23 abril 1987

Es una respuesta al golpe del teniente coronel Aldo Rico que reflejaba la indignación de los militares argentinos con el Gobierno democrático por permitir la condena de las cúpulas militares

Raúl Alfonsín aprueba la ‘Ley de obediencia debida’ para que ningún militar más pueda ser condenado por crímenes durante la dictadura

Hechos

El 22 de abril de 1987 se aprobó en Argentina la Ley de obediencia debida.

23 Abril 1987

La solución Alfonsín

EL PAÍS (Director: Juan Luis Cebrián)

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PESE A los problemas pendientes en algunas guarniciones, parece superado el golpe militar argentino. El momento decisivo fue la decisión de Alfonsín de trasladarse personalmente a Campo de Mayo para obligar a los rebeldes a deponer su actitud. En un diálogo directo con el pueblo, el presidente anunció su propósito y pidió a los concentrados que esperasen su retorno. Y luego les dio la buena nueva de que los amotinados habían depuesto su actitud. Este hecho pone de relieve el rasgo más nuevo y significativo de los últimos acontecimientos: la movilización del pueblo en defensa de la democracia. Nunca había ocurrido tal cosa frente a los numerosos golpes militares que han ensombrecido la historia argentina de este siglo.Un factor esencial para el presidente Alfonsín ha sido el apoyo internacional recibido. En Washington, en las capitales europeas, en casi todos los países de Latinoamérica, declaraciones oficiales han testimoniado su respaldo. El éxito de un golpe militar en Buenos Aires sería hoy muy negativo para la estabilidad del continente y crearía un problema grave a EE UU.

Las corrientes que se han movido en el mundo político de Buenos Aires han sido complejas. El compromiso solemne suscrito por los partidos, los sindicatos y las entidades empresariales para la defensa de la democracia ha servido sin duda para aunar energías frente a la intentona militar. Pero la movilización popular surgió de modo espontáneo, antes de que las organizaciones tomasen posición oficialmente. El relativo aislamiento de Alfonsín, el respaldo insuficiente que recibe incluso de fuerzas animadas por ideales democráticos, es preocupante. Su prestigio ha crecido mucho en estas jornadas, pero la consolidación de la democracia requiere otro clima más solidario.

La agitación levantada -en nombre de una justicia llevada hasta el fin- contra la ley de punto final tiene efectos nocivos, porque explota sentimientos respetables, pero ignora realidades políticas concretas. Al proponer dicha ley, Alfonsín trataba de evitar un proceso que podía empujar al conjunto de los mandos militares a enfrentarse con la República. Hoy, los hechos han demostrado la conveniencia para las fuerzas democráticas, dentro de las diferencias lógicas que tienen entre sí, de evitar sus querellas y de colocar en lugar prioritario los problemas de un país que está edificando un nuevo sistema constitucional.

En ese orden, las relaciones entre el poder político y el ejército son el problema decisivo. En nombre de un corporativismo militar casi patológico, personas culpables de crímenes horrendos han podido obtener la solidaridad de sectores amplísimos de la oficialidad. Las actitudes de rebeldía, abiertas en unos casos, larvadas en otros, abarcan a numerosas unidades militares. Han sido contenidas en parte por la presión de una voluntad nacional unánime que rechaza cualquier retorno a una dictadura. Pero permanece una situación cargada de amenazas. De la reorganización del alto mando, y de otros cambios, cabe esperar que militares legalistas vayan ocupando los mandos decisivos, y que sean marginados los partidarios de la misión salvadora del ejército. Ante semejante perspectiva, en la que el peligro no ha sido del todo conjurado, el apoyo a Alfonsín, es una obligación para España y para todos los países democráticos.