue la dictadura, su represión y el retraso social, económico y cultural que impuso al país); con reconocimiento y homenaje a los que lucharon en contra del fascismo y la dictadura, y que tendrían -como tienen en Francia, Alemania e Italia- monumentos y calles en su nombre; con un Ejército que tomaría como figuras ejemplares a los militares que fueron leales a la República, en lugar de los que se sublevaron en contra de la democracia, homenajeando a los militares que fueron expulsados del Ejército durante la dictadura por su lucha por la democracia; con una Iglesia que habría pedido perdón, no sólo a su Dios, sino también al pueblo español, por su apoyo al golpe militar y a la dictadura, aceptando su lugar en un Estado laico respetuoso de todas las religiones; con una derecha democrática que hubiera denunciado sin ninguna ambigüedad el golpe militar y el régimen franquista, y con unas izquierdas menos moderadas y más fuertes; con un Estado del bienestar más desarrollado que el actual y con una Constitución más progresista, que además reconocería la multinacionalidad de España con posibilidad de reestructurar la relación entre sus componentes según la voluntad popular de cada uno de ellos. Soy consciente de que, debido al gran desequilibrio de fuerzas en la transición, no había otra alternativa que la que existió. Pero las fuerzas democráticas deberían ser conscientes de las limitaciones que impuso la transición inmodélica a fin de corregirlas.

09 Enero 2003

Precisiones de Gabriel Jackson

Gabriel Jackson

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En su artículo Consecuencias de la transición inmodélica [publicado ayer en EL PAÍS], Vicens Navarro escribe que yo había protestado por la idea de «prohibir que se homenajeara» al régimen franquista, «acusándola de revanchista». Ni «homenajear» ni «revanchista» aparece en el artículo mío (El PAÍS, 23 de noviembre de 2002). Después de referirme a las «masacres dementes» realizadas por el Gobierno franquista entre 1936 y 1944, yo hice dos puntualizaciones principales: que habían ocurrido en los primeros meses de la Guerra Civil bastantes desmanes contra franquistas y supuestos franquistas, para comprender el apoyo dado a Franco por una minoría sustancial de los españoles, y que ahora es mucho más importante «escribir y enseñar la verdad, en toda su gris complejidad», que limitar la expresión de opinión de cualquier grupo.

En cuanto a prohibiciones, escribí que «sería sencillamente una especie de venganza inversa no permitir que los gobiernos locales decidieran si el nombre de Franco debería aparecer en los nombres de las calles». No creo que esas palabras signifiquen «homenajear» actos «revanchistas». De hecho, sigo los escritos del profesor Navarro con gran admiración y un muy alto grado de acuerdo. Pero, como muchos en nuestra tribu de intelectuales, a veces exagera, y la herencia de la Guerra Civil es demasiado seria como para exegerar.

15 Enero 2003

Respuesta a Gabriel Jackson

Vicenç Navarro

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Gabriel Jackson (GJ), en su respuesta (9 de enero) a mi artículo Consecuencias de la transición inmodélica (8 de enero), me critica por presentar incorrectamente su postura reflejada en un artículo suyo anterior De la represión franquista y la verdad» (23 de octubre de 2002) negando (tal como escribí en mi artículo) que él hubiera protestado la propuesta de prohibir «homenajes al régimen franquista», considerándola «revanchista». GJ indica que, en realidad, él nunca utilizó tales términos como «revanchismo» u «homenaje al franquismo». Su artículo, sin embargo, expresa explícitamente su desacuerdo con la conclusión del «Congreso sobre los campos de concentración y el mundo penitenciario en España durante la Guerra Civil y el franquismo», que pide «1) que sea tipificada como delito la apología de la dictadura franquista y 2) la retirada inmediata, tanto de la vía pública como de las diferentes instituciones, de todos los nombres y símbolos de la dictadura». GJ considera tal prohibición «una especie de venganza inversa», reproduciendo así el comportamiento prohibitivo del franquismo. El hecho de que yo utilizara el término de «revancha» en lugar de «venganza inversa» (el término que GJ utiliza) y el de «homenaje al franquismo» en lugar de «nombrar calles con el nombre de Franco» (expresión que GJ utiliza) no muestra que estuviera tergiversando o exagerando su postura, sino que estaba utilizando términos equivalentes para definirla, expresando a su vez mi desacuerdo con ella. Considero incoherente prohibir partidos políticos por su comportamiento antidemocrático y permitir a la vez alabanzas y homenajes al régimen antidemocrático responsable del mayor número de asesinatos políticos de españoles de nuestros tiempos. Agradezco la expresión de admiración que GJ expresa hacia mi trabajo, admiración que es recíproca. Pero le ruego que acepte la expresión de mi desacuerdo sin intentar desacreditar mi crítica de sus argumentos o posturas haciéndome acusaciones genéricas de exageración que no vienen avaladas por la información y citas que provee.